Papá lo sabe todo y lo hace todo mal En la línea de John Cassavetes y Morris Engel, la película de los hermanos Safdie recupera la mejor tradición del cine neoyorquino independiente para narrar las dos caóticas semanas de un padre divorciado a cargo de sus dos pequeños hijos. Es un pequeño placer encontrarse con una auténtica película independiente neoyorquina como Daddy Longlegs. No hay nada en la nueva aventura de los hermanos Joshua y Ben Safdie (que se dieron a conocer en la Quincena de los Realizadores de Cannes 2008 con la estupenda The Pleasure of Being Robbed, luego exhibida en el Bafici) que se ajuste al indie al uso Sundance, con esos estereotipos de lo que suele entenderse por cine joven estadounidense y que lo único que piden, a gritos, es encontrar un lugar en Hollywood (léase Blue Valentine). Por el contrario, Daddy Longlegs viene a recuperar el genuino espíritu de Nueva York, llega para reivindicar esa tradición que no es solamente la del cine de John Cassavetes, sino también la de Jonas y Adolfas Mekas, de Bruce Conner y Lionel Rogosin, de Robert Frank, Morris Engel y Shirley Clarke, en fin, del New American Cinema Group, que allá a comienzos de la década del ’60 pedía films “del color de la sangre”, realizados con verdad y con pasión antes que con dinero. El gesto, hoy, puede parecer anacrónico, incluso ingenuo, pero la película no lo es. Por el contrario, hay en Daddy Longlegs una espontaneidad y una frescura que la convierten en una obra muy viva, muy actual, en tiempo presente, como si se desarrollara sin reservas frente a los ojos del espectador. La anécdota no podría ser más simple, como sus personajes, o más económica, como su presupuesto. Lenny (Ronald Bronstein, también realizador neoyorquino, como los Safdie) es un tiro al aire de treintaypico largos. Vive apenas al día con su trabajo como proyeccionista en una sala de esas que en Manhattan pasan viejos clásicos de Hollywood y, dos semanas al año, por decisión judicial, está a cargo de sus dos pequeños hijos, fruto de un matrimonio que todo indica terminó en desastre. Y lo que cuenta Daddy Longlegs –con humor, con sensibilidad, con una ternura que no le impide ver el costado más negro de la situación– son esos escasos catorce días en los que Lenny convive con sus chicos, duerme y juega con ellos, en los que hace todo lo posible por que los tres sean felices, aunque no siempre lo consiga, claro. Filmada en gran parte con cámara en mano, pero sin enloquecer las pupilas, con una ligereza que se corresponde con el espíritu general de la película, Daddy Longlegs hace que la diferencia se encuentre en los detalles, en la manera de capturar pequeños momentos que podrían ser banales si no fuera por la mirada poética de los Safdie, capaces de convertir algunas escenas en delicadas epifanías. Puede ser un paso de comedia digno del mejor Buster Keaton, como esa instancia en la que Lenny deja clavados a los chicos en la puerta del colegio porque tiene que “largar” la película, y luego corre a buscarlos, y los tres corren a su vez de regreso a la cabina, para llegar a tiempo para proyectar el segundo rollo. O puede ser un momento casi onírico, como cuando los tres emprenden un improvisado viaje al norte del estado de Nueva York y se suben a una lancha y ven cómo un loco a su lado va haciendo surf al mismo tiempo que canta como un auténtico crooner, con big band y todo. O esa instancia directamente pesadillesca, cuando Lenny les administra un somnífero para que los chicos duerman un poco más por la mañana, tanto que después no puede despertarlos. Irresponsable, quejoso, impredecible, Lenny es a la vez un personaje puramente cinematográfico y, al mismo tiempo, enteramente real, creíble, uno de esos grandulones que tanto abundan en cualquier ciudad que se precie de tal y que suelen ser más inmaduros que sus propios hijos. El trabajo de Bronstein no podría ser mejor y –la verdad sea dicha– cuesta no imaginárselo tal como lo muestra la película, casi como si fuera un documental sobre su vida. Pero los chicos también aportan lo suyo. Hijos de Lee Ranaldo, el guitarrista del grupo Sonic Youth, Sage y Frey parecen disfrutar de lo lindo con las locuras de ese “padre” que les deparó la ficción, pero también –a la manera del cinéma verité, como si los Safdie los hubieran arrojado a la película sin instrucciones previas– no dejan de rebelarse contra las caprichos y arbitrariedades de Lenny. ¡Ah!, presten atención, ese homeless que aparece fugazmente por allí y que le quiere vender a Lenny unos cds truchos es Abel Ferrara, otro neoyorquino que, a su manera, también hace cine del color de la sangre.
El heavy metal satánico como salvación Producida con un presupuesto ínfimo en un país en el que el cine prácticamente no existe, el segundo largo de Hernández Cordón es una comedia artesanal, de una espontaneidad innegable, que sin embargo deja expuestas sus limitaciones. Desde Miami hasta Valdivia, pasando por Torino y Morelia, casi no hubo festival y premio que se le resistiera a Las marimbas del infierno, el segundo largo del guatemalteco Julio Hernández Cordón después de su discutido debut con Gasolina (Bafici 2009). Producida con un presupuesto ínfimo en un país en el que el cine prácticamente no existe, Las marimbas... tuvo alguna ayuda económica en México y Francia, pero se trata de un proyecto eminentemente singular, hecho de manera casi artesanal por el realizador y un grupo de amigos, lo que le da al film una espontaneidad innegable, al mismo tiempo que desnuda sus limitaciones. En los cinco minutos que anteceden a los títulos, en una suerte de prólogo que parece documental pero podría no serlo (la ambigüedad es la marca en el orillo de todo el film), un tal Don Alfonso explica a cámara que está siendo chantajeado por la “Mara”, una suerte de mafia de su país, que ha tenido que apartarse de su familia para no ponerla en peligro, pero de lo que no piensa separarse es de su instrumento de trabajo, la marimba. “Donde yo voy, tiene que ir la marimba; la marimba se va siempre conmigo”, afirma. Y como para ratificarlo, el instrumento tiene grabada la leyenda “Siempre juntos”. El caso es que Don Alfonso no sólo la tiene difícil por la Mara. El trabajo escasea, los restaurantes para turistas prefieren prescindir del instrumento nacional guatemalteco para reemplazarlo por música grabada (“Me sale más barato un I-Pod”, le dicen) y para colmo un ex compañero musical le quiere arrebatar la marimba, por deudas supuestamente impagas, lo que deviene en una reyerta. Por eso Alfonso no duda mucho cuando Chiquilín, un muchacho de la calle que vive aspirando pegamento y sueña con ser estrella del pop, lo pone en contacto con Blacko, un veterano baterista, pionero del heavy metal local. Entre los tres, intentarán armar un grupo para ver si pueden capear la crisis y de paso ampliar sus respectivos horizontes musicales. El planteo formal de Hernández Cordón es simple y eficaz. Como trabaja con personajes reales, que no son actores profesionales, privilegia las elipsis, los fuera de campo y los planos generales, de donde saca el mayor rédito, como esas mudas peregrinaciones de Alfonso por las precarias calles de Guatemala, en las que va empujando o arrastrando su marimba como si fuera una penitencia. Del trío infernal, el más interesante –y divertido– es Blacko, que parece entender sin problemas el humor al que aspira la película y que él es capaz de prodigar sin excederse en nada, apenas recordando que supo ser un rocker satánico cuando formó el grupo Sangre Humana, que luego perdió sus fans cuando se pasó al evangelismo y que hoy, además de fungir de médico clínico en un hospital local (donde por su aspecto no es bien visto por sus pacientes), adscribe a un culto cercano al judaísmo llamado “Leyes Noélicas” y que difunde en un hebreo aprendido por fonética. El caso de Alfonso y, sobre todo de Chiquilín, es más problemático. Hay un aura inexorablemente triste, patética incluso, en ellos, y no parece que sea apenas un recurso de la ficción a la que se prestan. Que la película por momentos pretenda también –como con Blacko– hacer algo divertido con esos dos desamparados puede llegar a resultar incómodo, porque nunca están demasiado claros los límites entre el juego cómplice y la mera manipulación.
Extrañas conversaciones con un castor El bienvenido regreso de Foster a la dirección pone en escena a un torturado personaje que solo puede comunicarse a través de un títere que, con el correr del metraje, se volverá algo siniestro. Pero una innecesaria subtrama le resta tensión. Tal como le sucede al personaje protagónico, hay dos películas que luchan una contra la otra en La doble vida de Walter. Por un lado, se percibe algo decididamente incómodo, perturbador, fuera de norma en el bienvenido regreso a la dirección de Jodie Foster. Pero esa zona oscura de la película debe convivir con otra mucho más estereotipada, rutinaria, convencional. En ese combate muchas veces desigual entre el Ello del excéntrico guión de Kyle Killen y el exigente Superyo de Hollywood, con toda su batería de normas y reglas para conformar al gran público, el Yo de la directora encuentra un raro equilibrio en la impensada figura de Mel Gibson, capaz de exorcizar algunos de los demonios interiores que en los últimos tiempos lo llevaron a los titulares de las páginas más amarillas de la prensa sensacionalista. “Este es un retrato de Walter Black, un individuo con una depresión crónica incurable”, dice una acartonada voz en off –a la manera de la de un locutor de un viejo documental– mientras el odioso Gibson yace flotando inerme sobre una colchoneta, en la piscina de su casa, con los brazos extendidos como un Cristo crucificado en el altar del conformismo suburbano. El relator informa que no ha habido terapeuta ni terapia, ortodoxa o alternativa, que haya podido arrancar a Walter de su limbo. El diálogo con su mujer (la propia Foster) se ha vuelto inexistente y la distancia y el desapego con sus hijos es tan profundo que el menor acusa serios problemas en la escuela y el mayor directamente lo odia. Lo que el espectador no tardará en descubrir es que esa voz engolada que describe en tercera persona el calvario del señor Black no es otra que la del propio Walter. O, para ser más precisos, la de su otro yo, un raído títere de puño con la forma de un castor, no necesariamente amigable. Sucede que una noche en la que la señora Black, harta de su esposo, lo echa finalmente de la casa (al menos para que reaccione o pronuncie una palabra), el bueno de Walter encuentra en la basura a ese castor, tan solo y abandonado como él. Bastará que Walter fracase en su torpe intento de suicidio para que llegue a la conclusión de que quien lo ha salvado ha sido ese títere que lleva en su mano izquierda y que de ahí en más nunca dejará de acompañarlo, ni siquiera bajo la ducha. El castor, sin embargo, se convierte en algo más que en su salvador: llega a ser su alter ego, la voz que a Walter le faltaba, con la cual es capaz de decir cosas –sobre la vida, el trabajo y la familia– que ni él mismo sabía que era capaz de pronunciar. Que en un principio Walter y su castor regresen a casa, se ganen de nuevo la confianza de su mujer y de su hijo menor (con el otro no hay caso) y hasta puedan asumir la dirección de su empresa –una fábrica de juguetes, nada menos, de pronto exitosa bajo la nueva conducción bipartita–, no oculta el hecho de que en algún momento todo ese súbito, artificial paraíso comenzará a derrumbarse. El títere –que comparte incluso los momentos más íntimos, como ese extraño ménage-à-trois que conforma en la cama con Walter y su mujer– irá tomando posesión del señor Black, un poco en la mejor tradición de Al caer la noche (1945) y Magia (1978), donde el ventrílocuo pasa a ser víctima de su muñeco. Es una pena que el film de Foster, que como directora había probado –en Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995)– tener una aguzada sensibilidad para retratar mundos familiares poco convencionales, se deje ganar por una subtrama del guión que, como el castor del título, poco a poco se va apropiando de la película hasta eclipsar la trama principal. En esta segunda película dentro de la primera, el hijo mayor de Walter (el anodino Anton Yeltin) también se empeña en descubrir su propia voz, y no solo la suya, sino también la de la chica de la cual se ha enamorado (Jennifer Lawrence, la protagonista de Lazos de sangre). Pero en esta zona de la película todo es tan lineal, tan previsible, tan moralista que parece colocado allí expresamente para morigerar los efectos nocivos que pudiera tener el otro costado de La otra vida de Walter, aquella donde el castor en cuestión causa estragos en todos los sentidos, al punto de que por momentos no se sabe si se está asistiendo a una farsa de humor negro o a la punta del iceberg de un film de terror. Considerando que The Beaver se rodó a fines del 2009 y que estuvo escondida hasta el Festival de Cannes de mayo pasado, cuando ya se suponían extinguidos los ecos del escándalo en el que estuvo inmerso Mel Gibson (acusado de abusar física y verbalmente de su compañera), la película parece pasible ahora de ser leída de manera confesional. ¿Por qué si no un actor otras veces tan limitado como Gibson luce aquí tan sincero? Es como si con un títere su amiga Jodie Foster lo hubiera ayudado a sacudirse de encima al monstruo que tiene adentro.
Vértigo y violencia Ateniéndose siempre a datos y testimonios de la realidad y apelando a un estilo que por momentos parece casi documental, Assayas logra una película que impresiona por su homogeneidad. No han transcurrido ni diez minutos de película y el relato ya ha pasado de París a Beirut y de Beirut a Londres y de un atentado con bomba a otro a punta de pistola. Corre el año 1973 y ese vértigo y esa violencia son el clima de época que tan bien –con tanta precisión, con tanto nervio, con tanto vuelo cinematográfico– registra Carlos, la estupenda realización del director francés Olivier Assayas dedicada a una de las figuras más enigmáticas, controvertidas e inasibles del terrorismo internacional de aquel momento. El “Carlos” del título es el venezolano Ilich Ramírez Sánchez, que si no fuera porque existió y existe en la realidad (actualmente cumple cadena perpetua en Francia, ver aparte) se diría que es un personaje de ficción, la creación de un guionista afiebrado, una criatura puramente cinematográfica. Su irrupción en la escena de comienzos de los ’70 marca un punto de inflexión en la violencia política de aquel momento, que no era poca y que a partir de entonces se exacerba, al menos para los parámetros europeos, acostumbrados a ver de lejos los conflictos del Tercer Mundo, hasta que ese campo de batalla en los márgenes se desplaza hacia su centro. “Para mí las manifestaciones no sirven para nada, esto es una guerra y las guerras no se ganan desfilando”, le dice Ilich a su novia chilena cuando ella le recrimina que no ha ido a marchar contra el golpe militar de Pinochet. “Ya no es tiempo de palabras, es tiempo de pasar a la acción”, concluye. Y no podría ser más literal. Autoconvocado como soldado del Frente Popular para la Liberación de Palestina, demuestra primero su compromiso con la causa intentando primero asesinar a un alto representante del sionismo en su propia mansión y luego arrojando una bomba en un banco de origen israelí, ambos atentados en Londres, donde por entonces vivía este hijo de un abogado marxista, capaz de hablar varios idiomas y de moverse por el mundo como si fuera apenas su casa. Su traslado a París profundizará aún más su compromiso con el FPLP (enemigo de la OLP de Yasser Arafat, a quien consideraban un traidor) y radicalizará aún más sus acciones. Para entonces, su nom de guerre ya se ha hecho famoso en todo el mundo: Carlos. Es notable la manera en que Assayas y su tremendo actor Edgar Ramírez –un venezolano de quien hasta ahora no se tenían casi noticias y que tiene un papel muy menor en el Che de Steven Soderbergh– retratan la figura de Carlos. Ateniéndose siempre a datos y testimonios de la realidad y apelando a un estilo que por momentos parece casi documental, ambos logran hacer de Carlos una suerte de rock star de la guerrilla urbana. No por nada el personaje confiesa en sus comienzos que aspira a la “gloria”, como si hablara de su consagración arriba de un escenario. Y si hay algo que sabe Carlos es que él no nació para figura secundaria: lo suyo es el centro de la escena, la tapa de los diarios. Y no tarda en conseguirlo, como cuando después de liquidar de un solo golpe a tres agentes de la policía política francesa, al día siguiente el legendario matutino Libération titula: “Match: Carlos 3, DTS 0”. Basándose también en su rosario de conquistas amorosas, el film de Assayas aporta una lectura erótica del personaje, en principio enamorado solamente de sí mismo, como lo prueba la satisfacción con que se admira a sí mismo, a su apolíneo cuerpo desnudo, después de haber cometido un atentado. En Carlos no hay ninguna comparación fácil entre las pulsiones sexuales de Carlos y la seducción fálica de las armas, pero aun así su sexualidad, su genitalidad incluso, está muy presente en el film, tanto en el apogeo de sus inicios como en sus días finales, cuando ya está gordo y fuera de forma y en un remoto dispensario de Sudán, último refugio de quien ha terminado convirtiéndose en un paria internacional, esos testículos de los que siempre se sintió tan orgulloso son examinados sin piedad por un médico que sólo le causa dolor cuando le diagnostica varicocele. En un film que abarca más de dos décadas en la vida del personaje y cuyas casi tres horas de duración pasan como un rayo –al ritmo de la música de los grupos New Order y Wire– es difícil señalar una escena en particular o una actuación secundaria (el casting, que reúne actores de cuatro continentes, es impecable). La tremenda homogeneidad del conjunto es lo que impresiona.
Una jovencita que es experta en matar No todo termina de cuajar en la película que protagoniza la adolescente Saoirse Ronan, pero no carece de buenos momentos. Sobre todo por la elección de Berlín como telón de fondo. La trama transcurre en nuestros días y la protagonista tiene 16 años, pero no sabe qué es un teléfono, ni un televisor, ni siquiera una ducha. Creció y se formó en un bosque impenetrable, en lo que parece ser el extremo norte de Finlandia, donde la nieve no tiene fin. Allí aprendió a cazar ciervos de un solo, certero flechazo, y a luchar cuerpo a cuerpo y de igual a igual con un hombre. Que no es otro que su propio padre. Y que no sólo la entrena en las disciplinas del cuerpo sino también en las de la mente: Hanna maneja fluidamente varios idiomas y siempre, hasta cuando duerme, está alerta y vigilante, como el mejor de los ninjas. Básicamente, lo que Hanna aprendió es a sobrevivir. Y también a matar. Primera experiencia en el cine de acción de Joe Wright, un director inglés que se había hecho un nombre con esmeradas, laboriosas adaptaciones literarias (Orgullo y prejuicio, sobre Jane Austen, con Keira Knightley, estaba mucho mejor que Expiación, deseo y pecado, infatuada superproducción sobre Ian McEwan), Hanna tiene, como todo en la vida, sus pros y sus contras. Por un lado, sin ser precisamente original –pesan los antecedentes de La femme Nikita, la saga Bourne y hasta de la farsa Kick Ass–, la película logra llamar la atención, al menos en la primera mitad del relato, con el personaje de esta chica de apariencia frágil, casi transparente, pero formada para ser una máquina de guerra. Pero esta misma contradicción es la que fuerza al espectador a suspender al máximo la verosimilitud: por más que Hanna haya sido criada como lo fue y que en algún momento se explique que hasta su ADN ha sido alterado para hacerla más rápida y más fuerte de lo que puede serlo una mujer, cuesta creer que esta adolescente casi anoréxica esté en condiciones de combatir como lo hace con agentes especialmente entrenados y que la doblan en peso y estatura. Deliberadamente, en Hanna (interpretada por Saoirse Ronan, 17 años) no hay nada de Lolita: su personaje es del todo asexuado, sin relieves, de una apariencia casi andrógina. El único momento en que un muchacho intenta darle un casto beso, se convierte en un mal paso de comedia, con Hanna, fría como un robot, derribándolo con una llave de judo. Las escenas de acción tampoco parecen el fuerte del realizador Joe Wright: son siempre demasiado mecánicas, rutinarias, de manual, como si las hubiera dejado en manos del director de segunda unidad. Hay, sin embargo, algunos atractivos aislados en Hanna. Sus referencias al mundo cruel de los cuentos infantiles de los hermanos Grimm, en el cual la chica también fue formada, tienen su correlato en la villana de la película, una bruja contemporánea llamada Melissa Wiegler, agente de la CIA empeñada en matar a la niña, que en la ajustada composición de Cate Blanchett hace recordar un poco a la Lotte Lenya de De Rusia con amor, al punto de que cuando prueba sus zapatos de tacón parece que de su puntera va a salir algún arma filosa. A su vez, el estereotipado killer gay, de pelo platinado y afición por el kabaret, que propone Tom Hollander, parece escapado de alguna película de Fassbinder (aunque el casting ideal para que ese personaje eurotrash hubiera ganado una dimensión mayor tendría que haber sido Udo Kier). Finalmente, siempre es un placer, aunque sea en unas pocas escenas, ver a Berlín como escenario de un thriller de espionaje, no sólo porque la ciudad, por su escenografía natural, se presta como pocas para el tema, sino también porque la memoria emotiva del espectador no puede dejar de asociarla con una Guerra Fría que habría acabado, pero que en el cine se perpetúa míticamente.
Pasado y presente de una pareja en ruinas No deja de ser sintomático que Blue Valentine, la ópera prima de Derek Cianfrance, empiece con un grito. Es un grito dulce, pequeño, inocente, de una nena que llama a su perro, pero que establece ya desde el comienzo mismo del film la angustia que lo irá impregnando poco a poco, mientras somos testigos de la desintegración de una pareja que se amó intensamente y que en poco más de cinco años, con una hija a cuestas, dejó que todo se derrumbara entre ellos. Premiado en Sundance 2010, luego seleccionado en Un Certain Regard, del Festival de Cannes, y finalmente nominado al Oscar a la mejor actriz (Michelle Williams), el debut de Cianfrance cumplió con todos los pasos del clásico Via Crucis del cine indie estadounidense: rechazo inicial por parte de numerosos productores, demoras de años en remontar el proyecto, rodaje express con escasos recursos y súbita ascensión al cielo de la consagración internacional. Una consagración que quizá pueda parecer excesiva a la luz del film en sí mismo, pero que es comprensible en el alicaído panorama de la producción que nace por fuera de los estudios de Hollywood y que sin embargo –como es este caso– aspira a su reconocimiento, a ser incluida dentro del sistema que originalmente no le dio lugar. Con inteligencia, Blue Valentine trabaja simultáneamente dos tiempos narrativos. Por un lado, un presente continuo de poco más de 24 horas, en el que Dean (Ryan Gosling) y Cindy (Michelle Williams) se enfrentan al momento más crítico de su vida en común y, por otro, una serie de flashbacks que dan cuenta del encuentro de la pareja, cuando las cosas no eran fáciles pero aun así parecían tener un porvenir. Al fin y al cabo, él acababa de conseguir un trabajo en una empresa de mudanzas de Brooklyn y ella soñaba con estudiar medicina, a pesar del escaso (por no decir nulo) apoyo de su familia. Y se querían y estaban dispuestos a todo. Un lustro después la realidad los encuentra borrachos, en un sórdido motel, en una suite ambientada a la manera de una nave del futuro, donde lo único que pueden intentar es reunir los escombros de su pasado. El contraste que provoca esa estructura en principio funciona razonablemente bien. Hay un vacío inicial, un agujero negro entre ambos tiempos que se irá completando a la manera de un puzzle, con piezas que van encastrando unas con otras y personajes que van formando un cuadro más completo de la situación: los compañeros de trabajo de Dean, el ex novio de Cindy, su padre, su abuela... Todos van contribuyendo a pintar el retrato de una clase obrera suburbana condenada a enterrar todos y cada uno de sus sueños. Lo que molesta del film, lo que le resta la fuerza y la naturalidad que aportan Gosling y Williams –una pareja capaz de trabajar en una sintonía muy fina, aun en las escenas más eróticas y también en las más violentas– es su manierismo. Hay una artificiosidad en la puesta en escena, un exceso de efectos de fotografía, un uso abusivo de la estética clipera y publicitaria que va limando todo aquello que Blue Valentine tiene de real y de verdadero. No alcanza con que Cianfrance filme el pasado con el calor y la textura del Súper 16mm y el presente con la frialdad propia del registro video y sofocantes primeros planos filmados con teleobjetivo. Tiene dos excelentes actores, pero a diferencia de Kelly Reichardt, por ejemplo, que también contó con Michelle Williams como protagonista (en Wendy y Lucy y Meek’s Cutoff) no les da el suficiente espacio, les impone sus lentes, sus caprichos y, en algún caso, también su cursilería, como esa escena en la que ella baila al compás de una canción que él tararea y que parece escapada de otra película.
Cóctel retro, kitsch y desprejuiciado Sólo al director de 8 mujeres podía ocurrírsele llevar al cine una obra de teatro pasada de moda y convertirla en una farsa bufonesca que no teme a los excesos y que aspira a cierta sofisticación, debido al peso de sus protagonistas. La primera imagen de Mujeres al poder es la de Catherine Deneuve trotando por un bosque que parece salido de la imaginación del viejo Disney, enfundada en un rutilante jogging rojo y con ruleros en la cabeza. Ese comienzo ya da una idea de lo que vendrá después: una comedia desprejuiciada, deliberadamente kitsch, por momentos casi al borde del ridículo, pero que sin embargo aspira a cierta sofisticación, no sólo por la presencia de la gran dama del cine francés, sino también por el peso –en un sentido tanto literal como metafórico– de su partenaire, Gérard Dépardieu. ¿Quién sino François Ozon podía animarse a preparar este cocktail retro, inspirado en una antigua pièce de boulevard de Pierre Barillet y Jean-Pierre Grédy? Quienes recuerden el vodevil 8 mujeres (2001), también de Ozon, podrán hacerse una idea de lo que les espera, pero aunque ésa sigue siendo una referencia válida hay otro film del director que se acerca más en espíritu: Gotas que caen sobre rocas calientes (2000), basada, paradójicamente, en una obra teatral de Rainer Werner Fassbinder, nada menos. Si de la revulsiva pieza de Fassbinder el intrépido Ozon tomaba sobre todo sus claves de época para convertirla en un triunfo del estilo sobre el contenido, aquí en cambio se diría que la operación es la inversa: acudir a una obra anacrónica y frívola para sacar de ese material enmohecido una comedia no sólo sobre la guerra de los sexos, sino también sobre la lucha de clases. La acción se sitúa hacia 1977, período de conflictos sociales en Francia. La Deneuve es Madame Pujol, señora de la gran burguesía de provincia, heredera de una próspera fábrica de paraguas que ha quedado en manos de su esposo (Fabrice Luchini), un nuevo rico con ínfulas, dispuesto a no conceder ni un palmo a sus obreros. No parece una casualidad que su lema sea el mismo que impuso el presidente francés Nicolas Sarkozy: “Trabajar más para ganar más”. Pero los obreros no piensan lo mismo, reclaman no sólo la reducción de la jornada laboral, sino también condiciones básicas de trabajo y, aprovechando el álgido momento social, secuestran al patrón. Es entonces cuando esa señora resignada a ser sistemáticamente engañada por su marido y relegada a la condición de objeto decorativo de la casona familiar (de ahí el título original, Potiche) se convierte en una mujer capaz de solucionar el conflicto y llevar adelante la empresa con una muñeca política que nadie había sospechado. Al punto que al primero que convoca para mediar en el asunto es a un veterano diputado comunista y ex obrero de la fábrica (Depardieu, claro), que alguna vez, en un desliz de juventud de ambos, fue su amante. Y parece que lo quiere seguir siendo. Típica comedia “de puertas”, cuando no termina de salir un personaje entra otro, entre ellos la atolondrada secretaria –y amante– de Monsieur Pujol (Karin Viard) y los hijos de Madame Pujol. Una con ambiciones de patrona de estancia y más reaccionaria que Marine Le Pen (Judith Godrèche) y otro, en cambio, despreocupado e inadvertidamente progresista (Jérémie Renier), aunque más no fuera porque quiere colorear los tradicionales paraguas oscuros de la empresa familiar e insinúa una “salida del closet” con un bello muchacho rubio muy parecido a él. Farsa bufonesca que no le teme a los excesos, este Potiche de Ozon reparte dardos a diestra y siniestra mientras se divierte desacralizando a dos iconos del cine francés, como cuando pone a Deneuve y a Depardieu a bailar música de los Bee Gees en una discoteca decorada por el más enconado enemigo del buen gusto.
Un abogado que las sabe (casi) todas El novelista Michael Connelly empezó a llamar la atención casi una década atrás, cuando Clint Eastwood puso el ojo en uno de sus libros y sacó de allí uno de sus thrillers menos recordados, pero más eficaces: Deuda de sangre. Parece que ya lo hacía antes, pero a partir de ese momento Connelly siguió escribiendo como si en eso se le fuera la vida, al punto de que tiene acumulados una docena de personajes, a quienes les dedica series enteras, como el detective Harry Bosch, del Departamento de Policía de Los Angeles, protagonista de quince o dieciséis novelas. El abogado Mickey Haller es el hermanastro de Bosch y tiene su propia saga de policiales, la primera de las cuales (titulada El inocente, en castellano) dio lugar a la película The Lincoln Lawyer, que ahora llega a su estreno porteño como Culpable o inocente. Rápido, canchero, siempre ganador, Haller (Matthew McConaughey) se ocupa de casos difíciles y no tiene muy buena reputación entre sus colegas, quizá porque no le asusta tener a criminales y asesinos como clientes. Su marca de identidad es el cochazo con el que se mueve de un juzgado al otro de Los Angeles, un viejo Lincoln Continental de los años ’70, en cuyo generoso asiento posterior trabaja como si fuera el escritorio de su bufete. A su disposición tiene un chofer negro y una secretaria rubia que conocen todos sus trucos y necesidades. Y en una de sus idas y vueltas, un lenguaraz de los que nunca faltan (John Leguizamo) le propone que se haga cargo del caso de Louis Roulet (Ryan Phillippe), un rico heredero detenido por el intento de asesinato de una prostituta. “Pan comido, plata fácil”, piensa Haller. Pero como ya aprendimos en las novelas de Raymond Chandler, las cosas nunca son como parecen... Aunque más de una vez la trama se desvíe del noir para pisar el terreno siempre más lucrativo de los thrillers judiciales a la manera de John Grisham, hay buen material de base en Culpable o inocente: el ambiente, los personajes, el cochazo de marras y un sólido elenco secundario, que además del petiso Leguizamo incluye a la gran Marisa Tomei como la ex de Mickey, y al veterano William H. Macy como un investigador privado amigo del abogado. Es verdad que el protagonista, Matthew McConaughey (¿de dónde salió?) es un poco de madera, pero ése no sería el mayor problema. Lo que le falta a Culpable o inocente es un director con estilo, que se anime a sacarles más jugo a las locaciones, que reniegue del montaje clipero, que renuncie a esos pequeños ataques de zoom que ya están viejos hasta para la serie 24. Bueno, no parece el caso con Brad Furman, lamentablemente.
En el comienzo, fue el libro de Beatriz Sarlo, La pasión y la excepción. De allí proviene la idea original, el disparador de Secuestro y muerte, la película de Rafael Filippelli que –con Hay unos tipos abajo (1985) y El ausente (1996)– viene a cerrar una suerte de trilogía sobre la violencia política durante la década del ’70. Los hechos son bien conocidos y remiten al secuestro, juicio sumario y ejecución de Pedro Eugenio Aramburu, en la primera acción pública de Montoneros, a fines de mayo de 1970. Pero el film de Filippelli omite deliberadamente nombres propios e identificaciones fisonómicas para elaborar una abstracción, para concentrarse en lo que el propio director ha denominado “una suerte de destilado de una época, una filosofía del poder como se la entendía en determinado período”. De hecho, esta deliberada ficcionalización de acontecimientos no sólo reales sino de importancia histórica (y sobre los cuales hay abundante documentación) comienza como una representación, con los personajes como actores, preparándose en sus camarines. Una mujer morocha se calza una llamativa peluca rubia, dos hombres jóvenes se visten con uniformes militares mientras un tercero se disfraza de sacerdote. Cuando aparecen en escena, metralletas en mano, su antagonista también lo hace, dándoles inadvertidamente los últimos ajustes a su austero traje gris de tres piezas, signo de su rango e investidura social. En ese comienzo tan lacónico como preciso, que coincide con los títulos del film, ya se presentan quienes serán los agonistas de la tragedia que se representará a continuación. El único escenario es el interior de una casona perdida en medio del campo. Nadie lo enuncia, pero es lo que luego se conocerá como “cárcel del pueblo”. La película, sin dejar de ser realista, tiende a una estilización abstracta: el formato de pantalla ancha resalta las paredes desnudas, el despojamiento de la escenografía, donde progresivamente sólo irá quedando espacio para las palabras. El estupendo trabajo de cámara de Fernando Lockett consigue acercarse a los personajes sin ahogarlos en el cuadro, así como el montaje de Alejo Moguillansky deja respirar las escenas, que nunca se precipitan al corte, sino que van adquiriendo su propio pulso, como ese momento en que uno de los captores atiende por la ventana a lo que sucede en el exterior mientras describe lo que ve a sus compañeros del interior, concentrando en ese único plano tres acciones diferentes. En este sentido, Secuestro y muerte seguramente es el film más ajustado, más clásico de Rafael Filippelli, de puesta en escena más clara y transparente. Se puede discrepar quizá con las actuaciones, con el tono seco y monocorde que impera en todos los intérpretes, pero esa uniformidad no hace sino confirmar lo deliberado del recurso, con el que el film decide tomar distancia del naturalismo al uso en la mayoría del cine argentino. Allí también se tiende a la abstracción, a rehuir la identificación con los personajes, a concentrarse en lo que sería el núcleo del film: el enfrentamiento trágico entre dos visiones no sólo antagónicas sino ciegas la una a la otra de un determinado momento político. Pero, paradójicamente, es más fácil pelearse con el guión, porque no sólo conviven allí estilos y recursos muy distintos (el relato en off de un personaje, por ejemplo, que desaparece caprichosamente) sino también porque esa diversidad tiene consecuencias sobre los personajes. Los interrogatorios al general, escritos evidentemente por Sarlo, tienden a una gravedad que parece tener muy en cuenta (por momentos quizá demasiado) el destino histórico del acontecimiento. Por el contrario, quizá para equilibrar la solemnidad de esas escenas, los diálogos casuales de los captores en sus momentos de distensión, escritos seguramente por Mariano Llinás y David Oubiña, abundan en chistes, juegos intelectuales y banalidades. Lo que sucede en ese choque es que falta un equilibrio dramático entre unas y otras escenas, así como falta también una valoración más equitativa entre las fuerzas en pugna. Mientras el general se muestra como un hombre sabio, sereno, articulado y complejo en su discurso, sus captores, por el contrario, casi parecen hacer alarde de su sordera y su estrechez de miras, por no mencionar también su frivolidad. Para una película que aspira a tener en su centro una batalla dialéctica sobre conceptos tan encontrados como revolución y dictadura, justicia popular y responsabilidad histórica, los contrincantes terminan siendo demasiado desiguales, al punto de que la pelea parece vendida de antemano.
Nunca es tarde para empezar a leer El veterano realizador francés, hijo del legendario Jacques Becker, entrega una película tan honesta como anacrónica, en la que el santo inocente de un idílico pueblito francés descubre el placer de la lectura a través de una anciana dama. Es tan transparente la ingenuidad cinematográfica de Mis tardes con Margueritte, tan rudimentaria su dramaturgia, tan evidentes son sus anacronismos que cuesta enojarse con una película que atrasa casi tres cuartos de siglo y no hace nada por ocultarlo, como si en la cabeza de Jean Becker el cine se hubiera detenido aún antes de que su padre, el gran Jacques Becker, diera clásicos de la talla de Casco de oro (1952) o Grisbi (1954). La anécdota argumental, tomada de un libro de Marie-Sabine Roger, es de lo más simple, tanto como su protagonista. En un pequeño pueblo rural francés –de esos que se solían ver en las películas de Marcel Pagnol y que quizá nunca existieron realmente–, el personaje del lugar, el santo inocente es Germain (Gérard Depardieu). Bueno como un pan, es a él a quien se refiere el título original del film, La tête en friche, una expresión que se podría traducir como “Cabeza yerma”. Y yerma no porque esté hueca, o vacía, sino porque nunca fue cultivada, porque siempre, desde su primera infancia, a Germain nadie le dio cariño ni instrucción, empezando por su madre, que lo consideraba “un error”, tal como informan unos flashbacks tan toscos, tan elementales que parecen salidos del más remoto túnel del tiempo. Pero como el hombre es bueno por naturaleza –parece decir la película de Becker–, Germain no se convirtió en un resentido, un violento o un asocial. Quizá pudo sortear ese destino gracias a la estereotipada barra de amigos que lo quieren así como es y lo incluyen en su ronda de copas en el bistró de la plaza (hablar de “contención” sería equivocado en una película pre-freudiana). O también porque tuvo suerte y no se sabe bien cómo –caprichos del guión, sin duda– ese hombre dejado, ya mayor y corto de entendederas, tiene a su lado a una mujer joven, inteligente y hermosa (Sophie Villemin) que a toda costa quiere un hijo de él. ¿Será porque a Germain lo encarna Depardieu? El asunto es que nunca es tarde para el conocimiento, machaca Becker, a partir del momento en que una tarde, en la plaza del pueblo, Germain encuentra sentada en su banco favorito a una elegante y frágil anciana (Gisèle Casadesus, de la legendaria Comédie-Française), que le transmitirá su pasión por la lectura y los libros. Casi centenaria, la vieille dame Margueritte comenzará a leerle cada tarde a Germain fragmentos de Camus, de Romain Gary, del chileno Luis Sepúlveda, con los cuales despertará en él una sensibilidad hasta entonces dormida, desconocida. Alguna sombra en la salud de la señora, los celos de la chica de Germain, la desconfianza que provoca en sus amigos el cambio de vocabulario del protagonista oscurecen apenas una paleta por lo demás siempre luminosa, como si el sol nunca dejara de brillar, ni siquiera de noche, en ese idílico pueblito francés. Pero a no preocuparse, que todo está previsto para que luego de 82 minutos (la brevedad se agradece) el público pueda salir de la sala con una sonrisa en los labios.