Perder poco a poco el significado de uno mismo debe ser el peor de los males que una persona puede sufrir y es precisamente ése el foco de atención de Still Alice. La devastadora historia de una prolífica profesora de Lingüística que ve su vida desvanecerse cuando es atacada por una temprana forma de Alzheimer es el recipiente por el cual finalmente Julianne Moore fue premiada con una estatuilla de oro en los pasados premios Oscar, y cada segundo de su actuación bien lo merecía. El film de Richard Glatzer y Wash Westmoreland no le escapa a los recovecos cotidianos del drama de telefilm, pero la energía de Moore y la emoción engarzada en el metraje son motivo suficiente para darle una oportunidad. El miedo al Alzheimer que destila Still Alice es profundo, tanto que en un diálogo la protagonista elegiría tener cáncer antes que ir perdiendo la memoria poco a poco. El cáncer destruye cada célula del organismo, pero al menos uno permanece dentro de esa cáscara humana que se va fragmentando lentamente. El Alzheimer te convierte en otra persona, una envase vacío y eso es algo que Alice no puede ni quiere permitirse. Y no hay nadie mejor que Moore para dejar en claro que no hay grandes escenas de griterío á lá Meryl Streep, sino momentos sinceros y sentidos, sugerentes, mínimos, que van siguiendo la evaporación de la protagonista. Alice juega al Scrabble en su celular, intenta recordar tríadas de palabras mientras hace quehaceres domésticos y graba videos para su yo futura, cuando la enfermedad la haya devastado lo suficiente para no poder responder una secuencia de preguntas claves de su identidad. Los pequeños momentos son los que hacen destacar al film y más si están anclados por el dramatismo insuflado por Julianne. Rodeada por un interesante elenco secundario, la actriz está acompañada por eficaces trabajos de parte de Alec Baldwin como su preocupado esposo, quien se esconde en su trabajo para no lidiar con el problema familiar, y una inesperadamente agradable Kristen Stewart en el papel de la rebelde hija menor del matrimonio, quien poco a poco va cobrando noción de la situación de su familia. Stewart sigue confirmando que en pequeños papeles, y con un buen guión y dirección de por medio, puede respirar y entregar una actuación sentida. Quizás en un primer momento no parezca que la actuación protagónica femenina destaque mucho, pero con el transcurrir del tiempo, cada pequeño gesto de Moore cobra importancia, y transitar el dolor de Alice junto a su familia se puede hacer insoportable. El guión de Glatzer y Westmoreland, basado en el libro de Lisa Genova, recurre a lugares comunes del género, pero con el suficiente tacto y delicadeza que se merece la temática. La vida real de los cineastas no podría ser más adecuada para el proyecto, ya que Glatzer padece de Esclerosis Lateral Amiotrófica, enfermedad tan tristemente célebre el año pasado y éste también, con el Oscar a Mejor Actor otorgado a Eddie Redmayne por su participación como Stephen Hawking en The Theory of Everything. Still Alice es un trago amargo, que de vez en cuando vira hacia territorio lacrimógeno, pero vale la pena darle una chance por la conmovedora interpretación de Julianne Moore. Tengan a mano los Kleenex, los van a necesitar.
A primera vista, Autómata es un refrito de varios clásicos de ciencia ficción, con mucho homenaje y siempre teniendo como idea firme las normativas robóticas escritas por el gran Isaac Asimov. Sin ir más lejos, el film de Gabe Ibáñez remite demasiado a I, Robot y nunca se puede despegar de ese estigma, por más que lo intente. Los puntos fuertes son varios. Sin el gran presupuesto de un blockbuster de Hollywood, Autómata logra crear e introducir a la audiencia a un futuro creíble y clásico al mismo tiempo. También permite que la trama interese durante sus primeros tramos, y la preocupación por los sentimientos y el destino de las máquinas autoconscientes sean palpables, emocionantes hasta cierto punto. Ibáñez tiene pulso visual y se aferra con fuerza a su presupuesto, el cual exprime hasta las últimas consecuencias, entregando ciertos pasajes con mucha inventiva e ingenio. Si al menos le hubiese puesto ese mismo ímpetu al guión, firmado en coautoría con Igor Legarreta Gómez y Javier Sánchez Donate, el resultado hubiese sido vastamente superior. El suspenso y las ideas planteadas al comienzo van perdiendo potencia y lo que en un principio era una aventura robótica medianamente fascinante se torna aburrida y densa. El argumento confluye en la siempre presente batalla entre el Bien y el Mal, con un tratamiento caricaturesco y por demás ecologista de los robots, y todo en función de una crítica a la sociedad postindustrial que termina resultando muy agarrado de los pelos. El salvador de la película es Antonio Banderas, que regresa a su tiera natal para contar una historia que va por fuera de los productos comerciales españoles. En Autómata borda un personaje complejo y con bastantes matices, un hombre aplastado por la rutina pero que se calza las botas de héroe cuando las circunstancias lo obligan a ello. A veces puede resultar sobreactuado, casi al borde de desdibujarse por completo, pero en definitiva es el foco de atención del film y sale bien parado en la travesía. Por otro lado, el elenco secundario es realmente olvidable, dignas de cualquier obra de serie B, lo que no ayuda en absoluto a comprar por completo la animosidad y el ambiente que la película propone. Autómata sugiere mucho y se queda en la simple propuesta. Es, sin embargo, una sencilla historia de ciencia ficción, pasatista al por mayor, que se deja disfrutar si el género gusta demasiado.
La primera alarma que dispara Focus en el inconsciente colectivo es la de ser una versión con mucho glamour y romance de ese gran clásico argentino titulado Nueve Reinas. Grandes diferencias si las hay, en el lugar del estafador novato que interpretaba Gaston Pauls tenemos a la bomba sexual que es Margot Robbie, y su contraparte, el Ricardo Darín experimentado es en este caso el gran Will Smith, cuya carrera ha visto mejores días pero aún posee ese carisma que le rezuma por cada poro. La estafa ya no tiene lugar en una sola ciudad sino que se vuelve moderadamente internacional, y el botín en juego es una suma millonaria. Glenn Ficarra y John Requa -la dupla detrás de geniales comedias dramáticas como I Love You Phillip Morris y Crazy, Stupid Love- se anotan nuevamente un par de puntos debajo de la lista imaginaria de Películas que no aportan mucho pero que son tremendamente entretenidas. Varias de las nociones que toca ya han sido revisitadas muchas veces y con mejor -o peor- suerte, pero la fuerza centrífuga que genera su pareja protagonista, en especial Robbie, hace de esta propuesta una sólida salida al cine. Mi gran problema con Focus, y uno mínimo si vamos al caso, es el gran cambio tonal que se nota conforme avanza la trama. De a ratos es una comedia, cuando quiere intenta bordear el romance, y cuando lo necesita apuesta todo o nada al suspenso. Ficarra y Requa dirigen su propio guión y las muchas ideas que tienen en su cabeza a veces entrechocan en la pantalla, con un resultado no tan satisfactorio como uno pudiese esperar. Tener una escena rebosante en suspenso y peligro, para rematarla con un chiste y una morisqueta de Smith a veces no es la mejor resolución, y eso genera un conflicto importante en el espectador. Este queda desconcertado, o quizás sea una manera de hacer perder el foco, la concentración del título -guiño, guiño-. Si le sumamos el hecho de que la gran diferencia de edad entre Smith y Robbie no ayuda a generar la mejor de las químicas, es una gran brecha la que los directores deben rellenar. La suerte está del lado de los directores que, sin querer queriéndolo, explotan las virtudes que tienen a mano. El submundo de los carteristas y sus modus operandi es rápido y excitante, y las primeras interacciones entre la pareja protagonista rebosan de inteligencia y picardía. Cuando el crimen escala a las grandes ligas, hay una fabulosa secuencia en la cual se luce el maravilloso B.D. Wong como un millonario adicto a las apuestas, que genera la mejor escena del film, rebosante de suspenso y mucha comedia, donde los directores demuestran todo su poderío visual y narrativo. Una vez que esa termina es donde la historia podría decirse que inicia su descenso cuesta abajo. Desde los calurosos pantanos de Nueva Orleans a las familiares calles de Buenos Aires, donde tiene lugar el resto de la historia, el brusco corte de la acción genera un efecto latigazo del cual es difícil regresar. La nueva estafa no es mucho más incipiente que la anterior y no genera la misma adrenalina, aunque el botín en juego es bastante suculento. Si a eso le sumamos una gran cantidad de giros de efecto en el tramo final, el resultado queda corto del potencial que tenía al comienzo. Will Smith no es la estrella que era antes pero todavía tiene esa chispa innata que lo hace sobresalir casi en forma instantánea, aunque su cara cansada diga una cosa pero su cincelado cuerpo diga otra. El americano, sin embargo, no tiene manera de frenar al huracán australiano a su lado, ya que Margot Robbie se come la película bocado a bocado, con ese aire tan despistado y andares de femme fatale absoluta. Focus es una fastuosa historia criminal que quizás se crea más inteligente de lo que es. Al subestimar al espectador con sus giros de guión es donde quizás pierda más fuelle, pero con suficientes escenas entretenidas, un desarrollo interesante y un dúo en pantalla magnético, sobrelleva cualquier falla externa. Eso y que Margot Robbie ha llegado para quedarse. Si The Wolf of Wall Street fue su salto en trampolín olímpico, Focus es su zambullida perfecta en la piscina que es Hollywood.
Perdida Jean-Marc Vallée no se durmió en los laureles de Dallas Buyers Club y volvió a la carga con otra biopic inmensa, de esas que resultan tan estimulantes que es difícil no sentirse conmovido por la historia de su protagonista. Desconcertante desde su pleanteamiento técnico y amarga desde su centro circunstancial, Wild es una topadora de emociones manejada por una maravillosa Reese Witherspoon, que se come la película de a bocados con su ajetreada historia de vida. Si bien es menos relevante históricamente que la vida de Ron Woodroof en Dallas Buyers Club -en resumidas cuentas, nadie conocería a Cheryl Strayed si no fuese por este film- la bomba emocional que se cargan al hombro Vallée y Witherspoon en esta ocasión es bastante equiparable a la lucha de aquel activista contra el SIDA. En primeras instancias puede resultar difícil empatizar con Cheryl, una joven cuya descarrilada vida la lleva a replantearse fuertemente su situación, pero con el paso del tiempo y presenciando todas sus vicisitudes mientras transita el camino del Pacífico, la visión que tenemos sobre ella cambia. Es fácil odiarla, ver cómo tira su vida por la borda, pero el camino de redención que elige funciona tanto para ella como para el que la está observando. Tampoco es tan sencillo seguirle el rastro a la convulsiva historia. El guión de Nick Hornby -About a Boy, High Fidelity- decide adaptar la fuente biográfica del libro de la misma Strayed y, en pantalla, fragmentos de la historia aparecen aquí y allá, en los recuerdos de Cheryl de todo lo que sucedió hasta entonces. La relación con su amorosa y dadivosa madre -una por demás luminosa Laura Dern-, la conflictiva relación con su ex-marido, su coqueteo con las drogas y el sexo desenfrenado, su actitud despectiva para con la vida y demás. Todos esos flashbacks pueden confundir, pero estamos frente a una narrativa no lineal, que nos mete como espectadores de lleno en lo que piensa el personaje en todo momento, en sus estados anímicos y sus peores momentos. Hace tiempo que no veía un experimiento tan bello y magníficamente orquestado como el que propone Wild. No voy a mentir: es complicado poder seguirle el hilo, pero una vez encaminados es toda una experiencia sensorial, que funciona desde la delicada edición, hasta el sabor musical elegido para acompañar la travesía de Cheryl -los reto a contener las lágrimas cada vez que suene El Condor Pasa (If I Could) de Simon & Garfunkel-. El eje narrativo está muy cerca de propuestas como The Way e Into the Wild, así que si van esperando una película de ese estilo, no estarán muy errados. Quizás tambalee un poco en sus momentos más cursileros -esas frases que va dejando en el camino Cheryl, esa mochila enorme que va pesando cada vez menos- pero la deconstrucción de Strayed en manos de Witherspoon hace que todo valga la pena. Wild es una lucha encarnizada contra uno mismo, contra los miedos e inseguridades del pasado y el presente, y el torbellino de sentimientos que traen la vida, la muerte, la alegría y el dolor, un tour de force que le sienta perfecto a la joven y carilinda actriz, que acá se presenta con apenas maquillaje, a cara lavada, entregándose en cuerpo y alma -literalmente- para representar el ardoroso viaje que tiene por delante. Wild es un viaje íntimo que funciona mejor cuando se entiende las motivaciones del personaje principal. Vallée nuevamente se confirma como un director de actores y le saca jugo a unas impresionantes Witherspoon y Dern, almas salvajes si las hay.
La mejor manera de describir el delirio que es Kingsman: The Secret Service es con la ecuación Kick-Ass + James Bond con un toque de Guy Ritchie bien coreografiado. Hace rato que no se veía una película de acción con altos niveles de testosterona, parodia y tan divertida como la presente, donde nuevamente la historia se nutre de un cómic para narrar el inicio de lo que podría ser una lucrativa franquicia enfocada en el espionaje. Como si se tratase de una historia de orígenes del agente 007 pero ligerísima, Kingsman encuentra a nuestro protagonista Eggsy, un matón de la calle -la próxima estrella en ascenso Taron Egerton- en la mira del agente secreto Harry Hart -Colin Firth en modo Liam Neeson en Taken-, que siente le debe un favor a Eggsy y su familia por la vida descarrilada que llevan. Una cosa lleva a la otra y pronto nos encontramos con un destacado grupo de jóvenes, dispuestos a ser parte de la agencia secreta si sobreviven a su entrenamiento. En el camino, los jóvenes y la agencia en sí misma se encontrará en el camino de un villano muy peculiar con la cara de Samuel L. Jackson, un plan para acabar con el mundo, guardaespaldas con piernas ortopédicas con cuchillas de por medio y violencia pura y dura, pero muy divertida. Al director Matthew Vaughn debería otorgársele una medalla honoraria por la enorme y fantástica filmografía que se armó en un par de años. Por las venas del británico corre tinta y tiene un ojo muy particular para hacer saltar a personajes de papel hacia la pantalla grande. Ya lo hizo con Stardust y Kick-Ass y se agenció la fantástica precuela X-Men: First Class. Las escenas de acción, contundentes y frenéticas desde su coreografía, se mezclan perfecto entre el seco humor británico y la divertida lluvia de sangre en pantalla, sumado al intermitente hablar del villano de Jackson y el apoyo logístico de grandes figuras como Michael Caine y Mark Strong en el ruedo. Y si pensaban que el final de la malograda The Interview era controversial y escandaloso, esperen a llegar a los minutos finales del film de Vaughn. Detrás de la explosiva acción hay un aire lúdico de videojuego y una trama subversiva que nunca cumple lo que promete, pero con apagar el cerebro y no buscarle muchas vueltas el resultado es mucho más promisorio. Salir de la experiencia de Kingsman en una sala grande se traduce en un estado de éxtasis absoluto. Es un film extravagante que sabe cuáles son sus fuerzas y sus debilidades, y que no tiene miedo de coquetear con el ridículo constantemente. Una delicia.
Selma no es la respuesta de 2014 a la visceral y emocionante 12 Years a Slave, pero toca temas similares, sobre todo haciendo énfasis en la triste -y todavía relevante- segregación racial hacia los afroamericanos. No se puede evitar hablar de que al momento de su estreno, el film de Ava DuVernay ocupaba un lugar privilegiado en las estimaciones para el Oscar, aunque finalmente se le hizo caso omiso y sólo rascó dos irrisorias nominaciones -Mejor Película y Mejor Canción- que enfocan aún más la discriminación racial latente. Selma llegaba con muchas recomendaciones y altos espíritus, en un mes colmado de biografías de personajes reconocidos, carne predilecta de la temporada de premios. Es un placer entonces encontrar que no vamos a recorrer la infancia de Martin Luther King Jr. sino que la acción se enfoca en un momento singular de su vida, la encarnizada batalla por acceder al derecho al voto que tantas vidas se llevó hasta lograr el cometido del pueblo. Pasando el logrado efectismo de ciertas escenas filmadas por DuVernay y la escalofriante interpretación de David Oyelowo como King, la película tiene grandes escenas aquí y allá, pero algo en sus engranajes no termina de funcionar como una máquina bien aceitada. Desde el comienzo, las primeras escenas auguran un escenario descarnizado y apuntando a las emociones para hacer largar la lágrima fácil, pero el pulso de la directora va cobrando envión y los diferentes enfrentamientos entre facciones se transforman en las mejores escenas que tiene para ofrecer. No todo es tan simple como blanco y negro, dentro del grupo comandado por King también hay diferencias sobre cómo enfocarse sobre el tema, y por otro lado se encuentra el presidente de turno, sin saber cómo proceder ante un evento de singulares características. Hay también una sombra sobre la persona de King, en las conversaciones que tiene con su mujer Coretta -Carmen Ejogo- sobre las más posibles infidelidades de él, pero el tema nunca se ahonda lo suficiente como para importar un peso en la historia. Es un detalle que apunta a humanizar al pacifista, para mostrarlo como una persona que cometió errores, pero de haber prescindido de esas escenas el resultado final no hubiese variado mucho. Ayudada por un gran elenco de eximios actores y una historia que se siente más relevante que nunca, Selma apunta alto y se queda en la anécdota, aunque en el camino nos entrega en bandeja una excelente participación de Oyelowo que enoja por su ausencia en los premios de este año, mientras que actúa como una carta de presentación para una directora tan interesante como DuVernay.
No puedo decir que tuve el placer de leer la trilogía de novelas fan fiction de la autora E.L. James, porque eso es lo que son, historias que una fanática de la saga Twilight creó teniendo en cuenta a Bella Swan y su enamorado vampiro Edward en mente, sumándoles el aliciente de la dominación y el masoquismo. No se puede decir tampoco que estemos ante un fenómeno literario revolucionario. Alejada de las historias adolescentes fantásticas como The Hunger Games y Divergent, el mérito de la trilogía es haberse convertido en un experimento viral demoledor. Los libros, de más que dudosa calidad narrativa, fueron adquiridos con ahínco por mujeres de todo tipo de edades, para verse inmersas en un mundo que retrata pobremente el mundo de la dominación, cual magro tazón de helado de vainilla. La adaptación fílmica no tardó en manifestarse y aquí estamos frente a Fifty Shades of Grey, un producto apuntado a ese mismo sector demográfico que devoró los libros con placer y culpa, que a pesar de tener absolutamente todo en contra, termina entreteniendo por diferentes razones. Me dolía sentir, por ejemplo, que una directora poco conocida como Sam Taylor-Johnson (Nowhere Boy) y una guionista como Kelly Marcel (Saving Mr. Banks) hundiesen sus incipientes carreras con algo tan básico como esta historia. Al momento de ver la película, mis expectativas estaban por el suelo y no era para menos. Pero con el pasar de los minutos y la presentación de los personajes principales, mi concepción del producto fue cambiando. No sé cómo se tomarán esto la legión de fanáticos de las novelas, pero creo que Fifty Shades of Grey mejora la calidad de la novela notablemente -por lo menos, lo poco que pude leer del esperpento-, y también ejerce como una parodia de la trama. A ver si me explico mejor. Lo que hizo Marcel desde el guión es tomar escenas claves de la historia, levantar diálogos horribles pero que deben ser vitales a la trama romántica y transformarlos en algo digno de ver. En la escala de películas tan malas que son buenas, Fifty Shades no está a la altura de Sharknado, pero esa constante burla implícita, sumado al espíritu lúdico que le aporta Taylor-Johnson con su dirección que vira mucho en lo comercial, funciona como un gran aliciente para poder disfrutar de la película sin culpa. Dentro de la pareja de masoquistas, la química, motor fundamental para que la película funcione, a veces falla. No es culpa de Dakota Johnson, luminosa por donde se la vea, que usará la trilogía para lanzarse a otro nivel, sino de la incomodidad de Jamie Dornan con el personaje del intenso Christian Grey. A duras penas puede el irlandés esconder su fuerte acento y el peso de la mirada de millones de fans en el mundo lo deben haber empujado a enfriarse demasiado, más de lo que el personaje es. Por algo Charlie Hunnam abandonó el barco antes de tiempo, y se entiende. Hay buenos momentos entre Johnson y Dornan -la cena de negocios, la mejor- pero el click necesario nunca termina de suceder. Incluso cuando son ayudados por la nueva versión de Beyoncé de su hit "Crazy in Love", nunca hay un nivel de convencimiento absoluto, por mucho que Johnson lo intente con todas sus fuerzas. Quizás sea un grave problema del guión que la relación nunca suscite grandes emociones en el espectador, todo en favor de las picantes escenas de sexo que prometía el proyecto en general, pero eso tampoco funciona. Basándose en el pobre material de partida y en el control que tuvo la autora a la hora de hacer el traspaso del papel a la pantalla grande, los enfrentamientos sexuales de Ana y Mr. Grey apenas sonrojarán a las señores pudorosas en casa. Una corbata funcionando como atadura, un par de grilletes, un hielo juguetón, una fusta, un par de nalgadas y un cinto, estos son los elementos utilizados para crear placer y aún así no generan gran impresión. Hay menciones de otros juguetes mucho más osados, pero en esa mención quedan. La idea de la guionista era una cantidad ingente de sexo, que garantizaba una calificación NC-17, pero estamos frente a una película de estudio, no cine independiente, así que eso no iba a suceder nunca. Tampoco iba a suceder el cosificamiento masculino de Dornan, quien no hace un desnudo frontal. Sí por ejemplo Johnson está mayormente desnuda y casi al completo en las escenas más calenturientas, mientras que él se dedica a pasearse en jeans de corte muy bajo para mostrar su trabajado cuerpo. Las limitaciones se notan a la legua y uno sabía que Fifty Shades nunca sería tan provocativa como la gran masa vaticinaba. Hay muchas cosas que funcionan mal en Fifty Shades of Grey, pero el conjunto general inexplicablemente funciona y entretiene. No pasará a la posteridad como la película más erótica de todos los tiempos, pero aquel que se acerque con las expectativas bajas saldrá recompensado y estará tentado de comprar la banda sonora a la salida. Creo que esperábamos algo cataclísmico, pero el aceptable resultado dejará a más de uno pasmado y pensando ¿Acabo de ver Fifty Shades of Grey y la he disfrutado? ¡Qué sensación más extraña!
Aplaudo el gran salto de Disney al producir el musical Into the Woods, una amalgama bastante oscura y cínica para los estándares de la compañía, pero que va perdiendo fuelle conforme pasan los minutos y todos los grandes escenarios que supo construir se apelmazan en un estiramiento incongruente que se siente. De un ritmo narrativo un tanto irregular -no es la misma energía la del comienzo que la del final- Into the Woods cruza a varios amados personajes de la factoría del ratón en el cuento de una pareja de panaderos que no puede formar una familia gracias a una maldición que se cierne sobre su hogar. Caperucita Roja, la Cenicienta, Rapunzel y Jack el de las Habichuelas Mágicas, todos cruzan caminos con los panaderos en una carrera por cumplir su sueño de tener un retoño gracias a la ¿buenaventura? de una extraña y desgreñada bruja de pelo azul. Cohesión es lo que le falta a la historia escrita por James Lapine, pero ritmo es lo que le sobra. Tengo que hacer un pequeño mea culpa y admitir que los musicales no son mis películas favoritas porque me cansan bastante que todos los diálogos estén cantados, pero si el producto está bien contraído, puedo dejar de lado mi obstinación y disfrutar, y eso es lo que precisamente me pasó en esta ocasión. Lo que no puedo dejar de notar es que todo el proyecto no termina de despegarse de la obra creada por Stephen Sondheim. El director Rob Marshall puede que ya haya incursionado en el género antes -con la excelente Chicago y la regular Nine- pero Into the Woods no termina de esconder sus transiciones teatrales dentro del encuadre narrativo y por momentos la historia pierde el hilo completamente. Hay un sentimiento de cierre para cuando la búsqueda termina, pero todavía quedan casi 45 minutos de trama y el tercer acto acota bastante el poderío que se había gestado hasta el momento. Al principio de la reseña comenté que la historia era oscura y cínica, y es por ese mismo detalle que la película no se eleva a otros niveles de grandeza. Sí, se le podía pedir un poco más de oscuridad, pero estamos hablando de Disney y bastante pudieron empujar el límite de lo autopermitido con roces muy cercanos a la pedofilia en la historia de Caperucita y el Lobo, así como también el adulterio y la muerte. Sé que Into the Woods podría haber sido otra cosa, pero también estoy al tanto de que un estudio como Disney no se puede permitir una historia aciaga y dura de tragar. Al fin y al cabo, el target demográfico al que apunta la película es el grupo familiar y los padres, que disfrutarán de los ligeros toques de humor negro y subido de tono escondidos aquí y allá. Destaco mucho al elenco, que se convierten en los personajes que interpretan y aportan todo su carisma, comenzando desde la genialidad en modo piloto automático de Meryl Streep hasta la calidez de Emily Blunt como la panadera soñadora y Anna Kendrick como otra fantaseadora, Cenicienta, quien escapa una y otra vez del lascivo Príncipe Encantador -un Chris Pine entretenidísimo-. Por otro lado, me sorprendieron la frescura de Lilla Crawford como Caperucita Roja y el prácticamente cameo de Johnny Depp como el Lobo Feroz, quien le aporta el toque justo de locura extravagante pero no termina de agobiar, como en sus últimos proyectos. En definitiva, un elenco sólido que hasta en los pequeños detalles de sus secundarios realza mucho el nivel del musical. El fantástico reparto de Into the Woods y el nuevo toque frío y oscuro de la historia son los motivos de peso para dejarse encantar por esta nueva reinvención de la rueda en cuanto a cuentos de hadas. Sin llegar tan lejos como apuntaba el musical original y a cuestas de varios problemas de ritmo, el film sale airoso por su maravilloso empuje de energía a toda música.
No contentos con haber creado un impresionante mundo con Cloud Atlas, los Wachowski vuelven a la carga con la expansiva fantasía Jupiter Ascending, un agradable cóctel convulsivo que mezcla muchos exponentes del género de la ciencia ficción para lograr un espectáculo intergaláctico que promete pero nunca alcanza grandes alturas. La Cenicienta del cuento es Jupiter Jones, la heroína interpretada con mucha soltura y frescura de sobra por Mila Kunis, quien ve su vida cotidiana de limpiar para familias ricas por demás aburrida. Claramente sin tener idea alguna de que su destino es más grande de lo que ella se imagina, de un momento a otro se ve perseguida por seres alienígenas, mientras es ayudada por el inefable híbrido humano-licántropo Caine Wise -otro punto más que suma Channing Tatum para ser considerado una gran estrella del cine de acción-. El espectador apenas sabe un poco más que Jupiter al respecto, más allá de que una raza muy similar a la terrícola -una familia en disputa, para mayor precisión- pretende hacerse con el control de la joven para usarla a su gusto en sus tejes y manejes de poder. Una vez que el misterio de la persecución por parte de mercenarios y esbirros se vaya esclareciendo con el paso del tiempo, y un par de coreografiadas escenas de acción despierten el interés de la platea casi al instante, es que Jupiter Ascending deja en claro sus intenciones. Detrás del expansivo mundo creado por Andy y Lana, se encuentra una space opera que no pretende ser una moderna Star Wars, pero que no por ello peca de intentarlo. Hay criaturas extravagantes por doquier, entidades cósmicas a raudales y una infinidad de nombres arrojados con mucha velocidad en la trama, tanta información que cuesta digerirla al mismo tiempo que el dúo de protagonistas emprende una carrera por sus vidas. Desde el guión, hay una clara y estimable intención de parte de los Wachowski por querer traer un mundo fresco y distintivo, pero a la larga tanta imaginación desbordante puede terminar por alejar al espectador de sumergirse plenamente en la historia. No obstante, sin la enrevesada historia -y amén de sus fallas- el film es otro colorido viaje espacial del montón, con el aditivo del 3D. Kunis y Tatum se cargan el peso de la película al hombro, flirteando todo el tiempo que pueden en un gran tire y afloje romántico que todos sabemos como va a terminar. Ella, puro carisma, irradia energía y propone salirse del esquema de la damisela en peligro muchas veces, aunque las vueltas del guión la obliguen a verse indefensa durante la mayor parte del arco resolutorio. Él, en cambio, debe arrojarse hacia la bomba de relojería que comporta su personaje, un híbrido inclasificable bastante irrisorio, que obliga al actor a utilizar sus dotes de comedia al igual que su cuerpo para las escenas de acción. Sean Bean interpreta a ese secundario que siempre le sale tan bien, ese personaje que está a medio camino entre el bien y el mal y nunca se sabe para qué lado irá, mientras que el villano principal está a cargo de un increíblemente sobreactuado Eddie Redmayne, que cada diálogo y cada afectación en su voz lo alejan más y más de ese Oscar asegurado. Una cruel ironía de la vida que el mismo día se estrene en salas nacionales su festejado trabajo en The Theory of Everything. Lo excitante y estimulante que resulta Jupiter Ascending va perdiendo fuelle mientras los minutos pasan y la trama se complica demasiado, llevando a un conflictivo acto final que no se sostiene luego de la entretenida primera parte. Quizás haya secuela, quizás no, pero se agradece que el final no sea terriblemente conclusivo, ni tampoco una puerta abierta de par en par.
La Segunda Guerra Mundial no sólo se luchó en el campo de batalla sino también puertas adentro, mientras los servicios de inteligencia de ambos bandos transmitían mensajes a través de códigos indescifrables. Dentro del marco que presenta The Imitation Game, el foco es la increíble historia de vida del matemático Alan Turing, que logró con mucho esfuerzo minar el poderío alemán y salvar millones de vidas en el camino, para luego verse recompensado con un tratamiento deplorable por lo que se consideraba un dudoso comportamiento moral. Recuerdo que disfruté mucho de Headhunters, el anterior film del director noruego Morten Tyldum, un thriller adrenalínico que lo colocó en la mira de varios productores. En su debut en el cine de habla inglesa, pierde un poco de ese ritmo vertiginoso que presentó en 2011 en pos de ganar una cohesividad narrativa interesante y bien construida para contar una historia que de otra manera sería bastante aburrida de presenciar. La narrativa se conforma de dos segmentos, el primero es el misterio que se encuentra un detective en 1951 luego de un asalto en el hogar de Turing, y el segundo es el salto hacia el pasado. Este se fragmentará una vez más para relatar cómo llegó Turing a formar parte de un equipo gubernamental secreto destinado a decodificar la máquina alemana Enigma y también sus primeros pasos en el terreno de la criptología en sus años de formación, con la ayuda de un compañero de colegio al que se hace muy cercano. A simple vista, parece que la película va a significar un esfuerzo por armar el rompecabezas de la vida del matemático, pero un gran trabajo de edición y una clara visión objetiva por parte de Tyldum ayudan bastante a que la transición entre una época y la siguiente sea lo más fluida posible. Puede resultar muy fácil encasillar a Turing como si fuese un Sheldon Cooper o un Mark Zuckerberg de los años '40, con todos sus problemas para socializar y una conducta que bordea lo antisocial, pero el puntilloso trabajo de Benedict Cumberbatch al componer al atribulado matemático es fascinante, sobre todo cuando las capas de su personaje van desapareciendo y dejan ver quién es realmente el hombre detrás de la máquina. No confiaba mucho en las aptitudes del británico, me parecía demasiado inflado por los medios y mi miedo era que repitiese características de la serie Sherlock, pero tales miedos fueron infundados, ya que Cumberbatch es el centro neurálgico del film y todos los hilos argumentales empiezan y terminan en su persona. El tono de The Imitation Game puede parecer aburrido y chato, pero el guión del jovencísimo Graham Moore tiene varios ases bajo la manga. En la mano de Tyldum todo puede parecer medido específicamente para cosechar varias nominaciones y premios, pero la sorpresa viene del lado de un ritmo milimetrado, que estalla en lo que es el mejor momento del film, el de la exitosa decriptación. Es entonces cuando el grupo de personajes está reunido y la música incesante de Alexandre Desplat aturde y emociona al mismo tiempo, que se nota que todo lo sucedido anteriormente acaba de estallar, que todas las cartas están sobre la mesa. Y el espectador, obviamente, ya es parte de la historia. Como cualquier film de época que se precie, Keira Knightley hace acto de presencia como Joan Clarke, compañera de aventuras de Turing. En esta ocasión, sus talentos naturales generan un buen soporte para la figura del matemático, aunque su trabajo es loable y convincente pero no lo suficiente para destacar más allá de ser una gran secundaria. Un misterio su nominación al Oscar, sabemos que talento no le falta, pero de seguro la Academia ama a la británica tanto como a Bradley Cooper que la nominan de rebote. El resto del elenco está sublime al igual que la dupla protagónica, con Matthew Goode como el ajedrecista y playboy Hugh Alexander, y el potente Charles Dance como el recalcitrante Comandante Denniston. The Imitation Game tendrá sus pequeños problemas de tono, pero una vez que cobra envión es imparable. Cumberbatch le da vida a Alan Turing con su virtuosismo particular y junto a Tyldum reescriben una dolorosa historia de vida que finalmente tiene su punto final en el asombroso legado que dejó el matemático al mundo entero.