La extraña combinación de esclavos, macumbas y argentinos La película argentina de Mauricio Brunetti tiene varios problemas y algunos aciertos. Corre el año 1871 y en una estancia llamada La Mercedaria, Lito Cruz tiene una legión de esclavos negros –mulatos de pura cepa– a los cuales explota, azota, viola, humilla y tortura de múltiples maneras. Un fotograma suelto de esta película remonta a lo último de Tarantino, a 12 años de esclavitud, a Amistad o a cualquier filme yanqui obsesionado con el abolicionismo. Uno se pregunta qué factores llevan a un director argentino a filmar algo de tales características, haciendo de la ubicación geográfica un disparate de guion. Sólo cuando nos habituamos a que los negros le digan “Sí, Amo” a Cruz entendemos que la extrapolación se asemeja al boom de las novelas históricas, que absorben una época y la distorsionan para que sus personajes vivan aventuras posmodernas. En este caso, las aventuras vienen en formato de terror, y aquí llega la segunda vertiente de influencias: Los otros, La cumbre escarlata, de Guillermo del Toro, y cualquier película que transcurra en una mansión vieja con fantasmas vengativos. De la combinación entre esclavos, macumbas y un staff argentino sale Los inocentes, opera prima de Mauricio Brunetti. No es un filme indigno o bochornoso, y hasta podría decirse que su problema es iconográfico: tantos mulatos sufridos disfrazados de sirvientes y terratenientes déspotas con firuletes y bastones asemejan el producto a una telenovela brasileña. El único sello distintivo del director es su regodeo tendencioso con la tortura física y psicológica. Fuera de ese rango no hay decisión estética novedosa. El arte y la fotografía tienden al preciosismo pero la cámara carece de carácter y de pronto un plano se eleva en grúa, otro se desliza en travelling y algunos salen cámara en mano. El elenco está muy bien, en especial Ludovico Di Santo, pero mucho no se puede exigir con diálogos como: “¡Es una bruja! Estas aberraciones tienen que terminar, estas esclavas tienen que escarmentar. Debemos estar atentos, el demonio se presenta con muchas formas”.
La incomodidad de algo que no funciona La segunda película del actor y director Daniel Alvaredo marca un retroceso y no convence desde ningún rubro técnico. Mutación entre un cuento de Dickens y una comedia argentina de los '90 interpretada por Francella, El peor día de mi vida es un largometraje que reúne las manías de un corto universitario, lo cual genera, inclusive para un espectador complaciente, una incomodidad rodeada de tristeza. Aquí se narran las desventuras de Julio durante su cumpleaños. Julio es un actor que tuvo un pasado promisorio pero ahora está hundido en una decadencia multiforme: no trabaja, su mujer quiere separarse, su hija está ausente y su hermano gemelo murió hace ocho años pero regresa como fantasma lacaniano. La idea es que a Julio le salga todo mal y se vea envuelto en enredos de menor a mayor, matriz deudora de Después de Hora (1985), de Martin Scoresese, aunque lejos del homenaje. En la insipidez de la premisa no estaría el problema; pareciera que su director, Daniel Alvaredo, se rinde de entrada y ante la imposibilidad de manufacturar un producto original, tampoco buscase algo chispeante, oxigenado o mínimamente decente. Desde su inicio la película se configura como una península de comicidad malograda: disfraz de empanada para un comercial, cenizas del hermano succionadas por una aspiradora, supermercado atendido por chinos que no hablan español, autos que no arrancan, etcétera. A la cámara le quitan su inteligencia para colocarla en el rincón más oportuno de la locación, sin que proponga discurso alguno, ni hablar de planos detalles narrativamente injustificados. Los diálogos redundan y su protagonista, Javier Lombardo, insulta oración de por medio, creando la monotonía de una reja oxidada. La dirección de arte complota junto a la dirección de fotografía para que cada plano sea, lisa y llanamente, feo. Su alegre desenlace será un pase mágico que clausura de inverosimilitud una película demasiado amateur para el buen panorama del cine argentino.
"El muerto cuenta su historia", una película de terror entre la risa y el pánico Con influencias declaradas del terror clase B y un notable trabajo de Diego Gentile, esta comedia negra pierde el rumbo en su desenlace. Hy algo sincero en esta película: su adhesión fervorosa al terror clase B. Es un producto sin neurosis que no querrá ser algo distinto a lo planteado de antemano. Esta identidad propulsará buenas atmósferas, gags logrados y un simpático humor caricaturesco, pero cuando las neblinas inspiradas se disipen, encontraremos una arquitectura dramática descuidada, un trasfondo sin desarrollo, una fantasía anémica, un Álex de la Iglesia sin la desfachatez suficiente como para llevar el delirio hasta las últimas consecuencias. El muerto cuenta su historia posee varias ideas interesantes ejecutadas con intermitencia. Conecta, por ejemplo, la corriente feminista con una secta de vampiras que pretenden derrocar el patriarcado resucitando a su reina ancestral y esclavizando a los hombres machistas. Este ingenio no encastra con la voz en off sobreexplicativa, un montaje indecisamente videoclipero y menos con un tercer acto rebuscadísimo, en donde la comicidad se sacrifica en pos de la grandilocuencia. La historia se desarrolla desde el punto de vista de Ángel, un director de publicidad casado y con una pequeña hija, sin conflictos al momento de llevar una doble vida que oscila entre el cariño doméstico y el libertinaje con sus actrices. Estas dos caras se ponen en jaque cuando las vampiras lo esclavizan, obligándolo a mostrarse políticamente correcto. Durante sus primeros 40 minutos, el filme se mueve con agudeza, con destellos de humor negro que le debe mucho al excelente trabajo de su protagonista: Diego Gentile, el novio de Relatos Salvajes. Gentile tiene el don de ser contenidamente grotesco, de gesticular lo justo y necesario y sobreactuar con homeopatía. Logra que cada chiste funcione con un timing calibrado aunque en el guión se peque de obviedad. La tragedia de El muerto cuenta su historia es su resolución desafinada. Los estados risueños que construye su director, Fabián Forte, se caen a pedazos cuando emerge la seriedad, cuando la osadía le cede paso a una acción tan apocalíptica como aparatosa que, encima, nos baja una línea ideológicamente incomprensible.
"El ciudadano ilustre", una película virtuosa al pie de la letra El nuevo filme de la dupla Cohn / Duprat es una adaptación exacta de la novela sin perder el humor sórdido que los caracteriza. Quien haya leído El Ciudadano Ilustre, la novela de Daniel Mantovani, habrá notado que en estructura y ejecución es un elegante guión de cine: prosa ligera, inmediatez visual, agilidad para insertar diálogos sin trabar la acción. Tal sumatoria clamaba urgente una adaptación cinematográfica. Podría considerarse que el oficio de reescritura a cargo de Andrés Duprat, hermano de Gastón, consistió en no caer en la tentación de adulterar la arquitectura o establecer líneas de fuga. La trasposición es puntillosamente fiel, tomándose licencias inofensivas, omisiones microscópicas. A excepción -como no podía ser de otro modo en estos realizador subversivos-, de su último tramo, que propondrá un sofisticado cruce de dimensiones, redoblando la apuesta autoficcional. Al ser la historia un calco de la novela, entra en juego la agudeza de Mariano Cohn y Gastón Duprat como los encargados de darle vigor audiovisual al libro, e incluso autonomía. El Ciudadano Ilustre, ya la película, es un relato tan absorbente y angustioso como el de su materia prima, así que en absoluto hará falta tener leído el libro para apreciarla. La premisa seduce de entrada: Daniel Mantovani regresa a su pueblo natal para ser distinguido, pero ese regreso se transforma en un peregrinaje infernal, un vórtice kafkiano al que se le agrega una subtrama de vodevil que aminora la turbulencia intelectual y amplía el espectro de público. La crueldad habitual de Cohn y Duprat esta vez actúa en piloto automático, como una sustancia intravenosa. Esto posibilita la incorporación de nuevos elementos atmosféricos. En el filme rebasa un patetismo derrotista, algo así como un trueque de cinismo por melancolía. Tanto el escritor autoexiliado en Europa como el pueblo de Salas, astuta metonimia de Argentina, son incompatibles, universos trágicamente destinados a no comulgar, realizándose mutuos reproches y dejando brotar sendas miserias y rencores. El tono televisivo en la dirección de fotografía, otro sello de Cohn y Duprat, baña al filme de una mediocridad estética que profundiza la insipidez de Salas y sus habitantes. A esta aridez pictórica debe agregarse una puesta que resuelve las escenas con la menor cantidad de planos posibles, casi todos frontales, de cámara inestable. Estamos ante encuadres carcelarios en donde los personajes son arrojados para que lidien con situaciones incómodas, de una violencia siempre a punto de estallar. Como propuesta formal funciona a la perfección y permite que los actores se luzcan sin la tendenciosidad de un montaje. Con mezclas de thriller y drama, con risas desesperadas y una hipnosis siniestra, El Ciudadano Ilustre se convierte en una radiografía de la resignación en todos sus estratos. El arte, parece decirnos el epílogo, será una desafiante mueca irónica antes de saltar al vacío.
"Mi papá es un gato": una comedia que pudo ser divertida Kevin Spacey protagoniza otra película sobre humanos que encarnan en animales, pero sin ingenio, sin emoción y doblada al castellano en todas las salas. ya uno a saber por qué Barry Sonnenfeld, director de la trilogía Hombres de Negro, acabó haciéndose cargo de una película indigna hasta para verse en un colectivo de larga distancia. Mi papá es un gato aplica el clásico esquema dickensiano: señor malo que tras intervención mágica recapacita y se hace bueno. En este caso, Kevin Spacey es un empresario cínico y canchero obsesionado con fabricar la torre más alta de la ciudad. Trabaja tanto que no le presta atención a su familia, entonces Christopher Walken lo mete en el cuerpo de un gato. La actuación de Kevin Spacey queda restringida a una voz en off que expresa los quejidos y pensamientos del animal. Los instantes de paz para el espectador son aquellos ligados al silencio, cuando la gracia consiste simplemente en mostrar al animal. La escena del escritorio, con una lapicera que el felino rompe esparciendo tinta sobre una foto de Bush, es el único momento interesante de la película. Allí Barry Sonnenfeld se toma un tiempo prudente para fascinarse con el gato, para entender la dinastía de sus movimientos y modos. En esa breve escena, sonoramente discreta y pausada, se esconde la película que no fue, una película que sin perder su objetivo comercial podría haber imitado el misterioso magnetismo del animal. Sólo nos quedó una fábula chata y predecible, con un gato que a veces será real y otras configurado por computadora, recorriendo la ciudad para arreglar sus asuntos y haciéndole entender a su hija que la ama. Por ciertos chistes vinculados a videos de YouTube, uno puede imaginarse la reunión de los creativos: -Qué adictivos los gatitos en internet. -Me quedaría horas mirándolos porque son tiernos y graciosos. -Hagamos algo con eso. -Llamaré a mis mejores guionistas. Para completar el estupor, en los créditos figuran nada menos que cinco guionistas. Hay un personaje que intenta suicidarse saltado al vacío sin darse cuenta que tiene un paracaídas en la espalda. Deberían aclarar cuál de los cinco fue el responsable.
La comedia de Jake Szymanski resulta un compendio de situaciones grotescas y sin gracia. Ni siquiera Zac Efron se luce como podría. Basada en hechos reales, esta comedia no encuentra ningún sustento. Su vulgaridad, en lugar de incomodar, aburre estrepitosamente. Un detalle pone en perspectiva el asunto: durante los créditos finales pasan los bloopers del rodaje. Equivocaciones en las líneas, risas no contenidas, tropezones, muecas, etcétera. Este anacronismo de estudiantina hace que la misma película no se tome en serio. Los bloopers, más que un apéndice, se transforman en una indirecta: filmar esto fue un traspié, un descuido millonario que deberá ponerse en evidencia cuanto antes. Mike y Dave: los buscanovias, está basada en hechos reales. Dos hermanos fiesteros son obligados a asistir a la boda de su hermana en Hawaii con mujeres distinguidas y educadas. Para encontrar a las candidatas, realizan una convocatoria web que se viraliza. Hasta aquí la anécdota verídica, abusivamente machista, luego hay que pensar cómo estructurar una narrativa con una premisa tan vaga, y si valía la pena el intento. El no es rotundo: este filme carece de propósito, es un compendio de situaciones grotescas y sin gracia, un raspón para la comedia popular yanqui, esa de la que Judd Apatow puede dar cátedra. Los problemas son globales, desde la inverosimilitud dramática hasta el timing impreciso de los chistes, estirando siempre el remate. Las actuaciones nunca se complementan, son chillonas y les falta ese magnetismo físico fundamental para el género. La irreverencia no supera la inmadurez escatológica. Los constantes “fucks” o “shits”, para quien vea la película en idioma original, son muletillas vacías, tan exasperantes como los reiterados planos paradisíacos de Hawaii. El desenlace apela a un facilismo sentimental aberrante y pone a bailar, literalmente, a todo el elenco. Quien surfea como un mínimo de elegancia este alud de mal gusto es Zac Efron, a quien la producción encima desaprovecha teniéndolo todo el tiempo con una remera puesta cuando la mitad de la historia transcurre en la playa.
Un elenco de lujo, con poca magia Nada es lo que parece 2 no logra estar a la altura de su antecesora. Quien se luce y sorprende es Daniel Radcliffe, cada vez más afilado como actor. Divertida y con acertados cruces conceptuales entre la ilusión inherente del cine y el arte del engaño, o para decirlo más amablemente: de la magia. Así fue la primera entrega del 2013, que ahora se convertirá en trilogía. Louis Leterrier dirigió aquel filme inaugural, un realizador con escaso IQ pero que en ese entonces contó con un guion chispeante y un diseño de producción estruendoso que disimuló su déficit. Lo bendecía, además, un elenco de primera línea. Quien se puso al mando de esta esperada secuela es Jon M. Chu. En su prontuario, encontramos los documentales de Justin Bieber, G.I. Joe: La venganza, y Jem y los Hologramas. El guionista es el mismo de la primera, esta vez con varios colaboradores tratando de darle coherencia a una propuesta que se quedó sin cartas sobre la mesa. Allí está el conflicto central de Nada es lo que parece 2: las vueltas de tuerca se cantan antes de que sucedan; cada mirada y situación ambigua alerta impúdicamente al espectador y le arrebata su ingenuidad. Quizás el modus operandi de la primera, con trompos de engaños y revelaciones, no debería haberse replicado, al menos que la apuesta se subiese con elegancia y dosis de autoparodia. Semejante inverosimilitud pretende despistarse bajo un ritmo aparatoso. Ante las insistentes incoherencias, Jon M. Chu apela a un montaje paralelo y confuso que resuelve las secuencias a puro capricho, quizás exceptuando aquella del robo de una tarjeta que guarda los datos privados de la población mundial (?), único momento cinematográficamente eufórico y relajado. Las motivaciones de los personajes convierten a estos magos en parapléjicos emocionales: Mark Ruffalo lidia con la muerte de un padre ahogado, Jesse Eisenberg destroza su carrera con sus habituales gestitos de loser cool, Woody Harrelson enfrenta a un hermano gemelo vengativo y Lizzy Caplan –nueva incorporación femenina porque Isla Fisher se fugó del proyecto–, se parece más a una groupie de Marama que a una maga talentosa. Morgan Freeman deambula por el set para explicarnos con voz radial los cabos sueltos, mientras Michael Caine ejecuta sus ademanes de gentleman en piloto automático. Pero quien sobrecarga de auténtico carisma sus escenas es Daniel Radcliffe, dignificando líneas de diálogo absurdas y encontrando el equilibrio justo entre cancherismo y sutileza dramática. He allí el único mago en este truco fallido de más de dos horas.
Risa a puro hashtag Lali Espósito y Martín Piroyansky vuelven a funcionar como dupla en la comedia de Ariel Winograd. Pese a cierta desprolijidad en su último tramo, Permitidos es una comedia desaforada con una mirada aguda sobre la obsesión por la fama. Mucha era la expectativa en torno al nuevo filme de Ariel Winograd, director que creció exponencialmente desde su ópera prima Cara de queso (2006), pasando por la impecable Vino para robar (2013) hasta la simpática Sin hijos (2015). Con Permitidos, Winograd demuestra pisar con absoluta confianza el género cómico. No sólo lo entiende, también lo merodea, lo inspecciona y busca maniobras para que una clásica comedia de enredos conecte problemáticas sociales contemporáneas. Que este malabar salga bien es meritorio. Se parte de una premisa simple: Mateo y Camila son pareja hace ocho años. Charlando con amigos, nace la idea del “permitido”, una celebridad con la que podría concretarse un affaire sin contarlo como infidelidad. Esta anécdota vaga se pone en práctica a través de caprichosos ases del destino. La película funciona como un relojito fosforescente, con chistes naturales y surtidos y una superpoblación de personajes secundarios que son una delicia, como la fan del galán interpretado por Benjamín Vicuña, o un ladrón con ganas de catapultarse con su grupo de cumbia. Esta multiplicidad se entrelaza hábilmente porque cada escena es atravesada por un único vector: los trastornos de la fama, tanto para los que la tienen como para los que la ansían. Allí radica la seducción del filme además de su buen estado cómico; Winograd crea una sátira sobre la cultura mediática, no pierde oportunidad para ironizar sobre los videos virales, las redes sociales, los programas de espectáculos, el arte masivo y elitista, las manías de la farándula y toda esa fauna que la rodea. En su cruzada, el director es acompañado por un elenco inspirado, bajo la misma sintonía y sin miedo a la autoparodia. Esta dupla protagónica ya había trabajado junta en la serie web Tiempo Libre, y acá reivindica su química y credibilidad. Martín Piroyansky posee un don curioso: ser carismáticamente insípido, mientras que Lali Espósito deslumbra transitando cualquier matiz emocional. El timing desquiciado de Permitidos empieza a tartamudear sobre su último acto, condición triste dado los grandes momentos obtenidos. En su urgencia por cerrar el caudal de historias, el filme evapora su imaginación cruel para ajustarse a un manual básico de guion. Así, las conductas de los personajes y las situaciones se ven forzadas para llegar a un clímax con otro registro, como si una película alternativa, más tosca y básica, se incrustase justo en el desenlace. La bajada moral explicitada por uno de sus protagonistas es deserotizante e innecesaria. Aún así, Permitidos amortigua sus dos horas de duración y logra una de las más punzantes críticas al elixir de la fama. Motivo extra para verla: el chiste del hashtag #LaSacadaDelCartel se inmortalizará como el “Filmáme esto, Néstor”, de Relatos Salvajes.
Comedia a cualquier precio "¡No renuncio!", la taquillera megaproducción italiana acaba entreteniendo a la fuerza, sin dejar reflexión alguna. Nada más deserotizante que una comedia desesperada por hacer reír, usando toda la artillería desde un principio para mantener al espectador en lo alto. ¡No renuncio!, de Gennaro Nunziante, es un sketch televisivo millonario que funciona por atropello, dejando la gracia en evidencia. El chiste, cuando se anticipa como chiste, genera una mueca complaciente, inclusive vergüenza ajena. La mendicidad de la risa es el principal defecto de este filme. Existe una lógica de marketing: el protagonista, el actor Checco Zalone, es un comediante reconocido en Italia, especie de Guillermo Francella, y ¡No Renuncio! es la cuarta colaboración con el director Gennaro Nunziante. Cada unión de esta dupla fue un hit, y tales antecedentes otorgaron impunidad a la hora de producir otro éxito. ¡No Renuncio! sorprende con un ritmo desaforado, posibilitado más por infinidad de planos en infinidad de locaciones con infinidad de actores, que por criterio de dirección. Estamos ante un colosal videoclip que, de tanto proponer, de a ratos engancha. La trama busca ser una sátira de la burocracia italiana, con guiños desintonizados para un público extranjero. Checco Zalone interpreta a un empleado municipal cínico, acostumbrado a la comodidad de su trabajo, pero un cambio de gestión lo pone en la encrucijada de aceptar una indemnización o seguir con su "puesto fijo" a como dé lugar. Y ése es el motor del filme: Zalone, con tal de no renunciar, soporta cargos en un pueblito mafioso, en África o en el polo norte. Su travesía sobreactuada será narrada ante una tribu de salvajes, a modo de metarrelato: el antihéroe replantea su función en el mundo, conoce el amor y cambia de valores. Todo sucede a velocidad formidable, con secuencias de montaje que logran elipsis mágicas y una sobremusicalización que le estampa a la película su sellito cool.
Crossfit en la selva La película La leyenda de Tarzán retoma al clásico personaje en tono realista, aunque la impericia de su director deja como resultado un entretenimiento tibio. Este Tarzán modelo 2016 tiene un parentesco con los reboots de superhéroes en tono realista: psicología compleja, estética cuidadosamente sucia, entramado político, excedente de personajes secundarios y cierta ambigüedad moral que relativiza los bandos. La historia empieza con un Tarzán adulto llamado John Clayton. Tiene título nobiliario, está casado con Jane y da vueltas por Londres a finales de siglo 19. Los funcionarios de la Corona le piden que vaya como diplomático al Congo, mientras que el villano de turno, Christoph Waltz, urde planes con esclavos y diamantes. En el arranque se da por sentado el conocimiento del mito en los espectadores, pero de pronto el guion decide lo contrario y empieza a narrar, mediante flashbacks sistemáticos, la infancia torturada de Tarzán, su contacto con Jane y demás viñetas innecesarias, insertas para enganchar a públicos analfabetos. Esta recapitulación, además de sobreexplicar lo que era mejor sugerir, rompe la linealidad clásica del género de aventuras y desinfla los climas de la historia central. Volver a forjar la leyenda de Tarzán perjudica en particular la actuación de Alexander Skarsgård, comprometido en reflejar con sus ademanes cierto salvajismo domesticado, una síntesis trágica entre Tarzán y John Clayne, entre civilización y barbarie. Sus gestos son parcos, forzosos, y su mirada es tan estúpida y bondadosa como la de un animal enfermo de melancolía. Actoralmente, este sueco logró algo interesante, en sintonía con la sequedad que el director David Yates intentó imprimir sobre el resto del filme. También debe mencionarse esa fijación que el marketing previo instauró sobre el físico del actor: una obra maestra de la genética con ayuda de meses de crossfit. Semejante expectativa en torno al sex appeal de Alexander Skarsgård crea un fetiche inmediato cuando se saca la camisa, relegando su destreza interpretativa a la exactitud de sus abdominales.De todos modos, es el último responsable de que el filme no funcione.. David Yates fue cómplice del deterioro de la saga Harry Potter, y aquí se debate entre una estética cruda y un guión aturdido: escenas desalmadas junto a secuencias de acción surreales, con cámaras rasantes y ralentís antes de que se provoque un impacto. Esta indecisión logra momentos involuntariamente cómicos, alteraciones caprichosas en los personajes y algunos giros para destrabar el conflicto que rozan la idiotez, proponiendo a los animales como una instancia superadora de la sociedad. Lo ideológicamente escalofriante es que dentro de la sabiduría instintiva del animal se agregan a los nativos del Congo. Así, Tarzán no sólo es un mediador entre hombres y animales, sino también entre hombres, subhombres y animales. Una sutil vuelta de tuerca al mito del buen salvaje.