El amor nunca es un asunto sencillo Sin mayores ambiciones, la opera prima de Delaporte dibuja una curiosa historia romántica entre un encallecido pescador y una mujer a la que se adivina golpeada por la vida. No hay paternalismo ni condescendencia, pero sobran convencionalismos. Un pequeño pueblo pesquero en la costa de Normandía, al norte de Francia, es el escenario privilegiado de Angèle et Tony, modesta opera prima de la directora francesa Alix Delaporte. Los acantilados que miran al Canal de la Mancha y el cielo casi siempre gris, como el espíritu de la gente que habita esas costas, sientan el tono de esta pequeña historia de reconstrucciones afectivas entre un hombre y una mujer para quienes el amor nunca se presenta fácil. Lo primero que se sabe de Angèle (Clotilde Hesme, descubierta por Philippe Garrel en Los amantes regulares) es que no tiene problemas en practicar sexo casual en plena calle. Es una mujer joven y bella, pero se intuye que viene medio golpeada por la vida. Hay algo de animal enjaulado en su actitud esquiva, nerviosa, siempre desconfiada. Poco a poco, se irá entendiendo que acaba de salir de la cárcel y que hace por lo menos dos años que no ve a su pequeño hijo, radicado en casa de sus abuelos paternos, con quienes ella, obviamente, no tiene buena relación. A diferencia de Angèle, Tony (Grégory Gadebois) parece más transparente. Tiene con su hermano una pequeña embarcación pesquera y vive en la vieja casona familiar con su madre. Algunas sombras, sin embargo, oscurecen el perfil de ese hombre áspero por fuera pero sensible por dentro: el padre, también pescador, murió hace poco ahogado en alta mar y su cuerpo nunca pudo ser recuperado; el negocio de la pesca va cada vez peor y el gobierno no tiene otra solución a mano que mandar a la policía a reprimir a los trabajadores; pero sobre todo la soledad parece corroerlo poco a poco, como si fuera un barco que empieza a oxidarse. El encuentro de esos dos personajes marcados por el retraimiento y el desamparo no tardará en producirse. Si fuera por Angèle, se llevaría a Tony a la cama en su primera cita. “¿Qué querés, coger?”, le dice con brutalidad, casi con rabia. Tony, en cambio, parece buscar algo más que un encuentro ocasional, al punto de que aloja a Angèle en su casa mientras él prefiere dormir en su barco. De a poco, una nueva, pequeña, extraña familia empieza a cobrar forma. Cuidadosa de sus personajes y su ambiente, la directora debutante Alix Delaporte (que viene del fotoperiodismo, formada en la agencia Capa) evita casi todos los peligros de la novela rosa y de los golpes bajos. No hay grandes dramas ni revelaciones extemporáneas. La película exuda nobleza y se propone comprender a todos y cada uno de sus personajes. Hasta el oficial que custodia la libertad condicional de Angèle parece un ser humano. La cámara nunca hace alardes ni proezas y se pone siempre a la altura de los ojos de la pareja protagónica, a la que jamás mira con paternalismo ni condescendencia. Todas esas son virtudes, a las que hay que sumar la revelación de Grégory Gadebois como Tony. Si no fuera porque en los créditos se destaca su pertenencia a la Comédie-Française, se podría pensar que –con ese cuerpo grueso y torpe, que no parece caber en sí mismo– es un auténtico pescador normando. A pesar de su belleza (o mejor aún, a causa de ella), Clotilde Hesme, en cambio, da la impresión de estar fuera de lugar en la película. Su rostro y su figura tienen un perfil sofisticado y eminentemente urbano, que no se lleva bien con su personaje, al punto de que se siente demasiado el esfuerzo de la composición de esa mujer rústica y encallecida por la vida. Un final feliz y demasiado convencional también le resta autenticidad a una película que aspira a ella.
Cuando el béisbol es una cuestión de economía Que algo tan abstracto como la economía que mueve al béisbol pueda llegar a ser fecunda materia dramática es mérito no sólo del director de Capote, sino también de sus guionistas, que consiguieron que la película ya sea una de las serias candidatas al Oscar. “¿Cómo, esto también es matemática?”, preguntaría irónico Adrián Paenza. Contra todo pronóstico, El juego de la fortuna, la nueva película protagonizada por Brad Pitt, no es “una de béisbol”, por más que transcurra en el mundo de las ligas mayores del deporte más popular de los Estados Unidos, que sigue siendo ininteligible para la gran mayoría de los espectadores argentinos. No, Moneyball es una película de números: de estadísticas, de algoritmos, de curvas de frecuencia, pero sobre todo –tal como indica su título original– de dinero. Que algo tan abstracto como la economía que mueve al béisbol pueda llegar a ser fecunda materia dramática es mérito no sólo del director Bennett Miller, sino también –y muy especialmente– de sus guionistas, Steve Zaillian y Aaron Sorkin, que consiguieron que El juego de la fortuna ya sea una de las más serias candidatas para los rubros principales de la próxima ceremonia del Oscar. “New York Mets contra Oakland Athletics: 114 millones de dólares versus 39 millones” es la primera información que lanza la película, en los títulos iniciales, cuando todavía no se ha visto una sola imagen. ¿Cómo resolver esa ecuación?, es la pregunta que atormenta a Billy Beanne (Pitt), el manager de los Oaks. Beanne sabe que no puede pagar las estrellas que necesita para ganar un campeonato o siquiera para hacer un papel digno en la tabla de posiciones. Y que cuando las tiene, no le duran más de una temporada, porque se las llevan los equipos grandes. Nada muy distinto, en todo caso, de lo que sucede en el fútbol local. “Somos el último perro en comer, si comemos”, se lamenta. Los scouts del equipo, viejos tiburones del diamante (el diseño con el que se asocia al campo de béisbol), siguen intentando encontrar un catcher o un pitcher que sean tan buenos como los que se fueron, pero que valgan la mitad o menos. Los guía su experiencia, su olfato, su intuición... que en ese “baile del dinero” al que se refiere el título original ya no les sirve de mucho. ¿Y si hubiera otra solución?, sospecha Beanne... Basado en hechos y personajes reales de menos de una década atrás, volcados originalmente en un libro de investigación periodística de un tal Michael Lewis, el guión de Zaillian y Sorkin es increíblemente astuto en su manera de plantear el nudo dramático. Con la ayuda de un recién graduado en Economía de la Universidad de Yale, un gordito tímido que nunca tuvo un bate y una pelota en sus manos (Jonah Hill), Beanne descubre que las estadísticas lo pueden ayudar a descubrir jugadores que los tradicionales scouts no ven o simplemente descartan, por las razones más arbitrarias. Al fin y al cabo, los scouts también se equivocaron con él: pronosticaron que sería una súper estrella del béisbol, frustraron su carrera universitaria para que entrara a la cancha siendo casi un niño y terminó siendo una decepción para todos, empezando para sí mismo. No deja de ser un sofisma que el héroe romántico de El juego de la fortuna, el perdedor que termina ganando, aquel que quiere cambiar la concepción del béisbol (y que de hecho lo hizo), sea en verdad un pragmático, apoyado en las habilidades de un tecnócrata. Y no parece casual que detrás del guión de Moneyball estén quienes están: Steven Zaillian fue –entre muchas otras– el guionista de La lista de Schindler, donde el personaje protagónico aprendía a negociar vidas por manufacturas; y Aaron Sorkin es el artífice del libreto de Red social, donde se descubría que el creador de Facebook había logrado revolucionar las relaciones sociales a partir de un motivo tan personal como el resentimiento por un amor frustrado. Esta argamasa de móviles y resultados, de causas y consecuencias está a su vez sólidamente narrada por el director Bennett Miller, que ya en Capote (2005) había dado muestras de su capacidad para llevar adelante un relato atendiendo a los detalles que dan cuerpo y densidad a una película. Aquí hay un excelente manejo de los actores secundarios (entre ellos Philip Seymour Hoffmann, como el director técnico que boicotea las decisiones del manager) y aun aquellas escenas que amenazan con volverse sentimentales (como las de Beanne con su hija adolescente, que dan pie a una canción que seguramente será nominada por la Academia) están bajo su control y esquivan el riesgo. De Brad Pitt –otro seguro candidato al Oscar– puede decirse que a partir de esta película asume un poco el lugar que durante tanto tiempo ocupó en Hollywood Robert Redford: el del galán que empieza a ser maduro y al que le gusta jugar con eso.
Tras el umbral de la tragedia El cine coreano contemporáneo es pródigo en grandes directores, desde autores muy sofisticados, como Hong Sang-soo, hasta realizadores de gran predicamento popular, como Park Chan-wook y Bong Joon-ho, que hacen películas para el gran público sin resignar complejidad ni talento. Pero si hay un cineasta capaz de representar por sí solo los conflictos más hondos de su sociedad y de cuestionarla permanentemente en sus valores morales, ése es Lee Chang-dong. Que su película más reciente, Poetry –rebautizada localmente con el almibarado título de Poesía para el alma– sea la primera en conseguir estreno comercial en Buenos Aires ya debe ser saludado como un acontecimiento cultural, aunque llegue a un circuito casi periférico en una versión degradada en DVD. Sucede además que Poetry es quizá su obra más madura, un film que a pesar de las cimas y abismos que toca consigue un raro equilibrio, una suerte de serenidad y sabiduría que sólo se alcanza una vez que se ha atravesado, como una catarsis, el umbral de la tragedia. El gran director de Peppermint Candy (2000), Oasis (2002) y Secret Sunshine (2007) –que fue ministro de Cultura de su país, en coincidencia con el apogeo del Nuevo Cine Coreano– vuelve a sus personajes extremos, golpeados en lo más profundo por una pérdida. Aquí se trata de Miya, una abuela que debe criar sola a su nieto adolescente, implicado en la violación y el posterior suicidio de una compañera de clase. Nadie a su alrededor –ni su nieto, de una apatía patológica, ni los padres de otros varones involucrados en el hecho, ni la misma escuela– se hace cargo de la situación, cuya solución parece depender apenas de una compensación económica a la madre de la víctima, para tapar el escándalo. Pero esta abuela sola y en apariencia frágil, conmovida por la posibilidad de empezar –a su edad– a escribir poesía, llega a subvertir ese pacto de silencio a partir de la tácita obstinación que le dicta su conciencia. Con esa intensidad tan propia de su cine, que exige el máximo de sus intérpretes (la protagonista de Secret Sunshine se llevó del Festival de Cannes el premio a la mejor actriz, que debió repetirse con la extraordinaria Yun Jeong-hie), el film de Lee Chang-dong va cobrando paulatinamente un espesor dramático notable. Será esa anciana quien, ante la indiferencia de la sociedad, intente reparar el daño, reconstruir el orden del mundo, abrazando ella misma la tragedia, con la que consigue su primer poema, que será también el último. Rara avis del cine, que suele hacer de la juventud casi una declaración de principios, Miya es una mujer vieja enfrentada al dolor de la pérdida progresiva de la memoria, a la dificultad cada vez mayor de hallar la palabra exacta. Si Miya se inscribe en un club de poesía, no es solamente para encontrarle un tardío sentido a su vida sino también una manera de exorcizar el mal que la afecta. Y lo intenta precisamente con un arte que se resiste a la enunciación, capaz de sustituir a la realidad con una forma de expresión simbólica o incluso gráfica. Conservar una lucidez amenazada por la senectud, acechar en su nieto la expresión de un remordimiento que no vendrá nunca (el retrato de ese adolescente aturdido y vacío es particularmente cruel), encontrar, a falta de la palabra, el gesto justo, parece ser la búsqueda de la heroína de Poetry. Y esta búsqueda es un proyecto que parece desfasado, anacrónico en un mundo caracterizado por el cinismo, la indiferencia y los contrastes de clases sociales. Pero que en su nobleza y en su intransigencia termina siendo poco menos que subversivo.
Cine-teatro musical con el sello de Saura Hace ya mucho tiempo –más de un cuarto de siglo– que el español Carlos Saura viene incursionando en una suerte de cine-teatro musical. Primero fue a través de Lorca (Bodas de sangre, 1981), Bizet (Carmen, 1983) y Manuel de Falla (El amor brujo, 1986), en los tres casos con la colaboración esencial de Antonio Gades. A pesar de que en esa trilogía lo importante era sobre todo la danza, había todavía un núcleo dramático, del que luego Saura fue prescindiendo, para emprender un nuevo conjunto de films sobre la tradición coreográfica y musical española: Sevillanas (1992) y Flamenco (1995). La veta resultó tan fecunda y exitosa que Saura decidió seguir explotándola, con el único problema de que ya casi no le quedaba nada por filmar del folklore español, por lo que pasó a otras tierras. Empezando por Buenos Aires, que sufrió el embate de Tango (1998), una de las aventuras más desafortunadas del cine en la música porteña, y siguiendo por Lisboa, en Fados (2007), donde Saura, quizá para evitar una guerra fronteriza, se mostró más respetuoso de la cultura lusitana. Su nueva película, Flamenco, flamenco, representa un regreso a los orígenes, no sólo por la música y los intérpretes, sino también por la manera de abordarlos. El recurso es un poco el mismo de la primera Flamenco, rodada tres lustros atrás: un estudio vacío, vestido apenas por pantallas y transparencias, frente a las cuales la cámara del director ubica a sus intérpretes. Si los dejara cantar nomás, sería no sólo lo ideal, sino lo indispensable, porque por su propia naturaleza –esencialmente dolida y sanguínea– el flamenco pide que se lo escuche con atención y recogimiento, para disfrutar de la vitalidad de su música y de la sabiduría de sus letras. Pero, como si quisiera marcar su presencia, decir que es él y no otro cualquiera quien está allí, detrás de las bambalinas, y que tiene como director de fotografía al virtuoso italiano Vittorio Storaro, Saura no se queda quieto: desplaza a veces innecesariamente la cámara o proyecta rojos soles andaluces de cartón pintado detrás de sus intérpretes. No es grave, sin embargo, porque allí delante está lo que verdaderamente importa: los intérpretes que todo fanático del flamenco no se querrá perder, una suerte de antología de la actualidad del género, que va desde los artistas decanos, ya históricamente consagrados (Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar), hasta las figuras de las nuevas generaciones, empezando por Estrella Morente y siguiendo por Tomatito y la “bailaora” Eva “Yerbabuena”, entre muchas otras. Cada espectador sabrá encontrar su número predilecto, pero parece difícil no detenerse en dos o tres en particular, quizá porque son los más sobrios, los más severos, los más auténticos si se quiere. El “cantaor” Miguel Poveda, acompañado únicamente por dos palmeros golpeando una mesa, hace magistralmente el martinete “Esos cuatro capotes” bajo la mirada atenta de viejas glorias del flamenco, que lo juzgan a través de afiches de antiguas películas, como Lola Flores, en La Faraona. La veterana María Bala, hace sola, a capella, plantada como un tótem, una espléndida “Saeta”. Y José Mercé, ayudado apenas por el grave, fatal repique de un yunque, pone la piel de gallina en “Alevántate”. Aunque más no sea por este puñado de números, nadie que valore el género querrá perderse Flamenco, flamenco.
Largo viaje del día hacia la noche Filmada con un equipo mínimo y confiando no sólo en la solidez de su puesta en escena, sino también en el talento de su trío protagónico, la nueva película de Giralt es de una madurez dramática y una fluidez cinematográfica infrecuentes. El prolongado, virtuoso plano-secuencia inicial de Antes del estreno sienta las bases de todo el film, como si ya desde la primera toma el director Santiago Giralt quisiera dejar establecido no sólo el tono sino también los conflictos que van a atravesar sus personajes. Allí hay una actriz al borde de un ataque de nervios: Juana Garner (Erica Rivas) maneja, y mientras maneja fuma, y atiende el celular, y despotrica contra la peluca que le tocó en suerte en el Teatro San Martín. Es viernes, viene de un ensayo y el lunes está por estrenar una versión de Casa de muñecas de Ibsen adaptada a la Argentina de los años ’50. Y hace todo eso sin soltar el volante y atendiendo también a su pequeña hija (Miranda de la Serna), que viaja a su lado y tiene que estudiar para el colegio un texto de Lorca. “Yo hice Yerma cuando empecé a hacer teatro”, recuerda Juana muy orgullosa mientras recita un pasaje de memoria. “¡Qué grasa!”, dice Román (Nahuel Mutti), su marido, cineasta en ciernes, que acaba de subir al auto. “¡Es Lorca!”, replica furiosa Juana, después de firmar un autógrafo desde la ventanilla y antes de tomarse un trago de apuro desde su petaca, que parece su mejor amiga. Hay humor en Antes del estreno, pero es un humor ácido, vitriólico. Y hay también tensión, y angustia, y dolor. Santiago Giralt ya había participado como director en los films colectivos Upa! Una película argentina (2006) y Las hermanas L. (2008), antes de animarse con su primer largo en solitario, Toda la gente sola (2009). Pero ninguna de estas tres películas permitían sospechar la madurez dramática y la fluidez cinematográfica que ahora asoma en Antes del estreno. Filmada en su propia casa en las afueras de la ciudad, con un equipo mínimo y confiando no sólo en la solidez de su puesta en escena sino también en el talento de su trío protagónico, la nueva película de Giralt está inspirada, como el mismo director lo ha reconocido, en Opening Night (1977), de John Cassavetes. Y el fantasma de Bergman también anda por ahí, no sólo por la cita inicial (“Cuando el cine no es documento, es sueño”), sino también por esa fragilidad que el director sueco sabía desnudar en sus personajes-artistas, ya fueran actrices o payasos de circo. Pero esos ilustres antecedentes no asfixian la película, como si Giralt se hubiera permitido convocar sus espíritus sin necesidad de rendirles culto y pleitesía. No hay nada reverencial ni solemne en Antes del estreno. Por el contrario, se trata de una película en cierto modo juguetona, capaz de cambiar de registro en un mismo plano sin cortes, de pasar de una paleta colorida y luminosa a una súbitamente oscura, con apenas un golpe de timón en la cámara o con el sorpresivo giro de humor de un personaje. Estructurada en tres días corridos que funcionan como capítulos y resuelta con apenas 20 planos secuencia, siempre en esa casa-refugio en medio de la naturaleza, la unidad de tiempo y espacio de Antes del estreno redunda en una concentración dramática que saca a la luz la frivolidad, el vacío y la vanidad de sus personajes. Pero también su inseguridad patológica, su indefensión y su necesidad de afecto. Por la quinta de ese matrimonio que no pareciera poder vivir un solo día sin atravesar una crisis pasan también una periodista cholula (Mónica Villa), una actriz ansiosa por hacer cine (Mariana Marull) y un amigo que se toma demasiada confianza con la dueña de casa (Rodrigo de la Serna). Pero además de la naturalidad de Milagros de la Serna y del excelente trabajo de Nahuel Mutti como ese cineasta colgado y fumón, la estrella de la película es, sin duda, Erica Rivas. Peinada y arreglada a la manera de Gena Rowlands, siempre con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, Rivas carga sobre sus hombros con la película toda. Basta con ver cómo se le desmorona la mirada cuando su hermana le dice, con una excusa cualquiera, que no va a poder asistir al estreno, para comprobar hasta qué punto Rivas es capaz de comprender (y transmitir) las debilidades de su personaje.
Frankenstein perdido en su laberinto Reaparece el barroquismo del último Almodóvar, aunque escondido debajo de una superficie límpida, ascética y gélida como la de un laboratorio, escenario central del que quizá sea el experimento más complejo, oscuro y autorreferencial del director. Un poco como en Los abrazos rotos, su film inmediatamente anterior, no hay una sino varias películas dentro de La piel que habito, nuevo melodrama noir de Almodóvar, protagonizado por Antonio Banderas y Marisa Paredes. Las historias dentro de otras historias, los racconti, las digresiones siempre fueron un sello distintivo en su cine de los últimos años y aquí reaparece una vez más ese barroquismo, aunque escondido debajo de una superficie límpida, ascética y gélida como la de un laboratorio, escenario central del que quizá sea el experimento más complejo, oscuro y autorreferencial de Almodóvar hasta la fecha. “Yo creo que el mejor material para la ficción y para fabular es nuestra propia naturaleza, en todos los aspectos. Especialmente en los aspectos más imperfectos”, le decía Almodóvar a Página/12 en relación a Los abrazos rotos, donde el protagonista era un director de cine que se quedaba ciego. Ahora, en La piel que habito, el protagonista es el obsesivo doctor Robert Ledgard (Banderas), que bien puede leerse como otro alter ego de Almodóvar, en la medida en que –a la manera de un cineasta– también decide sobre la vida y la muerte de los personajes con los que trabaja. Cirujano plástico reconocido internacionalmente, Ledgard es una suerte de Dr. Frankenstein redivivo, un genio perverso que en su quirófano, aislado del mundo y con la sola ayuda de una agria gobernanta llamada Marilia (Paredes, en plan Igor), intenta de- sarrollar un nuevo tipo de piel, sensible a la caricias pero mucho más resistente que la piel humana. El problema es que esa experiencia no la lleva a cabo trabajando sobre cobayos, como declara en una conferencia pública, sino sobre un ser humano que tiene recluido contra su voluntad –en una lujosa finca de Toledo, la misma que usó Buñuel para encerrar a Tristana– y al que somete a las más diversas intervenciones quirúrgicas, capaces de alterar por completo su fisonomía. La piel que habito es ese tipo de películas de las cuales no conviene adelantar demasiados detalles, no porque trabaje en el terreno del suspenso propiamente dicho (aunque también lo tiene), sino porque cada una de las vueltas de tuerca del guión –y son muchas, quizá demasiadas– van revelando zonas que el director deliberadamente quiere mantener ocultas para ir descorriendo el velo de a poco. Baste con saber que a Ledgard no lo anima solamente el afán científico, sino que antes lo mueve la necesidad de ejecutar una cruel y dilatada venganza: cambiar totalmente la identidad de su cobayo humano. Pero lo que Ledgard no sabe es que, a la manera gótico-romántica, terminará perdida, fatalmente enamorado de su propia creación. Hay un afán manipulador en Ledgard, una pulsión de someter –de la manera que sea– la voluntad de su víctima, que no es muy distinta de la manipulación que Almodóvar, a su vez, practica sobre el espectador. Es como si cada incisión, cada vejación incluso que Ledgard practica sobre su víctima, Almodóvar a su vez (en la que quizá sea su película más perversa) la practicara también sobre el espectador, que asiste indefenso a la desmesurada ambición demiúrgica del cineasta. Como Ledgard, Almodóvar también parece persuadido de que todo lo puede. Que uno lo haga en nombre de la ciencia y el otro en nombre del cine, no exculpa a ninguno de ambos. Sin embargo, y en tren de interpretaciones, la secuencia final quizá dé alguna pista de la autoconciencia del director: el quién mata a quién es muy revelador, de la misma manera que lo es el último, callado grito de auxilio de uno de los personajes, en un pueblecito de La Mancha no muy distinto quizá del que salió el propio Almodóvar. Más allá del virtuosismo con el que filma Almodóvar, de la fluidez que le confiere a su película, a pesar de la infinidad de recodos que tiene la trama, y del lujo de su paleta cromática, cada vez más sofisticada, La piel que habito hace extrañar al primer cine de Almodóvar: un cine más abierto, más libre, menos asfixiante y menos pendiente de ese solitario experimento de laboratorio que es siempre un guión de hierro.
Un pasado colonial que sigue haciéndose notar Carros de asalto en La Croisette, la gendarmería en todas las esquinas, controles y cacheos tan estrictos para entrar a las salas como si se tratara de un aeropuerto en alerta roja. Todo ese despliegue de seguridad fue el efecto Hors-la-loi, la coproducción franco-argelina que tuvo en pie de guerra a la ultraderecha francesa, cuando el año pasado amenazó con boicotear al Festival de Cannes por poner en competencia una película a la que consideraba “una falsificación de la historia”. Lionnel Luca, diputado del partido gobernante UMP, del presidente Nicolas Sarkozy, fue el primero en levantar la voz contra la película. Luego le siguió una fantasmal comisión autodenominada “Por la verdad histórica - Cannes 2010”, que pidió emprender acciones durante el festival. “Sabía que el pasado colonial había permanecido tenso. ¡Pero de ahí a suscitar una reacción semejante!”, declaró el director Rachid Bouchareb, que ya cuatro años antes, con Indigènes, había celebrado la causa nacional argelina. Fuera de la ley –el título original del film– narra la epopeya de tres hermanos argelinos durante los años de gestación del Frente de Liberación Nacional y toma como marco dos fechas tabú para la historia francesa. El 8 de mayo de 1945 (el mismo día que en París se celebraba el fin de la Segunda Guerra Mundial) en Sérif, Argelia, milicias coloniales francesas ahogaron en sangre una manifestación por la independencia del país. Y el 17 de octubre de 1961, la policía parisiense de Maurice Papon (condenado en 1998 por crímenes contra la humanidad perpetrados durante el gobierno de Vichy) reprimió una manifestación de inmigrantes argelinos en pleno centro de París, dejando como saldo ocho muertos. Entre una y otra fecha, Bouchareb hace cruzar caprichosamente los destinos de esos tres hermanos, en una película tan bien intencionada en lo político como elemental y anacrónica en lo cinematográfico. Esquemática en sus personajes y discursiva en su relato, Tres hermanos, tres destinos recuerda a cierto cine argentino de la post dictadura, a mediados de los años ’80, cuando parecía que todo debía declamarse en voz bien alta y clara, para que no quedaran dudas de quién eran los buenos y quién los malos... que por lo visto siguen bastante activos, por cierto.
La paranoia en estado puro Así como al comienzo es difícil sustraerse a la atracción que genera no sólo la dinámica del film, sino también su premisa, pasada la mitad de su metraje algo comienza a fallar en el mecanismo, como si la narración fuera un ciclista pedaleando en el vacío. Lo primero que se escucha en Contagio, cuando la pantalla todavía está a oscuras, es apenas una tos, como la de un resfrío cualquiera, de esos que se curan con un par de días de cama, como mucho. La escena inicial, a su vez, transcurre en el aeropuerto de Chicago y de allí el espectador salta a Hong Kong, Londres, Tokio, Minneapolis y Atlanta, sin contar con la sede central de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en Ginebra, Suiza. No han pasado diez minutos de película y uno de sus personajes principales ya está muerto, después de haber sufrido vómitos y convulsiones. Y a los quince lo están sometiendo a una autopsia, que incluye levantarle la tapa de los sesos. Por la expresión de los médicos patólogos, lo que ven allí no lo han visto nunca antes. “¿Llamo a alguien?”, pregunta uno. Y el otro le responde, aterrado: “Llamá a todos”. Así empieza Contagio, la nueva película de Steven Soderbergh: a una velocidad que va tanto o más rápido que la pandemia de la que se ocupa. La idea, claramente, es poner al espectador en la misma situación en la que están aquellos –médicos, científicos, agencias de seguridad– que deben frenar el brote: corriendo siempre de atrás, perdiendo por varios cuerpos (literalmente) la carrera contra ese virus que parece peor que el SARS y el H1N1 juntos. El guionista Scott Z. Burns (el mismo de Bourne: el ultimátum) sabe cómo encadenar situaciones, personajes y lugares disímiles de forma tal que vayan tejiendo una red apretada y compacta, de esas de las que no es fácil liberarse. Aquí incluso, a diferencia de lo que sucede en la saga Bourne, Burns no requiere siquiera de la suspensión de la incredulidad: las pandemias de las gripes porcina y aviar están demasiado frescas en la memoria de todo el mundo como para no aceptar como cierto o posible un brote similar, o aún peor. Y de acuerdo con las denuncias que se dispararon en su momento a raíz del rédito que habrían sacado algunos grandes laboratorios internacionales con la producción de las vacunas, tampoco cuesta demasiado imaginar el negocio que puede esconderse detrás. “Donde hay una necesidad, nace una oportunidad”, pronuncia alguien en Contagio. A su vez, Soderbergh –quien ya había trabajado con un libreto de Burns en El desinformante– tiene el pulso justo para este tipo de historias. La cámara, que él mismo opera (muchas veces al hombro), consigue ubicarse siempre en el centro mismo de la escena, como si registrara todo en tiempo presente, vibrando a la par de sus personajes. O de sus microscopios: la sucesión de planos-detalle hace que allí donde hay manos, vasos o manijas, uno sólo vea bacterias. El montaje, a su vez, es vertiginoso: no hay tiempo de reflexionar, sólo de actuar, parece decir la película, mientras Kate Winslet organiza la evacuación de toda una ciudad, Elliot Gould analiza compuestos para crear una vacuna, Marion Cotillard investiga el origen del virus en Asia y Laurence Fishburne sale corriendo de su despacho para una reunión de emergencia con los altos mandos de la seguridad estadounidense. “¿Y si alguien hubiera iniciado una guerra bacteriológica?”, pregunta un general entorchado de condecoraciones. A lo que el científico le responde: “No es necesario, los cerdos ya lo han hecho”. En determinado momento, sin embargo, todo ese vértigo empieza a cansar. Así como al comienzo es difícil sustraerse a la atracción que genera no sólo la dinámica del film, sino también su premisa, pasada la mitad de sus 106 minutos algo comienza a fallar en el mecanismo, como si la narración fuera un ciclista pedaleando en el vacío. Lo que la película tenía para decir ya lo dijo, y muy bien, en sus primeros tramos, cuando la paranoia se expande más rápido que el virus. Pero luego, o bien se repite, o bien incorpora –como en el viejo cine catástrofe– algunas situaciones que pretenden mostrar la escala humana de sus personajes. Hay héroes (Matt Damon) y hay villanos (Jude Law), aunque Soderbergh se las ingenia para conseguir, dentro de lo posible, alguna escala de grises entre medio. El determinismo de la brillante secuencia final –que se retrotrae al día uno de la pandemia, con su implacable cadena de causas y efectos– hace sospechar que Contagio pudo haber sido mejor película de la que es. Se extraña esa síntesis de la que es capaz en su epílogo y que parece incompatible con el rosario de rutilantes nombres propios que pueblan su elenco.
Para un debate que sigue vigente Si en Tierra sublevada: oro impuro abordaba el tema de la megaminería a cielo abierto, aquí Solanas presenta el problema del petróleo. Para eso recorre el país de sur a norte. Lo que encuentra son perdurables focos de resistencia a la política privatizadora. Ultimo capítulo de la inmensa saga que Pino Solanas inició en 2004 con Memoria del saqueo, Tierra sublevada. Parte 2: oro negro es, a su vez, el complemento de Tierra sublevada: oro impuro (2009). Si en el film anterior, el realizador de La hora de los hornos denunciaba la expoliación de los recursos naturales a la que históricamente ha sido sometido el país, con el acento puesto en la megaminería a cielo abierto, aquí Solanas completa el cuadro refiriéndose al problema, no menos grave, del petróleo. Como siempre en las películas de esta serie, que no esconde un objetivo didáctico, el film rastrea su tema desde sus mismos inicios, para poder dar un panorama lo más amplio posible de la materia a abordar. Es así como Oro negro refiere –en palabras del propio Solanas, desde el off de la banda de sonido– “la historia de los hombres y mujeres que protagonizaron la creación de una de las grandes epopeyas nacionales”. Entre ellos, el film señala inmediatamente la figura del militar e ingeniero argentino Enrique Mosconi (1877-1940), “el San Martín del siglo XX”, creador de la primera petrolera estatal del mundo, en los años ’20: Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). “En los tiempos del Made in England, Mosconi debe inventarlo todo”, relata Solanas, mientras da cuenta de la fabulosa riqueza que puso en marcha, a partir de su visión y de su esfuerzo: pozos de extracción, destilerías e infraestructura de transporte y comercio. Contra la enajenación que proponen las compañías británicas o estadounidenses, Mosconi entiende muy tempranamente que los hidrocarburos son recursos estratégicos inalienables, que deben estar al servicio de la Nación y que su explotación debe ser considerada política de Estado. Oro negro no tarda, sin embargo, en encontrar las primeras defecciones a esa política, inicialmente en el gobierno de Arturo Frondizi, el primero en privatizar algunos yacimientos, y luego durante el golpe militar que derriba al presidente Arturo Illia que, según el film cae, entre otras razones, por negarse a enajenar el patrimonio petrolífero de la Nación. El clímax llegaría en 1992, durante el menemato, cuando el Congreso de la Nación aprueba la privatización de YPF y comete, en palabras del propio Solanas, “una de las mayores estafas de la historia argentina”. Del actual período, Solanas reconoce las medidas progresistas de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández (la renovación de la Corte Suprema, la política de derechos humanos, la Asignación Universal por Hijo, la recuperación de los fondos de pensión y de Aerolíneas Argentinas), pero afirma que son “el contrapeso de la continuidad de la política privatizadora de los recursos minerales y petroleros”, mientras denuncia la prórroga de las concesiones por otros treinta años. Para narrar esta épica de la lucha por el petróleo que propone el film, Solanas recurre, como en otras oportunidades, no sólo al gran plano general (el film se abre con unas imponentes tomas aéreas que permiten ver los pozos y destilerías en el marco de la silueta del país), sino también al relato coral. Tomando como guías o cicerones a miembros muy diversos de la familia “ypefiana” (delegados de base, abogados, ingenieros, militantes o simples desocupados por la destrucción del patrimonio público), Oro negro recorre el país desde el sur profundo hasta las alturas de Tartagal. Lo que encuentra son perdurables focos de resistencia a una política privatizadora, que no ocasiona solamente perjuicios económicos, sino también sociales y ambientales. La deforestación compulsiva de montes enteros –expone el documental– provoca inundaciones y aludes que luego causan la contaminación de las napas de agua, con consecuencias gravísimas para la salud de la población. Además de esos protagonistas que el film elige como narradores, Oro negro también ostenta coloridos personajes secundarios, como el cacique Paliza, padre de 21 hijos, que en el fondo de su rancho tiene su propio pozo petrolero, del que extrae sin dificultad unas latitas de combustible, para hacer funcionar el calefón familiar. O la aguerrida abogada salteña Mara Puntano, defensora de los trabajadores procesados por reclamar por sus derechos, que enfrenta a cámara, y sin pelos en la lengua, al juez federal que sistemáticamente ha ordenado reprimir la protesta social. Algunos de esos momentos airean un documental quizá demasiado encerrado en su propio discurso, pero siempre valiente y necesario como disparador de un debate que sigue vigente.
Un actor en busca de sus personajes Con un humor ácido y desencantado, la ópera prima de Minujín da cuenta de todo un mundillo, el de los actores, que gira enfermizamente alrededor de la idea de éxito, de reconocimiento, de popularidad. “Me encantó la obra... ¡Qué talento! ¿Viste que están casteando para una peli?” A la salida, la estrellita invitada al estreno de la obra del off reparte simultáneamente elogios que no suenan demasiado sinceros y chismes del ambiente, mientras se brinda generosa para las cámaras de los paparazzi, a los que tutea con la familiaridad de quien está acostumbrada a las luces de los flashes. No es el caso de Julián Lamar, a pesar de que varios de esos elogios son para él. Actor joven peleando el ascenso, Lamar sufre de una inseguridad compulsiva, pese a que tiene muchas más potencialidades de las que él mismo se reconoce. Y esa neurosis del personaje es la que explota Vaquero, ópera prima como director de Juan Minujín, también a cargo del papel protagónico, lo que hace del film una apuesta doblemente personal. Como el mismo Minujín lo ha reconocido, el punto de partida de Vaquero fue Guacho, un corto también dirigido y protagonizado por el propio Minujín que jugaba con el mismo tema y que fue elegido para la Berlinale 2007. Pero así como en Guacho el primer motor parecía la rabia, aquí en cambio el tono ha girado hacia una suerte de humor ácido y desencantado, a través del cual Minujín da cuenta de todo un mundillo que gira alrededor de la idea de éxito, de reconocimiento, de popularidad. Que este mundillo sea el de los actores –con sus humillantes sesiones de casting, sus divisiones por castas y sus celos y envidias profesionales– no le impide a Vaquero la posibilidad de ser leído más allá de sus propios límites. La sociedad toda se mueve, cada vez más, a partir de pruebas y exámenes y de esa necesidad enfermiza de figuración y triunfo. El dispositivo formal que utiliza Minujín (y que ya había experimentado en Guacho) es el del monólogo interior: así como frente a sus pares y a su familia se presenta como un tipo amable, tímido, a veces incluso sumiso, por el contrario su yo más profundo expresa no sólo una furia visceral contra el mundo que lo rodea sino también y, sobre todo, contra sí mismo. Ese flujo de la conciencia que la película permite escuchar del personaje –y que por momentos parece una regurgitación– castiga a todos por igual, pero antes que a nadie al propio Julián. Se culpa a sí mismo de todo, desde sus fantasías sexuales, que considera tóxicas, hasta lo que él entiende como fracasos. “Soy un cagón profesional”, se autoflagela. Es una pena que esa voz interior no tenga un crescendo, como lo tenía en Guacho, un film donde –quizás por la brevedad de su duración– toda esa energía negativa estaba mejor encauzada en términos dramáticos. A cambio, Vaquero ofrece una serie de viñetas, de apuntes, de pequeñas consideraciones de una gran precisión, síntesis y capacidad de observación. El retrato del padre de Julián, por ejemplo, a cargo de Daniel Fanego, que en apenas un par de escenas expone sutilmente todo aquello que a su hijo le molesta –su autosuficiencia, su necesidad de seducir en toda ocasión– sin que él se anime a cuestionarlo en voz alta. Tampoco le dice al famoso actor con quien comparte un rodaje (Leonardo Sbaraglia) todo lo que piensa de él: que querría tener su aplomo, su prestigio, su dinero. Hay una incomodidad esencial de Julián frente a su familia que es también con todo su entorno: “¡Qué desgracia que es ser actor, compartir todo el tiempo los mismos lugares con esta gente!”. Pero cuando tiene la oportunidad de establecer una relación cálida y sincera fuera de ese ámbito, con una vestuarista (excelente Pilar Gamboa), no sólo la desaprovecha: la arruina, con una mezcla de egoísmo y cobardía. En la medida en que Vaquero gira única y obsesivamente alrededor de su protagonista, que es también su director, se podría pensar que se trata de un film narcisista. Pero en todo caso la imagen que refleja ese espejo no es precisamente benévola.