Noche transfigurada El film de Weerasethakul propone aguzar los sentidos, abrirse al misterio, estar dispuesto a descubrir lo mítico y lo maravilloso allí donde en apariencia sólo se encuentra la realidad cotidiana. En ese magnífico libro de viajes que es Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux (traducido por Jorge Luis Borges), el poeta francés, después de detallar su admiración por el teatro y el cine del Lejano Oriente, escribe: “El argumento es lo de menos. Muchos son semejantes. Lo mismo la historia de los pueblos (en todas partes semejantes) importa poco. La manera, el estilo, cuentan, y no los hechos. Un pueblo del que nada se sabe o que ha robado todo a los demás tiene propios sus gestos, su acento, su fisonomía..., sus reflejos que lo traicionan”. Frente a El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, el extraordinario film tailandés de Apichatpong Weerasethakul, ganador de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2010, conviene acercarse a la manera de Michaux: con la sensibilidad abierta, sobre todo, hacia los modos de expresión, los gestos, el estilo. Así se encontrará entonces la singularidad absoluta de esta obra, que no se parece a nada que no sea la propia obra previa del director, conocida hasta ahora solamente a través del circuito de festivales. Lo primero que impresiona de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas es su tono, suave y delicado como un susurro, y sus tiempos, de una serenidad que no admite urgencias. Las imágenes y sonidos iniciales son elocuentes al respecto. En una selva habitada por una pequeña sinfonía nocturna de pájaros e insectos, un buey –al que la cámara filma como si se tratara de un ser humano– se altera, intuye una presencia. Hay algo allí, en la oscuridad, que lo inquieta, como si toda la naturaleza estuviera vibrando de pronto al unísono... Y el espectador no puede sino percibir también esa inquietud, que poco a poco irá cobrando forma. Compuesto de una serie de episodios independientes –visiones, recuerdos, apariciones– pero a la vez relacionados entre sí de una manera muy orgánica, como si fueran ramas de un mismo árbol, el film de Weerasethakul tiene como tronco la figura del Tío Boonmee, un hombre que presiente el final de sus días. Boonmee padece una insuficiencia renal aguda, pero no da la impresión de temerle a la muerte. En tanto budista, cree en la reencarnación y la transmigración de las almas. Disfruta de su parcela de tierra fértil en medio de la selva, que parece tan dulce como la miel y los tamarindos que cultiva. Y espera pacientemente su final. Pero algo perturba, sin embargo, a Boonmee, que sigue siendo un hombre joven para morir: su mal karma quizá se deba a que en el pasado mató “a muchos comunistas”. Lo dice apenas como al pasar, pero aquí se hace presente una vez más –como en buena parte de su obra previa– esa capacidad que tiene el director de inscribir en sus films una suerte de “notas al pie” con las que evoca la historia reciente tailandesa, en este caso la represión que, durante los años ’70, se cobró centenares de víctimas entre estudiantes e intelectuales, a manos del régimen militar de Bangkok. Alrededor de Boonmee se mueven otros personajes, tan reales como fantásticos. Es el caso de su mujer y de su hijo, fallecidos hace muchos años, pero que en una apacible cena familiar, en esa casa recostada sobre la espesura de la jungla, se sientan de pronto a su mesa, a compartir sus alimentos y recuerdos. La esposa, Huay, tiene casi el mismo aspecto que cuando murió, reconoce Boonmee, pero su hijo, en cambio, reaparece como una suerte de hombre mono, un extraño, ingenuo fauno de ojos rojos. “El cielo está sobrevalorado, no hay nada allí”, dice Huay. “Los espíritus no se aferran a los lugares sino a la gente, a los vivos.” El fantástico incorporado a lo cotidiano produce un poderoso efecto de extrañamiento: los personajes se desdoblan frente a sí mismos y sus ánimas comienzan a vagar por la pantalla, con humor incluso, como ese monje budista que –en el episodio final– se desprende de su propio cuerpo para abandonar la meditación y salir a comer algo. Por qué no. En El hombre que podía recordar sus vidas pasadas vibra una idea consustancial a su propio medio de expresión: el cine como usina de fantasmas, como máquina del tiempo, como un instrumento capaz de preservar el pasado y proyectarlo hacia el futuro. Es el caso, por ejemplo, del episodio de esa princesa preocupada por la pérdida de su belleza, que se mira en un espejo de agua como si viera en una pantalla el reflejo de lo que fue su juventud. O el del propio Boonmee, cuando se interna con su familia en esa caverna de sueños olvidados y reconoce el cálido brillo de sus paredes: “Es como un vientre, aquí nací, no sé si como hombre, mujer o animal”, murmura. Si hay algo que propone el film de Apichatpong Weerasethakul es aguzar los sentidos, abrirse al misterio, estar dispuesto a descubrir lo mítico y lo maravilloso allí donde aparentemente sólo se encuentra la más crasa realidad cotidiana.
La caldera del diablo Ganadora de la Cámara de Oro del Festival de Cannes, Ajami refleja la violencia cotidiana en un barrio de Haifa que no hace sino replicar el conflicto armado que tiene en llamas desde hace décadas a Medio Oriente. Parece por lo menos un sinsentido que esta película israelí, que participó el año pasado de la Competencia Internacional del Bafici, llegue ahora a su estreno en salas cuando una nueva edición del festival porteño todavía tiene acaparado por todo este fin de semana al mismo público al que se supone está dirigido Ajami. Ganadora de la Cámara de Oro del Festival de Cannes, entre muchos otros premios y reconocimientos (fue competidora de El secreto de sus ojos por el Oscar al mejor film extranjero), la ópera prima realizada a cuatro manos por el palestino Scandar Copti y el israelí Yaron Shani es esa clase de películas que no siempre consigue estar a la altura de sus ambiciones, que son muchas. El título del film remite a una barriada de Haifa, no muy lejos de Tel Aviv, donde conviven israelíes, palestinos y cristianos, todos revolcados en el mismo lodo: el de la violencia cotidiana, que parece bastante más que el mero reflejo del conflicto armado que tiene en llamas desde hace décadas a Medio Oriente. Según expone Ajami ya desde su primera secuencia, en ese barrio –como en Calles peligrosas, de Martin Scorsese, que da la impresión de ser uno de los modelos sobre el cual está construido el film–- cualquier diferendo se resuelve de la peor manera posible: a los tiros, o incluso a las cuchilladas. Es lo que le sucede, por caso, al bueno de Malek, un adolescente palestino que ve cómo se disgrega toda su familia cuando su tío se convierte en víctima de una venganza entre clanes beduinos que puede cobrar la vida de cualquiera, incluso la suya, aunque sea un perfecto inocente. Las deudas allí se pagan con sangre, o se saldan con mucho dinero, demasiado para esa familia humilde, que apenas si puede vivir de su trabajo. Que el mediador entre beduinos y palestinos sea una suerte de “padrino” cristiano habla del espeso caldo de cultivo que es ese barrio. Que la hija del mediador –también cristiana, claro– sea en secreto la novia de un palestino, a la sazón el hermano de Malek, da una idea del denso entretejido que va elaborando Ajami a lo largo de sus dos horas de trabajoso relato. Dividido en cinco capítulos, que tienen todos finalmente los mismos personajes enfrentados a situaciones cada vez más difíciles, como si esa espiral de violencia sólo pudiera profundizarse, Ajami expresa de una manera muy visceral lo que sucede no sólo en las calles sino también puertas adentro en ese barrio, convertido en un campo de batalla no oficializado como tal. El problema es que todo aquello que a priori parece verdadero y espontáneo (por el uso de locaciones reales, por la participación de actores no profesionales) poco a poco se va volviendo mecánico y artificioso por culpa de un guión que se empeña en manipular situaciones y personajes, a la manera del repetido mosaico de Amores perros, otro de los modelos de Ajami, y no precisamente el mejor.
El pasado como ejemplo de futuro En lo que la historia recuerda como “la masacre de Marzabotto”, entre el 29 de septiembre y el 5 de octubre de 1944, en represalia por el apoyo de los campesinos a la resistencia italiana, soldados del ejército alemán, a cuyo mando se encontraba el SS-Sturmbannführer Walter Reder, asesinaron sistemáticamente a 770 civiles desarmados. Entre las víctimas hubo 45 niños menores de dos años, 110 niños menores de 10 años, 95 jóvenes menores de 16 años, 142 personas mayores de 60 años, 316 mujeres y cinco sacerdotes católicos. Sobre este episodio que sigue sacudiendo la memoria de los italianos (en el 2007 se llevó a cabo un juicio in absentia contra 17 presuntos ex miembros de las SS), el director boloñés Giorgio Diritti realizó El hombre que vendrá, una sobria reconstrucción del hecho filmada en los escenarios reales: Marzabotto y en las localidades cercanas de Grizzana Morandi y Monzuno, todas de la provincia de Bolonia. El dato tiene su relevancia porque el film de Diritti, sin pretender en ningún caso acercarse al documental, se esmera por conseguir una autenticidad de registro, no sólo en sus locaciones, sino también en el dialecto boloñés que hablan sus actores. El punto de vista elegido es el de Martina, una niña de ocho años, única hija de un matrimonio pobre de campesinos de la zona. Martina no es técnicamente muda, pero dejó de hablar cuando su pequeño hermano murió después de apenas unos pocos días de vida. No será ese el único trauma de su vida. Desde su silencioso lugar de espectadora de todo lo que sucede en su finca y en las de sus vecinos, Martina presencia la rutina cotidiana de su familia, los trabajos y los días, pero también el despertar del amor en sus primas y la partida de los muchachos jóvenes hacia el bosque, donde van a reunirse con al ejército de las sombras de los partisanos. La muerte vuelve a rondar alrededor de Martina, pero no ya una muerte natural, como la de su hermano, víctima de la pobreza y la falta de asistencia médica, sino la muerte por las armas, que cada vez comienza a cobrar más víctimas en la región, hasta llegar a la brutal represalia nazi. Hay nobleza en el film de Diritti, que parece tener como ejemplo el cine de los hermanos Taviani, particularmente La noche de San Lorenzo (1982), donde se recreaban episodios similares de la misma época. Sin embargo, Diritti no alcanza el lirismo de los Taviani y su película no siempre consigue escapar de ciertos tópicos y convencionalismos que parecen consustanciales a su tema. Una sensación de déja vù planea fuerte a lo largo de El hombre que vendrá, pero no alcanza a impedir el reconocimiento a una película cuyo mayor mérito quizá resida, paradójicamente, en su anacronismo. En un momento en el que la sociedad italiana parece asistir insensible a la corrosión de todos sus valores, devaluados desde el vértice de la pirámide por la figura de Berlusconi, ya desde su título L’uomo che verrá apuesta al futuro, recuerda que es posible sobrevivir a las circunstancias más difíciles y volver a reconstruir el orden del mundo.
Acerca del amor y otras cuestiones Basada en una novela de Kazuo Ishiguro, la película, plagada de grandes nombres propios, naufraga en su mar de pretensiones. Hay una proliferación de nombres propios en el proyecto de Nunca me abandones. La novela que sirve de base al film es de Kazuo Ishiguro, un autor que ha sido adaptado antes al cine por directores tan disímiles como James Ivory (Lo que queda del día, La condesa blanca) y Guy Maddin (La música más triste del mundo). La versión corrió por cuenta de Alex Garland, guionista habitual de Danny Boyle, desde los tiempos de La playa y Exterminio. En el elenco figuran destacadas actrices británicas de distintas generaciones, desde las chicas Carey Mulligan y Keira Knightley –que antes compartieron elenco en Orgullo y prejuicio– hasta la veterana Charlotte Rampling, pasando por Sally Hawkins (la sonriente maestra jardinera de La felicidad trae suerte, de Mike Leigh). Pero, ya se sabe, el resultado no siempre coincide con la suma de las partes. Y a pesar de sus pretensiones –o precisamente a causa de ellas– Nunca me abandones termina siendo una película tan solemne como malograda. La idea de producción parece un poco la misma que animó a Blindness, la versión de Ensayo sobre la ceguera de José Saramago que acometió el brasileño Fernando Meirelles: tómese una novela importante, preferentemente sobre un mundo distópico; cocínese a horno lento para que leve hasta hincharse; haga que sus actores expliquen en voz bien clara y alta todo aquello que ya se entiende desde la imagen y, junto con una fotografía gris y melancólica, podrá presumir de haber hecho una película sobre eso que alguna vez se llamó “la condición humana”. Nunca me abandones transcurre durante las últimas décadas del siglo pasado, en una suerte de ucronía que lleva al extremo una situación real: ¿qué hubiera pasado si una sociedad obsesionada con la salud y la longevidad, como es la nuestra, hubiera llevado las cosas a un extremo y “criado” jóvenes sanos y puros para que luego sirvieran como donantes compulsivos de órganos, como meros repositores de partes? Desde la escena inicial, que es también la final, Kathy (Carey Mulligan) recuerda sus años de preadolescencia y juventud junto a Ruth (Keira Knightley) y Tom (Andrew Garfield, el de Red social). Los tres crecieron y se animaron juntos a la amistad y el amor en Hailsham, uno de esos típicos internados británicos a los que el cine de las islas siempre ha sido tan afecto, desde If hasta la saga Harry Potter, que hizo famoso a Hogwarts. De hecho, en Nunca me abandones es como si a Harry, Hermione y Ron los hubieran preparado no para el mundo de la magia, sino para el de la resignación y la muerte. Es claro que la estricta educación que se imparte en Hailsham –bajo la dirección de una Dumbledore femenina (Charlotte Rampling)– tiene como objetivo que sus alumnos terminen en una mesa de operaciones, antes de los 30 años. Por eso el trío protagónico deberá aprender a valorar mejor el tiempo escaso, que se les escapa como arena entre las manos. ¿Será quizás que si sus dibujos y pinturas son elegidos para una hipotética “Galería” podrán pedir un aplazamiento a su sentencia, porque demuestran que tienen no sólo el talento sino también el espíritu suficiente como para seguir viviendo? A esa altura, en la película empiezan a crecer como hongos los subrayados y las mayúsculas y se discurre acerca de temas tan elevados como el Arte, el Amor y el Alma, en ese orden. El director a cargo –el ubicuo Mark Romanek, que se hizo un nombre con videoclips para Madonna y el grupo R.E.M.– filma todo esto como si se tratara de una sesión fotográfica para lanzar la temporada otoño-invierno de una casa de ropa para jóvenes tristes.
Un “killer” para no tomar en serio Ungido como el nuevo héroe de acción, el protagonista de El transportador recicla un viejo vehículo para lucimiento de Charles Bronson y, enfundado en la piel de un asesino a sueldo, encabeza un cuento lleno de sonido y de furia que no significa nada. La popularidad del inglés Jason Statham sigue en alza. En una encuesta reciente de uno de los sitios especializados más visitados de la red (imdb.com), donde se consultaba a los lectores acerca de sus actores preferidos de cine de acción, el héroe de la saga El transportador salió cuarto, apenas detrás de Bruce Willis, Stallone y Clint Eastwood. Parece mucho, sobre todo después de ver El mecánico, pálida remake de la película del mismo nombre protagonizada por Charles Bronson allá por 1972, cuando todavía no se había convertido en El vengador anónimo. Es sintomático, en todo caso, que a los experimentados productores Robert Chartoff e Irwin Winkler se les haya ocurrido asociar a Statham con un viejo vehículo al servicio de Bronson: ambos siempre se han valido de su trabajado laconismo para no tener que exponer demasiado sus limitaciones dramáticas. Pero son casos y épocas diferentes, sin duda. Allí donde Bronson –con su aspecto de jinete mongol recién bajado de las estepas– cultivaba una personalidad tan recia como distante, Statham en cambio se ha venido preocupando siempre por ofrecer un costado “cool”, herencia sin duda de sus épocas de modelo publicitario, que le valieron sus primeros personajes en cine. Es el caso de este nuevo “mecánico”, el eufemismo bajo el cual se esconde un sofisticado asesino profesional, especialista en “arreglar” de manera definitiva aquello que no tiene otro arreglo posible. El killer Arthur Bishop vive recluido en una casa que parece salida de la imaginación de Le Corbusier si hubiera trabajado en los bayou de Louisiana. Detrás de sus generosos ventanales abiertos a la luz verdosa de los pantanos, esa guarida hi-tech reúne no sólo todos las armas y artilugios necesarios para su oficio sino también unos costosos productos vintage en los que Bishop invierte su tiempo libre: por caso, un Jaguar rojo modelo ’63 y un tocadiscos con amplificador a válvulas en el que escucha un único, repetido vinilo, con el delicado trío Opus 100 de Schubert, como si con esa música pudiera apaciguar a la fiera que lleva dentro. El asunto es que cuando no anda jugando con sus chiches, Bishop cumple con sus contratos, de la manera más discreta posible. “Los mejores trabajos son aquellos que no se notan”, dice después de haber mandado al otro mundo a un jefe narco sin que nadie de su numerosa custodia se entere siquiera de que fue asesinado. Su empleador es un viejo zorro en silla de ruedas (Donald Sutherland), que sabe que Bishop es el mejor en lo suyo, a diferencia de su hijo (Ben Foster), a quien considera “una constante decepción”. Pero las vueltas de la vida –y de la muerte– harán que el hijo carnal y el putativo terminen trabajando juntos, inmersos en una telaraña de traiciones en la que ellos mismos se convierten en blancos móviles. En contra de esa discreción y elegancia de la de que el film y su protagonista alardean en las primeras escenas, cada una de las siguientes se convierte en un festival del destrozo, como elefante en un bazar. Desde el killer rival (significativamente gay) que uno de ellos despacha trabajosamente en una sangrienta pelea cuerpo a cuerpo hasta el rompecoches y tiroteo final, pasando por el asesinato del líder de una secta religiosa que casi provoca el derrumbe de un hotel, todo en El mecánico parece –como decía el Bardo– un cuento lleno de sonido y de furia que no significa nada. El director Simon West filma todo con la estética de un corto publicitario y sus montajistas editan el material como si lo hicieran en una multi-procesadora, a ver quién corta más chiquito cada plano, como recomendaba Doña Petrona, a la manera Juliana. ¿Qué espectador entonces podría preocuparse por los problemas de conciencia y lealtad que acosan al “mecánico”? Ni siquiera él mismo parece tomárselos demasiado en serio.
Interrogantes en lugar de respuestas Construida como una sucesión de planos fijos, la ópera prima de Perel –que prescinde de explicaciones y entrevistas– registra una brecha en el tiempo, aquella en la cual la ex ESMA pasa a convertirse en el Espacio para la Memoria. Filmado entre marzo y noviembre de 2009 en las instalaciones de lo que alguna vez fue la ESMA, el principal centro de detención, tortura y exterminio de la dictadura militar, El predio llega a su estreno en coincidencia con el 35º aniversario del golpe, pero no participa de las consignas de ocasión. Por el contrario, la ópera prima de Jonathan Perel (nacido en 1976) es un documental abierto, libre a múltiples interpretaciones, que elige formular una serie de preguntas antes que ofrecer sus eventuales respuestas. Con la sola excepción de las tres o cuatro tomas iniciales, unos lentos travellings hacia adelante con los cuales el film se introduce –casi con temblor– en el interior de ese espacio fuertemente simbólico, El predio está construido como una sucesión de planos fijos en los que la cámara de Perel registra una brecha en el tiempo, aquella en la cual la ex ESMA pasa a convertirse en el Espacio para la Memoria. No hay explicaciones, no hay un narrador en off, no hay entrevistas, el sonido es apenas el del ambiente, signado mayormente por el silencio. La cámara de Perel toma nota, en un comienzo, de elementos de una obra en curso –tejas, ladrillos, sanitarios– pero no se ocupa de seguirla en su evolución. Prefiere detenerse, en cambio, en los detalles de esos edificios que albergaron el horror pero que, sin embargo, se siguen resistiendo a enunciarlo. En este sentido, el film parece muy sincero con su espectador: no hay marcas, cicatrices que hablen explícitamente de lo que allí sucedió. La película, de alguna manera, choca, rebota contra esas paredes mudas. Poco a poco, sin embargo, El predio va dando cuenta de una transformación. Ese espacio comienza a ser habitado, a moverse, a cobrar vida. Un microcine exhibe películas europeas y argentinas, un videasta filma el lugar para un proyecto todavía en ciernes, aparecen textos en las paredes (la célebre Carta a la Junta Militar de Rodolfo Walsh), fotografías del Che, los pañuelos blancos de las Madres... Y el paso del tiempo en el film está denotado, especialmente, por un proyecto artístico (de Marina Etchegoyen), una huerta donde las papas equivalen a sembrar energía y vida allí donde antes hubo sufrimiento y muerte. Lo singular de El predio es que al evitar toda declaración, al sustraerse de cualquier enunciado, al limitarse a la más rigurosa observación, el espectador puede ser testigo de una transición y, al mismo tiempo, plantearse las preguntas que obsesionaron –por caso– a los berlineses con respecto a las huellas físicas del nazismo y que se repiten en el caso de la ex ESMA. ¿Cómo evitar la idea paralizante de museo? Y, a la vez, ¿darle vida a ese espacio no implica acaso borrar en parte su significado y su historia? ¿Cómo sortear la institucionalización de la memoria? La serie de planos finales del film refuerza todos estos interrogantes, desde el monolito vacío, donde alguna vez hubo alguna placa que seguramente recordaba una hazaña naval o un almirante, hasta la placa actual que da cuenta de la fundación de la plaza denominada Declaración Universal de los Derechos Humanos. De un bronce a otro, el film concluye con un plano tan potente como enigmático y polisémico: la reja abierta del predio vista desde su interior, una imagen que ninguno de los cautivos de ese lugar llegó a ver jamás.
Por amor, cualquier escape es posible Russell Crowe encarna a un simple profesor de literatura que termina planeando la fuga de su esposa de un penal de máxima seguridad. Más allá de la inverosimilitud del asunto, el film se salva gracias a una dosis de suspenso que aparece en los últimos 45 minutos. ¿Es posible que un manso y tranquilo profesor de literatura de colegio secundario se convierta, casi de la noche a la mañana, en un experto capaz de organizar una fuga del penal de máxima seguridad de Pittsburgh? ¿Por qué no? Al fin y al cabo, se trata de un acto de amor y Hollywood todo lo puede. Y lo que no, lo inventa. Más si el profesor de letras es Russell Gladiator Crowe. El asunto es así. Una noche, Lara Brennan (Elizabeth Banks) llega tarde y desencajada a una cena en un restaurante. Su marido, John (Crowe en su faceta perro San Bernardo), la quiere y por lo tanto la contiene y la calma. Pero eso no impide que Lara se agarre de las mechas con la pareja de amigos con quienes habían quedado en cenar. Sucede que Lara viene de pelearse mal con su jefa. Que esa mujer aparezca asesinada esa misma noche y que en el impermeable de Lara se encuentren restos de sangre de la occisa no hacen sino convertirla en la culpable perfecta. El único que confía en su inocencia es, por supuesto, John, que sabe que la madre de su hijo nunca podría haber hecho tal cosa. Y está dispuesto a todo por volver a unir a su familia. Remake de un film francés titulado Pour elle, que en Argentina nunca llegó a estrenarse, Sólo 3 días es una película rara para el guionista y director Paul Haggis, cuyas ambiciones suelen picar más alto, aunque sus resultados no estén necesariamente a la altura de esas ambiciones. Guionista de Million Dollar Baby, entre otras películas de Clint Eastwood, Haggis saltó a la fama con el rosario de Oscar que cosechó como director de Vidas cruzadas (2004), uno de esos films corales en donde al final todos los personajes se redimen de sus pecados. Y en La conspiración (2007), su segundo esfuerzo como director, se animó incluso a rezar una suerte de responso por los veteranos de la guerra de Irak. Allí también había un padre decidido a todo, en este caso por llegar al fondo de la misteriosa desaparición de su hijo. Pero la diferencia con la nueva película de Haggis era que allí Tommy Lee Jones tenía experiencia previa: había sido miembro de la policía militar. Ahora el personaje de Crowe juega con la desventaja de que debe aprenderlo todo desde cero, desde el Código Penal y las leyes del Estado (mientras cree que puede salvar a Lara a través de la Justicia) hasta el último truco de cómo escapar de una prisión aparentemente inexpugnable. Claro que para eso hoy en día está Internet. Cuando no le está dando de comer a su hijo o preparando sus clases de la mañana siguiente, el pobre John se la pasa online, sumergido en la red de redes, donde encuentra todo lo necesario para llevar a cabo su plan. Empezando por el autor de un libro (Liam Neeson), ex presidiario y escapista experto, que en una fugaz charla de bar no duda en tirarle un par de ágiles tips para que John tenga en cuenta a la hora de llevar a cabo su aventura. Es difícil abstraerse de la inverosimilitud absoluta del planteo, pero en caso de que el espectador llegue a hacerlo puede llegar a disfrutar acríticamente de los últimos 45 minutos de película, cuando John todavía no ha terminado de perfeccionar su plan y descubre que tiene que implementarlo cuanto antes, porque en apenas tres días (a los que alude el título del film), Lara será trasladada a otro presidio. Allí aparece una dosis moderada de suspenso (convencional, pero suspenso al fin): persecuciones a toda carrera en auto, en subte, a pie, pero sobre todo un contrincante a la medida del protagonista, un detective negro que parece el peor perro de presa posible, interpretado por uno de esos secundarios ignotos (Lennie James, vigésimo quinto en el reparto), cuya sola presencia alcanza a darle a la película un espesor impensado.
Unos días de verano a orillas del Tíber Simple, llana, lineal, Pranzo di ferragosto es esa clase de películas –cada vez más infrecuentes en el cine italiano de hoy– que buscan comunicarse de manera directa con su público, pero sin resignar por ello nobleza y dignidad. El “ferragosto” en Italia es cosa seria. La palabra tiene su origen, por supuesto, en el latín, y se deriva de “Feriae Augusti”, que significa el “reposo de agosto”. En la antigua Roma, después de haber recogido la cosecha de los cereales se celebraban grandes fiestas populares y se les concedía a los animales de tiro (caballos, asnos y mulos) un merecido descanso, adornándolos incluso con abundantes flores. Fueron también fiestas en honor del emperador Octaviano Augusto. El día central era –y sigue siendo– el 15 de agosto, pero el ferragosto es hoy sinónimo de vacaciones, de verano, de playa. Y en Roma los únicos que quedan son los turistas extranjeros. Y los ancianos, como señala cáusticamente Un feriado particular (Pranzo di ferragosto, en el original), la cálida comedia que marca, a los 58 años, el postergado debut como actor y director de Gianni Di Gregorio. Por casi tres lustros asistente de dirección e incluso guionista de Matteo Garrone (el realizador de Gomorra), que puso aquí su respaldo y su nombre como productor, Di Gregorio asume el protagónico absoluto de su primera película como director. El es Gianni, un veterano soltero sin remedio, no muy afecto al trabajo y cuya única ocupación es atender a su madre anciana, a la que cuida con cariño, además de leerle en voz alta viejas novelas de aventuras, en un soleado piso del Trastevere romano. Claro, la fortuna familiar –si es que alguna vez la hubo– hace tiempo que se desvaneció y madre e hijo viven de deudas acumuladas, desde la cuenta del almacén hasta el alquiler y la luz. Por eso Gianni no tiene muchas alternativas cuando el administrador del edificio le pide, como un favor, que le cuide –por el feriado de ferragosto nada más– a su madre, así él también puede, como todos, tomarse un par de días en la playa. Lo que Gianni no sospecha es que con la señora Marina llega también otra anciana, la tía María. “No te preocupes, son dóciles –le dice el administrador a Gianni–. Donde las ponés, se quedan.” Para colmo de males, en esos agobiantes días de verano Gianni se siente agitado, hipertenso, y llama a su amigo, el doctor Marcello, que también tiene problemas con su madre. Hasta la enfermera rumana que la cuida se ha tomado el ferragosto y entonces, junto a una serie de recomendaciones y pastillas, le deja en depósito a Mamma Grazia. De más está decir que esas cuatro señoras son un amor, pero cada una tiene sus exigencias, demandas y caprichos, a los que Gianni tendrá que atender (la necesidad tiene cara de hereje) con la ayuda de un amigo, Vikingo, con quien comparte no sólo su afición al vino blanco fresquito sino también su aversión al trabajo. Simple, llana, lineal, Pranzo di ferragosto es esa clase de películas –cada vez más infrecuentes en el cine italiano de hoy– que buscan comunicarse de manera directa con su público pero sin resignar por ello nobleza y dignidad. En el film de Di Gregorio no hay estereotipos sino personajes, empezando por su singular protagonista (que se permite prescindir de los histrionismos a la manera de la clásica commedia all’italiana) y siguiendo por las cuatro octogenarias, que parecen trabajar a partir de sus propias personalidades y recuerdos, como si no fueran actrices. De hecho, no lo parecen, lo que le da a Un feriado particular –el título local pretende usufructuar la resonancia con Un día muy particular, el clásico de Ettore Scola– una rara dosis de verdad, como si de pronto el espectador hubiera sido invitado, también él, a pasar un inesperado ferragosto a orillas del Tíber.
Cicatrices a cielo abierto A partir de la fractura que dejó en Buenos Aires una autopista inconclusa de la dictadura militar, el film de Hartmann va practicando un corte transversal no sólo en la estructura urbana, sino también, y muy particularmente, en su tejido social. No es la que más se recuerda, pero entre las muchas herencias negras que dejó la última dictadura militar está el sueño megalomaníaco del brigadier Osvaldo Cacciatore, intendente de facto de la ciudad de Buenos Aires, cuando con sus desmesuradas autopistas se empeñó en dejar –literalmente– su marca en la ciudad, a la manera de auténticos tajos en el tejido urbano. De las ocho autopistas proyectadas, apenas dos llegaron a construirse; una tercera, la AU3 o Autopista Central, dejó como todo legado numerosas expropiaciones a lo largo de su trazado y un puñado de demoliciones en distintos barrios de la ciudad: Villa Urquiza, Saavedra, Villa Ortúzar, Chacarita, Belgrano R... Esa cicatriz urbana, salpicada de lotes baldíos y casas a medio demoler, pronto fue el mejor hogar que pudieron encontrar muchas familias de bajos recursos. Tres décadas más tarde, la AU3 ha sumado nuevos capítulos a su saga de postergaciones, guerras vecinales y planes de recuperación fallidos, y allí aparece la mirada lúcida del documentalista Alejandro Hartmann para intentar comprender las fuerzas en pugna. Lo primero que se ve en el film es un desalojo, como si no hubieran pasado más de treinta años de la dictadura. Es verdad que ahora no hay uniformes verde oliva a la vista, sino jóvenes funcionarios de traje (con una identificación amarillo-PRO en el ojal), pero la llegada de una enorme grúa no deja lugar a equívocos: ese modesto edificio que se levanta extrañamente en medio de un terreno yermo va a ser demolido. ¿Sus habitantes? Tienen que irse, una vez más, con un dinero en el bolsillo que difícilmente les alcance para conseguir otra vivienda. Pero AU3 (Autopista Central) no es un documental de barricada. Lejos de cualquier demagogia, la película de Hartmann se propone ir más allá de la denuncia circunstancial para pintar un cuadro mucho más complejo. Con paciencia, el film va practicando un corte transversal no sólo en la estructura urbana, sino también, y muy particularmente, en el tejido social. El foco se va cerrando sobre el cuadrilátero comprendido entre las calles Holmberg, Donado, Rivera y Monroe, en Belgrano R, hasta descubrir allí un sordo campo de batalla entre prósperos vecinos (algunos de ellos propietarios de auténticas mansiones) y ocupantes ilegales. “La gente de acá y la gente de allá”, como sintetiza una señora cuyo coqueto balcón mira hacia la trinchera de enfrente. Que una ley de la Ciudad (la 324 del año 2000) haya declarado a algunos de esos “ocupas” –como los llaman los vecinos de acá– “beneficiarios” de un arbitrario subsidio no parece haber podido resolver nada en la última década. Primero porque no abarcó a todos (y por lo tanto consideró a algunos más “ilegales” que a otros). Y luego porque el déficit habitacional es tan grave en la ciudad –como vino a poner de manifiesto, en diciembre pasado la toma del Parque Indoamericano– que cuando unos se van otros llegan. Con una cámara pudorosa, nunca intrusiva, el film de Hartmann deja que las paredes hablen (“Si el desalojo es ley, la ocupación es justicia”, grita un graffiti) y escucha las razones de todos, para descubrir que, como siempre, todos tienen sus razones: propietarios, beneficiarios, funcionarios... La imagen de una topadora como un monstruo prehistórico, con unas fauces voraces, parece expresar, sin embargo, lo que se sospecha en alguna asamblea: que detrás de un nuevo reordenamiento decidido por la ciudad puede llegar a esconderse un oscuro negocio inmobiliario. En este sentido, no son tranquilizadoras las palabras de Daniel Chain, ministro de Desarrollo Urbano porteño, cuando en el documental dice que aquello que pretende hacer sobre esa herida abierta es “una hermosa cirugía plástica”.
Otro calculado descenso a los infiernos El cine del mexicano Alejandro González Iñárritu opera por acumulación: en su promocionada trilogía integrada por Amores perros, 21 gramos y Babel (2000-2006), producto de su asociación con el guionista Guillermo Arriaga, el director no se conformaba con narrar una historia por vez, sino varias, a cual más trágica y sórdida. Las tres insistían con una misma fórmula –la de film coral, con múltiples acciones paralelas– de la que luego Arriaga, en una ruidosa polémica pública con Iñárritu, reclamó su autoría, incluso realizando él mismo una película (Camino a la redención) que llevaba al extremo estos tópicos, para que no quedaran dudas de quién era el padre de la criatura. Como consecuencia de ese litigio, en Biútiful Iñárritu no sólo cambió de guionista (ahora trabajó con los argentinos Armando Bo y Nicolás Giacobone) sino también de estructura narrativa. Pero no de mañas. Candidata el próximo domingo al Oscar al mejor film extranjero, Biútiful vuelve a exhibir la propensión del director por el exceso y la sordidez a cualquier costo, como una manera de golpear al espectador, no importa si por arriba o por debajo del cinturón. No han pasado quince minutos de película y Biútiful ya nos informa que su protagonista absoluto, Uxbal (Javier Bardem, a su vez candidato al Oscar como mejor actor), es adicto a las drogas duras y tiene un cáncer terminal que lo lleva a orinar sangre frente a cámara, además de sacrificarse como padre de dos hijos pequeños cuya madre (la argentina Maricel Alvarez) es una yonqui irrecuperable, que eventualmente se prostituye bajo el eufemismo de “masajista”. Como si todo esto fuera poco, en ese primer comienzo se sabe también que Uxbal tiene poderes psíquicos que le permiten mantener un último diálogo con los muertos, como lo demuestra en el velorio colectivo de tres niños (a falta de uno), a quienes la cámara siempre impúdica de Iñárritu no se priva de filmar –en primer plano, de ser posible– adentro de sus cajones. Este don natural de Uxbal es, sin embargo, apenas una fuente lateral de ingresos, por los que cobra un puñado de euros. Su ocupación principal, con la que mantiene el ruinoso departamento en el que sobreviven sus hijos en una de las calles más oscuras del viejo Barrio Chino de Barcelona, es la de intermediario entre los explotadores de los inmigrantes sin papeles llegados de Asia y Africa y la corrupta policía catalana, que cobra por hacer la vista gorda. Pero a pesar de su oficio, Uxbal es bueno: sólo lo hace por “el puto dinero” para mantener a su hijos y para facilitarle el trabajo a otros desamparados como él. Que en su torpe bondad y en su irreflexivo afán de ayudar al prójimo (“¿Quién te crees, la Madre Teresa de Calcuta?”, lo increpa uno de sus interlocutores) provoque todo tipo de catástrofes, incluida la muerte de una docena de inmigrantes chinos –niños incluidos, por supuesto–, no le sugiere al film ninguna consideración crítica. A diferencia del Nazarín de Buñuel, que veía en la ingenua virtud de su personaje el costado absurdo e inútil de la santidad, el Uxbal de Biútiful aspira a la expiación de los demás y de sí mismo a través del sufrimiento y la muerte, una constante en el cine como catequesis de Iñárritu. El final circular de Biútiful, que termina allí donde la película empieza, no hace sino ratificar otra de las marcas de cilicio del cine del director: ubicarse como un dios por encima de sus personajes y, desde su propio cielo, condenarlos o expiarlos, según el caso. Como en la trilogía que la precede, Biútiful es otro calculado descenso a los infiernos, en el que Iñárritu esta vez se solaza con la miseria de los barrios bajos de Barcelona, con sus yonquis y sus inmigrantes ilegales, a quienes el director les da un trato aún peor que el de la policía española: los mata, para inspirar piedad.