Cuando la mente es una isla En el Hollywood actual, el film de Scorsese parece tener un destino maldito: múltiples lecturas, un personal uso de la fotografía y una historia agobiante se combinan para una obra que ni siquiera la presencia de Leonardo DiCaprio hace más digerible. Si la misteriosa postergación de su estreno, previsto originalmente para octubre pasado (con lo cual hubiera calificado para las nominaciones al Oscar), no fue suficiente para tender un manto de sospecha sobre la calidad de la nueva película de Martin Scorsese, su estreno en la última Berlinale, donde fue recibida por lo menos con indiferencia, viene empujando a La isla siniestra al rincón del film maldito, a ese limbo del cual sólo el tiempo eventualmente podrá rescatarlo. Pero aun reconociendo los problemas (algunos muy evidentes) de una película que no está entre las mejores de su autor, sería injusto no valorar aquello por lo cual ocupa un lugar excéntrico, casi fuera de órbita dentro de la adocenada producción del Hollywood de hoy, más aún teniendo como protagonista a una estrella de la magnitud y luminosidad de Leonardo DiCaprio. En principio, el argumento provisto por la novela de Dennis Lehane parece el humus perfecto para Scorsese, la tierra fértil para que por un lado pueda abrevar en su reconocida cinefilia y, por otro, para que vuelva a dar rienda suelta a esos sentimientos de angustia y paranoia que siempre, de una u otra manera, se manifiestan en su cine. Cuando empieza la película, el agente federal Teddy Daniels (DiCaprio, excelente) llega a la isla siniestra del título, un peñasco rocoso e inaccesible donde funciona un presidio de máxima seguridad para enfermos mentales condenados por haber cometido crímenes brutales. La misión de Daniels y su compañero Chuck Aule (Mark Ruffalo) es investigar la enigmática desaparición de una interna considerada peligrosa –mató a sus hijos– a quien nadie siquiera vio salir de su celda. Corre el año 1954 y todo –desde el vestuario hasta los diálogos entre los dos agentes o la tácita inquina entre éstos y los guardiacárceles, que miran con sorna y desconfianza a los recién llegados– remite al cine policial de la época, al punto de que si no fuera por algún leve matiz de color casi se diría que la fotografía de Robert Richardson es en blanco y negro. Sin embargo, el evidente back-projecting, el obvio telón de fondo con que la película reproduce el cielo y el paisaje marino durante la llegada de Daniels a Shutter Island parece algo más que un mero recurso cinéfilo o de atmósfera. Hay algo verdaderamente ominoso en esas primeras imágenes que los fantasmagóricos extractos de música de Krzysztof Penderecki no hacen sino acentuar. El hecho de que Daniels se sienta gradualmente trastornado por el ambiente de la isla y que haya indicios cada vez más intensos de que puede llegar a perder su equilibrio emocional se potencian no sólo cuando se enreda en filosos duelos verbales con los dos psiquiatras a cargo de la salud mental del presidio (Ben Kingsley y Max von Sydow, a cual más perverso). También se incrementan cuando el agente empieza a sufrir una serie de alucinaciones de claro contenido traumático, relacionadas con su pasado familiar y con su experiencia como soldado en la Segunda Guerra Mundial. Hasta qué punto estas imágenes pueden estar inducidas por Shutter Island o provienen de sus recuerdos más shockeantes y dolorosos es algo que el espectador tendrá que ir dilucidando junto al mismo Daniels. Hay algo eminentemente kafkiano en la lógica de pesadilla que asume la película a poco de andar. De hecho, uno podría preguntarse si La isla siniestra no remite a la parábola proveniente de El castillo que el film El proceso, de Orson Welles, utilizaba como prólogo. ¿Será acaso que Daniels nunca se atreve a entrar allí donde sólo a él esperan? Por cierto, hay una puerta –la del faro de la isla– que obsesiona a Daniels desde un comienzo y que será la última, de las muchas que abre, en animarse a atravesar. De esas pesadillas, cada vez más frecuentes, hay algunas verdaderamente inquietantes y otras desafortunadas por completo. Es el caso, sobre todo, de aquella que remite a un fusilamiento masivo en un campo de concentración nazi, resuelta con un alambicado travelling lateral que parece en condiciones de superar al tristemente célebre “Travelling de Kapó” que condenaba Jacques Rivette y que sirvió de base para el famoso artículo de Serge Daney sobre la inmoralidad de la estetización de la muerte en el cine. Pero más allá de estas pifias, algunas muy sonoras, La isla siniestra es un film cinematográficamente exuberante, no sólo porque el espectador entrenado podrá encontrar referencias cinéfilas que van del fantástico de Jacques Tourner al gótico de Mario Bava, de Shock Corridor de Samuel Fuller a El embajador del miedo (¿y si Daniels estuviera siendo objeto de un lavado de cerebro como el que imaginaba el film de John Frankenheimer, pero ahora practicado por el Comité de Actividades Antiamericanas, que desató la caza de brujas en los Estados Unidos de los años ’50?). Shutter Island es también una película muy rica en lecturas porque trabaja sistemáticamente sobre el problema del punto de vista. ¿Qué estamos viendo realmente?, se pregunta la película que –como El resplandor, de Kubrick, o Spider, de Cronenberg– parece transcurrir en la cabeza de su protagonista, al punto de que la isla toda podría llegar a ser una construcción de su mente. Ese universo conspirativo se lleva muy bien, a su vez, con la locura habitual en el cine de Scorsese, al punto de que Shutter Island viene a recordar incluso a su película más olvidada, otro film maldito e igualmente enfermo: Vidas al límite (1999), donde Nicolas Cage también parecía habitar en su propio, infernal laberinto hecho de culpas imposibles de expiar.
La fascinación de Néstor Perlongher El film resulta un apasionante vistazo tanto de la figura del poeta como de los significados de una militancia visceral. Poeta maldito, inteligencia especialísima, personalidad muy maricona, feo, desagradable físicamente, seductor, un tipo bizarro... Estas son apenas algunas de las primeras definiciones sobre Néstor Perlongher (1949-1992) que desborda el documental Rosa Patria, dirigido por el cordobés Santiago Loza. Figura fundamental de la poesía argentina, sociólogo, agitador cultural y uno de los líderes del Frente de Liberación Homosexual (FLH), un movimiento que integró la militancia política de los primeros años ’70, Perlongher encuentra en el film de Loza “un retrato incompleto sobre su persona y la historia de aquel activismo”, según advierte el propio documental antes de dar comienzo. Una aclaración sin duda prudente (¿qué retrato puede ser acabado, completo, definitivo?), pero también, quizás, injusto consigo mismo, considerando todas las facetas de Perlon-gher –de encuestador callejero a poeta místico– que asoman a lo largo de apenas 95 minutos. Premio especial del jurado en la Competencia Argentina del último Bafici, Rosa Patria tiene, en primer lugar, un evidente valor cultural, por su gesto de rescate de una figura no por reconocida menos oculta de la literatura argentina. Pero el film de Loza también vale por su construcción inteligente y sutil, por la manera abierta y desprejuiciada con que emprende ese retrato, por la búsqueda que implica trabajar con testimonios de escritores, amigos y compañeros de lucha de Perlongher sin dejarse atrapar por la rutina de las cabezas parlantes. Allí está Fogwill, que fue el editor de su primer libro, Austria-Hungría, en Tierra Baldía, afirmando que “nadie había descubierto la bisexualidad del lenguaje como Perlongher”. Juan José Sebreli recuerda su figura (“tenía el aire de una señora”) y Alejandro Ricagno, poseído por el fantasma del poeta, lee magníficamente uno de sus propios poemas “perlonghizados”. La fotógrafa y militante feminista Sarita Torres aporta las pocas imágenes de Perlongher que quedan (y que se están disolviendo con el tiempo), mientras que María Inés Aldaburu, que también lo conoció de cerca, propone una performance a partir del virulento texto “Evita vive”, del libro Prosas plebeyas. Pero la información más valiosa del film –que también incluye unas sobrias reconstrucciones ficcionales, vistas a la distancia, como viejas películas mudas en Súper 8– proviene de una zona hasta ahora recóndita o directamente negada de la historia de la militancia política de los ’70: el activismo homosexual. Rosa Patria no sólo recupera los slogans y consignas imaginadas por Perlongher, sino también el rechazo que recibía este activismo en las distintas agrupaciones a las que trataba de sumarse. Si para el trostkista PST el FLH podía militar bajo su bandera pero sólo en condiciones de clandestinidad dentro del propio partido (“la homosexualidad era vista como una desviación biológica del capitalismo”, recuerda un compañero de militancia), para los Montoneros fue suficiente una sola foto con el FLH, en la funesta tarde de Ezeiza, para que luego surgiera la consigna: “No somos putos, no somos faloperos, somos los machos de FAR y Montoneros”. El Perlongher que emerge del documental de Loza (un director de ritmo fassbinderiano: éste es su tercer estreno en poco más de tres meses, después de las ficciones La invención de la carne y Artico) es una figura pasoliniana: un poeta y pensador radicalizado, un cuestionador permanente de la sociedad, que murió en Brasil abatido por la “peste rosa” de la que habla Fogwill y víctima no tanto del exilio político como de lo que el mismo Perlongher llamaba “un exilio sexual”.
Cuando la vida parece un mal sueño Un Nicolas Cage atenazado por el dolor de espalda y distraído por el alegre consumo de drogas duras lleva el peso de un film ciertamente anómalo para los grandes estudios de Hollywood, que probablemente tenga destino de película maldita. Aunque su obra hasta ahora casi nunca lo había manifestado, hace ya más de una década que el alemán Werner Herzog está radicado en la ciudad de Los Angeles, no muy lejos de esa colina que aún luce orgullosa unas letras blancas un poco torcidas que dicen “Hollywood”. Sin embargo, a fines del año pasado, en la Mostra de Venecia y en el Festival de Toronto, el gran director de Aguirre la ira de Dios, El enigma de Kaspar Hauser y Fitzcarraldo entregó no una sino dos películas de neto cuño estadounidense, al menos por sus escenarios y por sus intérpretes, aunque no necesariamente por su manera de concebir el cine, que sigue siendo única, y ajena a eso que se suele llamar “industria”. Un maldito policía en Nueva Orleans (que es la que hoy se conoce en Buenos Aires) y My Son, My Son, What Have Ye Done (de estreno local incierto) también marcan el regreso en pleno de Herzog al universo de la ficción, que tenía bastante abandonado desde que había puesto casi todos sus esfuerzos en el cine documental, donde entregó últimamente algunas maravillas como Encounters at the End of the World (2008), que le valió una candidatura al Oscar y una butaca en el Kodak Theatre en la última ceremonia de la Academia de Hollywood. No es el caso de estas dos nuevas películas, de un grado de anomalía para el sistema de los estudios y para el gran público que hace que no resulte aventurado augurarles un futuro de auténticos “films malditos”, en el sentido que alguna vez definió Jean Cocteau: el de esas películas que pasan inadvertidas o no son apreciadas en el momento de su estreno y que con el correr de los años –por su naturaleza OVNI, por su excentricidad esencial– se convierten en raros objetos de culto. Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans venía muy comentada en los medios especializados, porque ya desde su título insinuaba una remake del recordado film de Abel Ferrara protagonizado por Harvey Keitel. Pero si aquel Maldito policía (1992) era en su médula, más allá de su anécdota, una suerte de trip católico del protagonista (y, a través de él, del propio Ferrara) hacia un Purgatorio donde expiar todo tipo de culpas, el de Herzog no podría ser en cambio un film más agnóstico. De la película original, ahora reescrita por un tal William Finkelstein, no ha quedado absolutamente nada de la imaginería cristiana que poblaba el film de Ferrara. Y de su trama se adivinan apenas retazos, sobre todo la debilidad del protagonista por todo tipo de drogas duras, a toda hora. Que ese personaje esté ahora a cargo de Nicolas Cage, uno de los actores más proclives a la sobreactuación del Hollywood actual, y en manos del director que inventó a Klaus Kinski, no hace sino potenciar los desbordes de una película que, sobre todo, abjura del naturalismo al uso televisivo para encontrar, en cambio, una estética que quizá no sería del todo aventurado definir como neoexpresionismo trash. Los Estados Unidos que descubre Herzog son una suerte de territorio de la imaginación, el mal sueño que un alemán puede tener de una película de policías norteamericana. Está ambientada en Nueva Orleans después del paso del huracán Katrina y la ciudad aparece tan despojada y desierta como aquella aldea abandonada por la inminente erupción de un volcán, que Herzog encontró en La soufrière (1977) o el pueblo desmantelado de The Wild Blue Yonder (2005), que un desquiciado Brad Dourif –presente también en este Maldito policía– afirmaba había sido la base de una colonia extraterrestre. En este contexto apocalíptico, el teniente Terence McDonagh (Cage) se empeña en resolver el caso de una familia de inmigrantes ilegales que ha sido asesinada, pero se distrae –y la película alegremente con él– consumiendo todo tipo de drogas y visitando regularmente a Frankie (Eva Mendes), una prostituta de lujo y su única amiga en el mundo. Que Terence sufra de terribles dolores de espalda no es algo accesorio sino central al film: es la excusa con la cual Herzog filma siempre a Cage –que luce un viejo, desproporcionado revólver en el cinto a la manera de un film noir de los años ’40– como si fuera un Golem, una extraña mezcla del actor alemán Emil Jannings con el legendario Charles Laughton de El jorobado de Nôtre Dame. En su Bad Lieutenant, Herzog utiliza personajes estereotipados por Hollywood –el maldito policía, la prostituta, los dealers– para observarlos a través de una lente absurda y deformante, casi como si estuvieran vistos a través de los ojos de esas iguanas que aparecen de modo recurrente en el film. De hecho, hay incluso alguna toma “subjetiva” con el punto de vista de estos animales que confirma no tanto una atmósfera onírica sino más bien drogona, como si la película toda –y sobre todo la escena del muerto que baila– se hubiera contaminado de la infinidad de sustancias que consume su protagonista.
Un verano para el recuerdo La película portuguesa, ganadora del Bafici del año pasado, es un raro objeto poético, un film que comienza en las fronteras del documental, pero que lleva preñado en su centro el espíritu de la ficción, inspirada por el áspero cancionero romántico de la región. En el comienzo de esta película extraña y fascinante, de una belleza a la vez simple y compleja, un equipo de filmación está preparando una toma poblada por una delicada hilera de piezas de dominó cuando el ingreso intempestivo del productor derriba todas esas fichas. De alguna manera, eso fue lo que le sucedió al director portugués Miguel Gomes (Lisboa, 1972) cuando tenía previsto empezar el rodaje de una película de ficción, un melodrama inspirado en canciones populares de la zona montañosa de Arganil, y de pronto todo el andamiaje económico del proyecto se desmoronó. Lejos de amilanarse, Gomes se cargó una cámara 16mm al hombro y, acompañado por un equipo mínimo y sin actores a la vista, viajó en pleno verano a ese rincón apacible del mundo para ir registrando todo aquello que fuera surgiendo a su paso. El resultado es un raro objeto poético, un film que comienza en las fronteras del documental, pero que lleva preñado en su centro el espíritu de la ficción, inspirada a su vez por el áspero cancionero romántico de la región. Lo primero que llama la atención de Aquel querido mes de agosto es su libertad. El film de Gomes no es libre solamente porque atraviesa en uno y otro sentido, constantemente, las cada vez más permeables fronteras entre el documental y la ficción. A poco de andar, la película –ganadora del premio mayor del Bafici el año pasado– afirma su libertad en un gesto más profundo, en la manera aparentemente aleatoria y sin embargo cada vez más armónica en la que va engarzando sus distintas secuencias. Un baile popular, el desfile orgulloso de un club de motos, la procesión de la Virgen, el estallido de unos fuegos de artificio o la encendida belleza de ese camión de bomberos que atraviesa parsimoniosamente una ruta boscosa podrían no tener en principio relación entre sí. Pero poco a poco –y allí brilla la marca del artista– van revelando su sorprendente pertinencia hasta configurar un delicado universo poético que se nutre de la realidad a la vez que la trasciende, dándole un sentido mayor. En un film que se resiste no sólo a ser descrito sino también clasificado (¿cómo figurará en las bateas de los videoclubes: drama, documental, musical?), Gomes consigue ser a la vez concreto y abstracto. Parte de la prosaica superficie del mundo y la transmuta. Y allí donde podría verse apenas un universo fragmentado –del cual el realizador no necesariamente reniega–, su mirada va encontrando un ritmo y un orden nuevos, una cosmovisión. Hay también una evidente libertad en la naturaleza de los personajes (empezando por ese loco que cada carnaval se enorgullece de arrojarse desde un puente), en la feliz indolencia a la que invita el verano, en la serena melancolía que se desprende de ese paisaje que induce al ocio, la contemplación y el amor. Porque hay finalmente una historia de amor en Aquel querido mes de agosto, un romance entre un muchacho y una chica muy jóvenes, que se va desarrollando y tejiendo sus redes de manera casi imperceptible entre los hilos del documental. Que esa historia de amor esté protagonizada por dos adolescentes a los que el film antes había presentado como gente del lugar, a la que se suma –con su desconfianza y sus celos– el padre de la chica, todos supuestos integrantes de un grupo musical de la zona, no hace sino darle al film un grado aún mayor de complejidad del que ya tenía cuando parecía trabajar solamente en el campo del registro de lo real. La naturaleza esencialmente lúdica del film de Gomes y su estructura binaria nacen sin duda de esa imposibilidad inicial que tuvo que enfrentar el director, cuando no pudo hacer la película que tenía planeada originalmente. Pero su fuerza poética y su magia radican, se diría, en esta ficción en potencia que anida en el cuerpo del documental. Y que, como una crisálida, termina materializándose frente a los ojos del espectador. En este sentido, se trata de un film que no teme exponer los mecanismos de su metamorfosis. Por eso quizá sean redundantes las escenas donde el productor y el director discuten si deben o no trabajar con actores, un recurso del cine dentro del cine que no parece precisamente novedoso. Por el contrario, cuando Gomes filma en una taberna de pueblo las reacciones de los parroquianos ante una película que se hizo con ellos mismos como protagonistas (“Una Caperucita Roja en clave de terror”, afirma alguien) ya está allí el germen de lo que llegará a ser su propio film. El mejor cine portugués siempre ha sido pródigo en estos cruces entre realidad y ficción. Basta con recordar No Quarto da Vanda (2000) y Juventude em marcha (2006), de Pedro Costa, que elevaban a los habitantes desplazados del suburbio de Fontainhas a la categoría de agonistas de estatura casi trágica. O toda la obra de de Joao Cesar Monteiro que va de A Comédia de Deus (1995) hasta Vai-E-Vem (2003), su última película, donde el director nunca deja de mitificarse a sí mismo. Pero mientras los films de Costa tienen una sustancia oscura y los de Monteiro una esencia casi viciosa, Aquele querido mês de agosto es, en cambio, en sus plácidas dos horas y media de duración, una película cálida, larga y luminosa como los días de verano en los que transcurre.
Un “Amarcord” judío Michael Stuhlbarg se luce en el papel del atribulado profesor de física sobre el que trata Un hombre serio. Los Coen eligen contar la historia con una estructura episódica deliberadamente inconclusa. Aunque a priori no lo parezca, e incluso pueda resultar desconcertante, Un hombre serio quizá sea la película más íntima y personal de los hermanos Coen, una suerte de Amarcord judío hecho por dos cineastas que recuerdan con una mezcla equivalente de nostalgia, humor y también una angustia profunda cómo eran las cosas en su tierra natal de Minnesota allá por 1967. O sea, la época en que entraban en la adolescencia y seguramente los perseguían tanto sus hormonas como sus problemas religiosos y de conciencia. O los de sus padres. El protagonista al que alude el título, el hombre serio, o al menos aquel que quiere serlo, probándoselo tanto a sí mismo como a su familia, es Larry Gopnik (estupendo Michael Stuhlbarg), un profesor de física a quien de pronto, como si le hubiera caído encima una maldición divina, todo empieza a irle de mal en peor. “Hashem siempre tiene sus razones”, le explica alguien con espíritu religioso, como si tuviera que atravesar una prueba talmúdica. Un chequeo médico lo tiene en vilo, espera con ansiedad su nombramiento como catedrático universitario (a sabiendas de que el comité que decide su suerte está recibiendo cartas anónimas que lo descalifican), un estudiante coreano y su padre quieren sobornarlo para que apruebe la materia, su hijo tiene problemas disciplinarios en la escuela y su hija quiere operarse la nariz. Como si todo esto fuera poco, Larry está cada vez más corto de dinero, tiene a su cargo a su hermano mayor (que parece un niño) y, last but not least, su esposa le pide un “gett” (“¿Un qué?”, todos preguntan), un ritual de divorcio, para casarse con el hombre a quien Larry más detesta en la vida. Que en medio de todas estas calamidades llame a su oficina un vendedor del Columbia Records Club para recordarle que tiene impagas las cuotas del LP Abraxas, de Santana, que él no recuerda haber adquirido, parece lo de menos. Lo más original del film de los Coen es la estructura episódica, deliberadamente inconclusa, con que los autores de Fargo van pautando esta serie de pequeñas y grandes desgracias. Hay algo que se manifiesta como verdaderamente hermético, insondable, en esa serie de viñetas truncas, que incluyen relatos dentro de otros relatos, como la delirante historia de un dentista judío que descubre escondida, inscripta en la dentadura de un goy, una suerte de pedido de auxilio existencial. Que a Larry no se le ocurra mejor idea para solucionar sus muchos conflictos domésticos que recurrir al rabino de la comunidad (quien lo derivará primero a otro y luego a un tercero, a cuál más inescrutable) no hará sino sumir al personaje en un universo tan absurdo y abrumador como el que acosaba a aquel atribulado guionista llamado... Barton Fink. Citas a la Cábala, a ese espíritu maligno del judaísmo llamado “dybbuk” (en un magnífico prólogo realizado a la manera del teatro Yiddish) y al antisemitismo manifiesto de algunos vecinos de Larry, no impiden a su vez momentos de humor adolescente, como cuando el muchacho enfrenta la ceremonia del bar mitzvah bajo la alegre influencia de un porro recién adquirido. Film raro, desconcertante, atípico, que se cierra de la misma manera oscura con que se abre, Un hombre serio viene a demostrar, después de Sin lugar para los débiles y de Quémese después de leerse, hasta qué punto el cine de los Coen todavía tiene caras ocultas para descubrir.
Cuando la guerra se vuelve una adicción Con una puesta en escena de un rigor y una precisión abrumadores, la directora de Punto límite propone el relato de la terrible cotidianidad de la guerra urbana en Bagdad, pero adscribe al punto de vista del ejército de ocupación. Desde su ya lejano estreno internacional, en los festivales de Venecia y Toronto 2008 (también fue la apertura de Mar del Plata de ese año), Vivir al límite ha venido instalando, lenta pero sostenidamente, una discusión sobre cine e ideología que ahora, con las nueve candidaturas al Oscar que acaba de cosechar, no hará sino recrudecer. Lo interesante del caso es que, a diferencia de otras películas sobre tema similar que sí presumían de tener una clara postura ideológica en relación con la guerra de Irak (la enfática La conspiración, por ejemplo, protagonizada por Tommy Lee Jones, con participación en el guión de Mark Boal, el mismo guionista de Vivir al límite), la realización de Kathryn Bigelow ha sido definida como “apolítica”, una categoría por cierto inexistente. El cine, ya se sabe, nunca es neutral y menos cuando representa una guerra actual. La singularidad del caso Bigelow, aquello que lo hace precisamente más rico y complejo, es que se trata de una directora de primer orden, capaz de plantear una puesta en escena de un rigor y una precisión abrumadoras, algo cada vez más infrecuente en el panorama del Hollywood actual. No por nada, para hablar de su película ha sido necesario remitirse al mejor modelo de relato clásico y es así como surgen los nombres de Alfred Hitchcock (por su utilización estructural del suspenso), Howard Hawks (la camaradería masculina, el peligro como motor dramático) y Samuel Fuller (el cine como campo de batalla). Ya desde su primer largo conocido en Argentina, Cuando cae la oscuridad (1987), se supo que Bigelow se entroncaba como pocos en esta tradición, a la que después siguió adscribiendo en Punto límite (1991) y en menor medida en Días extraños (1995). Los memoriosos recordarán, sin embargo, que ya en Testigo fatal (1989), Bigelow había despertado sentimientos encontrados, no sólo al hacer de una mujer policía (Jaime Lee Curtis) su peculiar heroína sino también al exhibir su uniforme y su arma –sobre todo en la inquietante secuencia de títulos– como algo más que fetiches eróticos. Aquí, en Vivir al límite, Bigelow también trabaja un poco en esa misma línea de ambigüedad. El sargento James (Jeremy Renner) es, a poco de comenzado el film, saludado como un héroe por uno de sus superiores. No por nada lleva desactivadas entre Afganistán e Irak un total de... 873 bombas. Pero para sus compañeros de equipo, los sargentos Sanborn (Anthony Mackie) y Eldridge (Brian Geraghty), James también es un irresponsable, un enfermo, un psicópata. Nada parece sacarlo de su letargo salvo la adrenalina que segrega cuando se enfrenta al siempre imprevisible mecanismo de un artefacto explosivo improvisado, de los que se tiene que ocupar diariamente en Bagdad. Para James, “la guerra –como dice la cita del periodista Chris Wedges con que se abre el film– es una droga”. Tan adictiva y peligrosa como la peor. Es notable la manera en que Bigelow, a su vez, va desplegando su propio mecanismo narrativo desde la impresionante escena inicial, que deja establecidos el modus operandi y los riesgos que implica ese trabajo. A partir de allí, se dedica a moldear no sólo el espacio sino particularmente el tiempo: a ese grupo de elite le quedan antes de la baja apenas treinta días, que se hacen cada vez más angustiantes, así como cada nueva bomba parece más difícil de desactivar que la anterior, mientras los minutos pesan más que un coche cargado de explosivos. Esta es gente haciendo su tarea, parece decir el film de Bigelow. Por qué están allí, en nombre de quién, en defensa de qué intereses, bajo qué bandera (las barras y estrellas casi no se ven en toda la película), es algo que Vivir al límite deliberadamente omite enunciar, porque no es una preocupación de sus personajes, cuya prioridad es otra: sobrevivir. Sobrevivir para volver a casa, en el caso de Sanborn y Eldridge, y sobrevivir para desactivar la próxima bomba, como prefiere el adicto James. Del otro lado, se sugiere, también hay gente que está haciendo su trabajo: el carnicero iraquí que pulsa ansioso el teclado de su teléfono celular o el camarógrafo que registra desde una mezquita lo que espera sea una explosión son los antagonistas anónimos del comando estadounidense. El realismo que impone el fotógrafo Barry Ackroyd (colaborador de Ken Loach desde los tiempos de Riff-raff) contribuye a que esas situaciones extraordinarias parezcan lo que son en Bagdad: cotidianas. Es fácil cuestionar a la película una escena en la que James sale por única vez de su aturdimiento para intentar vengar por mano propia el asesinato de un niño iraquí con el que había simpatizado. Pero también es sencillo justificarla en términos dramáticos, si se atiende al desastroso resultado de esa improvisada excursión: James no entiende esa guerra, como no entiende ese país, ni su gente ni su idioma. Fuera de su área de acción específica, los gritos furiosos de una mujer desarmada bastan para aterrorizarlo. Aquello que sin embargo es ciertamente cuestionable de Vivir al límite es la manera en que paulatinamente induce al espectador a identificarse no sólo con la adicción del protagonista sino con el punto de vista del ejército de ocupación en su conjunto. Cuando en una larga, excelente secuencia de tensión en el desierto se miden las destrezas como tiradores entre los soldados estadounidenses y los combatientes iraquíes, no quedan dudas sobre de qué lado pretende poner al espectador la puesta en escena. A su vez, el plano de James caminando solo frente al peligro, dispuesto a enfrentarse a una nueva bomba de la que todos huyen, expresa una mitología del héroe que es intransferiblemente estadounidense y que remite a la tradición de las escenas de duelos en el western clásico. De esa materia están hechos los sueños y las pesadillas de Vivir al límite.
Paso en falso en la obra de Clint Eastwood Un partido jugado en blanco y negro Varias líneas identificativas del universo Eastwood vuelven a manifestarse ahora en Invictus, su realización más reciente, dominada por la figura de Nelson Mandela. Pero no por ello esas marcas de autor la hacen necesariamente una película lograda. En principio por su adscripción a un modo de relato clásico, el cine de Clint Eastwood más de una vez ha sido asociado a la obra de John Ford. Pero más allá de esa filiación de orden formal hay un tema esencialmente fordiano que también suele aparecer en algunos films de Eastwood: la dificultad de constituir una comunidad. En Ford, ese núcleo reaparece una y otra vez no sólo en sus clásicos westerns, sino también sus films denominados “sociales” (Viñas de ira, ¡Qué verde era mi valle!) y “políticos” (El joven Lincoln, El último hurrah). Por el lado de Eastwood, no hace falta retrotraerse demasiado: su película inmediatamente anterior, la estupenda Gran Torino, se permitía trabajar sobre el problema de la comunidad a partir de otros tópicos muy presentes en su filmografía: la construcción de la figura del héroe y la reflexión sobre el motivo de la venganza. Todas estas líneas tan identificativas del universo Eastwood vuelven a manifestarse ahora en Invictus, su película más reciente, dominada por la figura de Nelson Mandela. Pero no por ello esas marcas de autor la hacen necesariamente una obra lograda. Basado en el libro de investigación Playing the Enemy: Nelson Mandela and the Game that Made a Nation, del periodista John Carlin, Invictus toma como punto de partida el 11 de febrero de 1990, el día de la liberación de Mandela después de más de un cuarto de siglo de vida como preso político. La caravana de autos que lleva a Mandela muestra a un lado de la ruta un sofisticado campo de deportes sólo para blancos, donde un grupo de muchachos rubios practican rugby, mientras que del otro hay un potrero polvoriento en el que una multitud de chicos negros están jugando desordenadamente al fútbol. Esos dos campos antagónicos –que conviven en un único plano sin cortes y cuya diagonal atraviesa quien será el personaje protagónico– serán los que Mandela se ocupará de convertir en una misma, indivisa nación. Quizás ese comienzo tan visual y tan sintético sea la única idea verdaderamente cinematográfica de una película por lo demás declamatoria, en la que cada escena parece estar allí no tanto en función de los personajes y sus encrucijadas –personales, históricas– sino más bien para explicarle al espectador aquello que de por sí es obvio: que el deporte es pasible de ser utilizado políticamente y que, en manos de un estadista como fue Nelson Mandela, puede llegar a aglutinar detrás de un equipo nacional aun a los enemigos más enconados. El Mandela que compone Morgan Freeman (de un notable parecido físico con el original) es consciente de que el rugby en general y los Springboks en particular representan para la mayoría negra el símbolo de la opresión blanca. El mismo lo vivió en carne propia durante sus largos años de prisión en Robben Island, cuando anhelaba que el equipo de sus carceleros perdiera ante cualquier otro combinado nacional. Pero una vez en el poder, Mandela comprende que el asunto es bastante más complejo y percibe aquello que sus asesores y sus viejos compañeros de lucha no ven: que esa minoría blanca todavía controla resortes básicos del país (empezando por la economía y las fuerzas de seguridad) y que no la quiere de enemiga sino de aliada. Esa astucia política, sin embargo, queda diluida en el film a favor de un costado más idealista del personaje: se trata de sobreponerse al impulso de la venganza para hacer triunfar en cambio el espíritu del perdón y la reconciliación. En ese camino, el Mandela de Eastwood busca como cómplice a François Pienaar (Matt Damon), capitán de los Springboks, hijo de una familia blanca acomodada y racista (pero no demasiado, por las dudas). Y lo gana para su causa sin necesidad de explicarle su estrategia, sino más bien llegando a su corazón con la llaneza de su trato, una buena taza de té y una copia de un viejo poema victoriano (el “Invictus” del título, de William Ernest Henley) que lo ayudó en su celda a sobreponerse a la adversidad y las humillaciones. Que el clímax de la película dependa de un partido de rugby del que se sabe de antemano el final (después de todo es un hecho histórico que los Springboks ganaron milagrosamente la Copa del Mundo frente a los supuestamente imbatibles All Blacks de Nueva Zelanda) no ayuda a que la película gane en intensidad y crescendo dramático. Pero ése sería quizás un problema menor si no estuviera además amplificado por un guión enfático y reiterativo y por una puesta en escena chata y sin garra, que deja aún más al desnudo ciertos maniqueísmos, como la improbable camaradería entre los guardaespaldas negros y blancos de Mandela o la escena en la que unos hoscos policías afrikaaners terminan abrazados a un chico negro al que unos minutos antes habían tratado literalmente a las patadas. Con buena voluntad, podría pensarse que Invictus no sólo se refiere a Mandela, sino que también pretende conectarse con la nueva era Obama. Al fin y al cabo, Estados Unidos tiene ahora su primer presidente negro, como en su momento Sudáfrica lo tuvo a Mandela. Y no cuesta nada ver a Obama cuando en la película se lo ve a Mandela enfrentado al titular del diario que dice: “Probó que puede ganar una elección; pero ¿podrá gobernar un país?”. Sin embargo, la gran limitación de la película estriba en la imposibilidad de abrirse a lecturas más amplias por su mismo esquematismo dramático. Alguien podrá defender a Invictus señalando que –una vez más, a la manera fordiana– Eastwood no cuenta necesariamente los hechos, sino que privilegia la leyenda. Pero lo que molesta de Invictus no es en todo caso esa leyenda sino el carácter hagiográfico con el que retrata a un personaje sin duda mucho más complejo de lo que se ve en la pantalla y el simplismo con el que da por cerrada una realidad que sigue abierta y, en muchos casos, todavía ardiente.
La corrección política más básica La nueva película del director de Titanic costó 237 millones de dólares, pero es un exceso de presupuesto y de talento al servicio de muy poca sustancia: el “mensaje” antibelicista y ecológico del film en 3D es demasiado elemental. Doce años después del éxito de Titanic, James Cameron no podía volver a poner su firma en una película que no estuviera a la altura –o más bien al tamaño– de su fama. Y de su autoestima. Al fin y al cabo, él mismo, en aquella titánica ceremonia del Oscar en la que recogió estatuillas como si fueran las fichas de un jugador que había acertado un pleno en la ruleta, se había autodenominado “Rey del Mundo”. Fruto de esa megalomanía, llega ahora Avatar, una superproducción de 237 millones de dólares y promocionada por la 20th. Century Fox como la película capaz de revolucionar la experiencia cinematográfica en el siglo XXI. Parece mucho decir. En todo caso, se podría pensar que en Avatar la espectacularidad técnica (que aprovecha al máximo, como nunca hasta ahora, las posibilidades del 3D digital) es inversamente proporcional a su elementalidad dramática. Quizá nunca hubo tantos recursos económicos, tanto despliegue material, tanto talento, incluso, al servicio de tan poca sustancia. Es algo paradójico, si se tiene en cuenta que James Cameron se formó en las entrañas del cine clase B junto a Roger Corman. Y que sorprendió al mundo con Terminator (1984), una película de escaso presupuesto, que con el tiempo adquirió estatus de clásico no por sus efectos especiales –hoy envejecidos– sino por la impresionante tensión de su puesta en escena y, sobre todo, por la imaginación y la originalidad de la que hacía gala su historia. No es el caso de Avatar, por cierto. En el comienzo de los 163 minutos que dura Avatar es imposible sustraerse al magnetismo que ejerce la pantalla. Es tanta la información que extiende Cameron en su lienzo, tanto el movimiento dentro del cuadro y tan eficaz la tridimensionalidad (utilizada siempre en función dramática y no para arrojarle objetos por la cabeza al espectador) que hay que dedicarle un tiempo a habituarse a esa realidad virtual que propone la película. Al mismo tiempo, y a medida que se va desarrollando el relato, se impone paulatina pero persistentemente una sensación de déjà vu, de haber estado allí antes, de que muchas sino todas las ideas de guión provienen de otros films (los suyos incluso), que contaban un poco lo mismo pero mejor, como si Cameron –a la manera del doctor Frankenstein– hubiera creado un nuevo monstruo al que se le notan las costuras y los tornillos. Estamos en el año 2154 y una nave espacial estadounidense se dirige al lejano planeta Pandora, pero la voz de la conciencia del soldado Jake Sully (Sam Worthington) recuerda inevitablemente a la del capitán Willard en Apocalypse Now cuando se sumergía en el corazón de las tinieblas de Vietnam. Si por sus pecados a Willard le habían asignado una misión, la de Sully (un joven marine que ha quedado parapléjico y se desplaza en silla de ruedas) es incorporarse al ejército de ocupación que intenta doblegar la resistencia de los Na’vi, el pueblo nativo de Pandora, para apropiarse de un valioso mineral que se esconde en sus suelos (cualquier semejanza con el petróleo de Irak es pertinente). El hecho de que Sully alguna vez haya muerto y de pronto lo despierten de su sueño criogenético para lanzarlo en un planeta hostil como miembro de una tropa brutal al servicio de una compañía privada en busca de réditos económicos refiere a su vez a Aliens, del propio Cameron. Referencia que no hace sino reforzar la presencia en Pandora de Sigourney Weaver, ahora en el papel de una científica llamada Grace Augustine (no faltará quien encuentre en el nombre relaciones religiosas y filosóficas), pero que se comporta como la legendaria Ellen Ripley de la nave Nostromo. Hasta allí, todo bien. Pero ya cuando Sully presta su conciencia para habitar un nuevo cuerpo, el de un “Avatar” (una encarnación virtual de un Na’vi con el que piensa infiltrarse en sus filas), los flashes de su mente parecen clones de los de los astronautas de 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Y la exótica flora flúo y la fauna retro de Pandora dan la impresión de haberse escapado no tanto del Libro de los seres imaginarios, de Borges, como de Las crónicas de Narnia en su versión Disney. Hay más, sin embargo. No bien Sully se interna en territorio Na’vi y conoce, de entrada nomás, a su más bella princesa, no se puede dejar de pensar en la leyenda de Pocahontas. O en su reformulación cinematográfica, El nuevo mundo, de Terrence Malick. Ya se sabe que allí surgirá indefectiblemente un romance y que Sully –quien con su nuevo cuerpo parece haber adoptado también una nueva alma– deberá cambiar no sólo de costumbres sino también de lealtades, como le pasaba a Kevin Costner en Danza con lobos. Así como los momentos puramente de acción –que tardan en llegar– lucen irreprochables, a la altura del vértigo y la intensidad que se podía esperar de un director como Cameron, todo lo demás en cambio parece más bien vulgar, pedestre, incluso cursi: desde los diálogos hasta las escenas de amor bajo la luz de unas luciérnagas generadas por computadora (un poco como el final de Abismo, que en su puerilidad derrumbaba toda la densidad dramática que había elaborado hasta ese momento). En lo ideológico, no se puede sino adherir, por supuesto, al “mensaje” ecologista y antibélico que anida en el centro de la película. Pero justamente el problema está en la forma de enunciar ese mensaje, al que Hitchcock hubiera preferido dejar en manos del cartero. La corrección política de Avatar parece demasiado básica, elemental –algo así como la guerra de Irak explicada a los niños– como para despertar alguna conciencia. Pero si se considera el descomunal éxito que la película ya está teniendo en los Estados Unidos, sería una felicidad equivocarse.
El mito del eterno retorno Basado en una novela corta del rumano Mircea Eliade, Juventud sin juventud narra una suerte de pacto fáustico, una fábula que se puede leer como un film en espejo, que no deja de reflejar algo de Coppola y su propio conflicto interno como cineasta. De una u otra manera, el de Francis Ford Coppola siempre fue un cine confesional, capaz de aprovechar las posibilidades que le ofrecían los trabajos “por encargo” para reflexionar sobre las condiciones de producción de su obra (Tucker, un hombre y su sueño; El poder de la justicia), sobre la relación entre origen, familia y sociedad (El Padrino) y hasta sobre sus propias pesadillas megalomaníacas, que eran también –y lo siguen siendo, de Vietnam a Irak– las de todo un país (Apocalypse Now!). Quién sino Coppola era ese Coronel Kurtz que había atravesado el corazón de las tinieblas y había visto “el horror, el horror”. Por eso es difícil escapar a la tentación de leer su primera película en más de diez años –y la primera que rodó fuera de Hollywood– como un film en espejo, que no deja de reflejar algo de su propio conflicto interno como cineasta. Como su protagonista, pareciera que en Juventud sin juventud –y el título ya es de por sí revelador– Coppola quiere hacer retroceder el reloj, volver a sus mejores años, empezar una vez más de nuevo y rehacer aquello que dejó inconcluso o cree haber hecho mal. El resultado, sin embargo, no está a la altura de esa intención, entre otras razones porque el cine que hoy Coppola cree que es joven y libre aparece como anacrónico, por no decir lisa y llanamente enmohecido. Basado en una novela corta del rumano Mircea Eliade, escrita en su madurez y que según sus exegetas también traslucía su propia situación personal, Juventud sin juventud narra una suerte de pacto fáustico. ¿Qué daría un hombre por completar la obra de su vida y recuperar su capacidad de amar? Corre el año 1938 y el lingüista Dominic Matei (Tim Roth, en un papel que le exige múltiples transformaciones) piensa en suicidarse. Tiene 70 años (casi como Coppola cuando filmó la película), perdió a la mujer de su vida y ha fracasado en su intento por llegar a conocer el origen del lenguaje. Está a punto de tomar la decisión final cuando la naturaleza casi hace el trabajo por él. Un rayo alcanza a Matei en plena calle, justo cuando acababa de leer el titular de un diario que anunciaba “Nubes de guerra sobre Rumania”, en alusión a la inminente invasión nazi. Pero más allá de las terribles quemaduras que laceran su piel, el hombre que emerge detrás de las vendas es otro; o el mismo, pero cada vez más joven. Por debajo de sus dientes pútridos le surgen otros nuevos, el pelo le vuelve a crecer con el vigor de sus mejores años y las enfermeras comprueban que su aparato reproductor funciona como el de un hombre sano y vigoroso de 40 años. Ni siquiera su médico de cabecera (Bruno Ganz) atina a balbucear una respuesta; simplemente le advierte que los científicos nazis están demasiado interesados en su caso y le sugiere escapar hacia fronteras más seguras. No es la primera vez que Coppola asume un protagonista cuyo cuerpo se rebela contra el calendario y atraviesa las pruebas del tiempo: lo hizo primero en Peggy Sue y luego en Jack, quizá sus dos películas más extravagantes e inasibles. Como en esos casos, no hay en Juventud sin juventud nada de realismo en la puesta en escena, pero allí donde había un tono de fábula amable y una estética de luminosa inspiración pop, aquí en cambio predominan los tonos sombríos y expresionistas de Mittel-Europa. Hay algo de folletín, también, en la manera en que Coppola representa a los nazis: no sólo una suerte de doctor Mengele decidido a capturar a Matei para sus experimentos, sino también una Mata Hari cuyos portaligas lucen el signo de la cruz esvástica. Así como Matei, cada vez más joven, va descifrando misterios del lenguaje cada vez más antiguos (sánscrito, sumerio), Coppola también parece querer retroceder el almanaque de los modos de expresión de la historia del cine. Lejos de las convenciones del mediocre Hollywood mainstream de hoy se deja tentar sin embargo por la retórica del cine de ayer, como si ahora pudiera reproducirse sin más. El gesto quizá se pretende de libertad, de independencia, de distancia con respecto a Hollywood y de cercanía con respecto a Europa. Pero los ángulos de cámara escorzados (a la manera de El tercer hombre) o la aparición del protagonista y su doble en un mismo plano, lejos de acercar al director a una hipotética vanguardia asocian su película a una suerte de retro kitsch, reforzado por el inglés internacional con acento germánico que habla todo el elenco, no importa que la acción se desarrolle en Rumania o en Suiza. Hay quizás en Dominic Matei una obsesión que es equivalente a la que movía al protagonista de La conversación (1974), una de las mejores películas de toda la obra de Coppola. Pero si aquel film –por su despojamiento y por su callada elocuencia, que hoy lo han convertido en un clásico– se adelantó a su tiempo y dio un salto hacia el futuro, esta Juventud sin juventud, artificiosa, solemne y alambicada, parece mirar solamente hacia el pasado.
Noche y día de un trabajador chino Formado como asistente de Chen Kaige, el director chino Wang Chao supo llamar la atención con su primer largo como director, El huérfano de Anyang, que llegó a participar de la competencia del Bafici 2002, donde ganó un par de premios. En esa historia de una madre soltera empujada a la prostitución, había una rugosidad, una urgencia, una sensación de tiempo presente que evitaban el peligro de la sordidez gratuita. Es muy distinto, en cambio, el tono y la textura de su segundo largo, Ri ri ye ye (Noche y día), que llega recién ahora a la cartelera porteña, cinco años después de su première en el Festival de Cannes (Wang Chao filmó desde entonces otros dos largometrajes, inéditos aún en Argentina). Hay un preciosismo en la fotografía de Ri ri ye ye y una ambición en su banda sonora –ejecutada por la Orquesta Filarmónica China– que provocan cierta incongruencia entre los personajes y su ambiente y la manera de representarlos. En el extremo norte de China, en la frontera con Mongolia, una familia sobrevive diariamente en base a enormes esfuerzos: el padre, ya anciano, baja todos los días a una mina de carbón tan precaria como su propia casa, donde su joven mujer y su hijo, retrasado mental, completan el magro ingreso familiar vendiendo hortalizas en el mercado del pueblo. Junto a ellos vive Guangsheng, también minero, un protegido del padre, que sin embargo cede al deseo y acepta por las noches, no sin remordimiento, la visita de la mujer. No hace falta ser adivino para anticipar un accidente que se cobrará la vida del viejo y dejará a los amantes el camino libre, pero empedrado por la culpa. La película de Wang Chao, sin embargo, prefiere abandonar el melodrama para incursionar en una ficción alegórica que alude al enorme cambio económico y social en China. La mina, originalmente del Estado, pasará después del accidente y de su ulterior abandono a ser propiedad de Guangsheng, que hará lo imposible por sacarla a flote. Si su personaje representa el momento de inflexión en la encrucijada china (“un país, dos sistemas”), el fantasma del viejo, que no deja de aparecérsele, parece sugerir el peso de las tradiciones en la conciencia. Y una nueva mujer en el horizonte, que Guangsheng toma como contadora cuando asoman mejores tiempos, alude quizás a la occidentalización del proceso industrial chino. El problema mayor de Ri ri ye ye no está sólo está en su indefinición de intenciones, que en menos de 90 minutos llevan al film a oscilar sin rumbo entre el drama romántico, el realismo documental y la alegoría política. Las decisiones de guión, más de una vez arbitrarias e incluso forzadas (como la súbita desaparición de la primera mujer, que deja un vacío en el relato difícil de llenar), desnudan una película fallida, indecisa, escindida entre dos modelos antitéticos del cine chino: la retórica épica de Zhang Yimou o Chen Kaige y el minimalismo contemporáneo de Jia Zhang-ke.