Cuando sólo se puede pensar en eso Premiada en Venecia, la película del director británico llega precedida por el escándalo, potenciado por la negativa de una cadena de multisalas a exhibirla. Pero no deja de ser un film moralista, que condena a un adicto al sexo al sufrimiento eterno. Desde su estreno en agosto pasado en el Festival de Venecia, donde Michael Fassbender ganó por esta película el premio al mejor actor, Shame viene rodeada de cierta aura de escándalo. Este efecto no hizo sino potenciarse cuando, a fin del año pasado, la cadena multinacional Cinemark, con sede central en Estados Unidos, decidió no proyectarla en ninguno de sus circuitos, lo que ahora afecta también en parte su distribución en Argentina (donde igualmente el film se puede ver en otros complejos multisalas). Ni tanto, ni tan poco. Es verdad que el segundo largometraje del realizador británico Steve McQueen (sin relación alguna con el actor) tiene algunas escenas que no suelen verse, por caso, en el cine mainstream de Hollywood, entre ellas varios desnudos frontales de su protagonista. Pero es cierto también que –más allá de sus supuestas audacias– el film de McQueen no deja de ser una suerte de sermón pagano, un escarmiento moralista sobre un personaje atormentado, que vive el sexo como una adicción y, por lo tanto, como una condena sin remedio. Film casi de cámara por su concentración de personajes y ambientes, Shame tiene en Brandon (Fassbender, el Jung de Un método peligroso) un protagonista casi excluyente. Alto, pintón, ejecutivo de una gran empresa con sede en Manhattan, Brandon parece vivir en la más absoluta soledad, en un departamento tan frío y aséptico como una morgue. Se supone que así es también su personalidad. Nada de compromisos ni afectos, con nadie, de ningún tipo. Lo suyo es una sonrisa distante y sexo casual: puede ser en su casa con una prostituta, en plena calle con una mujer que acaba de conocer en un bar o en el baño de la oficina incluso, donde va a masturbarse, después de haber entrado compulsivamente a sitios porno por Internet. Simplemente, no puede dejar de pensar en eso. Pero tal como lo muestra el director McQueen, allí donde debería haber placer, goce, erotismo sólo hay sufrimiento, angustia, miedo incluso. Algo habrá hecho para padecer tanto, parece decir el film. Especialmente cuando una y otra vez Brandon prefiere no atender el teléfono y escuchar, como un castigo, la voz suplicante en el contestador de una mujer que quiere reencontrarse con él, que necesita verlo, que le implora que al menos levante el auricular y le deje oír su voz. Que esa mujer, Sissy, resulte ser su hermana (Carey Mulligan, la chica de Drive) sugiere un pasado con una relación incestuosa. Y que Sissy finalmente se le aparezca de pronto y se le instale en su departamento casi blindado provocará que el frágil equilibrio emocional de Brandon bascule aún más y que vaya cayendo en círculos cada vez más viciosos y enfermos. Shame es ese tipo de películas infatuadas, convencidas de su propia importancia como artefacto cultural antes que como cine. De hecho, es ese tipo de películas que no saben, no pueden o no quieren dialogar con la historia del cine, al que confunden con eso que antes se denominaba “video-arte”. El formalismo reemplaza a la forma, al punto de que cada plano está tan minuciosamente compuesto, que su iluminación es tan de galería de arte, que no hay verdad alguna en esa construcción. La summa del film, su éxtasis, hace eclosión en un trillado ménage à trois con dos prostitutas, donde Brandon parece sufrir como si atravesara el último círculo del infierno mientras en la banda de sonido se escucha un fragmento de los Preludios y Fugas de Bach, tocado por Glenn Gould. Es difícil imaginar una escena más cursi que ésa.
No los une el amor, sino el espanto La directora de El viaje de Morvern hizo una película deliberadamente áspera, incómoda, perturbadora, porque no trata sobre el amor entre madre e hijo sino, por el contrario, sobre su odio. Tilda Swinton aporta su máscara, tan gélida como expresiva. Casi diez años después de su película inmediatamente anterior, la estimable El viaje de Morvern (2002), y después de varios proyectos frustrados, la directora escocesa Lynne Ramsay reapareció el año pasado en competencia oficial en el Festival de Cannes con Tenemos que hablar de Kevin, un film que le ganó tantos adeptos como detractores. Se entiende: Ramsay hizo una película deliberadamente áspera, incómoda, perturbadora. Y no sólo porque no trata –como suele ser habitual– sobre el amor entre madre e hijo sino, por el contrario, sobre su odio. También porque el punto de vista es el de una mujer que, por adaptarse a los dictados familiares y patriarcales, termina sintiéndose culpable de haber engendrado a un monstruo. El film de Ramsay está estructurado como un puzzle, que la directora irá construyendo pieza a pieza junto al espectador, colocando simultáneamente algunas de los bordes al mismo tiempo que algunas del centro, hasta que el relato poco a poco va cobrando forma y contenido. Las primeras imágenes de la película, aparentemente desconectadas y contradictorias entre sí, son significativas: una ventana abierta, que invita a inmiscuirse en una escena primal, en un acontecimiento nocturno y traumático; y una fiesta dionisíaca, una ceremonia pagana bajo el efecto de la luz ardiente del sol y la fuerza de la naturaleza, en la que una mujer parece entrar en éxtasis. Esa mujer es Eva (Tilda Swinton), la madre de Kevin, y entre estas dos imágenes se concentra su tragedia: la que va de una vida libre y feliz, la de una viajera impenitente, a la que descubre las ruinas que han quedado de su existencia después de su reclusión familiar y de la irrupción de su hijo. Entre una y otra, el film de Ramsay se va sumergiendo paulatinamente en una serie de círculos infernales, cada vez más angustiantes. Y lo hace un poco a la manera de Eisenstein, como si hubiera decidido aggiornar su vieja Teoría del Montaje de Atracciones y ponerla nuevamente en práctica para dar cuenta de la fractura emocional de una mujer. A una imagen-shock la directora sucesivamente le opone otra, tan shockeante desde lo visual como la primera. El acoplamiento y la acumulación de hechos dispuestos estratégicamente en una cadena de asociaciones determina que la función de un plano existirá sólo cuando éste sea montado con el siguiente, hasta ir construyendo un sentido. Un sueño de tonalidades predominantemente rojas dará lugar a una realidad no por prosaica menos escarlata. Y cuando Eva intente limpiar los bombazos de pintura roja con el que sus vecinos han atacado su casa, lo hará como si expiara sus culpas, como si quisiera limpiar la sangre que ha derramado a baldes su propio hijo. Un hijo que de bebé es inquietantemente molesto (no deja de llorar hasta que deja los brazos de su madre), de niño odioso, de preadolescente dañino y, en las puertas de la adultez, directamente siniestro. Si hay algo irritante en el film de Ramsay, más allá de su tema –de esa aversión madre-hijo, de la existencia de un niño maligno–, es su representación. Hay un formalismo a ultranza en Tenemos que hablar de Kevin, un esteticismo que convierte la película toda en una suerte de laboratorio cinematográfico. Esa experimentación, en todo caso, no sería posible sin la presencia de Tilda Swinton, que una vez más aporta su máscara, tan gélida como expresiva. Es ella quien carga con el peso mayor de una película que finalmente nunca llega a hablar de aquello que desde su título dice ser su centro: Kevin.
Creación que amenaza Que Sabina se convierta en un peligro para Jung e incluso Freud refuerza una idea presente en la obra de Cronenberg: la creación como algo que cobra vida más allá de los deseos de su creador. En una de las primeras escenas de Un método peligroso, el doctor Carl Jung está desayunando junto a su esposa, embarazada, y comentan acerca de la criatura que está por nacer. Lo que Jung todavía no sabe, pero el montaje y la puesta en escena del director David Cronenberg lo anticipan, es que Jung también está “preñado”: en el seno de su clínica en las afueras de Zurich, está incubando su propia criatura, Sabina S., la primera paciente que se someterá a su “cura por medio del habla”. Que esta criatura luego se convierta en un peligro para Jung e incluso también para su mentor, Sigmund Freud, no hace sino reforzar la idea que está presente en buena parte de la obra de Cronenberg: la creación como una amenaza, como un cuerpo extraño que cobra vida propia más allá de los deseos de su creador. Ya en su lejana versión de La mosca (1986), el propio Cronenberg se permitía un cameo en una escena tan breve como significativa: allí interpretaba a un obstetra que, para su propio horror, extraía del útero de su paciente a un ser monstruoso. Desde entonces –y desde antes incluso: ver Shivers (1975) o Rabid (1976)–, Cronenberg ha sido el partero encargado de dar a luz los temores más profundos del inconsciente. Y no hace otra cosa Jung (Michael Fassbender) con Sabina Spielrein (Keira Knightley), desde la primera sesión de “la cura del habla”: el atildado doctor apenas si puede reprimir su sorpresa ante las extremas manifestaciones físicas de su paciente, cuyo cuerpo se retuerce convulsivamente mientras su quijada, intentando decir lo indecible, parece proyectarse hacia afuera como si se tratara de un alien en su puja por emerger a la superficie. A diferencia de otros films del autor de Scanners, sin embargo, no hay aquí otros signos de un horror gráfico, explícito. Por el contrario: si en Festín desnudo, por ejemplo, la máquina de escribir del novelista se convertía, a la manera de las pesadillas de William Burroughs, en una gigantesca cucaracha, aquí en cambio Sabina S. se irá volviendo, gracias a la terapia, en Frau Spielrein, una mujer cada vez más bella y socialmente presentable, al punto que por incentivo del propio Jung decide seguir sus pasos como psicoterapeuta. Pero más allá de la elegante y serena superficie del lago de Zurich que los rodea, una tormenta se desata en el interior de la alcoba de Sabina, donde ella ha convertido al doctor Jung –casi contra su débil voluntad– en su amante y a quien le pide que la azote en las nalgas tal como lo hacía su padre. La criatura va tomando el poder sobre su creador, de la misma manera que el discípulo desafía al mentor: desde el momento en que Jung atraviesa la puerta de la célebre Bergstrasse 19, en Viena, no puede sino enfrentar a la autoridad que significa la figura paterna de Freud (Viggo Mortensen, en una composición sorprendentemente natural y lograda para representar una figura de ese calibre). El es el único en la mesa familiar del creador del psicoanálisis que se lanza a comer sin pedir el permiso del dueño de casa. En la obra teatral de Christopher Hampton en la que se basa el film, inspirada a su vez en un controvertido libro biográfico de John Kerr, se plantean también antagonismos de clase entre uno y otro: Jung como el despreocupado heredero de la fortuna de su esposa, Freud inquieto en cambio por la necesidad de sostener con su trabajo a una familia numerosa. Pero a medida en que las diferencias teóricas comienzan a acentuarse entre ellos (la película hace un estupendo uso dramático de la correspondencia entre ambos), también parecen pesar –sobre todo en Freud– cuestiones de origen. “Nunca deposite toda su confianza en un ario”, le recomienda a Sabina con relación a Jung. Esa rivalidad de las dos figuras masculinas alrededor de una mujer recuerda a su vez a la de los hermanos mellizos de Pacto de amor, que también eran médicos, de la misma manera que los extraños instrumentos ginecológicos de esa película parecen encontrar aquí un eco en la manera inquietante en que Cronenberg filma el primitivo “psicogalvanómetro” de Jung o las correas y chalecos de fuerza que pueblan la clínica de Burghölzli. Aun partiendo de un material ajeno, Cronenberg es capaz de hacerlo suyo y de convertirlo a su mundo como ningún otro autor cinematográfico logra hacerlo en la actualidad.
Tensiones interiores Como en sus films anteriores, Köhler vuelve a poner en escena una incomodidad existencial y personajes en tránsito, pero su foco es más profundo e involucra a Europa toda. Premiada con el Oso de Plata al mejor director en la Berlinale 2011, El mal del sueño, tercer largometraje del alemán Ulrich Köhler, es esa clase de films que resultan mucho más ricos y complejos de lo que su mera apariencia indica. Si el continente africano ha sido siempre una fuente inagotable de fantasías para los creadores europeos, el film de Köhler no reniega de esa tradición, asociada con el misterio y la aventura, pero al mismo tiempo sabe cómo ponerla en crisis, cuestionando cada uno de sus clichés y desarticulando la clásica peripecia narrativa. Detrás de las experiencias de una familia blanca en el corazón del Africa negra, Schlafkrankheit reflexiona sobre las relaciones asimétricas de poder en una sociedad poscolonial y se pregunta por la pertinencia de ciertos programas de ayuda humanitaria, concebidos desde el paternalismo eurocéntrico. Nacido en 1969, Köhler pertenece a la generación que los franceses han preferido llamar La Nouvelle Vague allemande, para evitar el agrupamiento bajo la denominación Berliner Schule, de la que el propio director reniega (ver entrevista). Es un grupo numeroso, no necesariamente homogéneo, que ya lleva –como el Nuevo Cine Argentino– más de una década en movimiento. Y que incluye, entre varios otros, los nombres de Christian Petzold y Christoph Hochhaüsler. Menos prolífico que sus compañeros de fila, Köhler sin embargo es quizás el que ha ido construyendo un cuerpo de obra más coherente e identificable, como lo han podido comprobar quienes siguieron la retrospectiva dedicada a la Escuela de Berlín que organizaron hace tres años el Goethe Institut y la Sala Lugones. Ya en Bungalow (2002), la ópera prima de Köhler, el protagonista sufría de un inconformismo, de un sentimiento de insatisfacción que nunca se expresaba, sin embargo, de una manera intempestiva o iracunda. En su segundo largo, Montag kommen die Fenster (“Las ventanas llegan el lunes”, 2006), a pesar de la aparente felicidad de su vida familiar junto a su marido y su hija, la esposa sentía súbitamente la necesidad de abandonar el hogar. Y lo hacía sin previo aviso, como un impulso vital, como si le faltara el aire. Ahora, con El mal del sueño, Köhler vuelve a poner en escena esa incomodidad existencial, esos personajes en tránsito, pero su foco es más profundo y se diría que involucra a Europa toda. El matrimonio integrado por Ebbo y Vera lleva viviendo en Africa varios años. Ebbo es médico y tiene a su cargo un programa de cura de la enfermedad del sueño en una paupérrima localidad remota de Camerún. La vida allí no es fácil, pero parece hacerlo feliz. Su mujer, sin embargo, se siente cada vez más lejos de todo y particularmente de su hija adolescente, que viene a pasar unos días con ellos desde Alemania, donde está pupila en un colegio. Una decisión es inminente: Ebbo tiene que elegir entre volver a un país que ya no siente como suyo o quedarse en Africa y separarse de su familia. Unos pocos años después, cuando Alex, un joven médico francés de origen congolés, llegue por primera vez a Camerún para evaluar los resultados de ese programa sanitario subsidiado por gobiernos europeos, se encontrará con Ebbo como si se topara con una sombra, con un fantasma perdido en sus meditaciones en medio de la selva africana. Aunque el film nunca lo dice en sus créditos, se diría que El mal del sueño es una suerte de paráfrasis, de lectura libre de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Ebbo es el nuevo Kurtz y el joven médico es como Charles Marlow, que viene a averiguar qué fue de ese hombre y de su campamento. Para cuando lo encuentre, Ebbo también se habrá convertido en un personaje tan elusivo como misterioso, mimetizado con una tierra y una gente que no son las suyas, pero que ha adoptado como propias, hasta confundirse con el paisaje. Lo que no le impide ver –aunque nunca lo pronuncia, como Kurtz– “el horror, el horror”. Hijo de un matrimonio alemán dedicado a la ayuda humanitaria, Köhler pasó buena parte de su infancia en Zaire y sabe de qué habla. Si la novela de Conrad, publicada a comienzos del siglo XX, exponía los brutales métodos del imperialismo occidental en Africa, un siglo después El mal del sueño pone en cuestión el paternalismo y la condescendencia con los que Europa pretende resolver los problemas africanos. Ni siquiera el joven médico de familia congolesa que llega de París alcanza a comprender lo que allí sucede. A pesar de su piel blanca, Ebbo/Kurtz sin embargo ha penetrado en el corazón de las tinieblas. Filmada con una serenidad y una elegancia propias de un cineasta en plena posesión de sus herramientas expresivas, Schlafkrankheit tiene la virtud de ir construyendo, poco a poco, con esa parsimonia propia de la Berliner Schule, una poderosa tensión interior. En cada secuencia, en cada plano incluso, hay un desasosiego, una violencia contenida que siempre parece a punto de estallar, pero que no se permite esa válvula de escape. Como todo buen artista, Köhler prefiere seguir incomodando: elige plantear preguntas difíciles antes que dar respuestas fáciles.
Pulcritud formal y ambigüedad conceptual Cada vez está más extendida la confusión acerca de qué es –o qué debería ser– una producción “independiente” en los Estados Unidos. Seleccionada en competencia oficial en la Berlinale del año pasado y ganadora del premio a la mejor ópera prima de los Independent Spirit Awards –que se entregan supuestamente en oposición al Oscar–, El precio de la codicia está adornada con un elenco puramente made in Hollywood: Kevin Spacey, Demi Moore, Paul Bettany, Stanley Tucci, Jeremy Irons y Zachary Quinto, el nuevo Spock de Viaje a las estrellas. Y no sólo su reparto mira en esa dirección: también su ética y su estética. ¿Qué queda aquí del auténtico espíritu indie? ¿El cine de los hermanos Safdie o de Kelly Reichardt, por citar apenas un par de ejemplos, ya no será “independiente” sino que habrá pasado a ser directamente marginal? El director debutante J. C. Chandor, además autor del guión, tiene la eficiencia del sólido artesano formado en la televisión, pero también todas sus limitaciones. Se diría que la pulcritud formal de la película es equivalente a su ambigüedad conceptual. Un poco a la manera de los viejos “boardroom dramas” de la primera generación de la televisión, El precio... trabaja con una fuerte unidad de tiempo y espacio. En menos de 24 horas, un grupo de gerentes y accionistas de una importante firma de inversiones con sede en Manhattan debe decidir no sólo qué hacer con sus valores en la Bolsa, sino hasta qué punto esas decisiones pueden afectar al común de la gente, ésa que camina inocentemente treinta pisos debajo de la torre donde se juegan los destinos de cientos de miles de trabajos e hipotecas. El tema se inspira en la crisis financiera de Wall Street de 2008, que terminó sacudiendo a casi todo el mundo, pero la película de Chandor no aspira a dar cuenta de las consecuencias de ese fenómeno, sino apenas de las dudas y conflictos de conciencia de ese grupo de CEOs enfundados en sus trajes a medida y apartados del mundo exterior por gruesas paredes de cristal. Que esos conflictos no sean muy profundos ni duraderos sino apenas la oportunidad, en algún caso (como el personaje de Kevin Spacey), de una modesta expiación de pecados, parece un cinismo más del director, quien afirmó: “Mi padre trabajó para la consultora Merrill Lynch por casi cuarenta años”. A confesión de parte, relevo de pruebas...
Cuatro personajes entre cuatro paredes Para un director especialista en filmar espacios cerrados y escenarios únicos, como una forma de potenciar la escalada de tensiones y conflictos entre sus personajes, esta adaptación del hit teatral de Reza luce perezosa y sobreactuada. No deja de ser decepcionante que después de un film como El escritor oculto, que supuso una suerte de relanzamiento de su obra en momentos particularmente difíciles, cuando estaba recluido en una prisión suiza, Roman Polanski haya dado ahora este paso en falso que significa Un Dios salvaje. Adaptación cinematográfica de la popularísima obra teatral de Yasmina Reza –que aquí se conoció dos temporadas atrás, con dirección de Javier Daulte y actuaciones de Florencia Peña, María Onetto, Gabriel Goity y Fernán Mirás–, la versión de Polanski cuenta con un destacadísimo elenco internacional y está filmada con los más cuidados valores de producción, pero eso no alcanza para hacer de la película algo más que un producto tan pretencioso y calculado como la obra misma. Típico exposé de las miserias e hipocresías de la clase media con plata, el material original concebido por Reza propone a dos matrimonios reunidos en un living tratando de resolver, de la manera más civilizada y amigable posible, un conflicto doméstico que sin embargo terminará desnudando sus facetas más agresivas, tristes y rastreras. Sucede que el hijo de Penélope (Jodie Foster) y Michael (John C. Reilly) fue agredido a la salida del colegio por el hijo de Alan (Christopher Waltz) y Nancy (Kate Winslet). En el episodio, el primero resultó con un corte en la cara y perdió un par de dientes, lo que no es poco para un chico de once años. Pero en la escena inicial ambas parejas aparecen dialogando cordialmente, con una sonrisa forzada en la cara, como si no hubiera pasado casi nada y todo pudiera resolverse con una taza de café y palabras bonitas. Previsiblemente (demasiado previsiblemente, se diría), esa aparente armonía y corrección política, en la que todos parecen comprender las razones de los demás, irán cediendo poco a poco sus defensas para ir exhibiendo los pequeños monstruos que se esconden detrás de esos matrimonios falsamente sofisticados y biempensantes de Brooklyn Heights. Desde su ya lejano primer largometraje, El cuchillo bajo el agua (1962), Polanski más de una vez ha manifestado su predilección por los espacios cerrados y los escenarios únicos, como una forma de potenciar la escalada de tensiones y conflictos entre sus personajes. Si en ese film inaugural se trataba de un pequeño velero, en el que un matrimonio aburrido permitía el ingreso de un joven intruso capaz de desnivelar el frágil equilibrio de la pareja, en films posteriores el recurso fue adquiriendo nuevas y cada vez más ricas variantes. Basta con recordar el asfixiante ambiente de Repulsión (1965) donde el personaje de Catherine Deneuve daba rienda suelta a su neurosis, o el castillo aislado por la marea de Cul-de-sac (1966), donde una heterogeneidad de personajes debían compartir forzadamente la situación, para darse una idea de las posibilidades que le abría a Polanski el viejo huis-clos sartreano, donde el infierno siempre son los otros. Hablando de infiernos... En El bebé de Rosemary (1968), el departamento de Manhattan en el que Mia Farrow debía llevar adelante su peculiar embarazo era tan inquietante como el consorcio todo de El inquilino (1976), en el que el propio Polanski, como protagonista, no encontraba otra salida que no fuera el suicidio, incluso por duplicado. En fin, que si de espacios cerrados se trata, se diría que no hay mejor director que Polanski, que no por nada vivió escondido durante su infancia, para escapar del Holocausto, y luego sufrió diversos períodos de reclusión (en los Estados Unidos, en Suiza) por el tristemente célebre episodio de abuso sexual de una menor. El mismo, en un artículo publicado el domingo pasado en Radar, les sugería a los guionistas que no hay mejor disciplina que el encierro. Y sin embargo, con un material que a priori casi podría pensarse que fue escrito especialmente para que él lo filmara, Polanski entrega una película pobre, perezosa, desvaída, demasiado dependiente del texto (no por nada la propia autora de la obra figura como guionista) y completamente condescendiente con sus actores, a los que les permite todo tipo de desbordes, más aptos para un escenario que para los primeros planos a los que el film tanto recurre.
El triunfo de un estilista El danés Winding Refn hace rato que viene pisando fuerte en el campo del “neo-noir”, pero Drive es sin dudas su película más lograda, aquella en la que ha conseguido depurar las formas hasta alcanzar una suerte de verdad abstracta. Las condiciones son claras: “Hay cien mil calles en esta ciudad. Ustedes no necesitan conocer la ruta. Me dan una hora y un lugar, yo les doy una ventana de cinco minutos. En esos cinco minutos, pase lo que pase, yo soy suyo. Pero un minuto más, y ya no cuenten conmigo, están solos”. Quien habla es –como el personaje de Clint Eastwood en la trilogía de Sergio Leone– un solitario, un hombre sin nombre. Algunos le dicen “Kid”, por su rostro aniñado. Pero maneja como un diablo: es capaz de eludir a toda la policía de Los Angeles en un puñado de manzanas. A su manera, es un profesional, aunque lo suyo no son las armas, sino el volante. Y para un robo, no sólo hay que hacerse con la plata; también hay que saber escapar para disfrutarla. El danés Nicolas Winding Refn hace rato que viene pisando fuerte en el campo del “neo-noir”, pero Drive –que le valió el premio al mejor director en el último Festival de Cannes– es sin dudas su película más lograda, aquella en la que ha conseguido depurar las formas hasta alcanzar una suerte de verdad abstracta. Todo en Drive apunta al triunfo del estilo por sobre el contenido pero, como afirma el propio Winding Refn (ver entrevista), lo hizo a fuerza de filtrar, de destilar, de sintetizar. Su protagonista casi no habla, las situaciones dramáticas son básicas –un robo, una fuga, un romance, una venganza–, los personajes se pueden definir mejor como arquetipos, pero todo ese despojamiento, ese laconismo esencial parece dialogar de manera muy locuaz con todo un costado, bastante marginal por cierto, de la historia del cine: con los héroes violentos y silenciosos de Leone, con la ética de los samurais de Jean-Pierre Melville, pero también con las melancólicas luces de neón que brillaban en Desafío, de Walter Hill, y en Vivir y morir en Los Angeles, de William Friedkin. En este sentido, puede llegar a resultar irritante la cámara lenta y la música electropop con que Winding Refn resuelve algunas escenas, particularmente las del romance casi tácito, trabajado apenas con miradas, entre el héroe (Ryan Gosling) y esa camarera desamparada (Carey Mulligan), que de pronto llama su atención. Pero, por un lado, el director da la impresión de querer embeber su película en la estética trash de los años ochenta, mientras que por otro se dedica a contar, como él mismo reconoce, una suerte de romántico cuento de hadas, donde el caballero andante ha reemplazado su montura por un auto preparado y su amada ya no lleva toca sino el triste uniforme de una hamburguesería. Ese ángulo deliberadamente kitsch de la película se compensa muy bien con las tonalidades noir, que son las predominantes. Y aquí está el gran triunfo de Winding Refn, en la manera en que sabe sacar el mejor provecho de situaciones clásicas, de modo que sean capaces de remitir a toda una tradición del género y, al mismo tiempo, revisándolas hasta imprimirles su sello personal. Es notable la precisión de su puesta en escena, el tempo con el que orquesta los momentos de acción, evitando el torpe, trillado montaje histérico al uso. Por el contrario, Winding Refn privilegia la pausa, sostiene un plano en el tiempo, dilata los materiales. Hasta que de pronto estallan. Se diría, en términos automovilísticos, que sabe que no se trata solamente de pisar el acelerador, sino de trabajar las velocidades. O en términos jazzísticos, que se maneja como Miles Davis: conoce el valor del silencio, al punto de que cuando aparece el sonido siempre sorprende. Hay un plus en Drive y es su elenco de secundarios. El hieratismo de Ryan Gosling en el papel protagónico puede ser funcional al film, aunque quizá no tenga la presencia en cámara que su personaje exige. Pero cómo no disfrutar de ese par de mafiosos que componen Albert Brooks y Ron Perlman, a cual más siniestro y temible. Ellos tienen los mejores diálogos y les sacan filo como a una navaja. O del tembloroso jefe del protagonista, a cargo de Bryan Cranston, un mecánico que alguna vez quiere salir de pobre, aunque lo más probable es que salga con los pies para adelante. Hasta un personaje insignificante, el de uno de esos docs que extraen balas en el fondo de un garaje, está a cargo de una leyenda menor como Russ Tamblin, en lo que parece un guiño a David Lynch, para quien interpretó al Dr. Jacoby de Twin Peaks. Nada parece librado al azar en Drive, como si cada uno de sus planos fuera indispensable.
La Guerra Fría, pesadilla burocrática El director de Criatura de la noche encara su versión de la clásica novela de John Le Carré como un film de época, capaz de dar cuenta de un momento en el que lealtades y traiciones –a una causa, a una amistad– tienen que ver con el espíritu de su tiempo. Cuando John Le Carré publicó la primera edición de su novela El topo, en 1974, y cinco años después, cuando la BBC hizo una primera adaptación para la televisión, protagonizada por Alec Guinness, la Guerra Fría era un tema caliente, y los espías que se pasaban de bando, un problema contemporáneo. Visto con la perspectiva de hoy, ese mundo luce irremediablemente remoto y ése es el enfoque que privilegia esta nueva versión del clásico relato de espionaje de Le Carré: el de un film de época, capaz de dar cuenta de un momento en el que las lealtades y traiciones –a un país, a una causa, a una amistad– tenían que ver con el espíritu de su tiempo. Hay algo de desafío no sólo en la puesta en escena, sino en la concepción de todo el proyecto de este nuevo Topo: hacer hoy una película deliberadamente anacrónica, como las que ya no se hacen, alejada por completo del efecto de espectacularidad, donde la acción física se reduce al mínimo indispensable y la tensión es esencialmente psicológica, una suerte de perverso juego de ajedrez entre hombres tan solos y opacos como peligrosos. La soledad, de hecho, era un tema central en Criatura de la noche, el estupendo film previo del director sueco Tomas Alfredson, que renovó la mitología vampírica, y se diría que ahora en El topo ese destierro del alma vuelve a ser un leitmotiv fundamental. Es el caso de George Smiley, el legendario espía del Servicio Secreto británico creado por Le Carré y que aquí cobra nueva vida en la excelente caracterización de Gary Oldman. Tan gris y sombrío como su entorno, el Smiley de Oldman casi no tiene emociones a la vista, si no fuera por lo que el actor es capaz de expresar apenas con la mirada, atenuada a su vez por las gruesas gafas detrás de la que se oculta. Jubilado durante una purga interna, Smiley vuelve sin embargo al ruedo como un agente encubierto cuando desde las más altas esferas le piden ayuda para descubrir a un traidor, a un topo soviético que estaría infiltrado en la cúpula del Servicio Secreto británico y que su jefe (John Hurt) no alcanzó a descubrir antes de su muerte. A diferencia de los films de espionaje habituales, que viajan vertiginosamente por el mundo, El topo apenas si se desplaza más allá del centro de Londres. Hay una operación fallida en Budapest, que desata la trágica rueda de acontecimientos, y otro paso en falso en Estambul, donde la KGB secuestra a una agente soviética a punto de pasarse al bando occidental, pero Smiley no está en ninguna de esas ciudades. Su investigación la lleva a cabo desde la sórdida habitación de un hotel londinense, desde el cual va moviendo con maestría las piezas que necesita para desenmascarar al enemigo y ganar la partida. Para ello, él también necesita infiltrar a su propio topo en el Circo, el cuartel general del servicio secreto, que Alfredson filma un poco a la manera en que Orson Welles encaró su versión de El proceso de Kafka: como un laberinto fútil de pasillos, escritorios y carpetas. Todo en ese ambiente es plomizo, triste, apagado, no muy diferente de cómo los británicos a su vez podían imaginar las catacumbas de la KGB. Y no parece difícil que en ese lúgubre nido de víboras, en las inmediaciones del Covent Garden, pudiera haber alguien que pensara que del otro lado de la Cortina de Hierro existía quizás una causa por la cual todavía valía la pena luchar, o siquiera vivir. En esa guerra de voluntades que plantea el film, nadie parece que haya sido o pudiera ser feliz, empezando por el mismo Smiley y siguiendo por todos y cada uno de sus sospechosos. Una sorda corriente de homosexualidad reprimida tiñe a su vez de frustración a ese conjunto de hombres trajeados y ligeramente ridículos. Si evidentemente algo se le puede cuestionar al film de Alfredson es que en su necesidad de sintetizar una novela larga y compleja –que en la primera versión para televisión demandó cinco capítulos de una hora– la trama por momentos se vuelva farragosa y oscura. Es una queja repetida cuando se trata de películas de espionaje, de la que esta versión de El topo no se salva. A cambio, ofrece un elenco de primera línea, una puesta en escena muy meditada –tan gélida y distante como sus personajes– y una visión de la Guerra Fría como lo que quizá fue: un asunto de oficina, una auténtica pesadilla burocrática.
Una emotiva declaración de amor al cine Máxima aspirante al Oscar, con once nominaciones, entre ellas a la mejor película y director, La invención... rinde homenaje a Georges Méliès, el célebre “mago de Montreuil”. Que es un modo de rescatar los comienzos del séptimo arte. Hay una sustancia genuinamente emotiva en La invención de Hugo Cabret –máxima aspirante al Oscar, con once nominaciones, entre ellas a la mejor película y director– y es la desembozada declaración de amor al cine que ofrece Martin Scorsese en su primera película en 3 D. Cinéfilo perdido casi desde niño, coleccionista compulsivo (tiene su propia filmoteca con copias 35mm de grandes clásicos) y activo promotor de políticas de recuperación del patrimonio fílmico universal, desde su World Cinema Foundation, el director de Taxi Driver siempre pareció vivir por y para el cine. Pero en esta adaptación de una novela gráfica de Brian Selznick va más allá de la erudición cinéfila que siempre fue notoria en su obra para proponer, sin rodeos, con una inocencia casi infantil, un homenaje a los comienzos del cine, al deslumbramiento de las primeras imágenes en movimiento y a uno de sus grandes demiurgos, Georges Méliès, el célebre “mago de Montreuil”. La excusa es una aventura fantástica, con ecos dickensianos. A fines de los años ’20 del siglo pasado, Hugo, un chico de unos diez años, huérfano de padre y madre, vive clandestinamente en las alturas de la inmensa estación de ferrocarril de Montparnasse, en París. Su tío –relojero de la estación y borracho perdido– lo ha abandonado a su suerte, pero Hugo (interpretado con energía y sensibilidad por Asa Butterfield) ha mantenido, secretamente, todos los relojes de la estación en marcha, gracias a los conocimientos mecánicos que heredó de su padre. Y no es su única herencia: técnico restaurador de un museo de la ciudad, fallecido en un incendio, el padre (Jude Law) le legó una suerte de robot mecánico, con un complejo y sofisticado mecanismo de relojería que no termina de funcionar, porque le faltan algunas piezas, entre ellas la principal, la llave que lo ponga en marcha. Allí hace su aparición un viejo amargo, solitario y gruñón, dueño de una pequeña juguetería de un rincón de la estación. Experto en engranajes, mecanismos y trucos, ese anciano resentido parece tener alguna relación con el extraño “automaton” que Hugo guarda celosamente en su altillo. Su nieta Isabelle (Chloë Grace Moretz), otra huérfana, será quien intente ayudar a Hugo a develar el misterio, en medio de ese mundo dentro del mundo que es la gran estación, plena de todo tipo de historias y personajes, entre ellos un siniestro vigilante a cargo de la seguridad del lugar (Sacha Baron Cohen), que persigue a los niños huérfanos como luego, unos años más tarde, la policía de Vichy perseguiría a los judíos. Una pierna mecánica, consecuencia de su paso por la guerra, produce a su vez el contraste entre ese hombre de carne y hueso sin corazón y el robot de Hugo, que parece esconder un alma. Por momentos deliberadamente naïf y en otros lúgubre a la manera de Oliver Twist, la nueva película de Scorsese es quizá la más difícil de asociar con su obra previa, con la que a priori parece tener poco que ver, por ese carácter de film para toda la familia que nunca fue precisamente una especialidad del director de películas tan oscuras como Toro salvaje o La isla siniestra, por citar apenas dos ejemplos muy disímiles. Pero se diría que la personalidad de Scorsese, su pasión incluso, se manifiesta plenamente cuando el film descubre la identidad de ese anciano desencantado de la vida, que no es otro que Géorges Méliès (Ben Kingsley, tan parecido al original como en su momento lo fue a Gandhi), el primer ilusionista del cine, inventor de fábulas, trucos y ensoñaciones. Con el mismo espíritu con el que Méliès encaró el nuevo medio, Scorsese aprovecha ahora las posibilidades que le ofrece no sólo el cine digital, sino también la tridimensionalidad para crear su propia fábula, basada en hechos estrictamente reales en lo que a Méliès concierne, que fue olvidado, que vio destruida casi la totalidad de su obra cuando no había conciencia de su arte y que luego alcanzó a ser reconocido y homenajeado poco antes de su muerte, en un happy end que Scorsese se encarga de subrayar, a la manera de un cuento de Navidad, en el que después de las penurias llega la recompensa, como en las tragedias optimistas de Frank Capra. Es evidente el gusto con el que Scorsese recrea la agitación que rodeaba a la factoría Méliès y toda su ebullición creativa. También la exaltación que le infunde al descubrimiento del cine por parte de Hugo e Isabelle, cuando se quedan boquiabiertos frente a las acrobacias de Harold Lloyd colgado de un reloj (una pirueta que el chico tendrá en cuenta cuando deba escapar de su perseguidor) o de Buster Keaton subido a una locomotora. La máquina de citas es imparable y van desde la evocación del genial guitarrista gitano Django Reinhardt tocando en un bar de la estación a un conductor de locomotora que remeda a Jean Gabin en La bestia humana (1938, Jean Renoir). Tampoco parece una casualidad que aparezca el histórico Christopher Lee, icono de la Hammer Films, como un adusto librero, que inicia a Isabelle en esa pasión que corre paralela a la del cine y es la de la lectura. Film de homenajes, de celebraciones, de epifanías, La invención de Hugo Cabret no será uno de los mejores films de Martin Scorsese, pero sin duda es uno de sus más sencillos y emotivos, como si –al borde de los 70 años– lo hubiera concebido como un legado para su hija de doce, su “consultora técnica” según la entrevista que publicó ayer Página/12 pero, sobre todo, la destinataria –y con ella todos los niños– de esta suerte de catecismo cinéfilo.
Cuando la crisis ofrece una nueva oportunidad El director de Las confesiones del señor Schmidt y Entre copas vuelve a poner en el centro de la escena a un hombre maduro en plena crisis, en una agridulce mezcla de comedia social y drama personal que también es otra de las marcas de fábrica de Payne. Aunque no lo parezca, las cosas están difíciles para Matt King. Como él mismo reconoce en el monólogo interior con el que se abre Los descendientes (candidata a cinco premios Oscar, entre ellos a la mejor película y actor), todo el mundo piensa que en Hawai nunca hay problemas, que la gente vive allí como si estuviera permanentemente de vacaciones, que en ese paraíso de playas, mar y surf la vida siempre es luminosa como el sol. “Bueno, por si quieren saberlo, yo hace quince años que no me subo a una tabla de surf”, ruge Matt (George Clooney). “¿Y el paraíso? Por mí se puede ir a la mierda...” Tiene sus buenas razones para estar alterado, dolido, angustiado, furioso. Su mujer, con la que venía atravesando una vieja crisis, acaba de tener un accidente motonáutico y está internada en un coma irreversible. Justo cuando él pensaba reabrir el diálogo, descubre que ella ya no lo puede escuchar, que ya no va a despertar. Y que como padre, si él –un abogado siempre taaan ocupado– acostumbraba ser un mero suplente, ahora tiene que jugar de titular. Y que con dos hijas (una de 10, otra de 17) no sabe siquiera por dónde empezar. Se diría que los hombres maduros en crisis son la especialidad del director y guionista Alexander Payne. En Las confesiones del señor Schmidt (2002) un Jack Nicholson recién jubilado y rezongón se embarcaba en un viaje para recuperar los lazos afectivos con su hija y, en el camino, terminaba descubriendo cosas de sí mismo que nunca hubiera imaginado. Y en Entre copas (2004), esos dos amigos de cuarenta y pico, inmaduros como niños, también salían de viaje, con la excusa de la cata de vinos, para que al final les quedara un gusto demasiado acre en la boca, la resaca de una vida que pudo haber sido y no fue. Esa delicada, difícil, mezcla agridulce de comedia social y drama personal también es otra de las marcas de fábrica de Payne, que vuelve a manifestarse ahora en Los descendientes. A pesar de la situación trágica con la que arranca la película, el tono al comienzo es esencialmente humorístico. Ya se sabe: la acumulación de desgracias suele provocar la risa. E infortunios no le faltan a Matt King: su hija menor, Scottie (Amara Miller), tiene todo tipo de problemas en el colegio y a la mayor, Alexandra (Shailene Woodley), la primera vez que la ve en meses la encuentra borracha y, a la segunda, se le aparece con una especie de novio que Matt considera “un retardado” y que se convertirá, a su pesar, en su sombra. La carga familiar y el peso social, sin embargo, irán agregando densidad a la trama, hasta que en el film logren convivir –como si se tratara de la figura del yin y el yang– una cara ligera y luminosa y otra más pesada y oscura. Una infidelidad de su esposa que Matt intentará develar y la animosidad de su suegro (el estupendo Robert Forster), que se hace manifiesta después del accidente, le agregan penitencias a la espalda del agonista. Pero hay un lastre de fondo, que hace al tema central del film, a su metáfora y que es la razón de su título. Como heredero y administrador del fideicomiso familiar de una vastísima porción de tierra virgen en una de las islas del archipiélago, Matt debe decidir –al mismo tiempo que acompaña la agonía de su esposa– la venta y loteo de ese predio. Y de su decisión están pendientes no sólo todos sus primos, que esperan hacerse millonarios (entre ellos el magnífico Beau Bridges), sino también buena parte de la sociedad de Hawai, porque un complejo hotelero en esa zona puede alterar, para bien y para mal, el equilibrio económico y ecológico del lugar. ¿Hasta qué punto esa disociación entre Matt y sus mujeres no tiene que ver con el desapego hacia esa tierra donde pasó sus mejores momentos, de la cual él es un auténtico descendiente y a la que luego le dio la espalda? Esa responsabilidad va cargando de peso el sentido del film, de la misma manera que la sombra insidiosa de la muerte, aun en sus momentos más ligeros. Los apuntes sociales, asimismo, son varios y van más allá del retrato levemente satírico de esos pequeño-burgueses en camisas floreadas y ojotas. Si hay algo, sin embargo, para cuestionarle a Los descendientes es que se nota demasiado su mecanismo, como si Payne pulsara diestramente, como un operador consumado, los botones de la risa y de las lágrimas, pero al mismo tiempo no pudiera evitar que se vean los cables. Y algunos están demasiado a la vista.