Una película sobre lo mal que lo pasan los chicos pobres en lugares pobres, interpretada de manera demagógica por niños pobres, con más golpes bajos de los que se pueden soportar. Una película sobre lo mal que lo pasan los chicos pobres en lugares pobres, interpretada de manera demagógica por niños pobres, con más golpes bajos de los que se pueden soportar, y rodada con mirada miserabilista por una realizadora en realidad parisina. Un cine que busca conmover con la lágrima fácil, pero que no es más que la explotación descarada de la miseria humana para ganarse un premio festivalero. Nominada al Oscar y Gran Premio del Jurado en Cannes. Filmada a puro encuadre televisivo.
La historia de un hombre que muere descubierta por un chico de 18 años no sólo es un panorama social, un film sobre las desigualdades y las tristezas de la vida, sino una reflexión sobre su sentido. Ya hablamos de esta película, pero su estreno (en diciembre) se cayó. Y como es extraordinaria y merece ser vista –va en poquísimas salas alternativas– merece que insistamos. La historia de un hombre que muere descubierta por un chico de 18 años no sólo es un panorama social, un film sobre las desigualdades y las tristezas de la vida, sino una reflexión sobre su sentido. Rodada con la distancia justa para conmover y permitirle al espectador sacar conclusiones propias. Y filmada con una belleza siempre funcional, nunca puro alarde. Trate de no perdérsela.
Una dignísima clase B, un cine que respeta la regla de entretener con un cuento de modo noble, algo cada vez menos frecuente. Lo de Liam Neeson es algo bastante extraño: un tipo que se convierte en héroe de acción en el otoño de su carrera, y lo hace bien. Encontró un nicho (y de todas formas trabaja en otros campos e incluso ejerce el humor de tanto en tanto) y parece estar cómodo allí. Las películas son casi siempre iguales: un tipo con habilidades impresionantes las mantiene “dormidas” hasta que le sucede algo trágico y va en busca de justicia y venganza. Algunas están mejor hechas que otras (especialmente las de Jaume Collet-Serra, especialmente esa joya melancólica que es “Una noche para sobrevivir”) pero tienen todas una virtud: son creíbles. Las hace creíbles Neeson, un tipo tallado en piedra, con mirada triste y manos duras que impone presencia en la pantalla. Aquí es un señor que maneja una pala mecánica, le matan al hijo en un lío de carteles de droga, y sale en busca de –adivinó– justicia y venganza. Hay momentos de locura hilarante –aunque no es el fin de la película– que demuestran que los realizadores saben cuál es el juego. Y si bien la trama no excede la complejidad de un episodio televisivo de serie policial, en las secuencias de acción los tiros suenan como tiros verdaderos, el peligro parece real y sentimos empatía por los personajes. Una dignísima clase B, un cine que respeta la regla de entretener con un cuento de modo noble, algo cada vez menos frecuente. Neeson interpreta personajes sobrevivientes porque él mismo, y el cine en el que vive, es también una especie en extinción.
No falta humor (aunque no se cae en el disparate) ni la pintura precisa de personajes de varias generaciones. Las road movies son ideales para que el camino disuelva lo accesorio de las personas y fortalezca sus lazos. Tal es su sentido. Aquí esa regla se cumple en este cuento de una pareja joven, una herencia, el encuentro con alguien a quien deberán comprender, y un viaje. No falta humor (aunque no se cae en el disparate) ni la pintura precisa de personajes de varias generaciones. A veces falla el timing pero la intención amable se mantiene durante todo el film.
Funciona menos que la anterior, por supuesto, pero Feliz día de tu muerte 2 mantiene el tono “no podemos tomarnos esto en serio”. La primera era “Hechizo del tiempo versión sangre”, e incluso el film se reía de esta “similitud”. Pero aquí, dado que la protagonista tiene que salvar a otra gente en un nuevo día sin fin en el que muere todo el tiempo, se trata de reírse un poco del cine de superhéroes. Funciona menos que la anterior, por supuesto, pero mantiene el tono “no podemos tomarnos esto en serio” que hace que la perspectiva nos genere una diversión genuina.
Si bien se trata de un film apreciable con una ambición que suele faltarle a todo el cine mainstream contemporáneo, también tiene problemas. Hace una década, James Cameron iba a filmar la versión con actores de “Battle Angel Alita”, manga y animé de culto, extraordinarios ambos. Cameron, como saben, está loco y hace lo que quiere: finalmente solo produjo y cedió la dirección en Robert Rodríguez mientras él se dedica a su muy postergada saga “Avatar”. “Alita” es un “Cameron” por temas y un Rodríguez por la manera como resuelve la acción desaforada, siempre inventiva. Pero si bien se trata de un film apreciable con una ambición que suele faltarle a todo el cine mainstream contemporáneo, también tiene problemas de “mayonesa”: por momentos, la mirada Cameron y el estilo Rodríguez no cuajan y el film se corta, especialmente en las secuencias expositivas. Todo lo demás (actores incluidos, especialmente Rosa Salazar en el rol principal, ojos digitales aparte) está muy bien, pero es un “Cameron clase B”, un borrador de lujo.
Green Book narra la amistad entre un eximio músico de jazz negro y un chofer italo-americano, bonachón y bruto por las carreteras del sur racista de los EE.UU hace unas cuántas décadas. Los americanos, campeones en la creación de etiquetas y siglas, tienen una envidiable categoría: “feel-good movie”, película que hace sentir bien. “Green Book” es, ni más ni menos –y ese debería ser el género y no el “drama” que colocamos medio a reglamento– una “feel-good movie”. Es raro, porque el realizador es Peter Farrelly, quien con su hermano Bobby ha creado obras maestras de la comedia molesta y punzante (“Loco por Mary”, “Tonto y retonto”, la sublime “Irene”, yo y mi otro yo”, etcétera). Pero no crea el lector que esta es de esas películas que se hacen para ganar la respetabilidad del Hollywood hipócrita que suele mirar por encima del hombre el cine que mejor hace (el cómico desaforado, la fantasía desatada, la maravilla tecnológica, etcétera). Green Book, que narra la amistad entre un eximio músico de jazz negro y un chofer italo-americano, bonachón y bruto por las carreteras del sur racista de los EE.UU. hace unas cuantas décadas, es un film Farrelly con sordina, que se basa en el absurdo total como el resto de las películas de binomio, sólo que troca la invención por un absurdo “real” de la discriminación. Y como toda película Farelly, también –basta con verlas–, se trata del amor y la amistad entre tipos al margen del mundo. La paradoja consiste en que el realismo histórico de la situación hace que todo sea menos molesto que en “Tonto y retonto”. No se vea, de todos modos, tal declaración como reproche. Viggo y Ali sostienen todo de modo perfecto.
Seis personas llegan a un lugar con una promesa: el que salga de ahí se lleva un millón de dólares. Y el que no salga, morirá. Seis personas llegan a un lugar con una promesa: el que salga de ahí se lleva un millón de dólares. Sabemos que a) no será fácil, b) habrá mil y un acertijos por resolver, c) o salen o mueren. Hay muchas películas así desde que Vincenzo Natali hizo “El Cubo” al empezar este siglo. Y su problema es doble: por un lado, confundir inteligencia con ingenio; por el otro, no saber cómo terminar lo que arranca para nada mal. Al menos no hay regodeo en la muerte como en “El juego del miedo”.
La historia está allí: pequeña épica de quien tiene que cambiar su vida de la noche a la mañana, y descubre el mundo. Con delicadeza, sin énfasis artificiales y con la intención de seguir a sus personajes –especialmente a ese hombre al que le cae una familia encima tras la muerte de su hermano, muy buen trabajo de César Bordón–, María Eugenia Sueiro narra otra historia de familia (lo hizo con la también delicada “Nosotras sin mamá”). La dinámica entre ese tío adusto y un poco desesperado, cuñada y sobrinos evita lugares comunes y golpes bajos. La historia está allí: pequeña épica de quien tiene que cambiar su vida de la noche a la mañana, y descubre el mundo.
La historia de una reina con problemas y quizás no demasiadas luces, su amiga y quien realmente gobierna, y una nueva sirvienta que se vuelve “favorita”. Por fin el griego Yorgos Lanthimos, que se ha hecho un nombre con películas pretendidamente ingeniosas, profundas, de imágenes “raras” y tontamente alegóricas (“El sacrificio del ciervo sagrado”, “Kinodontas”, “The Lobster”, la última, actualmente en Netflix) hizo una buena. Porque virtudes se veía que tenía, salvo que el tufillo “mirá mamá, filmo sin manos” o “solo quiero molestar” hacía que se disolvieran en guiones escritos para justificar “grandes tomas”. Aquí el guión no le pertenece y esa solidaridad con los escritores le permite comunicar lo que le interesa de esta historia. Que es la de una reina con problemas y quizás no demasiadas luces, su amiga y quien realmente gobierna, y una nueva sirvienta que se vuelve “favorita”. Por cierto nada es lo que parece y la película se encarga, con humor e ingenio, de diseccionar relaciones de poder cambiantes que vuelven el film casi deportivo. Hay algo de “La Malvada” –esa obra maestra– en “La favorita”, por cierto, pero no tanto. Lanthimos parece interesado de verdad por construir humanidades con los personajes y no sólo herramientas para que el relojito del film permita apuntarse con alguna imagen asombrosa. Es un director con talento y aquí decide dejarse llevar por él en lugar de querer quedar bien con los académicos cazanovedades que en el mundo abundan. “La Favorita” es de esos films que uno recuerda sonriendo, de los que sale con ganas de ver más películas, incluso más películas de Yorgos Lanthimos.