Todo sería peor si no fuera por Sandra El buen trabajo de la Bullock consigue transformar esta historia, sobre una mujer que recoge un chico abandonado, en un relato que de a poco asume su condición de extraordinario. A partir de allí termina resultando amable, emotivo y hasta sincero. A ver: esta película adapta una historia real, la de una mujer de familia burguesa, bien comida, que encuentra a un pibe sin hogar, un chico enorme de tamaño, negro y abandonado. Lo lleva a su casa, lo adopta, lo ayuda, y el muchacho se transforma no sólo en un gran estudiante sino también en un gran jugador de fútbol americano. No faltan en este relato ni el más pequeño de los lugares comunes ni la frase más edulcorada. Aun así, siendo como es una más de esas películas de autoayuda que tanto ruido –y tan pocas nueces– imprimen en el cine, termina resultando amable, emotiva y hasta sincera. Hace un par de semanas dijimos que Sandra Bullock era una de las pocas personas capaces de transformar en oro el plomo cinematográfico. Un sueño posible es otra prueba más de que la alquimia es una de las virtudes de esta señora. Veamos: aquí ella porta peluca rubia (mal) y flequillo (bien). En varios momentos tiene que plantarse ante tipos malos y grandotes y lo hace con autoridad. Incluso si hemos visto lo mismo de parte de Michelle Pfeiffer (Mentes peligrosas), incluso si Julia Roberts ya había jugado el juego de la mujer inesperada en el mundo rudo allá por Erin Brockovich (cosa curiosa: Julia y Sandra se llevan el Oscar por papeles parecidos), lo que vale aquí es ver a la Bullock en su propia variación del mismo show. Es como cuando vemos a un mago partir por enésima vez con la sierra a su ayudante: lo que cuenta es el gesto, el carisma, el pequeño glamour, el manejo del tiempo, el suspenso en la respuesta, esa cosa inasible pero precisa llamada “timing”. Es decir, el arte del actor, ni más ni menos. Lo interesante de la película es que todo está tratado –la luz, la música, la estructura del guión, la posición de la cámara– como de una ficción ostensible. Nadie busca el realismo sucio de un film como Preciosa, sino que –con mayor honestidad– asume su condición de mentira manipulada. Asume, en definitiva, su condición de relato extraordinario. No es, justamente, su “realismo” lo que nos conmueve sino su aura de cuento de hadas imposible, de fantasía. Por eso es que Bullock se luce, porque como buena comediante sabe que no tiene que representar a una persona real (aun en este caso, donde se trata sí de la adaptación de una historia real) sino a una criatura del cine que pueda habitar a sus anchas en la pantalla. De no haber sido ella la protagonista, de no haber ejercido Bullock su amor por el cine y su capacidad para el juego, estaríamos hablando de un aburrido panfleto moralista y evangelizante. La actriz, verdadero animal de la pantalla, le otorga al film la nobleza del verdadero cine. Menor, pero cine al fin.
Extrañando a Male y Fleco Con una gran campaña de publicidad, este estreno incluye muchos actores conocidos, un tema de actualidad y demasiados clichés. Hace muchos, muchos años, cuando el cine argentino era algo amorfo, Enrique Carreras realizaba “films de denuncia” nacionales y cristianos del tipo Las barras bravas. En aquel ejemplo de torpeza cinematográfica se declaraba la droga como madre de todas las violencias. ¿Cuál es la diferencia entre Las barras bravas, film pésimo, y Paco, tercer intento cinematográfico de Diego Rafecas? Que la cámara es más nítida, se mueve y por regla general el diálogo se escucha. Y que en Las barras bravas estaba Juan Alberto Badía: aquí aparece Nelson Castro. Paco narra la historia de un muchacho llamado Francisco –o sea, Paco– que, como todo niño rico con tristeza (su madre es legisladora), cae en las despiadadas garras del paco. Después hay de todo: narcotráfico, los tremendos terribles relatos de otros adictos en recuperación, la manipulación política del asunto, los malvados intereses espurios escondidos detrás del consumo de esa tremenda sustancia, un viaje africano del protagonista, discusiones, tiros, líos, dramas de pareja. Las historias parecen sacadas de los programas de trasnoche de los evangelistas, aunque, claro, con actores profesionales. Que, de paso, no tienen la culpa de nada. En Trainspotting, el Renton de Ewan McGregor decía por qué consumía heroína (“es el mejor orgasmo del mundo”) y además mostraba que consumo y adicción eran cosas totalmente diferentes. Aquel film permitía al espectador tomar decisiones, por lo menos intuir que la realidad era compleja: lo acercaba a algo que no formaba parte de su vida y, sin darle soluciones, lo ayudaba a comprender (además de contarle un gran cuento). Aquí, Rafecas simplemente hilvana lo que el lugar común “de la calle” impone, lo más parecido a un noticiero de la noche. Los políticos son malos y/o manipuladores y/o descuidados con sus familias. Los adictos son “loquitos”. Los traficantes son monstruos. No hay nada que entender en este sentido. Hay, sí, algo que decir respecto de la puesta en escena: la sordidez –ver el maquillaje de Romina Ricci; ver el corte de pelo de Guillermo Pfening, ver el movimiento de los cuerpos en las escenas de sexo, donde el placer está vedado; ver las lastimaduras en los rostros– es puro artificio. Es cierto que los personajes pertenecen –o parecen pertenecer– a diferentes estratos sociales. Pero, finalmente, el consumidor (es decir el adicto: el film no hace diferencias y eso es prueba de su superficialidad) es miserable. Esta simplificación en un film pretende dejar sentada una posición respecto de la realidad –o eso que se da en llamar, periodísticamente, “la realidad”–. Es puro artificio el hecho de que el personaje de Tomás Fonzi se llame Francisco, porque es lo que permite el “Paco fuma paco”, el juego de palabras arbitrario. Pero esos detalles son reveladores del mundo al que pertenece la película: la repetición machacona, el juego superficial con el lugar común, la imagen literal-demasiado-literal y el aglutinamiento sin profundidad están mucho más cerca de Ramiro Agulla que de Ken Loach. Por eso Paco no es parte del cine, sino de la propaganda: un poco más sórdida que aquellos Male y Fleco de la campaña antidroga de Lestelle, únicas presencias que se extrañan en esta película.
Cómo evangelizar con un spaghetti western Un hombre solo. Un bosque de noche. Un cadáver. Un gato. Un cazador que hace del felino su cena. Paisajes desérticos. Un viaje. Cadáveres, automóviles carbonizados, rutas abandonadas. Durante los primeros 15 minutos de El libro de los secretos, entramos en el misterio de un mundo futuro desolado. Algo pasó, y ese Eli interpretado por Denzel Washington debería ser vehículo para penetrar el misterio. “Debería”: el potencial es preciso. En algún momento, temprano en el film, sabremos que hubo una “Guerra del Sol” que destruyó a gran parte de la humanidad. En algún otro, cerca del clímax, tendremos algunos detalles más. En el medio, los hermanos Hughes toman la iconografía, el ritmo y los colores del spaghetti western para narrar algo así como el summum –bien filmado, eso sí– del film cristiano-evangelista. La historia es lineal: Eli guarda un libro, el malo de la película quiere el libro; Eli llega por pura casualidad al pueblo del que el malo es el dueño; el malo persigue a Eli; la hija de la mujer del malo está del lado de Eli y lo acompaña en la huida-misión. Después y antes hay algunas escenas de acción (bien resueltas en su mayoría) y algunos hallazgos, como el segundo rol secundario bueno del año para Tom Waits (el anterior fue El imaginario mundo del doctor Parnassus). Denzel Washington tiene la capacidad de interpretar a un personaje que, a la vez, tiene que parecer un cowboy, un náufrago y un predicador sin que ninguna de estas tres características opaque las otras. Es un tipo peligroso con una misión. O, digámoslo mejor, con una Misión, en el fondo divina. Justamente allí radica el problema de esta especie de adaptación desértica de Waterworld: en que en cierto momento, las ideas –especialmente las del villano– respecto de la religión son incoherentes dentro de la trama. La película parece olvidar su lógica en pos de su “mensaje”, algo por cierto imperdonable. Aunque, mientras tanto, y salvo cuando los realizadores deciden cosméticamente subrayar un movimiento con la cámara lenta, hay cine y, en algunas secuencias (sobre todo las de acción) del bueno, incluso si la trama parece una especie de collage de elementos conocidísimos –hasta hay una resolución que recuerda al Fahrenheit 451 de Bradbury, más una sorpresa cuasi final. Pero hay dos elementos que diluyen el placer cinemático y fantástico que puede proveer esta historia. El primero es el peso de lo religioso declamado, algo que no queda sólo circunscripto a la personalidad del héroe –eso sería loable– sino que pretende desbordar como “mensaje de validez universal” (en cierto punto, riesgosamente cerca del fundamentalismo). El segundo, una solemnidad a toda prueba que está estrechamente relacionada con lo anterior. La diversión de una gran aventura parece, para los hermanos Hughes con la Biblia en alto, algo así como un pecado. Extraño, dado que se trata de tipos que se persiguen a los tiros en un mundo que –todavía– no existe.
El científico extraordinario empujado por su patria Conocer –ver– la historia de César Milstein es como ver una película de ciencia ficción del tipo de las que se apoyan en la permisa “qué pasaría si...”, o sea una ucronía. Un fueguito puede verse entonces casi como una ficción: es al mismo tiempo la historia de un triunfo y de una derrota. La personalidad de Milstein es tan interesante –es, casi, una fuerza de la naturaleza dispuesta a creer en su idea y buscar el conocimiento como quien busca un tesoro– que resulta un personaje cinematográfico perfecto. Además, combina con la inteligencia un fuerte costado ético: Milstein jamás cobró derechos por sus descubrimientos porque creía que eran patrimonio humano, lo que lo acerca todavía más a un héroe de la pantalla. La historia es simple: formado tanto por la educación pública nacional como becado por Cambridge, extraordinario científico, se fue de la Argentina tras el golpe de Onganía (uno de los más grandes crímenes cometido en nuestro país, siempre opacado su efecto por las tinieblas de los 70) y comenzó su trabajo capital, el que lo llevaría a crear la técnica que permite la creación de anticuerpos monoclonales, el trabajo por el que ganó el Nobel en 1984. Para entonces, Milstein era –en toda ley– ciudadano británico. Ésta es la historia conocida por todos y que el film, realizado con amor y humildad, muestra sin diluir su interés. La otra historia es la del fracaso argentino. En cierto modo, la película narra cómo sucesivos gobiernos en la Argentina han impedido su desarrollo intelectual, que es también base de su desarrollo científico y económico. De hecho, este Milstein cinematográfico es pariente de muchos otros personajes del cine más tradicional: el hombre que deja su patria para seguir un sueño y construirse, además, a sí mismo. En el fondo, Un fueguito muestra la tragedia de que vivamos no en la tierra prometida, sino en el país que sigue expulsando.
Scorsese es el nombre de una isla En el film más autobiográfico del director, el suspenso y el misterio, con elementos quizá fantásticos, se ponen al servicio de una narración en la que la emoción genuina aparece sólo de vez en cuando siguiendo los pasos de un crispado Leonardo DiCaprio. El espectador atento de los films de Martin Scorsese sabe que la paranoia es un rasgo constitutivo de sus héroes o antihéroes (de hecho, sus personajes son más lo segundo que lo primero). Del seminal Harvey Keitel de ¿Quién golpea a mi puerta? al Howard Hughes recreado por Leonardo DiCaprio en El aviador, pasando –especialmente– por todos los De Niro de su cine, el protagonista scorsesiano siempre actúa como si el mundo fuera una vasta conspiración en su contra. Hay otra tendencia en el cine de Martin Scorsese: la de recuperar la gloria del cine clásico estadounidense. Se sabe de su esfuerzo por restaurar películas, de su voraz apetito por ver todo cine posible, de las citas que pueblan sus películas. De hecho, es difícil no reconocer detrás de una secuencia cualquiera de sus films otra, anterior y clásica, funcionando no como molde –Scorsese no copia ni plagia– sino como referencia a un acervo y a un hacer. En ese sentido, el cine de Scorsese es literalmente conservador. La combinación de estas ideas lleva a pensar que su gran dilema es si prefiere vivir en el mundo real o en el cine. La isla siniestra, que parece un film de suspenso y misterio con elementos quizás sobrenaturales, es su película más autobiográfica. Y es la primera en muchos años donde toma una decisión en la persona de su protagonista: Scorsese decidió vivir dentro de las películas. El film transcurre en una época de paranoia, el 1954 de la era McCarthy en los EE.UU. Dos agentes federales llegan a una isla en la costa de Boston para investigar la desaparición de una interna en una institución mental que alberga criminales locos. Teddy Daniels (DiCaprio) ha sufrido una tragedia familiar –perdió a su mujer en un incendio, o eso creemos al principio– y el lugar donde van está dirigido por un médico aparentemente bienintencionado –Ben Kingsley– que experimenta nuevas formas humanas de tratar a sus pacientes. O quizás es sólo una pantalla para experimentos aberrantes –de paso, Daniels combatió a los nazis y vio la liberación de Dachau; vio, con sus propios ojos, un campo de exterminio– del gobierno estadounidense encaminados a lavar cerebros y vencer a los comunistas. O algo diferente, como se insinúa y descubre en la vuelta de tuerca final de la película (porque sí, tiene algo de M. Night Shyamalan la construcción tendiente a la sorpresa). El film tiene problemas de construcción y tono. DiCaprio parece demasiado crispado y algunos de los personajes, demasiado caricaturescos (el profesor de Max Von Sydow). Estos “desarreglos” de la trama se justifican en parte por la sorpresa final. Y en parte no: DiCaprio está lejos del aspecto adulto que requiere su personaje. Pero en el fondo, el verdadero tema, una vez despejadas las incógnitas de tipo político y las policiales, es si optar por la vida real o por la construcción fantástica del cine. La obsesión por el Oscar que capturó hace años a Scorsese tiene que ver con eso: para el realizador, era la carta de ciudadanía en el mundo del cine tal como lo entendió siempre. Pero si Scorsese prefiere vivir dentro del cine, el problema es que ese cine parece ajeno, hecho de retazos y recuerdos de otros films, atravesado por la emoción genuina y por la invención sólo esporádicamente. Si la película funciona como film “de misterio” es más bien “a lo Boca”, empujando con fuerza en cada secuencia, sobrepoblada de elementos dramáticos o ambientales que causan un efecto visceral –pero en el fondo artificial– en el espectador. A veces, en medio de cada secuencia “potente” se cuela una emoción genuina, casi como pidiendo permiso. Pero lo que mantiene el interés es tratar de descubrir, como en un juego de ingenio, si lo que pasa es real o producto de la imaginación del protagonista. Scorsese termina sacando un empate por poco, con un gol de último minuto (producto de quebrar cierto clima infernal de la primera parte del film por otro más sosegado, como si el personaje pasara de la euforia a la depresión, pero cuya consecuencia es eliminar de cuajo el punto de vista del héroe) que explicita trabajosamente el misterio que viste la superficie del film. Y nos confiesa que la política, el psicoanálisis, los nazis, el crimen y hasta la religión como realidad y no como una ficción elegida le importan muy poco: prefiere vivir como un héroe dentro de las películas que como un monstruo (creador, que lo fue) en el mundo real. Scorsese, recuerde el espectador, siempre fue un documentalista que se encontró con la ficción casi por casualidad. La isla... no es más que un documental sesgado, el que Scorsese ya cree merecer.
Un país que no estuvo hecho porque sí Durante las últimas semanas, la expectativa por este nuevo film de la dupla Tim Burton-Johnny Depp fue creciendo gracias a enormes campañas de publicidad. Pero el resultado es apenas un recorrido por el museo iconográfico del director. Sí, Alicia en el País de las Maravillas es la segunda película más esperada del año. Y sí, desde sus primeras imágenes, es ostensiblemente un film de Tim Burton. Además, es en 3D. Sin embargo, no es en modo alguno la película que los fanáticos del realizador de Batman esperaban: lo que tenemos a la vista es el peor film del director desde El planeta de los simios. Es decir, una obra fallida absolutamente, apenas redimible como una especie de recorrido por el museo iconográfico del director. No importa tanto la falta de fidelidad al original literario: después de todo, es derecho inalienable de un artista comunicar su propia lectura o visión de una obra. Invalidar esta Alicia... porque decide contar una historia totalmente nueva con los personajes del libro es como decir que la versión hiperromántica de Madame Bovary que filmó Vincente Minelli es una mala película. No, los problemas del film no son literarios ni de guión sino cinematográficos. Aquí Alicia tiene 19 años, está a punto de ser casada por conveniencia con un desagradable lord. Su padre –un aventurero comerciante inglés– ha muerto y, cuando debe decidir si acepta o no la proposición, vuelve al País de las Maravillas, donde tiene la misión de matar al monstruo Jabberwocky, destronar a la Reina Roja y reinstaurar el gobierno de bondad de la Reina Blanca. Como en cualquier film de aventuras, habrá de pasar pruebas que, finalmente, le servirán para tomar decisiones en la vida –digamos– “real”. Esto en cuanto al guión. Ahora, los problemas: el film de Disney de 1951 comenzaba con un registro de dibujos muy realista; cuando Alicia caía por la madriguera, el estilo de los personajes era grotesco, de colores planos, “cartoonesco”, una manera de marcar visualmente las diferencias entre la vida consciente y la vida onírica del personaje. Aquí la diferencia es de algunos tonos y algunos colores: la nitidez del 3D conspira contra el aire de fantasía desatada que debería reinar en el mundo bajo tierra. Todo está muy controlado, muy diseñado, como si Burton no pudiera dotar de libertad a sus criaturas en ese entorno virtual, lo que atenta contra la precisión emocional del film. Por otro lado, Alicia –en ambos libros– siempre es una niña que juega, alguien que no ve Wonderland o el otro lado del espejo como lugares peligrosos sino como manifestaciones de su propia imaginación. Aquí Burton opta por copiar el esquema de la más fallida película de Steven Spielberg, Hook, donde un adulto Peter Pan olvida cómo era ser niño en Nunca Jamás. Pero si aquella película lograba capturar la épica de lo maravilloso en el encantador Garfio de Dustin Hoffman, aquí los villanos –una desaforada Helena Bonham-Carter y un descentrado Crispin Glover– no logran, desde el juego de “ser malos”, imponer algún tono lúdico. Ni, por supuesto, Johnny Depp. Su Sombrerero no es ni loco ni romántico, incluso tiene un recuerdo trágico (demasiado trágico) en su pasado. Depp y Burton jamás logran encontrarle el tono al personaje, que actúa como si sus compañeros virtuales (el Lirón y la Liebre) no existieran. Su amor por Alicia es más algo dicho que visto en la película, como si hubiera que cumplir con cierto reglamento. El film quiere contar la liberación de una mujer, la necesidad de aventuras para vivir; pero no la coloca como marginal. En Burton, siempre el mundo extraño vive en los márgenes del cotidiano, no como algo aparte, y la colisión siempre es trágica. Aquí la separación es tan grande que el cuento de redención o de transformación –o de derrota– que es siempre un film de Burton se esfuma inmediatamente. Como muchos films de estos tiempos (Avatar, Desde mi cielo, El imaginario mundo del Dr. Parnassus) trata de reivindicar la fantasía. Pero su planteo es tan material, tan dependiente de la racionalidad del efecto especial y el guión de hierro, que la locura y la invención han desaparecido. En definitiva, el defecto final de esta Alicia... no es su irrealidad, sino su... aburrida normalidad.
Entre el humor oscuro y las fuerzas de la naturaleza Werner Herzog no es un cineasta: es una fuerza de la naturaleza. Sus películas, llenas de personajes y paisajes más grandes que la vida, pintan unpanorama preciso de la imaginación. Es cierto; como cualquier artista, tiene obras mayores y menores. Pero en cualquier caso está aparte del resto del cine. Films como Fitzcarraldo, Aguirre, la ira de Dios, Woyzeck o La salvaje y azul lejanía son películas en voz alta, cuyo desquicio sólo es aparente en la medida en que sus personajes viscerales –a tono con las fuerzas naturales que representan– colman la pantalla. Se trata en realidad de films precisos, donde cada plano tiene un sentido no necesariamente narrativo. El gran tema de Herzog es el contraste entre lo humano y la naturaleza, la necesidad del ejercicio del poder –y sus límites. Por lo demás, es claro que de lo humano le interesan las vísceras, y que el mundo vegetal, animal y mineral le son mucho más afines. Cualquier material que pueda reflejar esa preferencia es bueno para Herzog: Un maldito policía en Nueva Orleans, basado en el film original de Abel Ferrara pero, por suerte, sin su insistencia en la simbología católica que lastraba la famosa película. La historia es la de un detective, adicto a los analgésicos –y a toda clase de drogas, además del juego–, que debe investigar el asesinato cruel de una familia africana. Lo interesante del personaje es que, a pesar de sus abusos de autoridad y de ser absolutamente disoluto, es verdaderamente un buen detective. Nicolas Cage demuestra, una vez más, que es mejor cuando hace papeles desatados e imprevisibles. Su trabajo se vincula con el que realizó en El beso del vampiro, film de culto de 1988 donde Cage imitaba al Klaus Kinski de Nosferatu; film –claro– de Werner Herzog. El actor parece extraño y familiar, trágico y divertido, al mismo tiempo y en cada plano. Mérito del tándem actor-director. Ambientar el film en el Nueva Orleans del inmediato post Katrina agrega algo importante: la naturaleza está desbocada y permite que el comportamiento gigantesco del personaje de Cage tenga su correlato en el ambiente. Hay algo de alucinatorio en la puesta en escena, aunque jamás Herzog opta por algún efecto especial para subrayarlo: simplemente deja que el elemento extraño se note en el plano: iguanas que cantan, cocodrilos moribundos, tiburones en la pared. El mundo natural es la alucinación de la razón. Herzog filma Nueva Orleans –y Estados Unidos– como lo hizo en La balada de Bruno S., alejado del lugar común tanto de las luces urbanas como de la miseria campesina. Nueva Orleans es el cruce de caminos entre lo atávico y lo primitivo y lo moderno; eso mismo es el personaje. De lo insólito, de las reacciones únicas y naturales demasiado naturales, de la invención desprejuiciada pero precisa del realizador surge el humor –un humor raro y oscuro, ese que Tim Burton no logró en la Alicia que lanza este mismo jueves– que impregna todo el film. Paradójicamente, este Maldito policía es una película alucinatoria de dimensiones tan humanas que se vuelve gigante. Se disfruta y se sufre, como una montaña rusa. O, para ser fiel a Herzog, como recorrer descalzo y corriendo todos los Himalayas.
Una película de puro diseño Para sobrellevar la muerte de su protagonista Heath Ledger, Terry Gilliam convocó a Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell como alter egos. Es muy sencillo descubrir un film de Terry Gilliam con sólo ver un par de fotogramas. Por lo general, tal característica suele citarse como virtud de cineastas importantes. Pero Gilliam, paradójicamente, es un cineasta menos bueno cuanto más se nota su estilo. El ex Monty Python y –sobre todo– dibujante tiene un amor enorme por el diseño, la caricatura, la historieta y la animación. Este amor es tan grande que, con frecuencia, se devora la historia. No sería un problema si se tratara de películas no narrativas, si sólo fueran experimentos visuales. Pero Gilliam además siente predilección por el cuento de hadas, por la fantasía y la frontera entre lo real y lo imaginario, con la ética y la iconografía tanto medieval como barroca. Cuando sus grandes angulares y sus miniaturas de cartulina se retiran un poco y dejan respirar a los actores –o, a la inversa, cuando toman por asalto todos los fotogramas hasta la locura– aparecen sus mejores películas: Doce monos, Las aventuras del barón Munchausen o Pescador de ilusiones (donde un notable Jeff Bridges sostiene la absurda, mágica trama) muestran esa capacidad. Cuando el estilo se impone y carece de trabas, los films naufragan en imágenes a veces bellas y a veces impactantes, pero sin peso propio, apenas tinglados (Pánico y locura en Las Vegas, Los hermanos Grimm). Quizás sea que no siempre puede extender el talento para la viñeta gráfica que mostró en sus aventuras con los Python. Nadie puede negar que su imaginación es frondosa y su capacidad de invención gráfica superior a la media del cine actual. Sólo que son capacidades ajenas –o no privativas– al cine mismo. Parnassus cuenta una historia que, más allá de sus vueltas de tuerca complicadas, sus visiones barrocas y sus invenciones oníricas, es simple: un hombre inmortal (Christopher Plummer) juega varias apuestas con el Diablo (Tom Waits). La última implica perder a su hija al cumplir 16 años: para salvarla, debe conquistar “para el bien” a cinco almas. Y, por azar, recibe la ayuda de un hombre amnésico (o no tanto) que es, también, un pícaro (Heath Ledger, realmente notable y maduro como actor). El “Imaginario” es un espejo: del otro lado, como en la Alicia de Lewis Carroll (obra a la que Gilliam aludió en su primer film, Jabberwocky) espera el mundo de los deseos y las tentaciones, creado a puro juego digital. Allí las almas se pierden o se salvan y allí es donde se juega ese continuo pasaje de lo real a lo fantástico típico de los films del realizador. El gran problema de la película es que, justamente, estas secuencias son de gran inventiva, pero llegar a ellas se hace narrativamente trabajoso. Como si el film no comenzara nunca, tarda en exponer su asunto mucho más de lo que la imaginación del espectador en comprender la historia. Así, la digresión involuntaria que surge para darles espacio a las invenciones gráficas termina funcionando como ripio, como interrupciones (a veces bellas, a veces cautivantes) en el fluir de una trama que se disfraza de profunda cuando sólo es engorrosa. La realización y la actuación (ver al notable Verne Troyer, aquel “Mini Me” de Austin Powers, en un rol perfecto) son en general sólidas. Aun si el film total carece de forma.
La arbitrariedad de unos diositos llamados Coen La leyenda cuenta que el físico Laplace, consultado por Napoleón respecto de cómo pudo escribir su Mecánica celeste sin mencionar a Dios, respondió: “Señor, no necesité de esa hipótesis”. Como la mayoría de los cuentos encantadores de la historia, seguramente es falso. Doscientos años más tarde, es probable que los hermanos Coen tampoco requieran de Dios como hipótesis para una fábula judía llena de rabinos, pecados y castigos como Un hombre serio, pero sí requieren absolutamente de la existencia de los hermanos Coen como dioses arbitrarios. El método Coen consiste básicamente en inventar situaciones y personajes para burlarse de ellos. Se supone que este procedimiento deviene en sátira –no necesariamente en sátira cómica–, pero por lo general el único fin que aplaudamos el ingenio (o más bien la piolada de los realizadores). Así, sus mejores películas son aquellas donde algún actor se hace cargo de su criatura y lo dota de algún espesor humano (El gran Lebowsky gracias a Jeff Bridges) o aquellas donde la fantasía desaforada se impone (Simplemente sangre, Educando a Arizona). Veamos un poco Un hombre serio. Larry Gopnik es profesor de física; tras rechazar el aparente soborno de un estudiante, y al mismo tiempo que a su hijo le incautan en clase una radio portátil (donde tiene el dinero para pagar una deuda por marihuana), el mundo se le viene encima: su esposa decide dejarlo para vivir con su amante en la casa familiar, el dinero no le alcanza, su hermano es acusado de abuso sexual, su seguro ascenso está en peligro y las repetidas visitas a sucesivos rabinos no sólo no le resuelven la vida sino que la complican mucho más. Como si fuera poco, quizás esté enfermo. Esto, que podría ser un hermoso resumen del mejor humor judío (uno acostumbrado a reír de las desgracias, uno tan humano como eso), es en realidad un amasijo de desgracias rodado de modo solemne, con distancia irónica y personajes diseñados como menos que humanos. Es cierto: es un punto de vista y un método que ha dado obras maestras como Los viajes de Gulliver. Pero la obra de Swift es literatura, un arte donde la imaginación transforma las letras en lo que desea el lector; y, después de todo, el que narra es Gulliver. No aquí por dos razones. La primera, que las imágenes carecen de profundidad: al tipo le va mal y toda la puesta en escena subraya esa idea. La segunda, que lo que le sucede es tan arbitrario como el peor de los finales felices. A Larry le pasa no lo que Dios dispone, sino lo que los Coen creen que da pie a la burla y la ironía. Ni un segundo de respiro ni de felicidad, pero no porque “el mundo sea así” sino porque los divinos hermanos lo disponen. Y el problema grave es que, al descubrir finalmente el método que sostiene el film, todo se vuelve aburrido. Ejemplo: dos autos se mueven en montaje paralelo por diferentes calles. Uno, el de Larry; otro, el del amante de su mujer. Sabemos, desde el comienzo de la secuencia, que pasará lo peor posible, y pasa. Así todo. La peor desgracia de Larry, ese pobre hombre creado específicamente para sufrir y que nos divierta con su sufrimiento es que, al final, nos importa demasiado poco.
El héroe clásico, ambiguo, inoxidable Entre la ternura y la furia, con dolor pero sentido del humor, el personaje que construye Mel Gibson, padre que pierde a su única hija, se pone al espectador de su lado en todos los planos de este film más placentero que su historia de justicia por mano propia. A veces, los críticos de cine nos atosigamos de ideología. Pero hagamos una salvedad: por lo general eso sucede cuando una película deja de lado cualquier elemento estético. No habiendo otra cosa para juzgar, no queda más alternativa que discutir esa idea. Es cierto: más valdría decir que tal o cual film carece de interés cinematográfico y que eso mismo es una ideología. Y punto. Pero las buenas películas (no necesariamente las excelentes o las obras maestras, que no son lo mismo) pueden contener una ideología (o un “mensaje”, para usar una terminología no por perimida menos precisa) que no compartamos y, aun así, despertar nuestro interés y provocar nuestro placer. Aquel que gusta del cine sabe apreciar esas cosas. Por eso es que Al filo de la oscuridad merece ser rescatada incluso si su idea de la justicia por propia mano nos provoca cierto rechazo: porque es un buen relato y porque su núcleo no es lo que piensa el director o el guionista de la justicia o su aplicación, sino mirar cómo se mueve, habla, actúa ese enorme actor de cine que es Mel Gibson. Al detective Craven le matan, de una manera horrible y ante sus ojos, a su única hija. Todo indica que es la vendetta de algún criminal y que el verdadero blanco fue él mismo. Pero no: hay una trama oscura que involucra intereses corporativos, activistas ecológicos y al (perverso, cada vez más perverso en los films de Hollywood) Estado norteamericano como gran villano. Hay, también, un personaje extraordinario que puede ser malo o bueno, estar de parte del héroe o de los villanos, pero que se pasea con la elegancia, el encanto y el humor de un auténtico demonio, y que es invención de Ray Winstone. Hay, por otra parte, una violencia seca y repentina, breve y contundente. Y hay –esto es algo que no suele abundar en el cine– inteligencia. Se trata de un film clásico, lineal, donde las personas parecen personas, donde una persecución transcurre en calles pobladas de personas que viven su vida cotidiana. Ese marco es importante: el cine –especialmente el cine de gran presupuesto– es de enorme manipulación y los extras tienen instrucciones precisas para comportarse como si allí no hubiera una cámara. Pero cuando no se nota y sucede la transparencia sucede –y aquí, a pesar de los antecedentes del diletante Martin Campbell, sucede–, el cine convence de la realidad de lo extraordinario. Claro que además es necesario un actor que pueda convencernos, además y plano tras plano, de la verdad de su criatura. Gibson es un padre que sufre, pero que en su sufrimiento no reniega del humor, no abunda en lágrimas, no deja de lado la justicia de su causa. Tan fuerte es su presencia, tan ambigua su mirada –entre la ternura y la furia–, tan precisos sus movimientos, que nos tiene de su lado todo el tiempo. Así, si alguien quiere discutir acerca de temas ajenos al cine –aunque ilustrados por el film–, tiene que sobreponerse al placer del relato y al talento de su actor. Una película que toma posiciones (respecto de qué y cómo contar) es parte del cine, incluso si su posición ideológica nos provoca antipatía.