Un cronista fotográfico casi al margen de todo es enviado a un pueblo japonés a registrar una tragedia. Esa experiencia cambia su vida y, al mismo tiempo, le otorga un nuevo sentido. Es obvio que Johnny Depp comprende todo lo que significa actuar; el film se sostiene básicamente por él. Pero hay un tema interesante: el peso (incluso moral) de las imágenes, que no termina de tratarse más allá de su superficie.
Hay algo en esta película de simetría con La mirada invisible, la película más exitosa de Lerman a la fecha: ambas transcurren en un secundario, ambas tienen a figuras de poder sobre los estudiantes (una preceptora en La mirada..., un profesor suplente en esta) como núcleo. Pero aquella hablaba de un colegio de elite y esta, de uno poco favorecido; aquella, de 1982; esta, de 2022. El juego entre ambas puede mostrar, también, qué (nos) ha pasado en cuatro décadas: aquí tenemos a un estudiantado con poco interés, un profesor que trata de conducirlos a un lugar interesante y provechoso, y la violencia -el narco, ni más ni menos- campeando alrededor de los chicos. Minujín lleva a su personaje con soltura: es obvio que lo conoce bien y sabe construirlo. Lerman pinta ese universo con matices a veces hiperreales. El film funciona. Pero también cae en simplificaciones y estereotipos que intentan buscar cierta épica. Aún con sus sombras, hay algo allí que merece verse.
Aunque es una secuela (The Outlaws no se estrenó aquí), no importa: un detective muy simpático y bastante brutal tiene que extraditar a un criminal de Vietnam a Corea del Sur y descubre lazos con una serie de asesinatos a turistas. Con métodos nada convencionales, el hombre y los suyos tratan de resolver el caso. Pero lo interesante no es tanto la trama (que lo es, ojo), sino el equilibrio entre acción, un caso policial complejo e interesante y un humor que por momentos recuerda lo mejor de Terence Hill y Bud Spencer. El cine coreano tiene una característica: carece de prejuicios y toma lo que necesita para narrar cada escena, de la manera más efectiva posible. Por eso es que la historia, por compleja que fuere, resulta comprensible y lo que más nos importa es lo que sucede con los personajes. Hay que ver más cine coreano, sin la menor duda.
Y sí, un rato (largo) para que veamos la pelea de fondo Michael Myers-Laurie Strode, en último y definitivo -y sangriento- combate después de 45 años de dar vueltas por ahí. Los pros: momentos bien filmados, bien hechos, que permiten cierto entretenimiento. Los contras: otra vez sopa con una historia colocada para inflar una trama que solo se justifica por una secuencia. El realizador David Gordon Green es un director de calidad, o lo fue hasta que decidió -con Danny McBride, comediante- dar su visión definitiva del mito creado por John Carpenter (nunca jamás igualado). Pero como suele ocurrir con las remakes del cine del gran realizador de El enigma de otro mundo (y hemos visto otra The Thing, otra La Niebla, etcétera) es que no lo entienden y todo se reduce a “mirá cómo el pequeño pueblito teme a la llegada de un Mal que los castiga por sus pecados sin ningún remordimiento”, cuando en realidad Michael Myers es otra cosa no solo como ejercicio filosófico (la idea de que al mal se le ganan batallas pero solo al final la guerra) sino estilístico (Halloween, la original, incluso con sus crímenes, es una película poco sangrienta, más cercana a Psicosis que al gore). Gordon Green vuelve a caer en el “fan service” (hacer lo que un fan espera) sin construir una película de verdad, o un mundo.
El elenco, aclaremos, incluye más nombres y sorpresas (Taylor Swift, Robert De Niro) pero no cabe todo. Como no cabe toda la trama en esta reseña: básicamente tres personas que se volvieron muy amigos en la Primera Guerra Mundial se vuelven a reunir quince años después y de ven envueltos en un crimen y una conspiración política. David O. Russell, el realizador, no ejerce aquí por primera vez su gusto por el caos cómico: es casi un estilo de la casa, a veces más simple (Escándalo americano) a veces, decididamente esotérico (Yo amo Huckabees). Pero sí es la primera vez que mete todo: desde el romance raro de El lado luminoso de la vida hasta la ironía política de Tres Reyes. Como si Amsterdam fuera un resumen que, de paso, busca ser interpretado como metáfora del hoy. Pero detrás podemos pensar que hay otra cosa: un director recordando qué lo hacía feliz (el pasado de los personajes en ese Amsterdam idílico) y por qué hoy no puede serlo. Se pregunta -y es probable que su respuesta, por muy cómica que logre ser por momentos, esté equivocada, y lo sabe- para qué sirve hoy hacer películas. El resultado se acerca más a un collage en el que todo pasa rápido y lujoso, pero sin que sepamos exactamente dónde estamos parados. Quizás esto sea, después de todo, un ejercicio de nostalgia teñido de desesperanza: signo de los tiempos.
Es raro encontrar una película que, sin apelar al efecto especial, logre una experiencia inmersiva para el espectador. Aquí estamos en la cocina de un hotel, en la noche más compleja del año, con mucha gente trabajando de modo intenso, con un chef que ha construido mucho y que depende de que todo salga perfecto, y con un inspector de salubridad que coloca todo en jaque, sin contar la exigencias a veces disparatadas de los comensales. Con un ritmo constante y una enorme precisión, la película construye y nos introduce en ese mundo, y poco a poco va generando -con mucho humor, pero también con mucha tensión- un climax de tono satisfactorio: es como debe ser y se llega a él con pasos perfectos. Como toda buena película, olvidamos que se trata de una película, que estamos en el cine, que esos personajes no existen. La pequeña hazaña de este film consiste en su verdad.
Sería injusto decir que el cine no sería el que es sin las melodías irónicas y cultas de Ennio Morricone. Más justo sería decir que el mundo no sería el que es sin las melodías irónicas y cultas de Ennio Morricone. Este documental, no demasiado creativo en lo formal pero lleno de anécdotas y detalles, deja bien claro por qué el galardonado compositor es parte de nuestro paisaje cultural más allá de cualquier frontera.
Señor con señora: se llevan más o menos, viajan a casa de suegros, paran en una estación de servicio, ella desaparece, hay una mafia narco, hay sospechas y el señor resulta que tiene entrenamiento para reventar a todo el mundo. En fin, de esas cosas que uno vio un millón y medio de veces -lo que, de todos modos, es algo habitual- pero que no agrega absolutamente nada a un esquema conocido hasta la náusea.
Si quieren tomar esta película como un film de aventuras y acción, se van a divertir con las batallas, las coreografías y cierto aliento épico. También con la parte melodramática (hay relaciones amorosas complicadas y un drama telenovelesco de madre e hija). No busquen rigor histórico: las heroínas que aquí luchan contra el tráfico de esclavos, en la historia real lo protegían (Dahomey esclavizaba reinos vecinos y vendía a los cautivos a los portugueses). Pueden encontrar, además, todo el credo woke posible y un pueblo africano de una prolijidad y arquitecturas precursoras de Wakanda -e igual de existente. No nos desviemos: como película épica y de acción está muy bien y Viola Davis es la mejor traducción posible de Rambo a los imperativos actuales de corrección política. El verdadero mérito del film consiste en que nos olvidemos de su “blackwashing” y nos concentremos en la próxima escena de aventuras. Lo que, dicho sea de paso, confirma que el didacticismo es menos importante de lo que parece: una película nos atrae y conmueve no por lo que dice del mundo en el que vivimos sino por esas ideas antiguas y latentes (el hombre -o la mujer- en peligro, la lucha franca, el viejo cuento de David y Goliat, el amor) grabadas en nuestra memoria imaginaria.
El único problema de esta película es que dura diez minutos más de lo que necesita. Con pocos pero efectivos recursos, el realizador Parker Finn cuenta la historia de una presencia sobrenatural que puede ser, en realidad, parte del inconsciente de una psiquiatra acosada por gente que sonríe y muere, o sonríe y mata. Es cierto que tiene “sustos” un poco artificiales, pero a favor es necesario señalar que suelen ser muy originales, per fectamente diagramados dentro de las posibilidades del cine. Pero lo más interesante, lo que verdaderamente transforma la historia en una película de terror, es que todo momento es inestable. Que muchas de las secuencias más terroríficas ocurren en pleno día (cierta fiesta de cumpleaños, por ejemplo, está dentro de las secuencias destacables de este año). Logra lo que debería lograr cualquier ejemplo de este género: la inestabilidad absoluta de nuestros sentidos, esa que nos provoca al mismo tiempo el miedo de ver y la fascinación por hacerlo.