Puro pop animal La película de animación logra grandes picos de intensidad recién sobre su desenlace. Cuenta con las voces de la “China” Suárez y Leonardo Sbaraglia en su versión doblada. Desde el minuto cero, la reminiscencia de Sing: ven y canta con Zootopia es sospechosa. No sólo porque se recrean ciudades con animales antropomórficos en donde las especies determinan el matiz psicológico (en Zootopia, por ejemplo, los zorros no eran de fiar, mientras que aquí los gorilas son delincuentes); ambos filmes apuestan por una jovialidad cosmopolita, una integración excedida de optimismo que desvanece las limitaciones físicas y culturales, siempre en pos de revelar un yo interior, el amor por una vocación oculta, el poder de los sueños, el sí se puede. Esta vez nos demuestran cómo un surtido de animales alcanza el estrellato en el mundo de la música. Como son amateurs, un koala dueño de un teatro en bancarrota oficia de coach. El relato adopta en su primera mitad el esquema de un reality show, con guiños a America´s Got Talent y American Idol. Lo contraproducente del filme es la ramificación narrativa por participante, generando un abanico de relatos constreñidos y de escasa maduración. Quizás en una serie, estas subtramas encontraban su parcela justa, pero dentro de un largometraje, los conflictos derivan en un muestrario simplificado de traumas: una chanchita ama de casa, un gorila afeminado sin aprobación paterna, una elefanta con pánico escénico, un ratón engreído, una puercoespín que no deja fluir sus sentimientos, etcétera. Esta multiplicidad deja sabor a estrategia de marketing antes que a jugada conceptual. Sólo cuando la película decida agrupar a los animales y entenderlos como personaje en manada, el asunto logrará encarrilarse, encontrando móviles colectivos que solidifiquen la idea. El problema es que eso sucede justo cuando la película empieza a extinguirse. Al filme tampoco lo beneficia cierta toxina retro-nostálgica-solemne. Ya en el diseño de los decorados y en la confección de los personajes, se reivindica al cartoon clásico. Garth Jennings, guionista y director, parece añorar un arte al servicio de lo genuino y verdadero, un arte despreocupado por la fama. Claro que el desenlace crea una paradoja discursiva monstruosa, en donde los animalitos se distribuyen el beneplácito del público de manera equitativa, sin competencia alguna. Raciones idénticas de ovación para todos, una egolatría comunista en donde el éxito será un bien garantizado para aquellos que perseveraron. Si uno no lo piensa tanto, esta moraleja tramposa emociona.
Herejías en torno a la Fuerza Nuestro comentario del filme que se desprende de la historia de Luke Skywalker pero se mueve con soltura en el mismo universo. Rogue One supera a El Despertar de la Fuerza por una razón simple: mientras J.J. Abrams pensó su película como una reconstrucción nostalgiosa y extorsiva de Una Nueva Esperanza, Gareth Edwards, el director de turno, se adueñó del folklore de Star Wars para inaugurar una historia autónoma y original; una bifurcación pagana que se rehúsa a despachar otra variación sobre lo mismo. El universo barroco que diseñó George Lucas quedó instalado en el inconsciente colectivo, todos sabemos qué es la fuerza, qué hace el imperio, cuán adorables son los droides o cuán interracial es la galaxia. La hazaña de Gareth Edwards consiste en partir de este imaginario sedimentado para subvertirlo y trazar nuevos caminos que nos permitan habitar Star Wars sin el chantaje del copy & paste. Lo primero que llama la atención de Rogue One es la presencia de un discurso cinematográfico seguro: la puesta en escena sabe qué mostrar y qué sugerir, los encuadres adquieren una elegancia hipnótica, el montaje es milimétrico, y esos clásicos decorados, cuando pensábamos que ya los conocíamos de memoria, están filmados innovadoramente. No obstante, lo que marca un auténtico contrapunto con relación a la saga es su estética realista, una imagen cruda, sucia, que acompañada por la cámara en mano, barniza el filme de precariedad y desolación. Esta sobriedad es consecuente con el período que Rogue One decide abarcar: un intermedio entre los episodios III y IV. En La Venganza de los Sith, el emperador diezma a los jedis y bautiza a Lord Vader. En Una Nueva Esperanza, Luke Skywalker destruye la estrella de la muerte. Lo que se narra aquí es el robo de los planos de esta arma de destrucción masiva para detectar sus vulnerabilidades. Entre los rebeldes el clima es caótico: están quienes luchan solos, quienes apuestan a una alianza y quienes pretenden rendirse ante el Imperio. Rogue One queda atravesada por la incertidumbre y el desdibujamiento de bandos. El elenco, de altísima calidad actoral, resulta crucial para respaldar esta propuesta: Felicity Jones interpreta a Jyn Erso, hija de uno de los diseñadores de la estrella de la muerte; su personaje está marcado por el descompromiso ante cualquier causa. Diego Luna es Cassian Andor, un rebelde que no tendrá reparos en cometer crímenes en nombre de La Rebelión. Ambos antihéroes poseen una química extraordinaria, ayudándose a entender qué posición ética asumir ante un contexto hostil. Madurez El guion sorprende por su madurez política, retratando la génesis de una guerra de guerrillas y los sentimientos que se esconden detrás de estas convicciones. Un trasfondo complejo que jamás obstaculiza el divertimento, al contrario: la acción es trepidante y hay pinceladas exquisitas de comedia, muchas provenientes de K-2SO, un droide nihilista. Cuando el cine protege el corazón del relato cada escena potencia su estado anímico. Rogue One entiende qué está contando y bajo qué coordenadas. Asume riesgos y eso es lo mejor que le pudo pasar a la factoría de Star Wars.
"Doctor Strange": la apuesta más entretenida de Marvel Divertida y desquiciada, “Doctor Strange” sorprende de principio a fin. El ADN de Doctor Strange es el humor. No como superabundancia de chistes que alivian la tensión (Iron Man), o como cancheras líneas de diálogo (Los Vengadores), y menos como parodia de superhéroe (Deadpool). Cada segundo aquí es humorístico en sentido radical, estamos ante una película que se rehúsa a tomarse en serio, que desconoce las cláusulas del género. Lejos de una provocación gratuita, Doctor Strange se propone ser libre y descarada, quiere alimentarse de la imaginación por vía intravenosa, intuyendo que cualquier pincelada solemne, cualquier subtrama altisonante, cualquier búsqueda de coherencia, desaceleraría este principio irracional. Por su tono delirante y estructura líquida, el filme podría considerarse un contrapunto de Marvel. Lo recomendable es abandonar prejuicios y entregarse al goce. Ya nadie podrá bajarse de esta road movie lisérgica, la más acabada experiencia sensorial que haya dado el cine mainstream en años. Descomponiendo toda lógica, Doctor Strange evita darle rigor a los conceptos que maneja, por caso la física cuántica, las artes esotéricas y las filosofías orientales. A estas teorías se las piensa como plastilinas a moldear según la potencialidad del divertimento. Habrá viajes astrales, gente levitando, seres inmortales, manipulación del tiempo y del espacio; podría decirse que Doctor Strange es el reverso de El Origen o Interestelar, esas creaciones de Christopher Nolan falsamente complejas. Doctor Strange es aparatosa sin perder de vista su locura, y allí está el secreto de su persuasión. La sorpresa acaba siendo mayúscula tras repasar la filmografía del director, Scott Derrickson, un artesano del terror sin demasiada impronta: El exorcismo de Emily Rose (2005), Sinister (2012), Líbranos del mal (2014). Aunque también sabemos que Marvel apostó fuerte con este título, facilitándole a Derrickson infinitas herramientas y licencias. La inversión se nota y justifica: cada escenario deja al espectador boquiabierto, los efectos especiales son omnipresentes, colosales y ordenados; las paredes se contraen, las ciudades se curvan, el centro de gravedad cambia, pero sabemos qué está pasando y en dónde. Encima la música de Michael Giacchino, con travesuras de rock progresivo y atonalidades, ayuda a que las secuencias se transformen en videoclips esquizoides. El casting es exacto: Benedict Cumberbatch como Stephen Strange es una fuente de ironía que se manifiesta hasta en el arqueo de una ceja. Rachel McAdams encarna lo opuesto: amabilidad y frescura, mientras que Tilda Swinton como psicopedagoga ancestral logra matices de ambigüedad que rompen el maniqueísmo del género. Quien se desaprovecha bajo un maquillaje de Aquadance es Mads Mikkelsen, pero el elenco en su conjunto posee la misma sintonía, se rinde ante el desenfado del filme. Doctor Strange regala dos horas de comicidad y alucinación que deben verse en 2D por una razón simple: la hipersaturación propia del filme, con esos lentes oscuros, desconcentra, inclusive marea; de la seducción pictórica pasamos a torpes golpes de efectos que no le aportan nada a esta imperdible aventura psicodélica.
Alejandro Awada, la mejor apuesta de la película "El jugador" La película de Dan Gueller es una adaptación libre del clásico de Dostoievski. El director toma riesgos en un notable despliegue de producción y con un elenco exquisito. En la materia prima de esta película –el clásico de Dostoievski–, yace su fuerza y debilidad. El debut de Dan Gueller es un constante encuentro y desencuentro con la demencia dostoievskiana, a veces logrando atmósferas fascinantes y otras banalizando la historia con mañas del género policial. Adaptar El jugador o cualquier novela de Dostoievski es un salto de fe: hay en el universo del escritor ruso un sello extremo e ineludible, una impronta profundamente adherida a la plástica literaria. Dostoievski se extravía en laberintos psíquicos para explorar la conciencia de sus personajes, meditar sobre sus tormentos y contradicciones. Trasladar al cine semejante densidad requiere sabiduría cinematográfica. Aquí aparece el mejor aliado del director: Alejandro Awada interpretando al célebre adicto a la ruleta. Su trabajo gestual es brillante: un rostro curtido por el tedio, una voz arrastrada, un cuerpo pesado, cargado de frustraciones, pero que aún se electrifica ante el giro de una ruleta. Y no de manera maniática: lo de Awada es microscópico, sus ojos se desenfocan y la respiración se acelera contenidamente; tan bien transmite su lucha interna que hasta podemos notar la sequedad de su boca. Dan Gueller por momentos pierde la confianza en su actor y toma malas decisiones. Quizás la más específica sea recurrir a planos de ópticas aberrantes para expresar con la cámara aquello que el actor ya logró con su interpretación. Estos tropiezos, sin embargo, no son tan graves como sí lo es la incompatibilidad de la novela dentro de un esquema de thriller, que induce a constantes forzamientos narrativos. En El jugador, Dostoievski satiriza a una aristocracia decadente, expectante de la muerte de una anciana cínica para acceder a su herencia. El texto encuentra agilidad en la lógica del reconocimiento social del siglo XIX, pero aquí la adaptación crea un enroque y pone como epicentro el tráfico de drogas, o todo aquello que implica meterse con narcos. Dan Gueller pretende que este vodevil de armas y cocaína coincida con el espíritu novelesco, resintiendo la verosimilitud al límite. Sólo en escenas puntuales se alcanza una magia sórdida propiamente dostoievskiana. Allí está lo mejor de El jugador, no en su conjunto sino en casilleros puntuales como la patética pelea entre hermanos, los planos que acompañan la soledad de Awada o cada intervención del recientemente fallecido Oscar Alegre, encarnando al abuelo hastiado del que todos dependen. La agria ironía del viejo le entrega al filme esa irreverencia que hubiese necesitado de principio a fin.
Un drama narrado con inteligencia y sensiblidad Con atmósferas que cortan la respiración, este pequeño filme francés cautiva por su inteligencia emocional y su acertado elenco. Magistrales en sus roles, Bérénice Bejo y Cédric Kahn. Algo inmediatamente abrumador en este drama doméstico es la capacidad de su director, Joachim Lafosse, para desplegar un conflicto de varias capas dentro de un pequeño departamento, sin incursionar por ello en códigos teatrales. Lafosse no les exige a sus actores que chillen para que la tensión crezca ni busca inesperados giros para reacomodar el tablero de relaciones. Todo es estrictamente cinematográfico: los valores de plano, el montaje, las elipsis, la austeridad sonora; cada decisión formal reinterpreta la narrativa, no existe una pretendida objetividad o una exhibición solemne y superadora de la condición humana. Para acercarse al eje del filme, habría que empezar corrigiendo el absurdo título en español: Después de nosotros, cuando en su idioma original es La economía de la pareja (L’économie du couple). Esto ya delinea la potencialidad ensayística del filme, que aborda el divorcio de Marie y Boris, casados hace 15 años y con dos pequeñas hijas. Bajo una premisa tan gastada como una separación, Lafosse trasciende ese subgénero melodramático que podría llamarse “canto a la vida”, narrativas didácticas para el corazón. El director se aparta de cualquier sensiblería para observar las rendijas culturales de las emociones. Aquí ingresa la astucia del filme en conexión con su título original: Marie y Boris utilizan las cláusulas del inminente divorcio como transacciones emocionales, como si la incertidumbre afectiva disminuyera perjudicando a la otra parte. Cada arreglo y porcentaje tiene poco que ver con lo económico, son valores simbólicos para recapitular una historia vencida, y también una forma de descifrar el fracaso amoroso. Dentro de este caos sentimental encriptado como negocio, ingresan las hijas del matrimonio como otro bien en disputa. Pero Marie y Boris, encarnados magistralmente por Bérénice Bejo y Cédric Kahn, no son caricaturas desalmadas, y saben que las nenas no la pasarán bien si la situación se prolonga indefinidamente. Este amor compartido por los hijos colapsa con el revanchismo que ambos ven en el divorcio, y allí estará la médula espinal del conflicto: la angustia de monetizar los vínculos familiares. Lafosse es un ensayista de abrumadora inteligencia emocional, y viene problematizando la institución familiar desde Propiedad privada (2006) hasta Perder la razón (2012). En este filme da un paso más y expone cuán traumático es incorporar los afectos dentro de la lógica del capital.
Mucha historieta y nada de cine en "Campaña Antiargentina" La ópera prima de Alejandro Parysow carece de cualquier verosimilitud y se transforma en una experiencia agotadora. Lo más sano que podría hacerse con esta película es utilizarla de ejemplo para entender cómo una buena idea, mal ejecutada, es una idea dos veces mala. Campaña Antiargentina supone que una logia se esconde detrás de todas las desgracias de nuestro país, desde la muerte de Gardel hasta la dictadura del 76. Esta hilacha paranoide podría deshilvanar un delirio mayúsculo, una tragicomedia abusiva que recapitule nuestra historia. Sucede lo contrario: el filme se torna monótono, afectado e inmaduro, y aquella premisa que parecía jugada se transforma en el chiste recurrente de un viaje de egresados. El error central en la ópera prima de Alejandro Parysow es su caos gramatical: jamás entendemos si predomina la ficción, el falso documental, el documental del documental o una novedosa superación de estas instancias. Campaña Antiargentina es un pastiche de material de archivo, camaritas home, extractos de cámara de seguridad, cámaras de notebooks y puestas ficcionales que misteriosamente se desentienden del registro documental. Pareciera que el guión hubiese pensado algo totalmente distinto a las decisiones formales del director, haciendo de la película una agobiante exhibición esquizoide. Acá seguimos a Juan Gil Navarro interpretando a Leo J., una estrella mediática que descubre en latas de fílmico heredadas cómo sus ancestros intentaron frenar una conspiración geopolítica. Leo toma la posta y contrata a un camarógrafo para que lo grabe las 24 horas. También contrata a un cineasta para que filme un documental que lo tenga a él como protagonista. Si hasta aquí suena confuso, se agrega otra capa: un especial televisivo que reconstruye su trayectoria, con testimonios autoparódicos a cargo de Adrián Suar y Axel Kusnetzoff. Esta masa amorfa pierde cohesión a medida que transcurren los minutos, las elipsis desconciertan, los sucesos carecen de lógica y surgen planos de una GoPro que directamente son una falta de respeto. Los actores deambulan despistados, a veces actuando para un documental y otras para una comedia costumbrista. De ellos no será la culpa, sino de un director extraviado en una madeja de intensiones.
"Miss", un nuevo cuento chino para pasarla bien La ópera prima de Roberto Bonomo cautiva desde lo pictórico y, aunque no propone mucha novedad desde el guion, resulta una experiencia sensorial simpática. La peculiaridad de Miss, la ópera prima de Roberto Bonomo, es su fortaleza y su debilidad. Hay en estos ligeros 62 minutos un imaginario logrado y consistente, pero que a su vez expone algo impostado, una excentricidad obsesionada por magnetizar que deteriora la espontaneidad. El protagonista es Robert, un oriental medio monstruoso, alto, encorvado, flaco, con retraso madurativo, casi un personaje de Tim Burton, que debe cuidar la casa de una ex Miss Mundo. Mientras pasa los días en esta mansión, Robert se enamora de Laura, una estudiante de modelaje que encarna su némesis: armónica, virginal, fresca, simpática, astuta. Lo que sigue es un manual de comedia romántica: amor imposible con encuentros y desencuentros. Si bien la premisa es básica, Miss cautiva desde lo pictórico: hay un trabajo fotográfico a cargo de Nicolás Trovato apabullante, una iluminación pulcra y plana que fortalece la propuesta simétrica de los encuadres. La película es una sumatoria de planos generales de tal elegancia y meticulosidad, que hasta los split de los aires acondicionados, siempre afeando la imagen, acá parecen puestos adrede para optimizar la armonía. A esta buena voluntad de Trovato se suma Fernanda Chali en la dirección de arte, manejando una paleta cromática con trastorno obsesivo compulsivo. Nada escapa al tono pastel, cada fotograma se sumerge en colores balanceados. Así que Miss es una experiencia sensorial simpática, con planos generales que funcionan como fondos de escritorios. Es lamentable que su director no confíe en este glamour indie y quiebre los climas con primeros planos perfilados que desvirtúan la gracia. Esto, a su vez, delata otro problema: el personaje de Robert está encarnado por Roberto Law Makita, un no-actor fascinante en sus modos pero carente de fotogenia y destreza interpretativa. El acercamiento de la cámara genera un pequeño rechazo. Cuando el filme exige que la excentricidad humana comulgue con una actuación creíble, esa conexión queda en puntos suspensivos. Bonomo parece consciente de las limitaciones de su protagonista y se escuda en una atmósfera naïf y absurda, claramente deudora de Wes Anderson. Las situaciones son “bizarras”, los diálogos “chispeantes”, los personajes “anormales”. Miss despista con su dualidad: el universo creado para la película es seductor, pero el uso de este universo falla. Un problema no del instrumento, sino de su ejecución.
Un poco de pop de autoayuda En Trolls, el discurso de la felicidad por la felicidad cruza la línea del cinismo. DreamWorks siempre buscó diferenciarse de Pixar sustituyendo inteligencia por cancherismo. Desde Shrek en adelante, cada película de estos estudios animados tuvo un sello cool, una picardía sobradora, muchos guiños de actualidad y una tendencia al grotesco. Pixar, en contrapunto, maneja sentimientos universales, posee la inteligencia emocional apropiada para crear fábulas que trascienden la anécdota. Wall-E, la trilogía de Toy Story, Buscando a Nemo, Up, por citar las más logradas, conmueven a un público amplio. Son películas que diluyen su mote de cine infantil, logrando que un adulto anhele verlas aún sin niños para llevar. Con DreamWorks sucede lo inverso: el marketing arrastra a los niños que arrastran a los adultos. Los creativos lo reconocen, saben que jamás lograrán la pureza de Pixar, así que proponen otro estilo de películas en donde se lobotomiza al menor con dosis incoherentes de acción y comedia mientras se le arroja al mayor algún chiste encriptado, algo que establezca complicidad y no compromiso dramático. Trolls, esta película inspirada en los muñecos de Thomas Dam (con guion de Jonathan Aibel, Glenn Berger, Erica Rivinoja), es el ejemplo más acabado de los vicios y desprolijidades del estudio: ningún personaje tiene relieve y todo se reduce al cálculo piola. El filme sobreexcita al espectador con un torbellino lisérgico. Los colores se vomitan sobre los escenarios porque sí, para crear shocks de alegría. Si uno recuerda películas rozagantes de formas y texturas como Lluvia de Hamburguesas 1 y 2, o la magistral Intensa-Mente, entiende cómo una ingeniería visual saturada puede gozar de elegancia y establecer un orden interno. Además de ausencia de creatividad en el entorno de los trolls, la historia se va resquebrajando progresivamente, como una laguna congelada, hasta colapsar en el desenlace más inverosímil. Sin vuelta El relato del filme acompaña a Poppy y Ramón al rescate de un grupo de trolls capturados por unos ogros llamados bertenos, que creen acceder a la felicidad comiéndose a estos bichos de pelo fosforescente. Poppy es eufórica; Ramón es apático. A medida que se escabullen de los bertenos, se hacen transfusiones anímicas para balancearse, pero este intento de yin y yang resulta una total hipocresía. En Trolls, el discurso de la felicidad por la felicidad cruza la línea del cinismo. Los agobios de una cultura miserable se resuelven, literalmente, con música pop y córeos de baile. Aquí el bienestar se concibe como una magia inmediata muy similar a lo que promete una pastilla de éxtasis. En definitiva, lo mismo que proponían los bertenos en el arranque del filme.
Martín Piroyansky, lo mejor de la película "¡Maldito seas Waterfall!" Basada en la novela de Jorge Parrondo, el filme se extravía continuamente y es sostenido por un Piroyansky más inspirado que nunca. Martín Piroyansky se acostumbró a interpretarse a sí mismo, y aunque esta autoparodia resultase simpática y redituable, ya nos ponía en alerta. ¡Maldito seas Waterfall! era el proyecto que el actor necesitaba para superar sus manías de Woody Allen teenager y demostrar su alto potencial para componer personajes difíciles, como supo hacerlo en La Araña Vampiro (2012), de Gabriel Medina. Aquí Piroyansky es Roque Waterfall, un treintañero inactivo sin otra aspiración que pasar el rato y ser documentado por un director alemán. La destreza de Piroyansky para transmitir apatía sin caer en tics depresivos es formidable: sus gestos son parsimoniosos, su voz no suena tensa ni derrotada, su mirada brilla sin complicidad. El Roque Waterfall de Piroyansky es un estado de ánimo en puntos suspensivos, una existencia despojada de moral, el grado cero de la preocupación. Semejante inmutabilidad impide empatizar con el personaje, pero tampoco nos permite odiarlo. Gracias a esta composición exacta el filme esquiva cualquier sentencia relativa a la mediocridad, a la vagancia y a la crisis de la adultez. Es una lástima que su guionista y director, Alejandro Chomski, no haya mantenido la misma calidad que el actor. ¡Maldito seas Waterfall! es una obra extraña y oscilante, con dos niveles cómicos incompatibles: por un lado, un delirio atmosférico, inherente, implosivo, que logra en sus austeros 70 minutos un barniz atípico, un desconcierto hipnótico. Por otro lado, se incrusta un humor obvio, de situación, con remates toscos que destruyen esa nebulosa agradable. Los ejemplos contundentes están en los diálogos con Juana Schindler, desesperados por ser graciosos, o en la impostación de Rafael Spregelburd, una sátira de intelectual tan burda que podría ser un sketch de Capusotto. Algo similar sucede con el montaje: cada tanto adquiere una aceleración que prioriza la ocurrencia por encima de la idea, que busca el efecto y olvida lo orgánico. Si la propuesta no dudase de sí misma, si hubiese entendido que al gran chiste no había que sumarle chistecitos, estaríamos ante una película valiosa para el cine argentino. Pero su atrevimiento acaba siendo tímido y ¡Maldito seas Waterfall!, salvo por la magistral actuación de Piroyansky, exhibe una inestabilidad alarmante.
Tim Burton se convirtió en un usurero de su propio universo. Resulta imposible analizar un estreno del director sin verse obligado a repasar su filmografía, a repensar su trayectoria, a intentar rastrear en qué momento perdió el rumbo o cómo hizo para no perderlo jamás, porque el desconcierto ante cada película nueva también tiene algo de déjà vu. Es revelador que su última obra enteramente satisfactoria, Frankenweenie (2012), sea la correcta síntesis de su poética, un ensamble que combinó en idénticas proporciones mecánica con sentimiento. El genio atrofiado de Burton en Miss Peregrine y los niños peculiares se expone con una claridad digna de autopsia: hay tres partes discernibles de aciertos pendulares. En la primera, Burton narra con paciencia y madurez. Presenta al protagonista de la historia, Jake, interpretado con convicción y sobriedad por Asa Butterfield, el chico de La invención de Hugo Cabret. La cámara capta lo justo y necesario y eso permite apreciar uno de los fuertes en la obra de Burton: la plástica, esa habilidad para explicarlo todo a través de colores y texturas y hacer de la experiencia cinematográfica un goce sensorial. En este primer tercio, cada plano se compone de cuadrados, formas angulosas y colores primarios, manifestando la tranquila mediocridad del suburbio, una clara reminiscencia a El joven manos de tijera. La segunda parte es la transición de Jake al mundo de los mutantes. La acción se desarrolla en un pueblo abandonado, neblinoso y monocromo. La intromisión al orfanato de donde habitan estos niños frikis es sugestiva y envolvente, pero cuando el traspaso de realidades se concreta –otra temática fija en Burton: Beetlejuice, Charlie y la fábrica de chocolate–, nos decepcionamos ante una convencional aventura adolescente. La previsibilidad narrativa, sin embargo, se balancea con momentos hechizantes, pequeñas escenas de gran impacto visual, y no necesariamente desde lo técnico. Hay una pelea de muñecos filmada en rústico stop motion, un niño muerto velado hace más de 70 años, un enfrentamiento multitudinario en un parque al compás de música tecno. Son viñetas desenfrenadas en donde Burton juega con rabia en lugar de fabricar el juguete. La conclusión es agridulce: mientras más recursos ofrece Miss Peregrine para delirar, más apocado se muestra Burton, más subordinado a una espectacularidad de imaginación anémica, a la yuxtaposición desordenada, como si resignase su osadía pictórica para multiplicar las líneas narrativas y allanarle el terreno a las próximas adaptaciones de la saga literaria.