Una película para menores Hay films que son tan menores que el crítico casi se queda sin algo que decir. Papás a la fuerza es la historia de un señor (Robin Williams) que se tiene que hacer cargo de dos críos a los cincuenta años, con la ayuda de su amigo (Travolta). El chiste es “somos viejos pero lo primero es la familia”. Y se repite hasta lo exasperante. Falso: hay otros chistes –o más bien astracanadas– que suenan tan viejos y remanidos como un hombre con disfraz de animal feroz y otro hombre asustándose risueñamente del asunto. Obviamente, gana la familia al final. En cierto sentido, se trata de un film extraño. No se separa demasiado de las malas películas argentinas “de vacaciones”, hechas a las apuradas y sin respeto por los espectadores. O mejor dicho: se diferencia justamente en respetar a sus espectadores al menos en la factura técnica y en el hecho de que los actores realmente tratan de hacer creíbles a sus personajes. En ese sentido, el mayor enemigo del film es el siempre demasiado grande histrionismo de Williams y cierta sobreactuación cómica de Travolta, aunque ambos tratan, además, de reírse de sí mismos. Quizás el asunto complicado sea que se considere éste como un film “infantil”, categoría inexistente que los cineastas confunden con “pueril”. De allí estas películas tan menores.
Vampiros reivindicados Retomando los mejores elementos de una gran tradición, el film logra amalgamar la aventura, el humor y la metáfora política. Menos mal que hay quien, todavía, se toma a los vampiros en serio. Después del telenovelón mal filmado de la saga Crepúsculo, después de las subexplotaciones televisivas del tópico “chupar sangre no implica que seamos malos, y encima somos lánguidos y lindos”, es bueno ver chupasangres malos y humanos peleándoles palmo a palmo la supremacía mundial. Veamos: en Daybreakers, los vampiros dominan el mundo y usan a los seres humanos como La Serenísima las vacas. Como corresponde, cada vez hay menos gente para alimentar a los cada vez más chupasangres. La alternativa es encontrar una cura al vampirismo, algo en lo que se terminan aliando unos cuántos resistentes humanos y algunos vampiros con conciencia social. Dejemos de lado la aplicabilidad política y la –evidente– metáfora del capitalismo salvaje (últimamente las metáforas políticas son tan evidentes que llamarlas “metáforas “ es, paradójicamente, una licencia poética). Lo que importa en este film es otra cosa: que el mundo que presenta es consistente, que los personajes parecen existir realmente y que la historia promete (¡y cumple!) una buena dosis de aventuras, casi como si estuviéramos viendo una clase B sin pretensiones que sólo quiere divertirnos. Sin embargo –y esto es lo que suele olvidarse a la hora de ponderar el espectáculo–, no hay manera de que un film de este tipo nos interese si no creemos que los personajes que viven, sufren –y gozan– esta historia existen de verdad. El diseño de imagen –sobrio y enorme al mismo tiempo, una especie de fiesta de tonos glaucos– complementa muy bien la oscuridad malévola del villano que juega el (gran) Sam Neill. Mientras que Ethan Hawke, como el complicado (que no demasiado complejo, pero de estas simplezas se nutre la épica divertida de la película) héroe, también genera en el espectador el aura siempre escasa de la credibilidad en este tipo de producciones. Es decir: como espectadores, creemos que estos personajes existen. Y es esa creencia absoluta la que nos permite el libre juego de divertirnos con sus pesares y alegrías, con los tiros, las corridas y las explosiones. Es decir, creemos que lo que pasa en la pantalla realmente pasa en este o algún mundo. Y, además de todo, Daybreakers se da el lujo de la invención constante (los vampiros, por ejemplo, se afeitan no con espejo sino mirándose en el monitor de una camarita de video, ejemplo del humor zumbón del film) y de mostrar la especulación sobre el futuro como campo para la aventura.
El discreto encanto de la melancolía alegre El tercer largometraje de Ezequiel Acuña vira más decididamente hacia la comedia y transforma cierta angustia de juventud de sus primeras películas en una mirada más amplia y más humorística. Actores perfectos. Es así: dos amigos que hace mucho que no se ven vuelven a encontrarse. Uno de ellos ha quedado sin trabajo en una fábrica de golosinas; el otro es guionista televisivo. El primero quiere escribir una obra de teatro y quiere que el otro lo ayude. El segundo, reticente primero pero misteriosamente incapaz de decir “no”, agarra viaje. Ese viaje es lo que retrata Excursiones, tercer largo de Ezequiel Acuña y su película más luminosa, más amable –en el sentido literal- y aquella donde el fuerte sentimiento de melancolía y nostalgia que campeaba en Nadar solo y Como un avión estrellado cambia de rumbo. En aquellas películas, la cámara encontraba la angustia interior de los personajes (a veces a su pesar). Y es cierto que se formaban pequeñas comunidades entre los protagonistas como en Excursiones. Sin embargo, había algo entre ellos que no podía comunicarse y que generaba aquella angustia, que podía quedar en suspenso o estallar incluso en tragedia. Aquí ya no hay angustia sino una melancolía intermitente que parece ceder espacio a una alegría reconquistada. Acuña tiene un ojo muy preciso para encontrar lo que vale la pena mostrar. Los ciegos que le han criticado –muchas veces escudados en la cobardía de no nombrar sus films- los vagabundeos o digresiones de sus personajes nunca han observado que son producto de una idea muy precisa respecto del mundo que rodea al realizador. Y que su arte como cineasta, como narrador, consiste en exprimir ese spleen para generar gotas de lo extraordinario, lo que termina conformando sus películas. En Excursiones, cuyo tono es pura comedia (la comedia es ese género donde, si pasa algo terrible, está en el pasado o en el principio: la risa y la sonrisa curan), esta precisión es mayor. Es cierto que el film luce, respecto de los anteriores, más “armado”, pero es prerrogativa del género. Sin embargo, los mejores momentos tienen el exacto aire de cosa nueva, “en vivo y sin red”, que le da su fuerza. Acuña muestra que es un muy buen director y que, si bien sus películas nacen de un material personal –pero no autobiográfico- puede tomar la distancia justa para volverlo universal. Y cómico. Seamos claros: Excursiones tiene joyas cómicas en su transcurso, verdaderos raptos de gran humor cuyo mérito Acuña comparte con sus dos actores (geniales ambos, Alberto Rojas Apel y Matías Castelli), que le exprimen toda clase de emociones a cada secuencia y a cada diálogo. En ese departamento, el de la palabra, también Acuña logra una rara precisión, encontrando el costado ridículo a los lugares comunes. Jugando, de hecho, porque el film es, ni más ni menos, una apelación al juego, una descripción precisa de cómo se construye la amistad a partir de cierta fantasía compartida, de ciertos recuerdos y de un lenguaje común. Ahí aparece la melancolía pero también, en estos personajes que terminan sanando las heridas de una tragedia de adolescencia –el film “cura” la situación de Como un avión...- para enfrentarse a una adultez que los reclama y a la que entran pero no del todo, sino guardando un espacio para la libertad y la alegría de la infancia y la adolescencia. Sí, Excursiones es un film menos lírico en cierto sentido que los otros films de Acuña, justamente por esa ausencia de angustia. Pero es, también, un film más maduro, realizado por un artista que ve el mundo con una perspectiva mayor, con una mirada que nunca es desencantada pero que no excluye la ironía. Sabe –ha descubierto- que a pesar de sus momentos terribles, la vida es una comedia. Y lo pone en pantalla como si manejara todos los resortes de ese arte dificilísimo. Excursiones es un paseo por nuestros propios recuerdos, retratados como aquella vereda donde se jugaba a la escondida.
Nada más que pericia técnica Una banda de asesinos ninjas comete unos crímenes. Una detective los rastrea por Europa y se vuelve, al mismo tiempo, su blanco. Después aparece un ninja renegado que la quiere salvar y hay peleas. Eso es todo lo que presenta este segundo largo como director del realizador James McTeigue, que realizó las únicas secuencias potables de las dos continuaciones redundantes) de Matrix y un film que crece en la memoria, el gran V de Venganza. Exhibición de pericia técnica, aquí sí –a diferencia de otros films blockbusters mal acusados de lo mismo– se notan los lugares comunes de la historia, especialmente porque la pirotecnia impide todo el tiempo que los personajes tomen suficiente carnadura como para que creamos en ellos. Así, la falta de originalidad de la historia termina dejando al espectador fuera de la sala. Se destacan entonces ciertas coreografías y la precisión del montaje, poca cosa que, en el fondo, no implica que este film sea completamente cine sino, sólo, que usa algunas de sus herramientas. Cuando no hay algo humano, la lucha carece de sentido.
Un paseo por el mágico mundo del color Al mismo tiempo dentro y fuera de la gran tradición animada de Disney, el nuevo film en dibujos tradicionales es tanto una alegoría política como un cuento de hadas con ritmo y personajes perfectos. En primer lugar, es bueno que la Disney haya vuelto al dibujo animado tradicional. Es falso que la animación deba, por defecto, realizarse por computadoras: el dibujo a mano documenta el trazo del artista mejor que cualquier otra técnica. La firma tiene el secreto de esa técnica. Por lo menos, para contar un largometraje con dibujos sin que el espectador sienta que ese mundo totalmente artificial le es ajeno. Hay otras buenas noticias: La princesa y el sapo es un buen film, entretenido y lleno de color; su banda de sonido –que recorre desde el cajun al jazz y es responsabilidad de Randy Newman- es casi omnipresente y se desluce un poco con el doblaje al castellano, pero realmente funciona. Y –prueba de su efectividad narrativa- parece breve. Aquí la historia: Tiana es hija de una modista (negra) y un cocinero (negro); ambos viven en un suburbio de la ciudad. Papá fallece, Tiana crece soñando tener su propio restaurante. Casi lo logra, y en una fiesta de disfraces una rana –en la Argentina es un sapo; sonaría raro en castellano que una princesa bese sáficamente a una rana- le dice que es un príncipe encantado (es verdad, lo es: un príncipe desheredado que busca matrimonio por conveniencia, embrujado por un villano vudú) y que si la besa se rompe el hechizo. Ella lo hace y se transforma a su vez en rana. El resto es cómo a) se enamoran como batracios y b) cómo logran sus sueños y cambian para mejor en el trayecto. Es decir: si lo que quiere es ver un buen ejercicio de estilo de la casa Disney, este film cumple con creces. Sin embargo, no implica –como sí lo fueron La Bella y la Bestia, El Rey León, Las locuras del emperador o Lilo & Stitch en diferentes contextos- un paso adelante en el campo animado. Es difícil saber si será o no un renacimiento, si el género volverá por sus fueros. Cualquier especulación es vana porque el film es absolutamente tradicional incluso –y esto es lo más extraño de todo- en su mirada social y política, ese “plus” que amanuenses internacionales han repetido. Que es un film “obamista” dado que la princesa del cuento es negra, que homenajea a Nueva Orléans, que reivindica la igualdad entre el hombre y la mujer, etcétera. Nada de esto es novedoso porque, en principio, las películas de Disney siempre fueron reflejo de su tiempo. Nunca –y esto es capital y muchas veces se comprendió como “conservadurismo”- hablaban de posibilidades para América. Así, Blancanieves era el “volver a la familia” tras la disolución de cualquier sociedad durante la Depresión, Cenicienta implicaba los valores de la era Eisenhower de mujer al mismo tiempo bella y maternal, y La Bella y la Bestia hablaba de la igualdad de la mujer de los noventa, una persona audaz, que tomaba decisiones y que estaba a la par del hombre (de hecho, era el Príncipe el que sufría pasivamente el hechizo). Pero en todos estos cuentos campeaba la adaptación más o menos fiel del texto base: sus modificaciones eran por lo general de índole dramática. En cambio aquí estamos ante la adaptación más “infiel” de un cuento, del que sólo se toma una situación básica y se construye alrededor un símil fantástico de lo que se aspira para los Estados Unidos de hoy. Se logra, esto hay que afirmarlo, con humor y buen gusto; con creatividad y personajes perfectos. Incluso con alguna tristeza bien dosificada. ¿Dijimos que este film no era “un paso adelante”? Error: La princesa y el sapo, sin darse cuenta, es la primera alegoría política de los estudios Disney. Signo de los tiempos, aunque no siempre “paso adelante” sea “avance”.
Creíble, cohesivo y bien contado ¿Es un documental?” fue la pregunta de un colega mientras revisaba la grilla del Festival de Mar del Plata 2008. Y es cierto, el título –dada la sobreabundancia de documental étnico, folklórico o revisionista que atosiga las pantallas nacionales– puede dar para la confusión. Pero digámoslo fuerte: La Tigra, Chaco es una comedia romántica hecha y derecha, donde chico busca chica que ya conocía, chica está de novia, ronda el padre del muchacho y todo tiene el aire al mismo tiempo de lo espontáneo y de lo perfectamente calculado para que tal espontaneidad sea creíble. Los actores son, en ese sentido, de una precisión increíble, transmitida por y a los directores en un ida y vuelta completamente cohesivo. Ahora bien, la gran originalidad del film es plantear ciertos –no todos– los elementos de un género que ha subsistido por ser urbano en un ambiente donde lo “urbano” aparece sólo en destellos. O, más bien, brilla no en el casi bucólico –pero humano– escenario de la ficción sino en la urbanidad, justamente, de sus criaturas. En ese sentido, La Tigra... es un avance para el cine (argentino, bueno, pero no solamente) porque depura, a partir de una situación que ha generado sus propios códigos y lugares comunes, lo que es universal. Y lo pone en pantalla con la convicción absoluta de su validez. Hay dos elementos fundamentales para que un film cuyos núcleos son la amabilidad y la alegría. Uno es la química entre los protagonistas, algo que en el caso de los actores Ezequiel Tronconi y Guadalupe Docampo –él como ese chico de Buenos Aires que viene a hablar con un padre que posterga el encuentro, ella como esa chica que se quedó– son, desde la primera escena, tal para cual. No es fácil que eso suceda tan instantáneamente y se agradece verlo: son dos personas bellas y verdaderas, o más bien dos actores que logran darle verdad a sus criaturas. El otro, que los personajes secundarios sean auténticos. La estrategia de que en esos lugares se confundan actores con quienes no lo son dotan de fuerza y carne a esos “otros” que traman la historia. Otros como nosotros, felices ante la felicidad ajena.
Ni más ni menos que un nuevo comienzo para el cine La nueva apuesta del director de Terminator y Titanic ya recaudó 800 millones de dólares en sólo 13 días. La integración de actuaciones con animaciones es tan asombrosa que ya es posible hablar de un nuevo mito, con la más sofisticada tecnología jamás imaginada. Cuesta no ser hiperbólico a la hora de describir Avatar, porque el film lo es en el sentido más literal de la palabra. Fue creado por un domador de gigantes llamado James Cameron, un realizador a quien la crítica melindrosa coloca en el lugar de un Cecil B. De Mille vertiginoso (y eso con suerte, habida cuenta de que el cine del realizador de Los diez mandamientos no carece de algunas excelencias), cuando en realidad está en otro nivel, el de Coppola u Orson Welles. O, especialmente, el de Howard Hawks, otro domador de gigantes, un tipo capaz de terminar una película (El Dorado, otra que mienta un territorio mítico, ni más ni menos) con Robert Mitchum y John Wayne rengueando y que esos rascacielos no pierdan la dignidad. Hawks, y Hitchcock, y Minelli, y Welles, y Coppola y hasta –sobre todo– el propio Griffith creían que el cine era (debía ser) más grande que la vida. Avatar lo grita con una pasión oceánica. Avatar no sólo es más grande que la vida: es un nuevo comienzo para el cine. Es imposible agotar en un texto “de diario” todas las ideas que el film genera. Dado que el lector, a esta altura, quiere saber si tanta bambolla previa tiene sentido, aseguramos que sí: que incluso si no gusta de la fantasía, la ciencia ficción o la animación, Avatar va a depararle, en lo inmediato, una cantidad de diversión y entretenimiento por encima del costo de la entrada. Y aseguramos una segunda cosa: incluso si no gusta de ninguno de esos géneros cinematográficos, las imágenes van a quedarse en su memoria y crecerán hasta generarle cada vez más recuerdos e ideas. Como Titanic, aquel film que era chic despreciar por sus “lugares comunes típicamente hollywoodenses” (volveremos sobre esto), se irá transformando poco a poco en un mito, en aquella película que puede describirse como el origen de algo, el nacimiento –no “renacimiento”, porque Avatar presenta algo totalmente nuevo– para otro cine. Avatares de la historia. Jake Sully (Sam Worthington) es un ex marine, lisiado. Su hermano gemelo fue asesinado en la calle de alguna ciudad para robarle la billetera. Es el año 2154, es decir, hoy. A Jake se le presenta una oportunidad: su hermano estaba destinado a viajar a Pandora, un satélite lejano parecido a la Tierra, habitado por una raza humanoide llamada Na’vi y que una “compañía” quiere conquistar en busca de un raro mineral de precios siderales. Hay una avanzada militar, pero también El Programa Avatar: seres humanos que se conectan mentalmente con cuerpos hechos a partir de su propio ADN y de ADN Na’vi, que les permite sobrevivir en la atmósfera de Pandora y comunicarse con los nativos, los “avatares”. Jake tiene el mismo ADN que su hermano; Jake se convierte en avatar de su hermano, ocupando su lugar como parte de ese programa. Jake, que no puede caminar con sus propias piernas, comienza a hacerlo con las piernas Na’vi. Jake, además, fue marine e informa a la avanzada militar ahora a sueldo de la “compañía” (“estos tipos se enrolaban para luchar por algún ideal –piensa Jake–; ahora son mercenarios nomás”) de las costumbres de los nativos. Problema: Jake es educado e integrado a la cultura Na’vi por Neytiri, una mujer hija del líder de una tribu. Mientras los humanos viven conectados a toda clase de tecnologías y monstruos metálicos, los Na’vi viven en absoluto equilibrio con la naturaleza de su planeta, todo él, en realidad, una inmensa red pensante. Hay un conflicto final entre terrestres y Na’vi y Jake se transforma, ahora sí, en último avatar de sí mismo (es interesante ver las conexiones del término “avatar” con las religiones de la India y los ciclos de muerte-renacimiento) pasando definitivamente del lado de los nativos contra su raza de origen. La metáfora o “aplicabilidad” política (Irak, Vietnam, la conquista del Oeste, cualquier otra acción bélica estadounidense) es evidente y “sirve” de coartada para que Cameron muestre otras cosas mucho más importantes, mucho más pertinentes al arte. Vivan los lugares comunes. Todas estas alternativas forman parte de la literatura y el arte más “bajo”, de las novelas pulp de ciencia ficción (Cameron cita como una de sus fuentes de inspiración el Edgar Rice Burroughs de Tarzán y, especialmente, John Carter from Mars, ambas obras perfectos nutrientes de Avatar), del western (sí, los Na’vi son los indios y los marines son la caballería, e incluso la batalla final es, vista por fin del lado ganador, la debacle de Custer), del film romántico –eso sí, con un personaje femenino ultrafuerte como Neytiri, belleza creada más por Zoe Saldana que por los efectos especiales–, de la fantasía cinematográfica, del dibujo animado “a la Disney”, del cuento de hadas. Y, por supuesto, de los mitos primigenios, ésos que dieron origen a todas las grandes narraciones, desde la Ilíada hasta el libro de Job. Cameron hace algo importantísimo que los críticos de cadena de montaje no alcanzan a ver: sabe perfectamente que su material narrativo no es precisamente original, que en ese departamento nada lo es. Pero que lo que importa no es su novedad sino su verdad: cuando Jake y Neytiri aparecen ante nosotros como seres reales, lo que les pasa nos conmueve aunque les haya pasado a 100 millones de personajes antes que a ellos. Ellos son la novedad, Pandora es la novedad. La verdad absoluta de esos movimientos y esas emociones son la novedad. Desdeñar un film por sus lugares comunes (que no lo son: son arquetipos en este caso y Cameron los trata así, recuérdese que estamos viendo el origen de un nuevo planeta, literalmente) es como decir que el Evangelio está bueno pero no es más que una remake del mito de Osiris, o dejar de comer pizza porque uno ya sabe a qué sabe la muzzarella. Hollywood forjó un lenguaje también de estos elementos narrativos: cuando se usan por vagancia y se aplican como prótesis a un guión (ver El Código Da Vinci o Ángeles y demonios –films o novelas–, donde los “enigmas”, pura pereza, están a la altura de la última página de la vieja Anteojito), hieren al espectador de modo inmediato “expulsándolo” del mundo del film. Cuando quienes los viven nos transmiten la verdad de su existencia, son arquetipos. Son, ni más ni menos, avatares del mito. Entrar en la pantalla. Para que todo esto se nos comunique de manera directa, Cameron puso en escena un esfuerzo tecnológico impresionante. El mismo esfuerzo tecnológico –a escala– que el Sistema Solar puso en escena para crear la Tierra: después de todo, Cameron crea un mundo completo y nos permite recorrerlo siguiendo a su héroe, comprenderlo, incluso amarlo. Para eso es necesaria la tecnología estereoscópica, porque ese mundo es tan nuevo que debe rodearnos, debe darnos toda la sensación posible de la realidad. Lo interesante es que para que eso parezca natural, para que hasta el más cómico de los inventos (unos raros bichos que tienen una hélice espiral en la nuca, por ejemplo) funcione, tiene que emplear toda clase de artificios. Artificios que no son sólo las maravillosas técnicas de integración de la animación digital y la actuación (a la altura, y en algunas secuencias por encima, de lo logrado por Peter Jackson en El Señor de los Anillos con Gollum) ni los escenarios virtuales que se comportan como reales (de hecho, si quiere comprar la entrada para no seguir la trama y sólo ver el mundo del film, la inversión quedará justificada, aunque ese mundo está hecho para contener esa trama, esa trama y esa historia, ciertos juicios, y todo va junto). Es también la idea de que el artificio debe de ser tan evidente como para no verse (una lección aprendida de Disney, que por eso fue el mayor amigo y, al mismo tiempo, el peor enemigo del dibujo animado, artificio ostensible por naturaleza). Por eso es necesario ponerse los anteojos y rodearse de Pandora: porque el film nos transforma en avatares de sus héroes y sus villanos y nos permite pensar en lo que ellos piensan, sentir lo que ellos sienten. Que en Pandora o en Lomas de Zamora es lo mismo: en el fondo, qué es lo que nos permite vivir y seguir siendo humanos, qué nos trasciende y qué nos justifica. Para Cameron, siempre, esa dimensión espiritual se manifiesta a través de la imaginación y la acción física (como para Hawks, ni más ni menos). Y si el arte implica una distancia, sabiamente Avatar nos obliga a mantenerla: aunque parece que entramos, aunque su universo nos rodea y nos cautiva –literal y metafóricamente– aún no podemos modificar su drama. Es ése el privilegio del artista y la ilusión del cine. Epílogo/Prólogo. De Avatar se pueden escribir (como de Titanic, Terminator o Aliens, las tres –hasta ahora– grandes obras maestras de James Cameron) muchas páginas. Se puede hablar de la relación entre naturaleza y tecnología en el film, de su compleja visión religiosa en doble perspectiva (parece panteísta, pero es otra cosa más sutil), de sus metáforas, de su poesía, de su aspecto lúdico, de sus conexiones con la historia del cine, de su mirada política, de sus actores, de su aliento épico, de las raíces populares de su puesta en escena, de sus secretos. No lo haremos aquí: Avatar sí es la revolución tan anunciada, sí es esa película que nos obliga a volver al cine y que nos lleva a pensar que todo vuelve a nacer, a reencarnarse. Avatar es el nuevo avatar del cine, otra vez recomenzado.
Otro film de burgueses parisinos El demoradísimo estreno de esta obra mayor de los hermanos Dardenne, ganadora en su momento de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, es una gran noticia para el año cinematográfico que comienza, aunque en rigor se haya estrenado el último día de 2009. Su proyección en fílmico (y no en DVD ampliado, como tantas veces sucede por estos pagos con películas de las llamadas “de autor” o de cinematografías periféricas al mainstream), además permite asomarse con propiedad a una de las películas más importantes de la década del noventa. ¿Y por qué lo es? Porque es una muestra acabada del estilo de estos talentosos belgas, potente y austero a la vez, dueño de una capacidad para construir puestas en escena detalladas y, sin embargo, casi invisibles, de esas que no dan tregua al espectador. El film nos embute –no es una exageración: la cámara está constantemente sobre los hombros de la protagonista; y con ella nosotros– en la historia de la joven Rosetta (la notable debutante Émilie Dequenne, también ganadora en Cannes), una muchacha desempleada que vive junto a su madre alcohólica en una casa rodante ubicada en un camping en las afueras de Lieja. Rosetta quiere trabajar, o mejor dicho, quiere integrar el trabajo a su existencia. Para ella no hay horizonte que no incluya un empleo, y nosotros, testigos de su andar aparatoso y de su amarga desventura, la vemos quebrar convenciones sociales y parámetros morales sin juzgarla ni horrorizarnos, porque su comportamiento nunca es definitivo y sí, claramente, el devenir de una vida con su porvenir difuminado por la falta de esperanza. Mérito de los Dardenne, que nos la muestran como una fuerza de la naturaleza impotente en medio de una dura realidad laboral que ya en 1999 exhibía un perfil brutal e insensible. Rosetta, el personaje, funciona como una síntesis de las muchas reacciones que puede provocar la incertidumbre de no saber qué será de nosotros mañana. De ahí sus dolores abdominales, sus corridas, la costumbre de entrar al camping por un alambrado roto y no por la entrada, su comportamiento maniático, su beligerancia. Los directores de El niño y El silencio de Lorna, con la fuerza de su cine, tan cercano al registro documental, seco y realista, logran que sus discutibles actos jamás nos repugnen y sí nos interpelen. Es que el mundo acorrala a la pobre chica: desde los empleados de seguridad que la sacan a la fuerza de una fábrica que la despide después de un período de prueba, hasta su madre, que cambia sexo barato por alcohol, pasando por Riquet, el vendedor de waffles que intenta ser algo así como un novio y termina siendo una más de sus pesadillas. “Yo sólo saqué lo que sobraba”, dicen que dijo Miguel Ángel al referirse a la creación de su David. Los Dardenne, con un recorte preciso y quirúrgico, rico en elipsis y fisicidad, con una presencia capital del fuera de campo, dan la impresión de haber logrado el mismo milagro artístico aquí, escogiendo de la vida de Rosetta aquello que mejor nos habla de ella.
Cómo hacer una road movie y chocarla Todavía hay quien dice que el cine iraní “es aburrido”, incapaz de pescar las sutilezas del mundo límpido de Abbas Kiarostami o de pensar las complejidades de Samira Makhmalbaf o Jafar Panahi. Son autores que suelen darnos grandes films y abrir caminos al cine. Y no son inaccesibles: los personajes no hablan inglés, se visten como en Irán y la cámara suele no moverse mucho, pero nos llegan si somos capaces de ver a esas personas “exóticas” como nuestros semejantes. Pero es cierto y hacemos trampa: mencionamos tres autores importantes de esa cinematografía, no todo el conjunto. Como en cualquier cinematografía, lo mediocre o lo decididamente malo abunda. Y también los cineastas que están desesperados por vender sus productos fuera del mercado local con los festivales como trampolines. A esa ralea pertenece Bahmn Ghobadi, el perpetrador de un film llamado Las tortugas también vuelan, donde aprovechaba a retratar niños kurdos que viven de desenterrar minas y venderlas a un expoliador que las negocia en el mercado negro –niños reales que realmente hacen eso– para levantar el dedito y acusar las atrocidades de la guerra. Aquella película manipuladora se había llevado varios premios internacionales. Esta Media luna, también. Esta vez no son niños sino un viejo músico kurdo que habita en Irán y quiere dar un concierto en el Kurdistán de Irak acompañado por una decena de hijos. Y, como sucede con cualquier película “de caminos”, en cada etapa irá encontrando nuevos problemas, a cual más ridículo y patético. Con este material se puede hacer una comedia, un drama, cualquier cosa. Ghobadi, autor al film, opta por lo mismo que hizo en su film anterior: hace directamente cualquier cosa (menos una película). Aliado al grotesco y al pintoresquismo for export, mirando desde una distancia segura la miseria de sus criaturas, dispone demagógicamente de los elementos para la lágrima o la risa fáciles. Un film que se parece al peor cine argentino de los 80, y que triunfa en ciertos circuitos donde señalar con el dedito es sinónimo de humano compromiso.
Hitler ni siquiera causa risas Satirizar a Hitler no es una mala idea. Después de todo, la complejidad del personaje es suficiente como para que se lo pueda abordar desde diferentes lugares y el humor no es necesariamente una mala elección a priori. Sin embargo, para que un film sobre alguien tan liminar y peligroso –en todo sentido– tenga fuerza es necesaria, en primer lugar, la efectividad. Seamos claros: si no nos reímos en este caso, no hay reflexión posible. No alcanza con la incorrección política ni con el gesto riesgoso para que un film llegue a buen término. Tal es el mayor pecado de Mi Führer, comedia del suizo Dani Levy. El film narra cómo un Hitler totalmente idiota y pueril, con la guerra casi perdida, toma clases de actuación para convencer a su país de llevar la guerra hasta las últimas consecuencias. Su profesor es un hombre sacado por el propio Goebbels de un campo de concentración. El asunto, así visto, parece al mismo tiempo riesgoso y atractivo; el film, sin embargo, elude con éxito tanto el riesgo como la posibilidad de sentirse atraído por lo que narra o –lo que es peor– por cómo lo narra. El mayor problema es que el film carece de auténtica comicidad. Lo más interesante de Hitler es que no era un extraterrestre ni una marioneta, sino un ser humano. La caracterización que Levy pone en la pantalla no sólo elude toda comprensión del personaje, sino que lo destruye desde el primer trazo. En los años 40, los grandes caricaturistas que hacían animación en Warner Bros. supieron reírse del líder alemán; esos dibujos –eminentemente satíricos desde el propio diseño– salen ganando en humanidad cuando se los compara con la idea de Hitler que Levy pone en pantalla. El efecto final, desgraciadamente, es de enorme distancia y de desinterés. Algo peligroso, ya que al negarle cualquier rasgo de humanidad (incluso negativa) al personaje a través de una burla no razonada, su irrealidad –y, por lo tanto, su imposibilidad– se imponen. Este film, al banalizarlo, niega la existencia del mal: es, apenas, un largo sketch televisivo con la comicidad de las peores comedias argentinas.