Una comedia romántica donde dos personajes en crisis se relacionan a partir de una serie inverosímil e intrincada de mentiras. Raro caso el de Moscoso, un gran director argentino de quien solo vimos (hace casi dos décadas) su opera prima, “Modelo ’73”. Aquí plantea una comedia romántica donde dos personajes en crisis se relacionan a partir de una serie inverosímil e intrincada de mentiras (que son muy graciosas, pero son mentiras, con lo que ello implica) con una casa de electrodomésticos como marco. Una extraña lección de comedia, de esas películas que ya no se hacen pero necesitamos que existan.
Assayas, uno de los grandes nombres del cine francés de las últimas décadas, usa el relato como metáfora. Las vueltas y revueltas de la creación artística y, sobre todo, de la apreciación estética, constituyen el tema sobre el que se construye esta comedia con un escritor, un editor y una esposa que discuten una obra. Por supuesto que Assayas, uno de los grandes nombres del cine francés de las últimas décadas, usa el relato como metáfora o, al menos como la condición de posibilidad para ciertas preguntas que cualquier artista hoy, en épocas tan lábiles, debe hacerse: el “para qué” de una obra.
Adolece de un didacticismo demasiado pesado, que atenta contra el diseño animado. Lejos, muy muy lejos de su modelo Trolls, este cuento de juguetes rechazados que intentan volverse aceptables y se enfrentan a muñequitos perfectos de canción en canción adolece de un didacticismo demasiado pesado, que atenta contra el a veces muy bello, a veces muy funcional, a veces aburrido diseño animado. Y no, es lo que sucede cuando, en lugar de Justin Timberlake, una de las voces la hace Pittbull, quien, como todo el mundo sabe, es un perro.
Inglés por pasión aunque sudafricano por nacimiento, católico furioso por despecho, lleno de desprecio por cualquier invención producto de la Era Industrial. La vida de J.R.R. Tolkien es bastante interesante. Inglés por pasión aunque sudafricano por nacimiento, católico furioso por despecho, lleno de desprecio por cualquier invención producto de la Era Industrial y, por último, creador de una obra literaria de fantasía que cambió el género aunque comenzó como un hobby que lo siguió hasta el final. Pues bien: todo eso está en la película, que intenta que cada episodio de “El Señor de los Anillos” se refleje en algún episodio de su vida. “Tolkien” mismo habría quemado el guión de este film, que de todos modos no está del todo mal, muestra lo que fue la Primera Guerra Mundial (contienda que justificaría la locura del autor y su pretensión de crear un mito de origen para Inglaterra) y tiene bellos elementos, notablemente el trabajo de Nicholas Hoult y Lilly Collins. Eso sí, lo que se extraña un Gollum en todo esto.
La película genera sonrisas y lágrimas desde una manipulación compartida con los espectadores de modo noble, sin golpes bajos. Las buenas películas (las buenas pinturas, los buenos libros, la buena música) tienen en común una sola cosa: la sinceridad. Cuando un autor dialoga con el público a través de su trabajo, todo fluye. Es posible que el espectador, enterado de que “El cuento de las comadrejas” es una remake (de la excelente “Los muchachos de antes no usaban arsénico”, de José Martínez Suárez) crea que no puede ser una película sincera. Pero lo único que justifica una remake es que su autor nos muestre, al ejercer su propia mirada –incluso, al cambiarlo– por qué gusta del original, qué le dice. El punto de partida aquí es simple: cuatro ancianos que fueron, todos, un glorioso equipo cinematográfico (la diva, el actor, el director, el guionista) entran en crisis cuando dos jóvenes poco escrupulosos, para hacer negocio con el caserón donde viven, ejercen un juego de simulaciones. Simuladores amateurs contra simuladores profesionales: cineastas. El asunto le permite a Campanella mostrarnos qué cine –y, sobre todo, por qué– le gusta: el melodrama argentino, la comedia inglesa estilo Ealing, cierto grotesco agridulce a la Monicelli. Sobre todo, el clasicismo de Hollywood. Lo hace funcionar de manera aceitada, con algunos momentos brillantes (la partida de pool, con un Mundstock perfecto, gran hallazgo, de paso; el prólogo) y un elenco que sabe a qué está jugando (el gesto irónico de la Borges es, además, una cuerda que le han hecho tocar demasiado poco). La película genera sonrisas y lágrimas desde una manipulación compartida con los espectadores de modo noble, sin golpes bajos: la sinceridad paga.
Él y ella, flechazo neoyorquino mediante, descubren no sólo que tienen el tipo justo para catálogo de Holt Renfrew sino que son el uno para el otro. Pero la familia de ella será deportada en horas a Jamaica, lo cual ha de separarlos para siempre (busqué en Google la distancia NYC-Jamaica y tampoco parece un viaje caro, pero qué sé yo) y eso implica peligro de lágrima. En fin, otra película romanticona políticamente correcta y casta dedicada con todo cinismo a la adolescencia.
Aquí se trata de aquella genial comedia de Frank Oz “Dos pícaros sinvergüenzas”, y en los lugares de Michael Caine y Steve Martin van, respectivamente, Anne Hathaway y Rebel Wilson. Una de las modas de hoy es declinar en femenino éxitos de antaño. Aquí se trata de aquella genial comedia de Frank Oz “Dos pícaros sinvergüenzas”, y en los lugares de Michael Caine y Steve Martin van, respectivamente, Anne Hathaway y Rebel Wilson. Aunque no está del todo lograda y le falta algo del disparate casi de cartoon del original (Oz era uno de los creadores de los Muppets), las dos tienen química cómica y la diversión surge donde debe. No mucho más.
Un film sobre el orgullo profesional y la puesta en valor de ciertas tradiciones. Más allá de que tiene algo conservador, algo de “todo tiempo pasado fue mejor”, hay también una puesta en valor de ciertas tradiciones que resulta interesante. El cuento es el de un vendedor de arte que queda fuera del mundo por el propio paso del tiempo, y que apuesta a vender cierto ícono en un último negocio que le devuelva cierta fortuna. Es también un film sobre el orgullo profesional, y quizás en esa puja casi deportiva es donde se concentra lo mejor de la propuesta.
El clima y lo terrible crean algo que pocas veces es tan claro en el cine: una verdadera encarnación del miedo. Siempre hay una ballena blanca. Una ballena blanca o una película de terror argentina realizada con seriedad y fuera de la habitual precariedad disfrazada de “bizarro” que abunda en el campo. Alejandro Fadel ya había demostrado su manejo impecable del plano y el clima en su discutible pero fascinante “Los salvajes”. En esta película hay un tipo con una mente destrozada y un monstruo que puede o no existir, y crímenes sangrientos y perturbadores. Uno de los temas es la posibilidad de que nuestra peor pesadilla se corporice. Otro, la libertad que implica abrazar lo salvaje e imposible. Otra más, la multiplicidad de la metáfora. Allí, en la tentación de transformar lo metafórico en alegórico es donde el film cae en algún error. Pero el clima y lo terrible crean algo que pocas veces es tan claro en el cine: una verdadera encarnación del miedo. De cualquier miedo.
Dado que el Hollywood de hoy tiende a disfrazar sus intenciones comerciales detrás de mensajes y utilidades, un entretenimiento desfachatado como este establece cierto equilibrio. La premisa es tan disparatada que no podía ser una mala película: en el mundo conviven Pokemones y personas, y Pikachu, tras un accidente, debe encontrar a cierto detective privado desaparecido. A Pikachu sólo lo puede escuchar más allá del “pika pika” el hijo del detective. Y lo que sigue es una parodia tanto de la “ternurita” de ciertos pokemones como del policial negro, con la voz de Ryan Reynolds tirando chistes metacinematográficos, algunos decididamente para adultos, en combinación con animadores que buscan todo el tiempo el espacio para el gag. Es decir, el mismo mecanismo que en “Deadpool” (creación básicamente de Reynolds) pero para todo público. Funciona por varios motivos. El primero, que los chistes muchas veces son buenos y aprovechan al máximo el contraste poético entre el entorno y la “lindura” de los Pokémon. El segundo, que cuando hay posibilidades de generar imágenes poéticas y tiernas de verdad con las herramientas animadas, se lo hace sin vergüenza. Y, tercero, eso mismo: que es una película totalmente desvergonzada en su intención comercial y esa honestidad deriva en arma humorística. Los actores están a la altura del asunto, y si no es mejor es porque la trama no tiene el peso emocional que debería. Dado que el Hollywood de hoy tiende a disfrazar sus intenciones comerciales detrás de mensajes y utilidades, un entretenimiento desfachatado como este establece cierto equilibrio. Sí, bueno, también como “Deadpool”.