Uno pensaba que estas películas ya no se hacían, pero sí. Un actor en la mala consigue un papel de superhéroe en una película, las cosas salen mal y termina siendo algo parecido al peor superhéroe del mundo en la vida real. El humor es absolutamente televisivo (aunque eso no implique que no haya buenos chistes cada tanto), en un rango que va de -para entendernos, Chá-chá-chá a Rompeportones, a veces sin escalas. Igual despierta algo de simpatía, no crea.
Lo primero: está bien hecha. Esta película está bien hecha, bien filmada, asusta cuando debe y lo hace eficazmente más allá del sustito tecnológico. Da miedo su forma porque refleja el miedo del fondo, nacido de una situación, como el título india, bárbara (en el sentido más vikingo de esta romana palabra). Pero además hace otra cosa: defrauda -en el buen sentido- cualquier previsión del espectador, que en este género, como explicaba Hitchcock, siempre quiere saber más que el realizador. Es su trabajo, pues, confundirlo: eso también genera miedo. Más allá de estas consideraciones si se quiere técnicas, el fondo es interesante: un legado de violaciones e incestos da como resultado un monstruo. Y la puesta en escena (con puntos de contacto con la reciente El teléfono negro, también un cuento sobre un horror americano bajo de la superficie) subraya lo que una sociedad barre debajo de la alfombra o de, en este caso, el césped bien cortado de casitas suburbanas. Por momentos, además, el realizador Zach Cregger, evidentemente dotado, comprende que todo film de terror tiene no poco de sátira y lleva las cosas al absurdo que provoca la risa. No es involuntario, sino parte sustancial del sentido de la película: distraernos para luego golpear con más fuerza. ¿Contamos poco? Chica llega a una casa en plena noche lluviosa y el lugar no es lo que parece. ¿Para qué más? El mejor terror suele comenzar así.
La conferencia Wansee -la reunión de jerarcas nazis donde se decidió la “Solución Final al problema judío” en enero de 1942- fue tratada por lo menos dos veces: en un film alemán de 1984 y en uno estadounidense hace poco más de una década. Pero aquí se usaron las actas reales y conservadas de esa reunión. Allí están el carnicero Haydrich, el burócrata Eichmann -por quien Annah Arendt acuñó el término “banalidad del mal”- y los industriales alemanes dispuestos a cobrar dinero de la obra pública para diseñar los campos de exterminio y el gas. Las discusiones parecen triviales, todo se desarrolla en un clima de cordialidad y terrorífica normalidad. De lo que se habla es de asesinar industrialmente a once millones de personas. La película, de todos modos, imagina cosas: los gestos de los participantes, sus énfasis y sus movimientos. Y todo eso otorga aún más peso al horror. Una ficción que experimenta con el término “documental”.
Hazaña terrible de actuación de la dupla Clooney-Roberts: hacer que esta película con guión encontrado en un chicle Bazooka pueda verse hasta el final. Papá y mamá, divorciados, tratan de impedir que hija se case por flechazo en isla paradisíaca. Adivinen qué pasa. Ya lo saben todo. Los dos amigazos del Jorge y la Julia sacrifican hasta la dignidad para que obtengamos al menos una sonrisa que compense el precio de la entrada. Encomiable sacrificio.
Basada en la exitosa versión teatral de los textos de Hernán Casciari, esta película se acerca al espíritu de Esperando la carroza por varios motivos. El primero -y principal- es el paisaje social mostrado a través del humor grotesco y absurdo, un paisaje en el que reina la sensación de vivir en el filo de la navaja económico del que siempre se sale con algun artilugio absurdo. Pasan muchas cosas en el film, poblado de personajes que son la caricatura de otros personajes y al que se suma un grado (saludable) de surrealismo. De hecho, hay momentos en que más que grotesco, todo parece asemejarse al dibujo animado o al esperpento, aunque en todos los casos, siempre, subsiste la idea de que el amor (de familia) todo lo puede: en última instancia, sobre los lugares comunes (que los tiene, algunos poco interesantes) reina el personaje de Florencia Peña, esa madre que se vuelve sostén de todo y de todos. Peña, que es una comediante con dotes aunque no siempre logra utilizarlas como corresponde, aquí puede ser el personaje hilarante -y algo televisivo- que suele construir, pero también tiene momentos de ternura, de mirada en perspectiva, de ese “tono medio” tan difícil de lograr en el cine (y en cualquier lado). El trabajo de la actriz -como el de la protagonista de la ficción- es sotener todo. Lo logra.
Vuelta de tuerca feminista/femenina sobre el cuento de vampiros y vehículo para Nathalie Emmanuel, surgida de Game of Thrones y apuntalada por Rápido y Furioso. Por momentos, la cosa funciona bien: chica que descubre que el cuento de hadas consiste en vivir entre chupasangres y que corre riesgo. El cliché se impone y esperamos la próxima secuencia de terror y acción.
Logrado filme de horror con un monstruo/ demonio que ofrece la salvación a una mujer enferma a cambio de víctimas. La parte “monstruo” es suficientemente truculenta como para funcionar adecuadamente; la parte “drama” tiene sus complejidades pero no está suficientemente explotada. Aún así, cumple digna y humildemente con la tradición de un gran género.
Aunque no carece de algunos excesos melodramáticos, esta película -adaptación literaria, además, algo que se nota en su estructura- tiene más de una componente interesante. La historia de una joven maltratada y abandonada sucesivamente por su padre y por su madre que se cría sola en un ambiente salvaje ya tiene bastante para generar la intriga del espectador, aunque no carece del subrayado sórdido del entorno familiar, que contrasta -este uso del paisaje es perfectamente cinematográfico- con el universo natural que termina siendo la verdadera patria de la protagonista. Luego hay un romance, una vocación, un intento de violación, un asesinato, un juicio (y sus prejuicios), que acercan la trama al thriller de suspenso sin serlo realmente. En esos momentos la película se vuelve más trivial, más “común”, porque sabemos cómo será todo e incluso podemos deducir la vuelta de tuerca final. Sin embargo, es el universo que rodea los hechos y el clima creado por la naturaleza en contraste con el accionar humano el que se lleva la atención del espectador. El vector es, sin dudas, el trabajo de Daisy Edgar-Jones como Kya, la protagonista de este cuento donde lo natural vence a lo sórdido pero no -nunca- del todo.
Alguna vez dijimos en estas páginas que no hay que confundir ingenio con inteligencia. Lo primero puede ser la manifestación de lo segundo, pero no siempre. Un buen truco es ingenioso, pero si no va más allá de eso, es solo un truco. Jordan Peele quizás sea inteligente, pero es siempre ingenioso: aquí narra la historia de un conjunto de personajes acosados por extraterrestres caníbales que viven justo encima de ellos. Como a cualquier ingenioso, a Peele no le falta humor, y así como tenemos momentos de gran angustia y horror, tenemos otros muy divertidos. Es el tono que hemos visto ya en ¡Huye! y Nosotros. Pero el cuento de terror tiene, siempre, una connotación (perdón por el término) metafísica. Inquiere por la muerte, la trascendencia, lo que hay -o no hay- más allá de la materia, lo atávico, etcétera. Jordan Peele, que tiene algo de M. Night Shyamalan en cuanto al uso de la “sorpresa” o del secretismo en torno a la difusión de sus historias (¡Nop! tiene bastante de Señales, dicho sea de paso) se preocupa más bien por la etnia de sus personajes, a todas luces un asunto superficial cuando la amenaza viene de más allá del mundo. Eso es lo que termina disolviendo gran parte del efecto del film, que cuando deja de lado tal cuestión es un sólido ejercicio de género.
Terminala serie After con (ya) cuarta película. La pareja principal se encuentra ahora con secretos que pueden separarlos y ella (porque el punto de vista aquí es siempre femenino) ya no es la dulce niña. El problema de este film, anacrónico y moralista a pesar de cierta sensualidad publicitaria, consiste en el infinito desinterés que provocan sus personajes.