Acerca del origen y el destino de las especies De una ambición desmesurada, la nueva película del director de La delgada línea roja es una suerte de poema sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica. En los afiches, al frente del elenco, figuran Brad Pitt y Sean Penn, pero en El árbol de la vida, la estrella es el director, Terrence Malick, y su protagonista es nada menos que el misterio del universo, desde el origen de los tiempos hasta estos días. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?, son algunas de las preguntas que se hace la nueva película de Malick, un film de una ambición desmesurada, una suerte de poema épico-sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica. Con tantos defensores como detractores desde que en mayo pasado se alzó con la Palma de Oro del Festival de Cannes, The Tree of Life es esa clase de obra en la que el cineasta –para bien o para mal– se asume plenamente como artista. Y más aún, como pensador. En el caso de Malick, eso significa arrogarse la herencia de los llamados “trascendentalistas estadounidenses” (Whitman, Thoreau, Emerson) y su noción de la naturaleza como expresión de la unidad del mundo y de Dios. Y ponerla en crisis con toda una tradición cristiana que se remonta al Antiguo Testamento, al enfrentar la idea de naturaleza contra la de gracia divina. Esa lucha interior está en el centro de la familia O’Brien, oriunda de la pequeña localidad de Waco, estado de Texas. Padre (Brad Pitt), madre (Jessica Chastein) y tres hijos varones llevan una vida relativamente feliz en una localidad arquetípicamente estadounidense, aunque esa existencia no está exenta de fuertes conflictos internos. Figura brillante pero a la vez severa y autoritaria, el padre impone su ley y su orden en esa casa, donde se escuchan Brahms y Bach y se reza en la mesa antes de empezar la cena. Quien sufre particularmente este peso del padre, esta sombra, es el hijo mayor, Jack, que de adulto –perdido en la gran ciudad, lejos de la Madre Naturaleza– estará encarnado por un cariacontecido Sean Penn. Hay amor y también odio en esa relación padre-hijo, pero la película –a contramano del cine que suele producir Hollywood– reniega no sólo del realismo, sino de la linealidad del relato. La película va y viene en el tiempo de la manera más libre, al punto de que ni siquiera es necesario establecer si se está frente a ensoñaciones o recuerdos. Y en un gesto de audacia retrocede salvajemente hasta el comienzo del mundo, cuando la Tierra parece estar en formación y las aguas se funden con los magmas de lava y se forman lagos y montañas y los meteoritos sacuden la superficie del planeta. De ese caos y de esa energía –materializados en la pantalla por Douglas Trumbull, el legendario técnico a cargo de los efectos especiales de 2001: Odisea del espacio, de Kubrick, un film que funciona como referente para Malick– provienen también los O’Brien, parece decir la película, donde la naturaleza está siempre presente como una fuerza creadora eterna. Y está incluso en los momentos más banales de la vida de esa familia, que Malick pinta siempre con una estructura fragmentaria, con trazos aislados, como si lanzara líricos brochazos de sol sobre la pantalla. El árbol de la vida no siempre puede estar a la altura de semejantes ambiciones y, por momentos, es de una puerilidad absoluta, como cuando se empeña en representar algo así como el alma universal con una especie de abstracción con forma de ameba, que se agita hacia el comienzo y el final del film. Otras instancias están más logradas, pero resultan redundantes, como cuando en ese viaje hacia la historia pre-humana Malick –gracias a la tecnología digital– parece recorrer en apenas unos minutos la distancia que va de 2001: Odisea del espacio a Jurassic Park, con dinosaurios y todo. Se diría que las cimas y abismos en la creación del mundo que describe el film también los alcanza la película misma, donde el mejor cine también convive con el peor. La evocación del mundo de la infancia, por ejemplo, no podría ser más perfecta, como si Malick hubiera abrevado en sus propios recuerdos familiares para encontrar allí una suerte de verdad esencial, que es capaz de transmitir con el vuelo lírico de un auténtico poeta. De hecho, y aunque Malick es famoso por el celo con el que guarda su vida privada (no otorga entrevistas desde su primera película, Badlands, en 1973), se sabe que el director pasó su infancia en Texas y que perdió un hermano siendo muy joven, como aquí le sucede al conflictuado Jack O’Brien. (No es una casualidad que sus iniciales remitan al Libro de Job, citado en el prólogo del film.) Pero lo que importa, en todo caso, es la sensorialidad, la manera con que el director consigue despertar en cada espectador sus propios recuerdos, un poco como sucedía también en El espejo (1975, Andrei Tarkovski), otro film que trabajaba a partir de la memoria fragmentada de las experiencias y sentimientos fundantes de la infancia. Por el contrario, todas aquellas escenas ubicadas en el presente, donde Sean Penn interpreta a Jack de adulto, parecen en comparación torpes, obvias, remanidas, con el personaje poniendo cara de sufrimiento en una jungla de cemento y cristal, perdido en su propia confusión espiritual. Ni qué decir de esa secuencia a orillas del mar, con una estética publicitaria estilo New Age, en la que Jack atraviesa una suerte de portal y se reencuentra con una infinidad de ánimas errantes, entre ellas las de sus padres y hermanos, todos fundidos en un abrazo de amor universal. Es que El árbol de la vida finalmente es un film estructurado a partir de oposiciones a veces tan tajantes como maniqueas, desde el conflicto religioso entre los conceptos de naturaleza y gracia divina que se manifiesta en el prólogo hasta los contrastes entre padre y padre, infancia y madurez, comienzo y fin. No parece casual entonces que esa lucha se dé también en el corazón mismo de la película, en su contenido tanto como en su forma.
La representación del poder El film del autor de Caro diario es una sátira ácida aunque emotiva, en la cual un cardenal sufre una crisis de confianza cuando resulta elegido Papa. Pero no se trata de un personaje de comedia, sino de un agonista plenamente consciente de su condena. Estrenado en Italia en abril pasado, pocos días antes del revuelo mediático que provocó la súbita beatificación de Karol Wojtyla, el nuevo film de Nanni Moretti no tardó en encender la polémica. Hasta tal punto que algunos columnistas de la prensa vaticana llamaron inmediatamente a boicotear la película, aun sin haberla visto, como es su costumbre. Pero sería un error leer Habemus Papam como una invectiva contra la Iglesia Católica, a pesar de la libertad y el humor con que Moretti trata los rituales del Vaticano y el cónclave del Colegio Cardenalicio. Se trata, más bien, de una reflexión sobre la responsabilidad del poder, que –un poco a la manera del último cine de Roberto Rossellini– se interroga por los motivos profundos que pueden mover a un hombre a ejercer una investidura para la cual quizá no se siente preparado. Sátira ácida pero no por ello menos emotiva, Habemus Papam plantea la hipotética situación de un cardenal que, al ser elegido papa, sufre una crisis de confianza y se resiste a asumir el cargo, conmoviendo no sólo al Vaticano sino a todo el mundo católico en general. De hecho, el film de Moretti comienza con imágenes de archivo, tanto del funeral de Juan Pablo II como de la plaza de San Pedro repleta de fieles, esperando la famosa fumata blanca que indica la elección de un nuevo papa. A partir de ese contexto, el film se interna en el cónclave cardenalicio e imagina lo que puede suceder allí dentro, a puertas cerradas, comenzando por un inesperado corte de luz, que provoca la caída de un purpurado, que no puede evitar pisar su propia sotana. Basta con que arranque el recuento de votos para que el film se introduzca en los rezos internos de los cardenales, que revelan sus dudas y temores: “Que no me toque a mí, que no me toque a mí...” es el transido coro que sale de sus conciencias. En una segunda fila, el cardenal Melville (un Michel Piccoli que parece nacido para este papel) luce tranquilo, ya que no es uno de los favoritos. Hasta que de pronto –¿por un raro designio divino?– resulta sorpresivamente elegido papa. Basta que todos sus pares se prosternen ante él para que empiece a correrle un sudor frío por la espalda. Y cuando llegue el gran momento de salir al balcón y dirigirse a la multitud de fieles que esperan su palabra en la plaza, sufrirá en la antecámara un violento ataque de pánico escénico, y de su garganta apenas surgirá un grito primal, cargado de angustia. Ante semejante crisis, el vocero papal (a cargo del polaco Jerzy Stuhr, rostro habitual en el cine de Zanussi y Kieslowski) no tiene mejor idea que convocar a un psicoanalista, para que ayude a Su Santidad a superar el bloqueo. Interpretado por el propio Moretti, el psicoanalista descubre que no sólo no está autorizado a tener una entrevista a solas con su paciente (todo el Colegio Cardenalicio debe presenciar la sesión), sino que tampoco puede, obviamente, preguntar nada que tenga que ver con el sexo, ni con la madre, ni con traumas de la infancia. Para peor, el analista será recluido forzosamente en el Vaticano, porque nadie debe saber lo que sucede allí dentro. Mientras tanto, el Papa renuente logra escapar al mundo exterior y disfrutar fugazmente de su anonimato por las calles de Roma, al tiempo que se pregunta cómo resolver el dilema del cual sólo él puede asumir la solución. Hay momentos simpáticos y otros verdaderamente graciosos en Habemus Papam, como cuando el psicoanalista Moretti organiza un campeonato de voley entre los purpurados o, forzado a leer el único libro del cual dispone en su habitación (la Biblia, por supuesto), encuentra ya en la Sagradas Escrituras un parágrafo que a su entender es una descripción clínica de la depresión. “Pura deformación profesional”, lo desmiente escéptico un cardenal. Pero hay también auténtica emoción en el proceso interior que recorre el personaje de Piccoli, quien recuerda que alguna vez quiso ser actor, que es capaz de citar de memoria pasajes enteros del melancólico teatro de Antón Chéjov y que se siente feliz de sumarse a una troupe teatral y presenciar el estreno de La gaviota, del cual lo arranca la colorida Guardia Suiza que vela por su seguridad. Al no referirse a ningún papa en particular y, a la vez, al tomar como protagonista a una autoridad máxima, que tiene una investidura a la vez humana y divina, Habemus Papam se pregunta ante todo por las formas que asume la representación del poder, por los modos de relacionarse con la realidad, por las palabras y categorías de pensamiento con las cuales abordar el fragmentario mundo contemporáneo. A diferencia del psicoanalista de Moretti, el cardenal Melville no es un personaje de comedia sino un agonista que, abrumado por sus pensamientos (“tengo una suerte de sinusitis mental”, confiesa), es plenamente consciente de su condena. El final del film, sin embargo, se permite un curioso soplo de optimismo, no sólo por la inesperada decisión que toma Melville sino también por la canción con la que Moretti hace bailar a todo el Congreso Cardenalicio: “Todo cambia”, en la versión de Mercedes Sosa.
Explotación sexual con estilo ONU Los hechos, reales, sucedieron hace más de una década, a fines de los años ’90, pero gracias a esta película están volviendo a la superficie, después de haber sido pacientemente barridos debajo de la alfombra. A raíz del reciente estreno comercial en los Estados Unidos, la ex presidenta chilena Michelle Bachelet, ahora a cargo de la flamante agencia ONU Mujeres, que impulsa la igualdad de género a nivel mundial, acaba de organizar una serie de exhibiciones a puertas cerradas para los propios miembros de la Organización de las Naciones Unidas. ¿La razón? La ópera prima de Larysa Kondracki, protagonizada por Rachel Weisz, denuncia casos muy concretos de prostitución, tráfico de mujeres y explotación sexual a cargo de funcionarios de la propia ONU, cuando el organismo intervino en el conflicto de Bosnia. En su momento, el asunto lo dio a conocer Kathryn Bolcovac, una ex oficial de policía de Nebraska, Estados Unidos, reclutada por la ONU para tareas policiales en los suburbios de Sarajevo, cuando todavía había francotiradores en cada esquina. No duró mucho en el puesto. La misma corporación que la había contratado –DynCorp, una agencia que terceriza trabajos de seguridad para la ONU– la despidió cuando Bolcovac comenzó a investigar y denunciar la esclavitud sexual a que eran sometidas las mujeres jóvenes de la región, justo por aquellos que, paradójicamente, debían velar por su seguridad. La película de Kondracki se concentra en la odisea personal de Bolcovac, que debió enfrentarse sola a un ejército y una corporación constituida casi en su totalidad por hombres. En la piel de la protagonista, el trabajo de Rachel Weisz es creíble, sincero, y las intenciones del film –qué duda cabe– son meritorias. Pero en su afán de conmover al público de la manera que sea, La verdad oculta apela más de una vez a los mismos recursos que dice denunciar, regodeándose en escenas de tortura y explotación que debió haber evitado.
Sobre el implacable paso del tiempo El director de Secretos y mentiras, permanente cronista de la clase media británica, vuelve sobre dos de sus temas preferidos: la institución familiar y las cicatrices que deja, no tanto en el cuerpo como en el alma, el paso inclemente de las estaciones. Permanente cronista de la clase media británica, el director inglés Mike Leigh ha hecho de la institución familiar el centro de su obra, desde sus comienzos, en la BBC de Londres, donde se pueden encontrar algunos de sus mejores trabajos, hasta La vida es formidable (1991) y Secretos y mentiras (1995), que le permitió acceder a un público más amplio, a partir de la Palma de Oro en el Festival de Cannes. Secretos y mentiras era un film sobre las raíces y la identidad, sobre la imagen cambiante que los personajes tenían de sí mismos y de los demás, sobre la compulsiva necesidad de reafirmar constantemente quiénes eran y de dónde venían. Pero sobre todo era, esencialmente, una película sobre el implacable paso del tiempo. Tal como lo indica su título, esta preocupación de Leigh vuelve a aflorar ahora en Un año más, pero con un tono más oscuro, más grave, como si el director hubiera sentido la necesidad de dejar atrás su último, colorido divertimento –La felicidad trae suerte (2008)– para volver a trabajar en sus ácidos retratos corales. Lo más singular del cine de Leigh sigue siendo la espontaneidad con que pinta a sus personajes, la facilidad con que crea un pequeño mundo con apenas unos pocos elementos, como si para él bastara con colocar la cámara para empezar a contar una historia, que puede ser la de cualquiera. Nada extraordinario hay en el veterano matrimonio integrado por Tom y Gerri (“Hemos aprendido a convivir con eso”, señala él cuando alguien se ríe de la asociación con los clásicos personajes del dibujo animado). El (Jim Broadbent) es ingeniero geólogo e investiga los suelos de Londres para grandes obras hidráulicas que estarán terminadas “cuando yo ya esté muerto”. Ella (Ruth Sheen) es terapeuta en un hospital público y sabe escuchar muy bien, no sólo a sus pacientes. Gerri y Tom se entienden, se quieren, se acompañan, en sus horas libres trabajan juntos en una huerta y no dudan en abrir las puertas de su casa cuando tienen amigos en problemas. Una es Mary (Lesley Manville), compañera de trabajo de Gerri desde hace más tiempo del que ambas quisieran acordarse. A diferencia de su amiga, Mary nunca tuvo una vida feliz: su marido la dejó siendo muy joven; se arrepiente (aunque no lo reconoce) de no haber tenido hijos; y siempre, según ella misma dice, se enamora del hombre equivocado. Las copas de vino de más tampoco la ayudan, y menos cuando decide comprarse un auto usado: “Algo chiquito y rojo” quiere, como si se refiriera a un ají. Otro que frecuenta la casa de Tom y Gerri como si fuera la suya es Ken (Peter Wright). Según dicen los anfitriones, alguna vez tuvo su pinta, pero ahora está muy caído de chapa y pintura: más que gordo, hinchado, Ken come y fuma ansiosamente al mismo tiempo y parece siempre a punto de caer víctima de un ataque al corazón. Como a Mary, también a él le gusta un poco demasiado el alcohol y está angustiado por las cicatrices que deja el tiempo, no tanto en el cuerpo como en el alma. Se diría que Mary y Ken están hechos el uno para el otro, pero Mike Leigh no es esa clase de directores a quienes les gusta abrochar un paquete con un moño. Su cine, por el contrario, es siempre una herida abierta. Se sabe que una de las particularidades de Leigh es su método de trabajo: cuando comienza el rodaje de un film, parte de una historia de la que no se conoce el final y cada actor va armando su personaje paso a paso, con un amplio margen para la improvisación, por lo cual hay escenas en que los intérpretes van experimentado las mismas sorpresas y sensaciones por las que después atravesará el espectador. Un año más parece haber sido concebida de la misma manera, pero la diferencia con trabajos anteriores está en todo caso en que aquí se hace más evidente una estructura teatral: las escenas divididas según las cuatro estaciones del año; la casa como escenario casi excluyente; algunas escenas construidas como momentos de bravura para cada uno de sus intérpretes (con lucimiento especial para Lesley Manville, una veterana de la troupe del director, como la mayoría del elenco). De esta estructura un tanto rígida se escapa la escena del velorio de la cuñada de Tom: aparecen nuevos ambientes y personajes –el viudo taciturno, el hijo irascible– y todo ese extraño interludio, felizmente ajeno a cualquier desarrollo dramático lineal, adquiere de pronto una iracundia que parece provenir de algunas de las primeras películas de Leigh, como si el director, ahora más apaciguado, hubiera querido también él, cerveza en mano, recuperar el espíritu de sus viejos tiempos.
Grupo de familia con ecos viscontianos Hay ecos deliberadamente viscontianos en El amante, un film dirigido por el siciliano Luca Guadagnino a partir de un proyecto desarrollado por la actriz británica Tilda Swinton. Esos ecos pueden sonar hoy –cuando el cine italiano no podría estar más lejos del legado del autor de El gatopardo– como un gesto anacrónico, pero quizá deban ser entendidos como un desafío, como el intento de regresar a un tipo de cine capaz de expresar una densidad dramática que se creía perdida, donde una saga familiar pueda dar cuenta no sólo de sus conflictos internos, sino también de sus articulaciones sociales y políticas. Ambientada en la alta burguesía de Milán, El amante se inicia con una prolongada cena en familia, donde el viejo patriarca, Edoardo Recchi (Gabriele Ferzetti, el recordado Sandro de La aventura, de Antonioni), sabiendo que le queda poco de vida, reúne a todos sus herederos no sólo para festejar su cumpleaños, sino también para nombrar a aquellos que serán sus sucesores al frente de la empresa familiar, un imperio textil nacido en tiempos del Duce. La elegantísima casona de los Recchi, típica del racionalismo de los años ’30, expresa por sí sola el momento de despegue económico de esa familia, que según confiesa uno de sus miembros no dudó en aprovechar la mano de obra esclava en tiempos del fascismo. Las nutridas bibliotecas y las pesadas cortinas, sin embargo, parecen apagar el ruido de esas palabras. Sumergida en ese mundo oscuro y silencioso, está Emma (Swinton), la esposa de Tancredi, el primogénito del pater familias y heredero natural del imperio Recchi. Pero Tancredi –su nombre evoca el del personaje de Alain Delon en Il Gattopardo– se entera en esa cena de que deberá compartir la conducción de la empresa con su propio hijo Edoardo, el preferido de Emma. Allí se percibe ya una fractura, que no será la única de esa poderosísima familia, donde alguna crítica italiana creyó ver la sombra de los famosos Agnelli, una histórica familia del capitalismo italiano, fundadora de la Fiat. Las grietas aparecen también cuando Emma, una exiliada rusa que todavía lleva a su Madre Patria en el alma, descubre en sí misma una pasión que creía dormida, como su homónima de Madame Bovary. En un momento crítico de su vida, se enamora de un joven chef amigo de su hijo, que le permite redescubrir no sólo su sexualidad, sino también placeres tan simples como olvidados: el olor de las lavandas silvestres en la ladera de una montaña o el calor del sol sobre su piel desnuda, que contrasta con la ominosa, gélida penumbra que predomina en la casona de su marido. Como en una ópera, la fuerza del destino, sin embargo, no tardará en golpear a la puerta de los Recchi. La tragedia se desata en la familia y precipita una nueva Caída de los dioses. Si en el film de Luchino Visconti los aristocráticos Essenbeck perdían el control de su empresa familiar cuando se dejaban enredar en la telaraña nazi, aquí los Recchi comienzan su declive en el momento en el que sucumben a la tentación de multiplicar su riqueza, fusionándose con el gran capital internacional, que sólo aspira a quedarse con el prestigio de su marca. A la manera de un régisseur de ópera, el director Guadagnino va disponiendo de sus personajes en composiciones muy cuidadas, como si dispusiera de figuras sobre un gran escenario. Prefiere los planos generales a los primeros planos y eso no sólo aparta al film de la estética televisiva al uso, sino también le da un efecto de grandeza que su tema necesita. Pero así como consigue momentos de rara intensidad, en otros su formalismo puede llegar a resultar irritante o excesivo. La enfática música de John Adams también se ocupa de cargar demasiado las tintas. Por el contrario, la majestuosidad de Tilda Swinton, con su rostro de alabastro, es capaz de dotar al film de una fuerza y una dimensión que de otra manera no alcanzaría.
Como los restos del depósito de un estudio No hay por qué ser prejuicioso. Al fin y al cabo, el cine clase “B” en general y su rey, Roger Corman, en particular, nos han enseñado que todas las ucronías y combinaciones son posibles. Y que aún las más improbables pueden llegar a sorprender si hay la suficiente dosis de desparpajo, imaginación y, eventualmente, sentido del humor. Allí están para probarlo desde Yo fui un cavernícola adolescente (1958) hasta Frankenstein perdido en el tiempo (1990), del propio Corman, por no mencionar más de un episodio de la mítica serie La dimensión desconocida. Bueno, no es precisamente el caso de Cowboys & Aliens. Todas las sospechas que pueda despertar este título cuyos dos vocablos parecen no sólo incongruentes entre sí sino directamente antagónicos, como dos polos que se repelen, no tardan en confirmarse. Sí, Cowboys & Aliens –el conector “&” vuelve ese título, paradójicamente, aún más inconexo– es efectivamente un disparate. Lo curioso es que se trata de un disparate clase “A”, detrás del cual no sólo hay generosos “valores de producción” (como le gustaría al ambicioso gordito que juega a ser director en Súper 8) sino también un rosario de nombres propios con muuuucho cartel en Hollywood. Empezando por uno de sus productores (Steven Spielberg), siguiendo por su director (Jon Favreau, que viene de hacer la exitosa saga Iron Man) y continuando por su bien nutrido elenco, encabezado por Daniel “James Bond” Craig, en compañía de Harrison Ford, Keith Carradine, Paul Dano, Sam Rockwell y la ascendente sex symbol Olivia Wilde, mejor conocida como la doctora “Trece” de Dr. House. Más curioso aún es que Cowboys & Aliens contabilice en sus créditos a cinco (5) guionistas, tres (3) argumentistas y al autor del comic en el que se basa la película (Scott Mitchell Rosenberg), porque da toda la impresión de que entre los nueve no arman uno. Que la película opere por acumulación no quiere decir necesariamente que sume. La trama sucede en un pequeño pueblo minero del salvaje oeste hacia 1873 y en su desarrollo alberga vaqueros, aliens, indios apaches, caballos, naves espaciales, un ladrón de diligencias, un sheriff veterano, un predicador borrachín, un barman de mala puntería, cascarudos gigantes estilo Eternauta, una cowgirl de otro mundo, un ranchero tiránico, un niño valiente y –como si todo esto fuera poco, damas y caballeros– también un perro bueno y fiel, entre otros cuantos personajes. Todo ese acopio, sin embargo, parece escapado del viejo depósito de un estudio, como si de pronto se hubiera abierto la puerta del trastero y al director se le hubieran venido encima los desechos de películas completamente distintas, con las que se ve en la obligación de armar un “Frankenstein”. Si el director Jon Favreau o al menos alguno de sus muchos libretistas hubieran tenido algo de sentido del humor, la cosa por lo menos habría tenido su jugo. Pero a pesar de lo que puede llegar a suponerse por su título, Cowboys & Aliens se toma a sí misma demasiado en serio. El personaje de Craig es como un Bond del siglo XIX, un héroe violento dispuesto a utilizar todos sus recursos (incluido un temible gadget que lleva en su muñeca) para salvar al mundo de un peligro que amenaza con exterminarlo. Harrison Ford sobreactúa de ranchero malo, pero con el alma buena, como lo demuestra en la cursi escena final. Y los indios lanzan sus flechas contra todo bicho que se mueve, que son unos cuantos. La única bendición –y en estos tiempos tridimensionales el dato no debe subestimarse– es que no hay que calzarse anteojos 3-D. Al menos, el dolor de cabeza sólo lo puede provocar el empalagoso olor a pochoclo.
De la periferia a Hollywood Padres e hijos se enfrentan a diversas encrucijadas morales en el largometraje ganador del Oscar a la Mejor Película Extranjera. El film se vale de personajes deliberadamente universales para ofrecer una historia a la que se le descubren enseguida los hilos. Ganadora del Oscar al mejor film extranjero en la última ceremonia de la Academia de Hollywood, por encima de Biútiful, que parecía el caballo del comisario, En un mundo mejor es esa clase de películas que podrían definirse como “mainstream periférico”, ese cine realizado por fuera de los grandes centros de producción, pero que sin embargo se esfuerza por disputar un lugar en la corriente principal del mercado mundial. Coproducción escandinava con algunos de los mejores talentos de la región, En un mundo mejor tiene un excelente acabado técnico y personajes deliberadamente universales, pensados para llegar a los públicos más diversos, en cualquier rincón del Globo: padres e hijos enfrentados no tanto entre sí mismos como con sus propias encrucijadas morales. No habría nada de malo en ello si no fuera porque en todos y cada uno de los giros del guión (y no son pocos) se hacen evidentes el cálculo, el mecanismo, los “botones” que el film intenta pulsar para conseguir la emoción o el efecto deseado en sus espectadores. De estructura binaria, En un mundo mejor se inicia con dos historias independientes entre sí, pero que a lo largo del relato irán relacionándose cada vez más hasta quedar totalmente imbricadas. En un campamento de refugiados en un país indeterminado de Africa, Anton (Mikael Persbrandt) hace lo que puede: es médico y no le saca el cuerpo a nada. Tifus, malaria, desnutrición infantil, todo pasa por su consulta a cielo abierto, pero nada es más terrible que esas mujeres jóvenes, muchas de ellas embarazadas, que llegan al borde de la muerte, después de haber sido brutalmente acuchilladas por un matón de la región llamado Big Man. Bien lejos de allí, en la idílica Dinamarca, su pequeño hijo Elías tampoco tiene las cosas fáciles: se ha convertido en víctima predilecta de una patota escolar que le pega y se burla de él. En el otro movimiento del film, Claus (Ulrich Thomsen), un poderoso hombre de negocios, regresa a su finca natal en la campiña danesa. Su esposa acaba de morir de cáncer en Londres y él pretende que su hijo, Christian, se recupere del shock habitando el mismo paisaje en el que él creció. Alumno nuevo, Christian no tardará en hacerse amigo de Elías, y no sólo porque el maestro los sienta juntos. Bastará que una mañana el líder de la patota intente marcarle también a él el terreno para que Christian –que a priori parece formado en las más estrictas reglas de la urbanidad– reaccione con un salvajismo desproporcionado. De allí en más (y eso es sólo el comienzo) el tema de la violencia se irá instalando lenta y persistentemente en el film. Por diversos motivos –los viajes frecuentes, la distancia emocional–, los padres de ambos niños son figuras ausentes, no tanto de la dramaturgia de la película como de la vida de los hijos. ¿Qué ejemplo son capaces de dar esos hombres? Elías dice odiar a su madre (la estupenda Trine Dyrholm, una actriz que se viene luciendo desde La celebración), pero es una inmadurez de su padre lo que precipita a la pareja al divorcio. ¿Y acaso Claus siquiera sospecha que su hijo le guarda tanto rencor? ¿Y que esconde no sólo un cuchillo, sino también que planea hacer estallar una bomba? A cada vuelta de tuerca, En un mundo mejor parece convertirse en un mundo peor. En la visión subjetiva de esos chicos, el espacio que habitan es casi tan bárbaro y cruel como el que la película se encarga de describir en Africa, en un contraste que no se pretende precisamente sutil. Como en su película Hermanos (2004) –que no casualmente tuvo una remake en Hollywood–, la directora y guionista Susanne Bier se empeña en construir primero una serie de antagonismos y enfrentamientos para finalmente, al filo de la tragedia, descargar de pronto, como caído del cielo, el bálsamo tranquilizador del amor y la redención. Enfática, solemne, En un mundo mejor se parece demasiado a aquello de lo cual el cine debería alejarse: un sermón.
Noche de brujas en la boca del miedo Como en La isla siniestra, de Martin Scorsese, el hospital neuropsiquiátrico del film de Carpenter puede interpretarse como una institución represiva no muy distinta de Hollywood. ¿Qué hay más desvalido que una chica corriendo sola por un bosque, en ropa interior y perseguida por la policía? Así empieza Atrapada, pero todo aquel que conozca la obra de John Carpenter sabe que él es, quizás, el mejor discípulo de Howard Hawks. Y que en Hawks las mujeres son siempre personajes fuertes, decididos, capaces de tomar permanentemente la iniciativa. Y esta chica no será la excepción, por más que la quieran encerrar y domesticar en un loquero de una región remota de Oregon, allá por mediados de los años ’60. Hay un aire, un espíritu deliberadamente anacrónico en Atrapada que no tiene que ver sólo con la época en que está ambientado el primer largometraje de Carpenter en más de una década: ese desfase temporal también responde al estilo clásico con el que está rodada, a la fluidez, transparencia y economía de su puesta en escena, que no necesita de la parafernalia de efectos especiales a los que se ha abandonado el cine de terror actual para sostener el suspenso y la tensión narrativa. Como no tardará en comprobar Kristen (la rubia Amber Heard), no bien la recluyan en el North Bend Pyschiatric Hospital, algo inquietante y siniestro se esconde en esa inmensa mansión de aspecto neogótico, cuyos infinitos pasillos y catacumbas recorre la cámara en movimiento continuo de Carpenter. “Bienvenida al Paraíso”, la recibe irónicamente un enfermero que parece más bien un guardiacárcel. “¡Yo no estoy loca!”, se defiende la chica, a lo que el médico a cargo de su caso (Jared Harris) le responderá con aplomo: “No usamos esa palabra por aquí...”. Lo primero que llama la atención de Kristen es el pabellón al que la derivan, ocupado solamente por otras chicas de su edad y cada una con una marcada característica particular: la seductora (Danielle Panabaker), la infantil (Laura-Leigh), la artista (Lyndsy Fonseca) y la rebelde (Mamie Gummer, muy parecida a su madre, Meryl Streep). Antes hubo también otras chicas, pero todas van desapareciendo lenta, misteriosa y sistemáticamente, perseguidas por una suerte de ánima viscosa y putrefacta que ronda por ese laberinto y que parece provenir de las propias pesadillas de Kristen. A todas luces, el guión –que abusa de unos cuantos lugares comunes– no es precisamente lo mejor de Atrapada. De hecho, ni el libreto ni la música pertenecen a Carpenter, que habitualmente suele ocuparse también de esas funciones. Pero como el verdadero autor que es, el director de Christine no puede dejar de hacer suya la película, tanto que hay reconocibles puntos de contacto con su obra previa. De Asalto a la prisión 13 y El enigma de otro mundo proviene un tema esencialmente hawksiano: el grupo en peligro, aislado del mundo exterior y enfrentado a una situación aparentemente sin salida. La diferencia estriba en que, por primera vez en la obra de Carpenter, el grupo que antes era casi exclusivamente masculino ahora está integrado sólo por mujeres. Y una mujer fuerte, una sobreviviente (la supervivencia es otro tema caro a Carpenter) era también, como aquí, la líder del grupo de La niebla. El asilo para enfermos mentales ya estaba en Noche de brujas y en En la boca del miedo, pero en Atrapada se diría que adquiere otra dimensión, mucho más relevante. Personaje casi en sí mismo, ocupa un lugar similar al que tenía el neuropsiquiátrico en La isla siniestra, de Martin Scorsese, una película con la que Atrapada tiene varios hilos en común. En tren de interpretación, podría decirse que tanto para Carpenter como para Scorsese esa casa enorme y opresiva significa Hollywood, la institución en la que ambos están recluidos desde hace años y de la que ya no pueden ni quieren escapar, aunque no dejen de intentar subvertirla desde dentro. Esa institución es, se supone, el reino de la normalidad, pero como señala la estupenda, inquietante secuencia de títulos de Atrapada, hecha de antiguos grabados y fotografías de torturas, electroshocks y lobotomías, su historia es una de sumisión, castigos y represiones. Que tanto en ese comienzo como al final de Atrapada tengan una importancia crucial sendos espejos rotos quizá sugiera una imagen incompleta, desgarrada, en la que el director nunca alcanza a ver totalmente reflejada su identidad.
La guerra desatada entre madre e hijo Escrito, dirigido y actuado por él mismo, el film de Dolan es ciertamente inusual, el retrato de una relación familiar hecha de un total desacuerdo y una serie de enfrentamientos hirientes, que sin embargo pueden derivar a una ácida, creíble comicidad. Nuevo enfant terrible del cine canadiense, el quebecoise Xavier Dolan tiene todos los atributos para asumir en pleno derecho ese título: es efectivamente precoz (escribió, dirigió y protagonizó ésta, su ópera prima, entre los 17 y los 19 años), no le falta irreverencia, le sobra soberbia y, por si fuera poco, no puede sino reconocerse su talento, tal como sucedió en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes 2009, donde Yo maté a mi madre se llevó los tres premios principales. Tal como él mismo ha declarado, su primer largometraje no es estrictamente autobiográfico (como sí lo era el desgarrador Tarnation, de Jonathan Caoutte, con el que puede llegar a asociárselo), pero al mismo tiempo ostenta esa verdad que proviene de una expresión de neto corte confesional. “No sé qué pasó... Cuando era chico, nos queríamos”, confiesa a cámara Hubert (el propio Dolan), refiriéndose a su madre. Ahora Hubert tiene 16 años y, como le dice –le grita– en la cara a su madre, la odia. O no la soporta, más bien. No tolera la manera en que come (plano detalle de las comisuras de los labios de la madre, chorreadas con queso crema), ni el modo en que viste, ni cómo maneja el auto o arregla la casa (plagada de adhesivos y empapelados de flores, de mariposas, de texturas animales). Todo en ella le provoca rechazo, furia, vergüenza, indignación. “Somos incompatibles”, reconoce en voz bien alta Hubert, como si el suyo fuera un destino manifiesto e irreversible. De título tan sincero como simbólico, Yo maté a mi madre es un film hecho desde la subjetividad de su director y su personaje, que son un poco el mismo. Más de una vez, Hubert imagina a su madre en un ataúd. O cuando la profesora le encarga un trabajo sobre su familia dice no poder llevarlo a cabo porque la declara muerta: “Mi madre falleció”, afirma, para consternación de la docente. No pasará, sin embargo, una secuencia para que la cámara impiadosa de Dolan siga los tacos frenéticos de Mme. Lemming marchando enardecidamente por los pasillos del colegio para desmentir a su hijo delante de todo su curso. Hay pathos, y mucho, en Yo maté a mi madre, pero también humor –ácido, cáustico– en un film capaz de pasar de un estado al otro en cuestión de segundos. Esa mezcla de angustia y violencia (siempre verbal, casi nunca física, pero tanto o más hiriente) con dosis equivalentes de ironía y corrosión dan por resultado un film inusual, al mismo tiempo tan visceral como distante, tan furioso como racional. Hay algo auténticamente inquietante en la manera en que Hubert insulta a su madre, acusándola de sufrir de Alzheimer o de extorsionarlo sentimentalmente. Pero a la vez, esa histeria desatada entre ambos por la más mínima chispa nunca deja de ser enfermizamente graciosa, expresión de una patología que de tan extrema se vuelve cómica. El kitsch –manejado con prudencia, tamizado por pinceladas pop, como esos pequeños planos abstractos con detalles de la casa que padecen juntos– es una de las herramientas de Dolan como director. Como actor, es siempre medido, inteligente: sabe aprovechar muy bien su propio narcisismo y no necesita subrayar nada de sí para desnudar en Hubert una homosexualidad que la madre se resiste no tanto a aceptar como a mirar de frente. Por su parte, Anne Dorval es una partenaire perfecta: no hay nada grotesco en ella y, sin embargo, la subjetividad de la mirada de Dolan por momentos la vuelve monstruosa. Hay una escena que resume muy bien esa terrible relación que los une y los separa. Después de un momento en el que se han dicho de todo, los insultos más hirientes y feroces, Hubert, a punto de ser internado en un colegio pupilo, le grita, como una amenaza: “¿Qué harías si me muriera hoy?”. Y la madre, mientras lo mira partir, murmura para sí, desconsolada: “Me moriría mañana...”
Cuando la Ciudad Luz era una fiesta La nueva película del director de Manhattan no pretende ser otra cosa que un simpático, ligero, divertimento, en el que Hemingway, Picasso y otras vacas sagradas de la cultura parisina de los años ’20 son mostrados de manera amablemente caricaturesca. Este es el año Woody Allen, al menos en Buenos Aires. Primero fue el estreno, en febrero, de Conocerás al hombre de tus sueños, filmada en Londres. Después llegó, el mes pasado, Que la cosa funcione, fugaz visita a Nueva York, que supo ser la ciudad de sus sueños y hoy es apenas un paréntesis de su casi permanente exilio europeo. Y ahora, a sólo 40 días de su lanzamiento internacional en Cannes, aparece Medianoche en París, que está siendo un éxito comercial en todo el mundo, el mayor que ha tenido Woody desde Match Point, seis años atrás. La nueva película de Allen es una celebración de una ciudad a la que siempre admiró y a la que ya le dedicó una primera declaración de amor en el musical Todos dicen te quiero (1996). El film se abre con una serie de tarjetas postales de París, acompañada por el vigoroso saxo soprano de Sydney Bechet, uno de los músicos predilectos de Woody. En esa ciudad-cliché, adornada aquí por la pátina melancólica que le da la lluvia, se encuentra una joven pareja de estadounidenses (Owen Wilson y Rachel McAdams) a punto de casarse. El es un exitoso y cotizado guionista de Hollywood, pero querría ser algo más que eso, un escritor en serio, un novelista con mayúsculas. Y para ello piensa que debería hacer como sus grandes héroes –Hemingway, Scott Fitzgerald– y radicarse en la Ciudad Luz, para encontrar allí la inspiración que no le llega por otros medios. Su novia –hija de un matrimonio de comerciantes recalcitrantemente republicanos, ajenos a los encantos parisinos– no quiere escuchar ni hablar del tema. Pero Gil se deja hechizar por la ciudad y una medianoche, embriagado por una generosa degustación de Bordeaux (el matrimonio republicano dice preferir los tintos de Napa Valley), atraviesa inadvertidamente un misterioso portal que lo deposita en aquella París que se supone era una fiesta. Y, claro, en la visión de Allen lo es, y a tal punto que allí están no sólo los Fitzgerald (Zelda borracha, por supuesto) sino también Jean Cocteau y Josephine Baker, Gertrude Stein y Alice B. Toklas, Pablo Picasso y Salvador Dalí (gracioso cameo de Adrien Brody), Djuna Barnes y el admirado Hemingway, aferrado a una botella de Calvados, mientras perora sobre la muerte, el coraje y todo aquello que según su leyenda hace a un gran escritor. Lo bueno del caso es que Allen no se preocupa en explicar nada: Gil entra cada noche a la París de los años ’20 simplemente porque es allí donde lo manda Woody, para deslumbrarse –como a él mismo le hubiera gustado– con todas esas grandes figuras que fueron parte de su formación intelectual. De hecho, este punto de partida remite a un viejo cuento de Allen, Memorias de los años veinte (incluido en el volumen Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, reeditado infinidad de veces por Tusquets), que se movía un poco en el mismo terreno y que parece haber sido reelaborado por el director para una película que no pretende ser otra cosa que un simpático, ligero divertimento, en el que todas estas vacas sagradas de la cultura son mostradas de manera amablemente caricaturesca. Esta falta de ambiciones no le impide a Allen jugar con un par de buenas ideas. La primera tiene que ver con una cuestión de contraste. Esas fantasmales escapadas nocturnas, que Gil considera toda una aventura, colisionan con su banal vida diurna, en la que no sólo debe lidiar con su novia y sus futuros suegros –a cual más prosaico– sino también con un sabelotodo inglés (Michael Sheen) que se empeña en exhibir sus superficiales conocimientos de la cultura parisina cuando él, cada noche, la vive en carne propia. Y así como Gil piensa que la época en que le tocó vivir no vale nada comparada con los dorados años ’20, basta que pase un par de noches en compañía de Adriana (Marion Cotillard), la ocasional amante y musa de Picasso, para darse cuenta de que así como él idealiza una época, ella añora... la Belle Epoque. Contra la noción de que todo pasado siempre fue mejor, el nostálgico Allen, sin embargo, da una vuelta de tuerca y hacia el final de esta Medianoche en París afirma, a la manera de Spinetta, que “mañana es mejor”.