Los diamantes siguen siendo eternos Aun sin alcanzar la cima de Skyfall, la película anterior de la serie, y la mejor de la era Craig, Spectre vuelve a demostrar que con el director Sam Mendes la franquicia recobró su rumbo y es capaz de volver a los orígenes sin por eso volverse anacrónica. Parecía difícil superar a 007 - Operación Skyfall (2012), la aventura inmediatamente anterior de la franquicia Bond, que sin duda fue la mejor de la era Daniel Craig. Y de hecho 007 Spectre no lo consigue. Pero hay que reconocer que tuvo que venir el director Sam Mendes –el mismo de la sobrevalorada Belleza americana– para volver a poner las cosas en su lugar con este par de ases, que reparan el daño causado por Casino Royale (2006) y Quantum of Solace (2008), donde Bond parecía cualquier otra cosa –desde el espía Jason Bourne hasta un burdo remedo de Bruce Willis en Duro de matar– antes que el clásico, inoxidable agente secreto al servicio de Su Majestad británica.Los veteranos de la saga seguirán (seguiremos) insistiendo en que el actual Bond no tiene, ni de lejos, la displicente elegancia de Sean Connery, que parecía nacido para ese papel. Aunque finalmente habrá que admitir que Daniel Craig aprendió a pedir sus Martinis (agitados, no revueltos) y a sentirse cómodo al volante de los Aston Martin que el MI6 pone a su disposición, ya sea el legendario modelo 1964 de Goldfinger que resucitó en Skyfall o en el prototipo de tres millones de libras esterlinas que ahora deja “estacionado” en el Tíber, después de una espectacular persecución nocturna por las laberínticas calles de Roma.Si hay algo que Spectre recupera, incluso en detrimento de una mayor consistencia argumental, es toda una serie de guiños y referencias a motivos clásicos de la serie, que habían resurgido en el film anterior, que aquí se incrementan y que para los seguidores no pasarán inadvertidos. Empezando por el título mismo de la película, que recobra el nombre de la siniestra organización dedicada al Mal absoluto imaginada por Ian Fleming, el autor de las novelas originales, y que no pudo ser utilizado durante décadas por liosos conflictos legales. Y con Spectre vuelve Blofeld, el Número Uno de la organización, archienemigo atávico de Bond, a tal punto que aquí el ejército de cinco guionistas no tuvo mejor idea que emparentarlo con el héroe, para hacerle un pasado más oscuro.Se diría que ese toque esquizoide y, paradójicamente, el propio Blofeld (también conocido como Franz Oberhauser) son lo menos interesante de 007 Spectre. A su vez, que Blofeld haya quedado a cargo del actor austríaco Christoph Waltz es una tautología de casting. ¿Por qué convocar a Waltz para que remede a su coronel Hans Landa de Bastardos sin gloria de Tarantino? Ese villano ya está, ya se hizo y su repetición inútil, viciosa, no agrega nada a la brillante galería de enemigos que supo ganarse Bond desde el inaugural y satánico Doctor No, más de medio siglo atrás.Bajo la dirección de Mendes (que en la apertura de rigor, ahora en México, se permite citar el famoso plano-secuencia inicial de Sed de mal, de Orson Welles), otros personajes, antes secundarios, ahora han ganado un sorpresivo, bienvenido protagonismo y se convierten en fieles aliados de Bond, además de adaptarse a los tiempos que corren. En la piel de la morocha Naomie Harris, la secretaria Moneypenny ya no anda suspirando de deseo por los pasillos, y el experto en gadgets Q dejó de ser un viejo cascarrabias y ahora, encarnado por Ben Whishaw, es un joven nerd tan rápido con las computadoras como con las réplicas verbales (“Le dije que me devolviera el auto en una sola pieza, no que me trajera apenas una”, le recrimina a Bond). Y muerto el rey, viva el rey: su superior M ahora es Ralph Fiennes, pero Judy Dench se las ingenia para mandar un mensaje de ultratumba. “La muerte no le iba impedir hacer su trabajo”, constata 007.¿Y las famosas “chicas” Bond? En principio, hay apenas una, la francesa Léa Seydoux, que puede llevar a 007 tanto a la tumba como al altar, lo cual para Bond no suele ser una buena señal. La otra es una mujer hecha y derecha, la italiana Monica Bellucci, suerte de viuda negra con quien Bond tiene un fugaz affaire que sirve de excusa para pasear con él y su Aston Martin por Roma, siempre a toda velocidad, como sucede además en Londres o en Tánger, por citar algunos puntos de interés que toca el tour Spectre.Quien quiera buscarlo, podrá ver en la trama de este nuevo Bond la influencia de las revelaciones de Edward Snowden sobre los peligros del espionaje informático a escala planetaria. Pero como siempre sucede, lo mejor en estos casos es dejarse llevar por los recuerdos y asociaciones (la mole letal de Spectre evoca tanto al Jaws de La espía que me amó como al OddJob de Dedos de oro; la pelea a golpes de puño en el tren remite a la de De Rusia con amor, etc. etc.) y abandonarse a las superficies de placer de una fantasía tan masculina como infantil, donde pareciera que para recorrer el mundo no hacen falta dinero, valijas ni pasaportes, que siempre habrá a mano un smoking recién planchado para ir a cenar muy bien acompañado antes de que empiece la acción.
La filosofía, el crimen y el castigo Concluido –por el momento, al menos– su periplo de promoción turística por Europa, en Hombre irracional, su largometraje número 45, Woody Allen retoma algo de la densidad temática de Crímenes y pecados (1989) y Match Point (2005), sin resignar la ligereza de Magia a la luz de la luna, su película inmediatamente anterior, donde ya se había enamorado de la gélida belleza de Emma Stone.Aquí su nuevo alter ego es Abe (Joaquin Phoenix), un curtido profesor de filosofía, que llega a la exclusiva universidad de Newport a dar un curso de verano. Más que desmotivado, a Abe se lo ve lisa y llanamente derruido, sin ningún impulso vital, al punto de que a sus alumnos les enseña que “la filosofía no tiene nada que ver con la vida real” y que se trata de “una masturbación verbal”. Ni siquiera los obvios avances de su bella alumna Jill (Emma Stone) son capaces de sacarlo de la depresión y el alcoholismo, que su admiradora considera características de su personalidad romántica. Hasta que un hecho fortuito, una conversación escuchada al azar, le devolverá sentido a su vida: matar a un juez a quien no conoce pero de quien cree saber que se trata de un completo cretino se vuelve para Abe su imperativo categórico kantiano.No conviene adelantar demasiado de una trama que tiene más de una vuelta de tuerca y hasta una módica cuota de suspenso. Pero sí decir que Hombre irracional devuelve a Woody a sus primeros amores, como Dostoievski e Ingmar Bergman. “Las películas de Bergman tuvieron un gran impacto en mí”, confesó Allen en el Festival de Cannes, en mayo pasado. “Cuando las vi por primera vez no había leído ni a Nietzsche ni a Kierkegaard, dos filósofos en quienes Bergman sin duda se apoyaba mucho, pero su cine me acercó a sus libros, a los problemas y preguntas muchas veces sin respuesta que planteaban.”Incondicionales de Woody, a no asustarse: Allen nunca fue Bergman (aunque lo haya querido) y si hay algo a lo que recuerda Irrational Man es a un viejo ensayo cómico suyo titulado “Mi filosofía”, que concluía con un aforismo: “La nada eterna está muy bien, si vas vestido para la ocasión”. Esta cruza entre alta cultura y humor cáustico que Allen cultivó más en sus ya lejanos libros que en su obra cinematográfica es la característica de su nueva película. Si la decisión que toma Abe podrá recordar los dilemas morales del Raskólnikov de Crimen y castigo, esa referencia erudita no deja de estar matizada por sus clásicos chascarrillos, como cuando ante la esperada llegada del protagonista a la universidad, alguien apunta que va resultar “una inyección de Viagra en el departamento de filosofía”.La primera en tomarse en serio esa afirmación, aún antes que el personaje de Emma Stone, es una profesora de Química (la estupenda Parker Posey), aburrida de la rutinaria vida en el campus y que acosará al aspirante a filósofo –incapaz de avanzar en su libro dedicado a Heidegger y su relación con el nazismo– de todas la formas posibles, empezando por aparecerse en su casa a la hora de irse a la cama y con una botella de Bordeaux como pasaporte.Actor tan talentoso como irregular en sus desempeños, resulta difícil discernir si el desánimo de Joaquim Phoenix corresponde a lo que se espera de su personaje o al mero hecho de participar de una película de la que se siente tan ajeno como su profesor en relación con esa universidad que para él es apenas un modus vivendi. Del mismo modo, la apática realización de Allen, que parece la desganada ilustración de un guión reciclado de alguno de sus viejos cuentos, termina confundiéndose con el desvaído espíritu de su protagonista, al punto de que quizás haya que reconocer allí una auténtica simbiosis entre forma y contenido.
El optimismo como virtud marciana El director de Alien y Blade Runner regresa al futuro y al espacio exterior, pero lo hace con un relato de una simpleza equivalente a la de su héroe, un astronauta abandonado en Marte que nunca duda de que regresará vivo a la Tierra. Afirmar que Misión rescate es la mejor película de Ridley Scott en años no es decir mucho, por cierto. Hace demasiado tiempo que el director de Alien (1979) y Blade Runner (1982) dejó de ser lo que era, o lo que alguna vez auguró ser. Ni siquiera Prometeo (2012), que marcó su regreso a la ciencia-ficción desde aquellos hitos, auténticos mojones del género, logró recuperarlo para el cine, después de tanto tiempo dedicado al espectáculo circense, pleno de gladiadores y éxodos, con esos movimientos de masas de los que el viejo Cecil B. De Mille se hubiera reído, por tratarse apenas de meros pixeles. Sin renunciar a las nuevas tecnologías y todo aquello que el dinero puede comprar, Misión rescate tiene sin embargo una simpleza de espíritu que la redime de tanta importancia impostada que impregnó la obra de Scott. El problema, en todo caso, es que esa simpleza –y la de su héroe– termina pareciendo demasiada para una película que costó más de cien millones de dólares y dura casi dos horas y media, la mayoría de las cuales transcurren en el espacio exterior.Se diría que lo mejor de The Martian –el título original no podría ser más pertinente, en la medida en que el protagonista se convierte en el único habitante del planeta rojo– sucede en los primeros minutos. Un equipo de la NASA, que está recabando información científica del suelo marciano, se ve obligado a abortar bruscamente la misión, ante una súbita y feroz tormenta que amenaza con volar su campamento. En medio de la huida, y antes de que pueda abordar la nave que lo trajo hasta allí, el astronauta Mark Watney (Matt Damon) es golpeado brutalmente por los restos de una antena que vuela en pedazos y es dado por muerto por sus compañeros. La nave logra partir a duras penas y Watney queda allí tirado. Para cuando despierte, alertado por la alarma que marca la escasez de oxígeno dentro de su escafandra, la tormenta ya habrá pasado, pero el campamento parece una villa miseria abandonada y no hay un alma a la vista.¿Qué mejor punto de partida que ése, el de un hombre librado a su propia suerte en suelo extraño, a millones de kilómetros de la Tierra, y de quien nadie sabe que está vivo? Hay una condición esencialmente trágica en esa situación –la de un ser humano enfrentado no sólo a las dificultades técnicas de la supervivencia, sino a la más pura y absoluta soledad– que la nueva película de Ridley Scott ni siquiera se molesta en rozar.Tampoco era necesario hacer una película de Bergman en el espacio. Si el primer Alien alcanzaba a abismarse hacia una suerte de miedo metafísico, lo hacía justamente porque era capaz de catalizar a través de la puesta en escena todo aquello que remitía a una angustia profunda: el encierro, la oscuridad, la soledad del espacio exterior, el temor a lo Otro, el monstruo como metáfora de un cáncer que va haciendo “metástasis” en toda la tripulación.Pero ya desde su título en castellano, que anticipa su previsible final, no hay angustia ni suspenso algunos en Misión rescate. Su protagonista es deliberadamente unidimensional y de un optimismo rayano en el absurdo. Es verdad, tiene algo de gracia al comienzo que, en tanto botánico, descubra que con sus propios excrementos puede producir el abono que le permitirá desarrollar la modesta plantación de papas de la que pretende vivir durante cuatro años. Pero cuando ese proverbial buen humor y confianza en sí mismo del personaje interpretado por Matt Damon –que parece salido de un comercial de reclutamiento de la NASA– se vuelven exasperadamente reiterativos, la película pierde interés. Sin ir más lejos, en Gravedad (2013), que duraba casi una hora menos y con la cual The Martian comparte su punto de partida (y de llegada), la astronauta Sandra Bullock, también ella sola perdida en el espacio, pasaba alternativamente por momentos de euforia y desánimo que le daban no sólo verosimilitud sino también dinámica dramática al relato.No ayudan tampoco los clichés, tantas veces vistos, del esfuerzo mancomunado de los expertos en Tierra, y mucho menos de la insólita, caprichosa ayuda de la agencia espacial china, que parece estar allí simplemente para asegurarse la simpatía de un mercado al que Hollywood presta cada vez más atención. A favor, debe decirse que entre la fotografía en 3D de Dariusz Wolski y el trabajo del equipo de dirección artística se tiene toda la impresión de estar allí, paseando por Marte. Quizás por eso está tan contento Matt Damon, porque sabe que al fin y al cabo no está tan solo, que tiene toda una platea compartiendo su odisea del espacio con él.
Entre las cenizas Nadie como Petzold sabe trabajar con los géneros clásicos de Hollywood y reformularlos para reflexionar sobre la historia de su país y la identidad constitutiva de su sociedad. Berlín, inmediata posguerra. Un Mercedes-Benz atraviesa no sólo la noche cerrada –esa oscuridad de la que empieza a emerger Europa toda– sino también un hostil puesto de control militar del ejército estadounidense. A bordo, viajan dos mujeres. Una de ellas conduce, la otra lleva el rostro completamente vendado y con rastros de sangre. Es Nelly Lenz, una cantante de origen judío que sobrevivió milagrosamente a los campos de exterminio nazi, pero terminó con la cara desfigurada. Vuelve a la ciudad que alguna vez fue también suya para someterse a una cirugía estética que le restituya quizá no tanto su rostro como su dignidad. Pero vuelve esencialmente para intentar reencontrarse con Johnny, el hombre que es todo para ella. “No hubiera sobrevivido sin él, cada día de mi cautiverio pensé en Johnny”, afirma. Su amiga, sin embargo, dice que fue él quien la delató y traicionó. Y que Johnny pretende heredar su fortuna. Sólo la propia Nelly podrá corroborarlo o desmentirlo...Nadie como el director alemán Christian Petzold ha sabido trabajar con los géneros clásicos de Hollywood, adoptar esa lengua no sólo para reformularla en provecho de su propia estética sino también para –en términos absolutamente contemporáneos– reflexionar sobre la historia de su país y la identidad constitutiva de su sociedad. Lo hizo con el género fantástico en Yella (2007), con el film noir en Triángulo (2008), con el cine de espionaje en Barbara (2012) y ahora abreva en las mejores fuentes del melodrama y el noir para Ave Fénix, sin duda una de las cumbres de su obra, a esta altura la más sólida y apasionante del cine alemán actual.Inspirado libremente en la novela Le Retour des cendres, del francés Hubert Monteilhet (que ya había sido adaptada medio siglo atrás en Volver de entre las cenizas, del británico J. Lee Thompson), Petzold, con la colaboración en el guión de Harun Farocki, construye un espacio puramente ficcional, tan artificioso como el decadente cabaret que le da su título original al film: Phoenix. El universo de Phoenix –la película– está hecho no tanto con los escombros de la realidad que dejó la guerra sino más bien a partir de la memoria colectiva del cine de Hollywood, de esa máquina narrativa en la que aquí abreva Petzold para tratar temas esencialmente alemanes: las consecuencias de la Shoá, el sentimiento de culpa, la necesidad de asumir el pasado.Los ecos de decenas de melodramas y noirs de Hollywood parecen resonar en Ave Fénix, pero si hay una película que evidentemente funciona como referencia ineludible ésa es, como lo reconoce el propio Petzold (ver entrevista), el clásico por excelencia, Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Como el personaje de James Stewart, el Johnny de Phoenix intenta moldear su ideal de mujer. Pero esa mujer es quien, supuestamente, él habría traicionado, pero que él necesita revivir, hacer volver de entre los muertos para llevar adelante su plan. Lo que Johnny no sabe o, mejor aún, no quiere ver –como no quiere ver el pueblo alemán todo, que niega los campos de concentración– es que ésa a quien él considera su actriz es en verdad la auténtica Nelly, que todavía lo ama y quiere estar junto a él.Film de espectros, dobles y fantasmas, Ave Fénix alcanza una intensidad inusual cuando entra en una suerte de insondable puesta en abismo, donde el relato comienza a plegarse sobre sí mismo. Johnny no sólo intenta reconstruir a Nelly, un poco como el país intenta reconstruirse de entre sus ruinas. También se preocupa por armar –como si fuera el director de una película de la cual él mismo escribió el guión– la elaborada puesta en escena del regreso de Nelly. “Nadie te va a preguntar nada, nadie quiere saber”, le explica Johnny a su actriz, ante la mirada horrorizada de la auténtica Nelly, que no puede creer que eso sea posible.El film de Petzold no sería el mismo sin dos intérpretes de la talla de Nina Hoss y Ronald Zehrfeld, la misma extraordinaria pareja de Barbara. Es más, se diría que Petzold vuelve a jugar con la ambigüedad y la desconfianza que también marcaban el destino de la pareja de Barbara, un film que ahora puede leerse en espejo con Ave Fénix, como si fueran dos caras de una misma moneda, sendas reflexiones sobre distintas encrucijadas históricas de un mismo país.Así como Petzold logra imbricar la estética de Hollywood con preocupaciones de orden estrictamente alemán, también lo hace de manera maestra con el cancionero popular estadounidense de la época. Una escena clave, cuando Nelly descubre a Johnny en el cabaret, tiene como telón de fondo un número musical con “Night and Day”, el clásico de Cole Porter, cuya letra aquí alude tanto al amor que es siempre sólo uno, día y noche, como a la dualidad esencial que marca a la pareja de agonistas.El otro tema, que funciona a lo largo de todo el film como estremecedor leitmotiv, es “Speak Low”, del compositor Kurt Weill, el amigo de Bertolt Brecht, un emigrado alemán que no tardó en adaptar su arte a Broadway y Hollywood. A la indecible melancolía de su melodía, se suma la letra de Ogden Nash, que habla de la ferocidad del tiempo y de la fugacidad del amor. “El telón desciende, todo termina...”, susurra Nelly cuando empieza a recuperar su voz, que sin dejar de ser la suya propia parece representar también la voz de todos los que regresan de la muerte y el olvido.
Cuando el cine se vuelve escultura audiovisual La nueva película de uno de los grandes revolucionarios de la historia del cine explora como ninguna las posibilidades de la tridimensionalidad, como si Godard intentara esculpir no sólo el tiempo, como pedía Andrei Tarkovski, sino también el espacio. Si hay un cineasta que ha trabajado alrededor de la idea del lenguaje, ése sin duda ha sido –y sigue siendo– Jean-Luc Godard. Desde su primera, famosa ópera prima, Sin aliento (1959), que abrió las puertas de la modernidad en el cine, se podría decir que, en esencia, Godard, a lo largo de más de medio siglo y casi un centenar de trabajos en todos los formatos y duraciones, no ha hecho otra cosa que interrogarse permanentemente por ese conjunto de signos –orales y escritos, imágenes y sonidos– que constituyen el lenguaje.Y lo ha hecho siempre desde el cine mismo, con las herramientas de su propio medio de expresión: el mismo al que él contribuyó de manera decisiva a repensar, el mismo al que alguna vez dio por muerto, y el mismo al que terminó volviendo, como un nuevo Odiseo de regreso a Itaca (tal como el propio Godard lo prefiguró en 1963 en El desprecio, una película tan confesional como la mayoría de las suyas).En este sentido, Adiós al lenguaje no deja de ser otra indagación de Godard sobre su materia de siempre, a la vez que una interpelación sobre el tiempo presente. Así como en Film socialisme (2011), su largometraje inmediatamente anterior, el director suizo se preguntaba por la identidad y la disgregación de Europa, en Adieu au langage reflexiona sobre la banalización de la palabra y la fragmentación del discurso que identifican al mundo de hoy.Que esos cuestionamientos de orden filosófico que plantea su cine tengan la belleza fulgurante –y también oscura– de la poesía es lo que define la singularidad de Godard como cineasta. A esta altura, Godard no hace estrictamente películas (si es que alguna vez las hizo, tal como se las entiende en un sentido aristotélico) sino lisa y llanamente cine. “Me gusta en el cine, no la imagen contra el texto, sino algo anterior al texto, que es la palabra”, declaró J.-L. G. en la única entrevista que concedió (a Le Monde) después de ganar el controvertido Premio del Jurado del último Festival de Cannes por su nueva película. “El lenguaje es palabra e imagen. No la palabra, la voz o la palabra de Dios, otra cosa que no puede vivir sin la imagen. En la imagen en el cine hay otra cosa, una especie de reproducción de la realidad, una primera emoción. La cámara es un instrumento como para los científicos el microscopio o el telescopio...”Ese instrumento es ahora, en Adiós al lenguaje, la cámara 3D, que Godard había probado fugazmente en su cortometraje Les Trois desastres (2013) y que aquí pone a prueba hasta sus últimas consecuencias. Esa tridimensionalidad que J.-L. G. ya venía explorando hace rato (desde For Ever Mozart, 1996) en el campo del sonido, aprovechando los distintos planos sonoros que le proporcionó la digitalización, ahora la completa con un uso virtuoso del 3D, que nada tiene que ver con la estereoscopia tal como se la utiliza en las superproducciones de Hollywood, a mero modo de efecto. Aquí hay un uso eminentemente plástico, una búsqueda estética del 3D, como si Godard intentara con el cine esculpir no sólo el tiempo, como pedía Tarkovski, sino también el espacio. Un desnudo, una naturaleza muerta, un animal –temas clásicos del arte figurativo– adquieren de pronto en sus manos una materialidad rara, distinta, nueva.¿La excusa narrativa? Casi no la hay, pero como tantas veces en la obra del autor de Masculin Féminin (1966) asoma una pareja. El propio Godard, en el dossier oficial del film, la resume así: “El punto de partida es sencillo. Una mujer casada y un hombre soltero se encuentran. Se aman, se pelean, llueven los golpes. Un perro vaga entre el campo y la ciudad. Las temporadas pasan. El hombre y la mujer se encuentran. El perro se encuentra entre ellos. El otro está dentro del uno. El uno está dentro del otro. Y son tres. El ex marido lo rompe todo. Comienza una segunda película. Igual que la primera. Pero no. De la especie humana pasamos a la metáfora. Todo acabará en ladridos. Y gritos de bebé”.Mejor que seguir esa enigmática, sin duda engañosa sinopsis, es entregarse al collage de texturas, palabras y sonidos de Adiós al lenguaje, una verdadera escultura audiovisual en tres dimensiones, un maravilloso objeto conceptual, muchas veces críptico pero también deslumbrante en sus revelaciones. Por ejemplo, cuando Godard señala que en 1933 coinciden el nacimiento de la televisión y el ascenso al poder de Hitler, como dos signos que marcarían, cada uno a su manera, el autoritarismo del siglo XX. “Los filósofos son los únicos que perciben la fuerza revolucionaria de los signos”, apunta uno de los amantes, mientras cita a Walter Benjamin, que parece una de las fuentes centrales de inspiración de Adiós al lenguaje (la obra de arte como “lugar de fractura”, donde irrumpe algo que excede al lenguaje de la obra misma).¿Hay que entender el título del film como una despedida de Godard, a los 84 años? ¿Como una suerte de réquiem? El tono potente, vital del film, al que incluso no le faltan unas cuantas pinceladas de humor (como cuando un personaje, sentado en el inodoro, señala que “a toda función corresponde una posición”), parece desmentirlo. En sus pasajes más graves, en todo caso, se podría pensar en una suerte de elegía: una composición lírica por aquello que fue (el cine del período clásico, que aparece citado regularmente en unos televisores digitales), que tuvo un apogeo que el propio Godard en su experiencia como crítico supo celebrar, pero que dio paso a otra cosa, a otras pantallas, a otra circulación de imágenes, como las de esos teléfonos celulares que dos personajes se intercambian como si fueran fetiches, delante de unos libros usados que han perdido esa sacralidad. En todo caso, como escribió hace ya tres lustros Alain Bergala en su magnífico ensayo Nadie como Godard, “esa sensación de ser un dinosaurio del cine para Godard se traduce a su vez en gravedad e ingravidez”. Una definición que se vuelve ahora más pertinente que nunca. Auténtico patchwork de citas literarias y musicales, cuyos autores figuran mencionados en los créditos finales como colaboradores artísticos, Adiós al lenguaje ofrece una suerte de polifonía dialéctica –deliberadamente disruptiva– en la que algunas voces suenan más fuertes que otras. Es el caso de una frase que proviene de la Antígona que Jean Anouilh escribió durante la ocupación nazi de Francia y que, en el enfrentamiento entre la agonista y su enemigo Creonte, parece reflejar el carácter de eterno resistente del cine que es Godard: “No quiero comprender. Eso está bien para usted. Yo estoy aquí para otra cosa que comprender. Estoy aquí para decirle que no, y para morir”.La otra es de un favorito del director, Claude Monet: “Pintar no lo que vemos, porque no vemos nada, sino lo que no vemos”. A esa meta imposible de Monet se dirige, una vez más, el cine irreductible de Godard. 9-ADIOS AL LENGUAJE Adieu au langage, Suiza/Francia, 2014Dirección, guión y edición: Jean-Luc Godard.Fotografía: Fabrice Aragno.Intérpretes: Héloise Godet, Kamel Abdeli, Richard Chevallier, Zoé Bruneau, Christian Gregori.Duración: 70 minutos.Salas con proyección en 3D: Village Recoleta, Showcase Belgrano, Multiplex Belgrano, Cinema City General Paz, Showcase Norte, Hoyts Unicenter, Cinema Paradiso La Plata, Showcase Córdoba.
El desierto rojo Los aportes de Fabián Casas en el guión y de Viggo Mortensen como su espléndido protagonista no hacen sino potenciar el universo creativo de Lisandro Alonso, que entrega su mejor film. En el comienzo, a la manera del cine mudo, un cartel cuyo tono parece referir a algún cuento de Borges, habla de Jauja como una tierra mitológica, un paraíso terrenal, en el cual aquellos hombres que se atreven a buscarlo se pierden en el camino. De ese destino incierto no podrá escapar el Capitán Dinesen (Viggo Mortensen), un agrimensor danés de paso por esas tierras extrañas, que se asemejan mucho a la Patagonia en tiempos de la Conquista del Desierto. Será allí, en esa inmensidad sin brújula, donde los raídos militares hablan abiertamente de exterminar a los indios y se menta el carácter legendario de Zuluaga, un oficial “más rápido que el viento”, donde Dinesen perderá a su hija primero y también, inexorablemente, se extraviará a sí mismo después.A continuación de una obra tan sólida como exigente, hecha de films extraordinarios como La libertad, Los muertos, Fantasma y Liverpool, pero cada vez más cerrados sobre sí mismos, parecía difícil para el director Lisandro Alonso abrirse hacia otros horizontes. Lo singular de Jauja, su quinto largometraje, es que Alonso logró salir de su laberinto sin dejar jamás de ser fiel a sí mismo. Por primera vez en su cine, Alonso no hace un film ambientado en un puro tiempo presente. De la misma manera, Jauja es la primera de sus películas en la que trabaja no sólo con actores profesionales sino con una estrella de la dimensión de Viggo Mortensen. Y es la primera vez también que escribe un guión en colaboración, en este caso con el poeta y novelista Fabián Casas. Todas estas novedades, sin embargo, no hacen sino potenciar al máximo su universo creativo, que sigue siendo intransferiblemente propio y que lo confirma como uno de los pocos, auténticos autores del cine argentino.Como los protagonistas anteriores de la obra de Alonso, el Capitán Dinesen es un hombre parco y solitario. Su única, obsesiva preocupación es su hija adolescente, Ingeborg, a quien ha arrastrado con él a esas tierras vírgenes. Enceguecedoramente rubia en un mundo pardo, Ingeborg despierta el deseo de un lascivo teniente, pero será un joven recluta quien una madrugada se fugue con ella a caballo en dirección al desierto, allí donde acecha no sólo la amenaza de los indios, sino también la del mentado Zuluaga, de quien llegan las historias más descabelladas. Y tras el rastro de su hija irá entonces Dinesen, que cambia su ropa de civil por las de militar, como quien finalmente asume que deberá reemplazar los científicos instrumentos de medición por las armas, los modales de la civilización por la violencia atávica de la barbarie.Plena de ecos y reverberaciones de todo tipo, es francamente notable cómo Jauja incorpora todas esas voces –que provienen tanto del cine como de la literatura– de manera tan orgánica. Siempre en un poderoso fuera de campo, ese Zuluaga a quien nunca se llega a ver parece haber enloquecido como el Coronel Kurtz de Apocalypse Now: lo último que se sabe de ese militar intachable es que estaría comandando una tribu de indios “cabeza de coco” (la libertad con que el guión maneja nombres y apodos es fascinante). Y que lo haría vestido con ropas de mujer... A su vez, la hija de Dinesen recuerda un poco a la del Aguirre de Herzog; aunque más modesta, no deja de ser menos alucinada: “Me encanta el desierto, la forma que tiene de entrar en mí”, dice del paisaje como si despertara sus fantasías eróticas, mientras en unas manchas de nacimiento que tiene su amante en la espalda cree ver una estrella y luego toda una constelación. El extrañamiento que se va apoderando paulatinamente del relato remite más a la afiebrada novela La liebre, de César Aira, que a Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, aunque un personaje del film (encarnado por Esteban Bigliardi) parece ligeramente inspirado en el dandismo del legendario militar y escritor argentino. Ese progresivo extrañamiento será clave hacia la segunda mitad del film, cuando ya enajenado el capitán Dinesen parezca ingresar a otra dimensión espacio-temporal. El límpido cielo patagónico –fotografiado en 35mm por finlandés Timo Salminen, operador habitual de Aki Kaurismäki, en el antiguo formato 4:3 de los viejos westerns– de pronto se oscurece y se vuelve escandinavo. Lo mismo que la lengua, cuando el dificultoso castellano del protagonista deja paso a su idioma natal, el danés. Es como si el mismo universo anterior de Alonso siguiera estando allí (los hombres taciturnos, los grandes espacios abiertos, la naturaleza áspera, los perros, las armas), pero reorganizado de manera distinta, propalado por el guión de Casas hacia una zona que trasciende el realismo crudo para ubicarse en un plano poético, metafísico.Algo similar sucede con el aporte de Mortensen. El gran actor de Peter Jackson y David Cronenberg se suma aquí como coproductor e incluso como autor de los brevísimos pero significativos momentos donde el film se permite incorporar música. Pero es su presencia primero –a pie, oteando el horizonte con un catalejo; a caballo, como en una película de John Ford– y luego su mirada, plena de ternura y de dudas, de determinación y desesperación, lo que le suma al cine de Alonso aquello que un actor no profesional ya no podía darle: la hondura y la complejidad que hacen de Jauja su mejor película. 9-JAUJA Argentina/EE.UU./México/Holanda/Francia, 2014.Dirección: Lisandro Alonso.Guión: Fabián Casas y Lisandro Alonso.Fotografía: Timo Salminen.Música: Viggo Mortensen.Duración: 108 minutos.Intérpretes: Viggo Mortensen, Ghita Norby, Viilbjork Malling, Esteban Bigliardi, Diego Román, Adrián Fondari.
Corte quirúrgico sobre la burguesía francesa La película empieza súbitamente, como un thriller, con una declaración en una sede policial. Una mujer ha fallecido de muerte violenta y un hombre común, ya sesentón, shockeado por la situación, intenta explicar su relación con el caso. Es un plano frontal, seco, casi quirúrgico, que recuerda un poco a los de Ciudadano bajo vigilancia (1981), donde Michel Serrault debía comparecer frente a un interrogatorio implacable. Pero de inmediato, el film dirigido por Philippe Claudel tomará otro rumbo: el gran flashback que es la película toda se inclina hacia un melodrama –valga la paradoja– asordinado y reflexivo, donde Daniel Auteuil demostrará una vez más su inmensa calidad de actor, de esos que no necesitan mucho más que su mirada para expresar la complejidad de sus personajes.Todo parece en su lugar en la vida de Paul Natkinson (Auteil), prestigioso y respetadísimo neurocirujano, a quien sus pares se refieren como “profesor”. Tiene una casa magnífica en las afueras, donde su refinada esposa (Kristin Scott Thomas) se dedica a la jardinería y a su pequeño nieto, en ese orden. Son gente culta, toman buenos vinos y escuchan ópera durante la cena. Hay algo tan monolítico como rutinario en esa feliz cotidianidad, que sin embargo irá sufriendo algunas pequeñas, incisivas fracturas.Ella recibirá la visita de su hermana, cuyo desequilibrio emocional no le impide ver con claridad el “ataúd de vidrio” en el que vive esa pareja, en alusión a los grandes ventanales con vista al parque tras los que se refugian de la realidad. Y él comenzará a recibir –en su casa, en el hospital, en su consultorio– una inquietante sucesión de ramos de rosas rojas. ¿Serán de esa chica que le sirvió un café en la barra de un bar y le agradeció por una operación que él ni siquiera recuerda haberle practicado? Al comienzo, ni Paul ni su esposa Lucie le prestan importancia, pero poco a poco, cuando la presencia de esa joven (la franco-marroquí Leïla Bekhti) comience a hacerse sentir –en un concierto, en el consultorio vecino, en la calle– el equilibrio de la pareja comenzará a bascular.No conviene adelantar más. No es que Antes del frío invierno se trate, en rigor, de un film de suspenso, pero hay ciertos mecanismos del relato que van develando poco a poco zonas oscuras, como si toda la ciencia de Paul no fuera suficiente para saber qué pasa realmente dentro del cerebro humano, que él está acostumbrado a manipular diariamente. “Una a veces puede ser frágil”, le dice esta desconocida a Paul. Y lo que Paul tardará en reconocer es que él –siempre tan firme, tan seguro de sí mismo– también puede llegar a serlo.Hay algo menos evidente, más complejo que el mero affaire sentimental del que comienza a sospechar la mujer de Paul. Y hay también algo más que una previsible crisis existencial de ese hombre que no ha hecho otra cosa en su vida que dedicarse obsesivamente a su trabajo. Se diría que el film de Claudel va poniendo, sobriamente, el acento en una cuestión de identidad. De la pregunta de quién es esa chica se pasa a otros interrogantes: de dónde proviene, cuáles son sus raíces... Son un poco, también, las preguntas que Paul nunca se hizo a sí mismo.Elegante, sólida, fluidamente narrada, Antes del frío invierno sufre un poco de lo mismo que le aqueja a su protagonista: le falta imaginación. La película, como Paul, se queda un poco corta. Si no fuera porque Daniel Auteuil es capaz de darle una ambigua densidad a su personaje, el film de Claudel dejaría más expuesto el rígido armado de un guión que siempre pesa más que su puesta en escena. A pesar de la deliberada distancia y frialdad de todo el proyecto, en el epílogo, que se prolonga en los créditos finales, asoma sin embargo un toque de emoción, que tiene también un sentido dramático: la canción “Comme un p’tit coquelicot”, interpretada por la cantante argelina Biyouna, acompañada apenas por un laúd árabe. No conviene levantarse de la butaca hasta haberla escuchado toda. 6-ANTES DEL FRIO INVIERNO Avant l’hiver,Francia/Luxemburgo, 2013.Guión y dirección: Philippe Claudel.Fotografía: Denis Lenoir.Música: André Dziezuk.Duración: 102 minutos.Intérpretes: Daniel Auteuil, Kristin Scott Thomas, Leïla Bekhti, Richard Berry.
El tiempo como materia primordial La nueva película del autor de Antes de la medianoche, premiada con el Oso de Plata de la Berlinale al mejor director, sigue el proceso de crecimiento de un personaje desde los cinco hasta los diecinueve años. Una experiencia inédita. Si el tiempo siempre fue –y sigue siendo– la esencia, el material primordial sobre el que trabaja el cine, de muy distintas maneras, se diría que Boyhood, la película más reciente de Richard Linklater, que le valió el Oso de Plata al mejor director en el último Festival de Berlín, es una experiencia extrema, incluso inédita en el campo de la ficción. Lo que ha sido moneda más frecuente en el documental (particularmente en la obra de la realizadora checa Helena Trestíková), en la ficción en cambio, sin duda por dificultades de producción, nunca fue posible, al menos de esta manera. En Boyhood, Linklater sigue el proceso de crecimiento de un personaje desde los cinco hasta los diecinueve años. Y esos doce años en la vida de Mason Evans Jr., su hermana y sus padres coinciden exactamente con los del rodaje, a partir de un guión que el propio Linklater fue escribiendo paso a paso, mientras él mismo iba creciendo como director y, por qué no, también como padre. Un poco al modo establecido por François Truffaut en su serie dedicada a Antoine Doinel, Linklater ya había probado seguir a lo largo del tiempo a los mismos personajes, en su trilogía integrada por Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013), donde la pareja protagónica (Julie Delpy, Ethan Hawke) se iba encontrando, desencontrando y redescubriendo década tras década. Pero aquí el procedimiento es diferente, porque se trata de un único film en el cual los personajes se van transformando paulatina, mágicamente frente a los ojos del espectador durante 165 minutos consecutivos. Que esas casi tres horas de película fluyan con la naturalidad, el ritmo y la constancia con que fluye un río, o incluso la vida misma, es quizás el mayor mérito de Boyhood. Se puede sostener que el proceso del film, su experiencia, es más valiosa que el film en sí mismo. Pero está en la misma singularidad del proyecto que ese viaje a través del tiempo que propone Boyhood tenga sus alzas y bajas, que haya momentos mejores que otros, escenas notables y otras sin duda fallidas, o redundantes, porque nunca una película así podría ser homogénea, ni mucho menos pretender serlo. A diferencia de un novelista –y la comparación parece pertinente, porque Boyhood es, más que un relato de iniciación, una novela familiar– que puede ir moldeando sus personajes durante años hasta alcanzar la perfección (¿cuántos años le llevó a Salinger dar a luz a Holden Caulfield?), Linklater debió ir trabajando su materia prima a medida que la tenía disponible, rigurosamente una vez por año. Más aún, el guión y el rodaje no sólo debían adaptarse a las circunstancias exteriores en las que se mueven los personajes (desde los adelantos tecnológicos hasta los acontecimientos políticos, desde los primeros videojuegos hasta la guerra de Irak o la elección de Barack Obama). También debían amoldarse a la personalidad de los actores, empezando por Ellar Coltrane, que sin duda terminó “habitando” a su alter ego Mason Evans Jr. De la misma manera que su hermana Samantha terminó siendo Lorelei Linklater (la hija del director) y que hacia el final del film uno no puede dejar de ver en sus padres a Ethan Hawke y la estupenda Patricia Arquette, tal como fueron encaneciendo o engordando a lo largo de todos estos años. De hecho, ése es otro de los grandes logros de Boyhood: es una película que pide ser habitada también por el espectador, un film que lo invita a instalarse en ese núcleo familiar (en el sentido también de la familiaridad que se establece con él) y compartir sus vicisitudes. Es por eso quizá que los mejores momentos de Boyhood –los más conmovedores, sin duda los más verdaderos– son aquellos menos dramáticos. El niño mirando expectante el cielo, el padre manejando feliz en la ruta junto a sus hijos, el silencio incómodo entre el adolescente y la chica que quizás llegue a ser su novia... Lo que ya Gilles Deleuze (en La imagen-tiempo) describió como “los tiempos muertos de la banalidad cotidiana”. Hay que reconocerle a Linklater que tuvo la delicadeza y hasta el coraje (en una industria que las pide a gritos) de evitar las crisis y las situaciones límite. Pero son justamente aquellas pocas escenas donde hay un conflicto manifiesto –como cuando el segundo marido de Patricia Arquette se revela como un alcohólico violento, o el tercero quiere dejar sentada su autoridad a través de su uniforme– donde la película patina y pierde su aura hipnótica. No importa. El espectador debe saber perdonar, como los personajes se perdonan muchos de sus errores o pasos en falso. El tiempo, la experiencia compartida junto a Boyhood vale más que la suma de sus partes.
Acerca de la monstruosidad Antes que una comedia cáustica a la manera de Todd Solondz (como se la encasilló apresuradamente en el Festival de Cannes), Polvo de estrellas es literalmente una película de monstruos, como quizá Cronenberg no hacía desde Festín desnudo. Desde El ocaso de una vida (1950), del gran Billy Wilder, hasta The Canyons (2013), de Paul Schrader –injustamente ignorada en Argentina–, pasando por Como plaga de langosta (1974), sobre la novela de Nathanael West, ese mundo fuera del mundo que es Hollywood siempre fue visto desde adentro como un auténtico museo teratológico, una colección de aberraciones hechas de vanidad, egoísmo y lujuria. Y a esa galería viene a sumarse ahora Polvo de estrellas, una película que David Cronenberg y el guionista Bruce Wagner, un auténtico connoisseur de Beverly Hills (empezó trabajando de chofer de limusinas, como el personaje que interpreta Robert Pattinson), venían maliciando juntos hace años. A priori, no es la típica película que podría esperarse del director de Una historia violenta, porque el humor vitriólico no suele ser su estilo, aunque en muchas de sus películas haya bastante más de qué reírse de lo que parece. Sin embargo, a poco de que se la piense, se diría que antes que una comedia cáustica a la manera de Todd Solondz (como se la encasilló apresuradamente en el Festival de Cannes), Maps to the Stars es literalmente una película de monstruos, como quizá Cronenberg no hacía desde Festín desnudo. Monstruos. Eso y no otra cosa son todos y cada uno de los personajes que habitan el Hollywood de Polvo de estrellas. Empezando por Havana Segrand, esa actriz famosa pero –a causa de su edad– en peligroso proceso de olvido y declive, una suerte de Norma Desmond (el personaje de Gloria Swanson en Sunset Boulevard) del siglo XXI, que interpreta sin red la gran Julianne Moore, rodeada de cremas, almohadones y pastillas. Havana vive tan recluida en su propio ego –más grande aun que su inmensa mansión– que cuando gana el papel que anhelaba más que nada en el mundo, porque la actriz original, de quien se dice su amiga, acaba de perder ahogado a su pequeño hijo, ella no tiene otra reacción que ponerse a bailar feliz alrededor de su piscina, seguramente idéntica a tantas en Hollywood y a la que causó la muerte del chico. Como en un siniestro, asfixiante círculo cerrado, o una pesadilla de la cual no se puede despertar, en Maps to the Stars todos se conocen y se tratan socialmente: todos tienen a la misma representante, todos filman en el mismo estudio y todos asisten a las mismas, odiosas fiestas. Y todos se atienden con el doctor Stafford Weiss (John Cusack), una extraña mezcla de quiropráctico, analista freudiano y gurú espiritual, autor de varios best sellers de autoayuda, entre los cuales el más famoso se titula, no casualmente, Secret Kills (Los secretos matan). Sucede que el doctor tiene más de un secreto guardado en sus armarios, empezando por una hija desfigurada y pirómana, dispuesta a volver a las andadas (la australiana Mia Wasikowska), y siguiendo por un hijo atroz, estrella absoluta del universo teen (Evan Bird). Esta suerte de Justin Bieber reloaded, en la intimidad no sólo es el adolescente más repugnante y despreciable que pueda imaginarse. También puede llegar a ahorcar –por qué no– a un niño actor, a quien supone un rival en su carrera a la estratosfera del dinero y de la celebridad. Y si todo esto parece poco, ni se les ocurra imaginar para qué puede servir un macizo Golden Globe en manos de una chica con problemas para controlar su ira reprimida. Como siempre en el cine de Cronenberg, sus planos parecen cápsulas cerradas, compartimentos estancos, donde sus personajes aparentan ser menos de carne y hueso que proyecciones malignas del inconsciente. Y para ratificarlo, en Maps to the Stars hasta fantasmas hay, filmados por el virtuoso fotógrafo Peter Suschitzky (operador habitual de Cronenberg) como si hubiera utilizado como modelo esa luz enceguecedora de las piscinas de Beverly Hills que pintó David Hockney, pero con esa estética tan pop de Hollywood transfigurada por unas pinceladas góticas, tan oscuras como las limusinas con vidrios polarizados detrás de los cuales se ocultan el miedo, la codicia y la desesperación por la fama.
El tránsito de persona a personaje La película premiada en el FIDMarseille juega a atravesar, en uno y otro sentido, distintas capas de la realidad, que en el caso del protagonista (que le da su nombre al film) incluyen la fe religiosa y la transculturación. La primera escena de Ricardo Bär, el singular documental codirigido por Nele Wohlatz y Gerardo Naumann, premiado en el FIDMarseille, funciona un poco a la manera de la obertura en una ópera: presenta sus temas y variaciones. Primero, vemos a un joven de extraño acento provinciano, en ropas de calle, ofrecer un sermón religioso. Está un poco nervioso, se lo nota tenso y demasiado pendiente de las líneas de su texto. Un plano después, se verá que en verdad estaba practicando y que ese espacio no es necesariamente un templo sino un aula. Y que hay un profesor que, a continuación, le da algunos consejos para mejorar su sermón, desde cómo proyectar la voz hasta cómo hacer un mejor uso del cuerpo. Un poco como en este prólogo, la película irá jugando también entre las distintas capas de la realidad, que en el caso de Ricardo Bär (el título es el nombre del protagonista) incluyen la fe religiosa, el aprendizaje y la transculturación. Si en esa primera escena se entiende que predicar es, de alguna manera, actuar, y que como todo oficio la actuación también se aprende, el film de Wohlatz y Naumann va revelando paulatinamente los pliegues de su factura, sus condiciones de producción, que en un documental incluye convencer y preparar a una persona a convertirse en personaje, instruirlo para que pueda ser él mismo frente a una cámara. Porque quiérase o no, en un documental también se actúa: todo aquel que se expone a un equipo de rodaje, por mínimo que sea, sabe (o intuye) que siempre hay una distancia entre lo que hace en su vida cotidiana y esa misma vida cotidiana registrada para un film. Y ése parece el eje, el centro de gravedad de Ricardo Bär. Misionero, oriundo de Colonia Aurora, un pequeño pueblo de colonos alemanes en la frontera con Brasil, Ricardo cree tener una auténtica vocación religiosa y estar llamado a la tarea pastoral. De hecho, asiste regularmente al Seminario Bautista Teológico de Misiones, en Oberá, a pesar de que no le queda precisamente cerca de su casa. Sus reticencias a convertirse en el protagonista de una película sobre su propia vida son expuestas desde un primer comienzo. Y la negociación que lleva a convencerlo también. En este sentido, es muy ilustrativa del método del film la escena con el pastor de su congregación, cuando le informa que los directores de la película le han conseguido una beca para continuar sus estudios religiosos en Buenos Aires como una forma de compensar su participación en el proyecto, lo que lleva a Ricardo a una larga oración frente a cámara. Queda claro que ese momento conlleva una puesta en escena, que tanto el pastor como Ricardo están actuando para la cámara, pero también que la oración del protagonista es sincera, que es propia y no necesariamente guionada. Ese vaivén, esa distancia entre una y otra esfera, a veces es descripta por los propios realizadores desde la voz en off. Es el procedimiento menos interesante de la película, y también el que le aporta cierta confusión temporal a la narración, con acotaciones acerca de cuándo Wohlatz y Naumann llegaron a Colonia Aurora por primera vez, o fueron rechazados por sus habitantes, o finalmente autorizados a hacer la película, en una reunión religiosa convertida en asamblea para resolver el problema. “En este momento, Ricardo no actúa para la película sino para el pesebre viviente”, reitera en una ocasión Naumann desde el off, subestimando al espectador. Se trata claramente de una representación sobre el tablado del templo, una suerte de pequeño auto sacramental en el cual Ricardo, con una toga de arpillera, representa a un personaje bíblico. Mucho más relevantes que esas acotaciones redundantes son los diálogos de Ricardo con su familia o miembros de la comunidad. Allí aparece arcaica, sorpresiva, toda la áspera música de ese lenguaje sincrético –mezcla de alemán con portuñol– a través del cual se comunican. Se intuye algo propio de la salvaje tierra roja de Misiones en esas palabras hechas de distintas cultura, pero la película tiene la sabiduría de no convertir al paisaje en un elemento decorativo. Prefiere en cambio hacer trabajar la imaginación, como cuando Ricardo cuenta cómo pesca, con sus propias manos, carpas y tarariras, a la vera de un arroyo. Quizás allí Ricardo también esté actuando, pero lo hace con tal convicción que el espectador puede llegar a creer que es tan fácil que cualquiera también podría hacerlo.