Otro melodrama romántico basado en la novela que hace llorar a mares mientras repara la virginidad perdida en este mundo horroroso e inmoral. Adolescentes enamorados pero enfermos que no pueden tocarse pero ¡oh!, ¡cómo se aman! Otro melodrama romántico basado en la novela que hace llorar a mares mientras repara la virginidad perdida en este mundo horroroso e inmoral, ¡oh! (otra vez). Los pibes actúan bien (es decir, uno les cree que les pasa lo que les pasa) y la historia es convencionalísima, una más en la serie de “ámense sin sexo, el mundo es de los tiernos” que abunda en estos últimos años.
Un profesor de literatura pasa una noche en el límite de la autodestrucción. Un cuento que mezcla la sordidez con cierta luz de un modo poco frecuente en el cine. Con una desprolijidad calculada –quizás ese sea su defecto– esta historia de un profesor de literatura que está al límite y pasa una noche en el límite de la autodestrucción es un cuento que mezcla la sordidez con cierta luz de un modo poco frecuente en el cine (no solo argentino, de paso). Más allá de la historia, o más bien de la situación de la que parte para narrar, hay una pregunta casi metafísica por el sentido y el tiempo que resulta estimulante.
La historia del cómico más grande de la Argentina contada por su hijo. Imperfecta, es cierto, pero esta película tiene algo. No sólo porque cuente la historia de un auténtico genio (Olmedo lo fue; requiere otro espacio demostrarlo, pero créalo) sino porque también cuenta por qué no se filmó una película de ficción que narrase su historia. El hijo del cómico dirige entonces un cuento sobre su papá y sobre su propia experiencia trunca. Y sin querer, trasluce algo más universal: por qué necesitamos películas, por qué queremos fijar todo en el cine. Curiosidad.
Las virtudes están por encima de esos defectos: eficacia narrativa, actores que se creen lo que están haciendo, buen aprovechamiento de las reglas del melodrama judicial. A esta altura, y dado que la película no logró ser competidora a los Oscar aunque estaba diseñada para ello, uno pensaba que esta biografía de Ruth Bader Ginsburg sería mejor. Pues bien, los problemas básicos de esta película consisten en su didacticismo constante y en el subrayado paralelo entre grupos discriminados (mujeres y negros, claro, en los EE.UU. de los años sesenta). Pero las virtudes están por encima de esos defectos: eficacia narrativa, actores que se creen lo que están haciendo, buen aprovechamiento de las reglas del melodrama judicial, construcción efectiva de los ambientes en los que se desarrolla la trama. La mejor enseñanza que puede dejarnos esta película es que el entretenimiento es un excelente vehículo de ideas si se toma en serio en tanto entretenimiento. Cuando cumple con su premisa, la película funciona. Cuando no, molesta un poco. Pero el balance es positivo.
Espectacular, bien armada y se ve hasta el final. Amigos cinéfilos, tratemos de entender el Universo Marvel con un símil inexacto pero útil. En los años 40 y 50, la MGM creó un equipo de profesionales que inventó lo que conocemos como el musical clásico, con una paleta de colores propia, con sus convenciones y sus estrellas. Los personajes no iban de un film a otro, pero casi: Garland o Charisse, Astaire o Kelly eran personajes en sí mismos. Bueno, lo que ha hecho Marvel con los personajes (ya de más de medio siglo) de los cómics es un poco lo mismo. Así, cada película hay que pensarla en un estilo, un género y, además, una forma “de la casa”. “Capitana Marvel” (que en inglés es “Capitán”, mucho más interesante), tiene hilos con todas las otras películas y se supone que explica el deus ex machina necesario para la próxima “Los Vengadores-Endgame”. Es, de manera consciente, casi explícita, una película sobre el empoderamiento femenino. Pero lo que la hace divertida es algo que va más allá de todo esto: el juego entre Brie Larson y Samuel L. Jackson. Sí, claro que es espectacular, claro que está bien “armada” y se ve hasta el final. Pero lo que sostiene tanta gigantomaquia es la cualidad humana que aparece sobre todo cuando los actores entienden a sus criaturas y deciden compartirlas con el público. Sin eso, estaríamos ante la cáscara costosa de un espectáculo un poco a reglamento, un poco obligado por las circunstancias desbordantes del negocio. Con eso, vale la pena absolutamente.
Aquí hay una historia doble que gira alrededor de la muerte de una mujer, que puede o no ser un asesinato, que puede tener como culpable -o no- al marido, que se vuelve más compleja a medida que se desarrolla la trama. Este tercer largometraje de Miguel Cohan después de “Sin retorno” y “Betibú”, lo confirma como un interesante director de policiales “a la argentina”, donde lo pasional y lo ilegal se dan la mano y la justicia no tiene demasiado que hacer. Es un género propio que excede el “noir” para ir hacia lugares más íntimos aunque no imprevisibles. Aquí hay una historia doble que gira alrededor de la muerte de una mujer, que puede o no ser un asesinato, que puede tener como culpable –o no– al marido, que se vuelve más compleja a medida que se desarrolla la trama. Oscar Martínez vuelve a demostrar que es uno de los intérpretes más precisos que tiene el cine nacional (es decir, de esos que no hacen un gesto de más ni usa un yeite que no tenga su justificación en la trama) y vuelve a funcionar bien al lado de Dolores Fonzi -quienes recuerden sus pocas pero contundentes escenas en La patota, sabrán que realmente parecen padre e hija: aquí lo corroboran. ¿Qué tiene “de malo” el film? Nada en sí mismo: sí quizás que en ocasiones no logra ser realmente “una película de suspenso” y cae en el problema del “policial a la argentina”: concentrarse en ocasiones mucho más en el rostro o el gesto que en las perversiones de la trama. De todas maneras, se trata de un film interesante que fluye sin ripios y presenta un universo totalmente creíble que convence al espectador.
Se trata de un esquema bastante frecuente en el noir tradicional, al que no le falta la duplicidad emotiva de la mujer manipuladora ni el aire de perdedor digno del victimario-víctima. Un tipo con una vida tranquila y un pasado recibe un pedido desesperado de ayuda: la ex necesita que le saque de encima –a ella y al hijo de ambos– al psicópata que tiene como nueva pareja. Y el tipo, porque si no, qué película habría, se deja convencer y todo se complica después. Es decir, se trata de un esquema bastante frecuente en el noir tradicional, al que no le falta la duplicidad emotiva de la mujer manipuladora ni el aire de perdedor digno del victimario-víctima. Desde “Pacto de sangre” (obra mestra de Billy Wilder) sabemos que estas cosas llevan irremediablemente a la tragedia. En este caso, todo funciona pero sólo a medias: aunque el lugar común parece utilizarse “a propósito”, la mecánica completa del asunto nos deja indiferentes, y en última instancia el interés que pueden despertarnos los personajes –bien llevados por todos los actores, por lo demás– se disuelve en la necesidad de saber si “eso que adivinamos” que va a pasar, pasa. Spoiler: sí, pasa, más o menos como lo pensamos.
Jóvenes entran en loquero abandonado donde nazis hicieron cosas horribles. Son YouTubbers, graban todo y comienzan a pasar cosas terribles y monstruosas. Jóvenes entran en loquero abandonado donde nazis hicieron cosas horribles. Son YouTubbers, graban todo y comienzan a pasar cosas terribles y monstruosas y a esta altura debería completar usted solo la descripción de la historia. ¿Qué esperar? Lo mínimo, que los sustos sean efectivos: lo son. De máxima, que haya una historia, temas, que el miedo permanezca, etcétera. Ahí quedamos un tanto en deuda, qué le vamos a hacer. Pero sí, mientras tanto la cosa es efectiva. Si se quiere asustar, ahí tiene.
Una historia de ladrones septuagenarios que pasan de lo simpático a lo trágico. El placer se contagia. El placer de estos señores actores por actuar nos permite olvidar las faltas de tono de esta historia de ladrones septuagenarios que pasan de lo simpático a lo trágico. Porque si, como dice Godard, todo film es un documental de sí mismo, queda aquí el documento de cómo actuar en, por y para el cine, y eso alcanza. Lo demás no está a la altura de estos artesanos de la vida ajena que tenemos la suerte de ver casi un par de horas en tamaño más grande que la vida.
Está bien narrada, no hace nada demasiado original, hace lagrimear cuando corresponde y provoca esa sonrisa bobalicona que relaja la mandíbula. En Hollywood suceden cosas rarísimas. ¿Se acuerdan de Los Intocables? ¿Se acuerdan del contador al que hacen picadillo en el ascensor? Ese actor es Charles Martin Smith, que además de ser un cumplido secundario (“American Graffitti”, por ejemplo) se dedica a dirigir películas inspiradoras para chicos o comedias con animales, especialmente perros. Se ve que le va bien y es bastante efectivo en ese terreno (lo mejor que hizo es “Mi amigo el delfín”, basada en una historia real y muy bien contada). “Mis huellas…” es la historia de una perrita que, por puro azar, se pierde y tiene que hacer un camino larguísimo y lleno de peligros, problemas y gente a la que inspira para volver. O sea –disculpe estimado milennial/centennial si no entiende la referenia, para eso está Google– un perfecto hijo del esquema Lassie. Está bien narrada, no hace nada demasiado original, hace lagrimear cuando corresponde y provoca esa sonrisa bobalicona que relaja la mandíbula de modo (disculpe que repitamos adjetivos) noble. Semana de films anticuados, sí, qué le vamos a hacer. Al menos funcionan.