Un ucraniano en Polonia que comienza como masajista pero que quizás tenga ciertos poderes se vuelve una persona influyente entre sus clientes. Visualmente hipnótica, tiene la sordina bien puesta como para que el contenido satírico de la historia no tape a los personajes. El relato funciona muy bien y, de algún modo, responde con una forma al cuento del superhéroe.
Un empresario muerto, un contexto -la dictadura- opresivo y un botín. Con estos elementos, la opera prima de Lucas Combina construye un policial. O, más bien -como sucede en la Argentina- un film criminal, donde la investigación y la búsqueda de justicia siempre está obstaculizada por el poder. Es cierto que hay estereotipos, algunos flagrantes (Luis Luque está muy bien, pero encasillado en una sola clase de roles: no es él el lugar común sino la elección) y otros un poco más subrepticios. Pero en el fondo, toda cuestión política -que es sostén del clima del relato- se subsume en otra cosa: se trata, finalmente, de dinero. Las sordideces de la película son breves y lo que cuenta es la carrera contra el tiempo de los dos investigadores por resolver el caso, así como el duelo con el principal sospechoso y la ausencia de cuerpo del delito. En ese punto, el contexto sirve para amplificar el peligro, incluso si por momentos el ritmo falla.
Un enemigo del pasado de Goku crea dos androides poderosos para derrotarlo, pero detrás tiene una agenda secreta. ¿No sabe quién es Goku? Los fanaticos de Dragon Ball van a entender todo. Usted, digamos, también: peleas tremendas entre buenos y malos y alguna lección moral. Es muy buena la animación y el film entretiene.
La relación entre un padre y un hijo siempre es un asunto problemático. Aquí esa tensión queda exacerbada por el paisaje: un lugar agreste, alejado de todo, donde los dos personajes comparten cacerías y noches. Lo interesante es que el film, luego de exprimir las tensiones de la relación, se dedica a incluirlos en ese paisaje, a mostrarlos como parte de una sola naturaleza. En ese acercamiento a “otra cosa” la película crece.
Película de terror con actores de prestigio y tratamiento de cine independiente. Tales elementos pueden hacer desconfiar. Más si hablamos de una mujer sola acosada por presencias totalmente masculinas, lo que hace de la metáfora cualquier cosa menos sutil (y además hay manzanas en un árbol a las que, en broma, se denominan “fruto prohibido”). Perfecto: todo eso nos dice “hablemos de lo mal que trata el hombre a la mujer”, lo que no está mal pero resulta groseramente didáctico. Pero, y aquí es donde vamos a justificar las cuatro estrellitas con las que recomendamos esta película, Men tiene dos cosas que superan la intención “contenido”: el clima perturbador en el que una casa alejada y un bosque y un pueblo pequeño se transforman en sombras amenazadoras, y la actuación de los protagonistas Buckley (especialmente) y Kinnear, el segundo en múltiples formas (literal). Poco a poco, lo que parece una denuncia se transforma realmente en un cuento metafísico, en el terror más puro que llega a la confrontación. Incluso con su falta se sutileza temática, la forma es apasionante y perturbadora, sin abundar en efectos especiales o sustos al azar. La sensación de realidad e irrealidad, la imposibilidad de establecer si lo que vemos es real en el mundo del film o una alucinación llegan, hacia el final, a un lazo con lo arcaico y lo mitológico que vuelve todo mucho más complejo de lo que parece.
Es probable que el lector crea que esta es una película más de las que produce o protagoniza Adrián Suar, y en cierto sentido tiene razón. Es cierto que, además, es su debut como director, pero el estilo demuestra que detrás de todas sus producciones siempre la decisión final fue suya. Aquí cuenta una situación que lleva a una historia: un hombre debe convivir un mes con su ex esposa, una mujer con serios problemas mentales, a pedido de la hija de ambos. Pero aquí es donde aparece una idea: la familia no es algo fácil de definir, las parejas no están juntas siempre por las mismas razones, la incompatibilidad para la convivencia (aquí exacerbada por el procedimiento casi fantástico de la enfermedad mental, la incontinencia social del personaje de Pilar Gamboa, actriz extraordinaria) puede no enmascarar el deseo sexual, las relaciones exceden con mucho cualquier tipo de definición. Y hay un filo de navaja: ¿cómo hacer comedia si un personaje está enfermo sin caer en lo aleccionador, bajar la intensidad o ser blanco del dedo políticamente correcto? Curiosamente, ante ese dilema, Suar no se lastima. Así, si bien el esquema de “pareja despareja” que el cine ha explotado siempre aquí funciona como un reloj -y, más que eso, como un organizador- hay otra cosa, algo más interesante que la construcción de momentos que lleven a la risa o a la lágrima de manera conductista. Suar ejerce, con su rostro, su cuerpo y la cámara, sutileza detrás de lo extemporáneo. No es poco.
Baltasar Kormákur es un realizador interesante que alguna vez compitió en Bafici con su opera prima Reikjavik 101, y que mostraba allí dos elementos: gusto por hacer películas e intención de ir directo al centro de cada escena. Hizo algunos thrillers y aquí, Bestia. Básicamente: un león sanguinario (con razones) persigue a un biólogo y sus dos hijas en la sabana africana. El cinéfilo puede ver aquí rastros de Tiburón, Depredador, Jurassic Park y Garras, aquella con Val Kilmer y Michael Douglas. Hay un problema: la idea de “papá reconecta con sus hijas”, que resta con un cliché lo que sumaría sin explicarse. Y otro: la aparición de “tipos malos” que solo alargan el metraje. Pero más allá de eso el suspenso es efectivo, la bestia permanece como corresponde -y porque así funciona- mucho tiempo fuera de campo (generando miedo) y el protagonista es, como en el Hollywood clásico, no solo un actor sino una presencia: Idris Elba, que se carga gran parte del film al hombro.
En realidad, el puntaje es un poco mentiroso. Esta es la historia de un tipo con mala suerte: un hombre de acción (criminal) que tiene un encargo fácil. Tomar el tren bala Tokio-Kyoto, hacerse de un maletín lleno de plata y bajarse. Pero resulta que el maletín es buscado por mucha gente, el tren está lleno de asesinos, y encima hay un plan de venganza en marcha que nuestro (pobre) hombre no entiende por qué le toca. Todo esto en realidad es una excusa para que David Leitch, más un coreógrafo que un cineasta (¿Y qué tiene de malo, acaso Busby Berkeley no era igual?) genere un sin fin de escenas de acción originales, peleas sangrientas que en general mueven a la risa y que transforman el conjunto en algo diferente de una película “negra”: señores, estamos ante un cartoon hecho y derecho donde, a diferencia de los Looney Tunes, la gente se muere (aunque hay un cadáver que dura toda la película, o algo así). Es decir: la historia de la película no tiene demasiadas aristas y el hecho de que sea todo entre malos y peores nos permite la voluntaria suspensión de la moralidad y la credulidad para disfrutar de un espectáculo totalmente catártico y vertiginoso, cómico en general (lo de Pitt es brillante, pero hay otros personajes que están a la altura e incluso por encima). Se trata de eso, ni más ni menos: el cine considerado arte abstracto, forma pura, juego. Puede gustar o no, pero es una posibilidad noble también para el arte.
Este es un cuento de hadas con elementos de ciencia ficción: un niño debe rescatar a su pequeña hermana de un villano horrible que habita en la Luna, acompañado por el amo de los sueños y un escarabajo. El diseño es muy bello, muy “europeo” en su complejidad y color, y la película funciona con algunas secuencias que tienen enorme creatividad incluso si el cuento en sí -como todo cuento de hadas, para qué negarlocorre por carriles previsibles.
Una señora viuda que nunca sintió verdadero placer erótico decide contratar a un prostituto para darse la posibilidad del disfrute. Por cierto, hay sexo aunque, pensándolo bien -y dados los resultados- es una película carente de erotismo. Es una curiosidad esto, pero no algo que no esté perfectamente planeado. Se trata de un film de cámara que funciona, como una obra teatral, en un espacio perfectamente acotado y con solo dos protagonistas. Pero es cine en la medida en que funciona el fuera de campo, la interrupción del montaje y la investigación de la cámara más allá del diálogo. El lector ya sabe que lo que se establecerá aquí es una relación de simpatía mutua en la que ambas partes van a descubrir que el mundo es más grande que sus prejuicios, y que el sexo es nada más que vehículo y excusa para que se establezca una conexión humana. Los dos actores hacen que creamos en sus personajes con un virtuosismo invisible.