Lo que se cuenta aquí transcurre en el presente y en una geografía más o menos reconocible situada en el corazón de la Europa anglosajona, aunque lejos de las urbes más hiperpobladas, pero bien podría ocurrir en un futuro que el cine imaginó muchísimas veces. Sobre todo a partir de la rigidez, la planificación metódica y los comportamientos mecánicos que impone la vida cotidiana dentro de un laboratorio. Frío, esterilizado, ajeno desde su diseño de proporciones exactas a cualquier riesgo de contaminación externa, el lugar parece determinar a partir de sus rutinas y procedimientos cómo serán las relaciones y los vínculos entre las personas que lo ocupan. Al no haber casi un “afuera”, toda la realidad posible o imaginable se configura a partir de esas reglas tan precisas. También lucen el mismo escrupuloso esmero los vistosos y pausados travellings que emplea la directora austríaca Jessica Hausner para acercarse, aunque manteniendo siempre alguna distancia, a sus personajes: científicos consagrados a la manipulación genética de plantas que no podrán reproducirse, pero parecen estar en condiciones de cumplir otro propósito a primera vista más virtuoso: extraer de una de esas especies, a través del polen, un aroma capaz de mejorar el estado de ánimo de las personas y hacerlas sentir mejor, más felices. Hasta que en un momento, después de observar reacciones inesperadas al contacto con el experimento, surge la pregunta inevitable ¿Estamos ante una situación potencialmente inmanejable? ¿Qué hacer cuando la voluntad empieza a quedar sujeta a una manipulación que parece haber escapado por completo del control de sus artífices? Filmada en 2019, Little Joe se anticipa en su trama a palabras y situaciones clave (virus, contagios, inmunidad) que poco después dominarían desde una inquietud bien real y concreta la agenda global. No hay aquí riesgos mortales para los infectados, sino el sometimiento de la voluntad por un factor exógeno que puede transformar a una persona hasta hacerla irreconocible para sus afectos más cercanos. Es el temor que se potencia en Alice, una de las científicas responsables del proyecto, que antes de que todo ocurra le expresa a su terapeuta el medio a que el vínculo con su hijo adolescente se le vaya de las manos. Mientras describe con meticulosa precisión todos estos cambios, Hausner plantea interrogantes sobre el destino de las relaciones humanas, los límites de la manipulación genética, los efectos de ciertas adicciones que parecen imperceptibles (y a la vez falsamente inocuas) y, en definitiva, sobre nuestra aparente falta de voluntad o criterio para tomar decisiones en libertad. El mundo en el que se mueve la directora resulta tan frío y desangelado que parece difícil extraer de la conducta de los personajes gestos o estímulos de mínima empatía con quien mira desde afuera todo lo que se cuenta. Hausner no es David Cronenberg: en vez de comprometerse con el impacto humano de un cuadro tan perturbador prefiere mostrarlo de un modo mucho más aséptico, convencida de que es posible imponerle al cine las coordenadas de un experimento científico.
Lilo, Lilo, cocodrilo empieza de la mejor manera. Con la feliz ayuda de la recuperada fotogenia de Nueva York, que creíamos perdida en la oscuridad de la pandemia, una cámara ágil, inquieta y movediza sale al encuentro de la pareja más improbable. Un artista excéntrico y locuaz (Javier Bardem) descubre en una tienda de especies exóticas a un pequeño cocodrilo moviéndose al compás de una canción y tarareando su estribillo. Ante sus ojos, el bicho aparece como aliado ideal para superar una larga racha de fracasos, sobre todo en la competencia de talentos de un reality show televisivo. Pero el reptil, que pronto crecerá hasta alcanzar un intimidante tamaño, muestra detrás de toda su ternura un incontenible pánico escénico. Abandonado momentáneamente por su dueño, se convierte en la mascota de un chico (Winslow Fegley) igual de acomplejado, aunque por otros motivos. Es el hijo de una pareja recién llegada a Nueva York que ocupará ese hogar con sueños de una nueva vida, entre búsquedas y vacilaciones que la trama nunca se decide a afirmar del todo. Aquí está el principal problema de esta comedia musical para toda la familia inspirada en los libros infantiles del autor estadounidense Bernard Waber. Sugerir todo el tiempo trazos y pinceladas de distintos rumbos sin decidirse jamás a profundizarlos. La trama parece inclinarse a indagar en la condición de “bichos raros” que tiene cada uno de los personajes centrales, sin afirmar esos esbozos por sobre un par de definiciones que no van mucho más allá de lo superficial. No hay seguridad plena en ese planteo, que en algunos casos (como le ocurre a Josh, a quien Fegley interpreta de un modo escasamente empático) tiene que declamarse demasiadas veces como si nunca estuviese claro del todo. Sus padres, personificados por Constance Wu y Scoot McNairy, dos actores muy confiables, tampoco tienen una construcción precisa. Del otro lado aparece un vecino tan estereotipado en sus rasgos más irritantes (Brett Gelman, de Stranger Things) que no resulta nada gracioso. Las cosas mejoran cada vez que reaparece Bardem. De la mano de su personaje (el único que muestra lo que quiere con personalidad y convicción) y del atractivo visual que ofrece la geografía urbana neoyorquina la historia sostiene, siempre con altibajos, la calidez y la energía insinuadas en aquel simpático comienzo. También funciona muy bien la sincronización de los movimientos entre los actores y el reptil animado por computadora que en las contadas funciones subtituladas tiene la inconfundible voz de Shawn Mendes. La mayoría de las copias, en cambio, cuentan en cambio con ignotas voces en español. El atractivo de la música original parece agotarse en “Take Look at Us Now”, la bella canción magníficamente coreografiada desde el montaje que abre el relato y se repite más tarde con ligeras variantes. Los otros temas compuestos por Benji Pasek y Justin Paul (La La Land, El gran showman) ni siquiera llaman la atención y aparecen bastante lejos de estos trabajos previos, bastante más inspirados.
The Rock es un antihéroe aplastado por los efectos digitales La película sobre el personaje de DC, un proyecto largamente trabajado por el actor como punto de partida para el relanzamiento de su universo de superhéroes, es un paso en falso para el infalible Dwayne Johnson Si el plan a largo plazo de DC se orienta a la construcción de un gran universo de superhéroes con identidad propia y la suficiente fortaleza como para marcar diferencias de fondo con su equivalente de Marvel, estamos con la llegada de Black Adam ante un muy evidente paso en falso. El tiempo dirá si el tropiezo de esta gran maquinaria de producción alcanza también al hasta aquí casi infalible Dwayne Johnson, cuyo carisma de estrella tambalea quizás por primera vez frente a las inconsistencias de un personaje que hasta amenaza con hacerle perder su mejor cualidad: el sentido del humor. AD Black Adam es a todas luces un antihéroe. En todo caso, por el modo en que es tratado y considerado por Amanda Waller (Viola Davis), tranquilamente podría sumarse a ese plantel de taimados rebeldes que conocimos en las dos experiencias del Escuadrón Suicida. Razones no le faltarían a la jefa burocrática del grupo. Al fin y al cabo, Black Adam (o Thet-Adam, el nombre que llevaba en su vida originaria en el antiguo reino de Kahndaq, remedo del Egipto de los faraones) apoya su poder en el enojo y una furia infinita. Es, a grandes rasgos, un personaje fantástico que fue acumulando rencor y sed de venganza durante siglos hasta que logra ser liberado en pleno siglo XXI. Con ese regreso vuelve a plantearse un conflicto ancestral: el sometimiento de un pueblo a un poder abusivo (antes a cargo de un déspota absolutista; ahora, de una poderosa organización multinacional) que expolia los recursos naturales del lugar. Sobre todo un mineral de extraordinario valor. AD Pero el destino de Black Adam no es el de otros antihéroes. Primero, porque quien lo encarna en la pantalla es Johnson, que a esta altura no puede permitirse otro lugar que el de un ganador indiscutido, un personaje sin vueltas ni zonas oscuras cuando se habla de heroísmo. Y segundo, porque su destino aparece junto al resto de las grandes figuras del universo heroico de DC, tal como lo sugiere la reveladora escena que aparece en medio de los títulos finales. Aquí empiezan los problemas. Porque el personaje necesita para cumplir con ese futuro ya definido por DC eliminar algunos aspectos esenciales de su ambigua configuración, que pueden resultar un lastre frente a ese destino anunciado. La película describe justamente toda esta operación. Y no de la mejor manera. Todo se mueve a partir de los efectos visuales generados por los dispositivos digitales. Son tan descomunales en cantidad y tan extendidos que en medio de ellos, como si funcionaran como una gigantesca cortina de humo, se pierde la mínima certidumbre que necesitan los personajes para explicar el sentido de su presencia en este relato. Con el vértigo de un monumental videoclip, los personajes aceleran sus movimientos o se quedan inmóviles en medio de escenas de acción poco inteligibles (el montaje no ayuda) ilustradas por la apabullante y atronadora música de Lorne Balfe. Hay momentos en que no sabemos de qué lado está Black Adam y cuál es en el fondo su misión. Lo mismo pasa con el resto, sobre todo los integrantes del equipo de la Sociedad de la Justicia que, con la ayuda de diferentes superpoderes, deben salir a su rescate. Hawkman (Aldis Hodge) se salva un poco porque tiene más compromiso que otros, bastante desaprovechados. Todos, en el fondo, se rinden a otro gran problema que tiene la película: la solemnidad. Casi no hay diálogos creíbles entre los personajes centrales. Solo un intercambio de frases declamadas y pomposas. La mayor víctima de esta rigidez es Pierce Brosnan, a quien se lo ve por momentos resignado a actuar de taquito para darle certidumbre a su aparición con un mínimo de oficio. Al ex 007 le toca en suerte un personaje (el Doctor Fate, capaz de vislumbrar con bastante certeza el futuro) cuyo parecido con el Doctor Strange de Marvel cuesta disimular. No es el único parecido entre ambas factorías. Como en las andanzas de los Vengadores aquí también hay un vistoso avión, un grupo de héroes ensamblados dispuesto a hacer justicia, un viaje fantástico a través del tiempo y de distintas dimensiones, y sobre todo, un personaje central bastante enfurecido, que en este caso no exhibe toda su musculatura en tonos verdosos y luce un disfraz coronado con un rayo. Hulk tenía un alter ego (el científico Bruce Banner) que definía su personalidad. Black Adam, en cambio, no sabemos realmente quién es. Y esta película, en medio de su confusión y de un show de artificios visuales, tampoco nos ayuda a entenderlo.
Esta vez coincidieron el calendario real y el de la ficción. Los 44 años que separan a la primera película de Halloween, creada y dirigida por John Carpenter en 1978, de este episodio final equivalen con exactitud al tiempo vital de su gran protagonista, Jamie Lee Curtis, dentro de esta historia. Curtis tenía 19 años cuando se enfrentó por primera vez como Laurie Strode a un temible y enmascarado psicópata llamado Michael Myers, perpetrador de asesinatos seriales cada vez más horripilantes, enmarcados de manera deliberada alrededor de los festejos de la Noche de Brujas. Este cierre cumple por fin con todas las expectativas que se abrieron en 2018, momento en que David Gordon Green volvió directamente a las fuentes de la historia original de Carpenter, que reasumió un lugar influyente como productor ejecutivo, autor de la banda sonora (junto con su hijo Cody) e “inspirador” de la trilogía final. Esa influencia queda bien a la vista en esta eficaz conclusión que corrige el decepcionante rumbo del episodio anterior, Halloween Kills: la noche aún no termina, lleno de esquematismos, conductas previsibles y fórmulas rutinarias. Se dirá ahora que esa transición sirvió nada más que para preparar el terreno de un muy logrado desenlace, cuya mayor virtud es la de mostrarse genuinamente carpenteriano. Toda la trama de Halloween: la noche final está atravesada por el gran tema del cine de Carpenter: la representación del mal. El gran personaje es Corey Cunningham (el excelente Rohan Campbell), a quien vemos en el prólogo, cuatro años atrás, como artífice involuntario de una tragedia ocurrida en plena Noche de Brujas. Corey es otro hijo dilecto de Haddonfield, la pequeña ciudad de Nueva Jersey en la que Myers ejecuta todas sus horribles tropelías. Sabemos por lo que pasó en la película anterior que el asesino enmascarado logró escapar una vez más después de ejecutar a la hija de Strode. Lo que sugiere el recorrido final de este largo relato es que el terror no se reduce a la presencia temible de un único criminal al acecho. Haddonfield ahora parece completamente poseída por ese espíritu maligno. En este nuevo contexto, Myers ya no expresa solamente la imagen de un homicida de carne y hueso que parece indestructible. Su corporalidad ahora aparece completamente difusa, extendida por todas partes como una suerte de energía diabólica. Ahora entendemos por qué a Myers se lo identifica en los títulos finales como “The Shape”, palabra del inglés cuya traducción literal es “la forma”. También alude a términos como presencia, fantasma o espíritu. El mal deja de pertenecer solo a una persona y empieza a extenderse como idea. Puede adquirir otro rostro, pero sobre todo múltiples configuraciones. En ese sentido, Halloween: la noche final nos lleva más de una vez al recuerdo de Christine (1983), una de las obras maestras de Carpenter. Arnie (Keith Gordon), el protagonista de esa película, tiene un visible aire de familia con Corey Cunningham, y el parecido entre ambos parece completamente deliberado. La exposición a esa corriente maligna deja a la mayoría de los personajes de este capítulo final completamente a merced de este impulso inmanejable. Como ocurre siempre en las buenas historias, cada uno tiene algo importante que decir; ante todo, dejar a la vista cuál es el motivo que en algún momento los llevará a convertirse en víctimas. Las mejores escenas de la película aparecen cada vez que se activa el movimiento de esa cadena mortal. Hasta Laurie Strode, que parece estar de vuelta de todo, corre el riesgo de sucumbir a esa maquinaria. Mucho más comprometida se muestra su nieta Allyson (Andi Matichak), para quien Corey funciona como un imán irresistible. Hasta que Green y, seguramente, también Carpenter, nos recuerdan que Halloween se escribió en el cine durante más de 40 años y Laurie (con las marcas del tiempo reflejadas cada vez más en la magnífica y encallecida expresión de Curtis) recurre a la memoria como único antídoto posible a la amenaza definitiva de un enemigo perpetuo. En este capítulo final, la idea del mal queda representada con mucha sutileza a través de la visible degradación del modo de vida tradicional en la geografía profunda de Estados Unidos. La historia concluye tal vez del modo en que Carpenter la imaginó desde el comienzo. Como una celebración que nace de la manera más inocente y empieza a transformarse en otra cosa cuando aparecen, invocadas por el destino, fuerzas oscuras e incontenibles. El mal en estado puro.
La mujer rey recobra a las guerreras de Africa en un relato histórico con ecos actuales Viola Davis brilla con su magnetismo a toda prueba en este drama con buenas secuencias de acción y más de un cliché que recobra la historia de las Agojie, la guardia personal del rey de Dahomey Dahomey existió en los mapas y en el reconocimiento de la comunidad internacional hasta 1975. Era una pequeña república, antigua colonia francesa, situada en la región occidental del continente africano, entre Togo y Nigeria, que hoy lleva el nombre de Benin. Mucho antes que eso, Dahomey funcionó como un reino que en el siglo XIX tenía una característica distintiva: un ejército muy competente, bien preparado para el combate y con un valor a toda prueba integrado exclusivamente por mujeres. Las Agojie, nombre tribal que recibían estas guerreras encargadas de la guardia personal del rey, son las grandes protagonistas de La mujer rey, uno de los títulos de moda por los tempranos rumores de futuras nominaciones al Oscar para la película, su directora (la afroamericana Gina Prince-Bythewood, la misma de La vieja guardia) y su actriz protagónica. Esta última responsabilidad recae en Viola Davis, una de las preferidas de Hollywood, que encarna aquí a Nanisca, la conductora de este grupo de amazonas. Al ascendiente y la presencia que transmite en cada aparición aquí se le agrega un duro entrenamiento que la convierte por primera vez en una heroína de acción. Con un gesto siempre pétreo y severo que esconde profundos traumas de su vida previa, Nanisca lidera al grupo, fortalece la mística conjunta y espera a la vez adquirir alguna preferencia entre las múltiples esposas del rey al que juró servir hasta la muerte. Entre batalla y batalla (filmadas con mucha pericia), Nanisca se encarga de organizar la preparación de las futuras Agojie, jóvenes aspirantes que son llevadas a renunciar a cualquier impulso afectivo o amoroso que pudiese obstaculizar sus deberes militares. En ese grupo sobresale la inquieta y decidida Nawi (Thuso Mbedu), que por varias razones que iremos descubriendo capturará la atención de la veterana capitana. Es muy fácil descubrir conexiones con relatos históricos de acción y aliento épico desde los cuales se afirman valores como la defensa de cierta identidad comunitaria y dignidad personal en tiempos y lugares donde los enfrentamientos son siempre de vida o muerte. Los ecos de Gladiador y Corazón valiente, por ejemplo, resuenan aquí todo el tiempo casi de manera deliberada, porque La mujer rey también se rinde a las costumbres y a los clisés de una tradición narrativa que sale a buscar siempre el camino más seguro y la explicación más didáctica a través de arengas, rebeldías o ciertas reacciones sencillas de adivinar. La película está inspirada en el ejército de Dahomey, un pequeño reino en lo que ahora es la república de Benín La película está inspirada en el ejército de Dahomey, un pequeño reino en lo que ahora es la república de Benín La mirada retrospectiva de la película aparece traspasada por algunos temas bien actuales (la violencia de género, la trata de personas, el empoderamiento femenino), lo que lleva a perder de vista cierta perspectiva histórica completa y aceptar unas cuantas concesiones prácticas que le permiten darle al relato la mayor llegada posible. Ese espíritu aleccionador, con todo, se nutre de suficientes recursos visuales y narrativos, más la presencia de algunos buenos intérpretes (se destacan Lashana Lynch y John Boyega), como para funcionar como un digno entretenimiento.
La optimista Pequeños momentos de felicidad retrata a un hombre común sin tiempo que perder Cuando los burocráticos empleados del Más Allá le conceden la posibilidad de volver a su vida para despedirse para siempre, el siciliano promedio que encarna memorablemente Pif no duda en retomar sus rutinas como gesto de amor, en esta enaltecedora comedia de Daniele Luchetti “Cuando juegas, el tiempo se frena y la vida se alarga”. La frase llega al corazón del resignado Paolo justamente cuando el reloj empieza a decirle que su propio tiempo se está acabando. Al hombre, un ingeniero siciliano de cuarenta y tantos que representa a la perfección la idea de existencia humana medida desde el término medio, los encargados de abrirle las puertas del más allá le concedieron la gracia de volver por un rato a su mundo cotidiano antes de despedirse para siempre. Poco antes había sufrido un accidente mortal, pero logra convencer a quienes administran el paso al otro mundo desde un inmenso y muy italiano edificio administrativo que es víctima de un error. Así consigue un rato más para poner sus cosas en orden, especialmente con su familia: una esposa bella y perspicaz llamada Agatha y los dos hijos de la pareja. Paolo es el paladín de las rutinas, de las fobias y de los rituales maniáticos y obsesivos de un siciliano promedio. Ama a su esposa pero no puede resistirse a la atracción que ejercen sobre él otras mujeres, pocas veces logra entrar en sintonía con sus hijos y sueña con sus amigos con volver a ver a su querido Palermo en la serie A. Su vida se rige por una filosofía basada en algunas preguntas obsesivas (¿se apagará la luz interna de una heladera cuando la puerta está cerrada?) y frases por el estilo. Todo, por supuesto, cobra otro sentido tras el accidente y Paolo retoma todas sus conductas y sus interrogantes desde una nueva y definitiva perspectiva, ahora sin espacio para dudar. De la mano de la peripecia de Paolo, Daniele Luchetti construye el amable y agridulce relato de un hombre que trata de poner las cosas en orden llevando al italianísmo universo de su protagonista la mirada optimista clásica de Frank Capra y del Ernst Lubitsch de El cielo puede esperar. Hay mucha convicción en el realizador para insuflar decisión, certero humor, ironía y observaciones que por suerte escapan del costumbrismo más ramplón al derrotero de un hombre que no quiere dejar ninguna cuenta pendiente. El tiempo que parece quedarle (equivalente a la duración real de la película) es una sencilla y lúcida declaración de principios de Luchetti. Nada mejor que el cine para contar toda una vida desde una pequeña suma de hechos y episodios en apariencia irrelevantes, término que traduce al español el adjetivo “trascurabile” del original italiano. Con la apariencia, el gesto y los movimientos del hombre común que mantiene el mismo aspecto en el pasado y en el presente (gran decisión de puesta en escena de Luchetti), Pierfrancesco Diliberto, conocido en el mundo artístico italiano por el seudónimo de Pif, encarna de manera inmejorable al protagonista. A su lado también se luce Thony (Federica Caiozzo), siciliana como Pif y reconocida en su tierra más que nada como cantante y compositora. Muy parecida a primera vista a Rebecca Hall, con su inmensa sensibilidad y toda la gracia del mundo para moverse, Thony desmiente la poca experiencia actoral con la que llegó a este proyecto.
En muy poco tiempo, Bárbaro se transformó en la nueva estrella del cine de terror producido en Hollywood. Con una estructura narrativa llamativa, bien distinta a casi todo lo que se viene viendo últimamente (que no es poco), la película instaló de inmediato a Zach Cregger como innovador heredero de una tradición ilustre para el género. De hecho, unos cuantos entusiastas ya identificaron a Cregger como el nuevo Wes Craven. Es muy posible que semejante título todavía le quede un poco grande, pero vale reconocer la audacia de Cregger por honrar ese legado con renovados recursos. Las innovaciones de Bárbaro tienen que ver sobre todo con una trama marcada por saltos abruptos de situaciones y épocas, así como con un manejo de la tensión que tuerce, altera y transforma el habitual uso de varias herramientas fáciles de reconocer y de encontrar. Clisés del cine de terror (y del thriller, porque aquí tenemos de las dos cosas en dosis bastante repartidas) revisados aquí todo el tiempo. No se le puede negar ingenio a Cregger para llevarnos a través de ellos por unos cuantos caminos inesperados. Todo empieza cuando el destino coloca en medio de una tormenta a Tess (Georgina Campbell) en la puerta de una casa para alojamiento temporario que ya contaba con un ocupante (Bill Skargard). El error de sobreventa dispara el primer eje de conflicto que nos lleva siempre de manera inesperada al núcleo del horror, representado en un sótano. A esa altura, el desconcertado espectador queda a merced de lo que se le ocurre a Cregger, que desata a sus monstruos de varias maneras. Puede dilatar su llegada a través de situaciones banales o acelerarla sin pestañear. En el medio, a veces con genuina sorpresa y a veces de la mano de lo que sólo parece el capricho de alguien dispuesto a provocar con bastante oportunismo, Cregger invoca al #MeToo, viaja atrás en el tiempo para buscar la causa de unos cuantos males en la administración Reagan y utiliza la transformación de Detroit en una especie de ciudad fantasma como factor determinante de su viaje hacia el horror. Hay momentos en que Cregger consigue disimular algunas decisiones arbitrarias detrás de la convicción y la seguridad con la que sitúa a sus personajes en espacios siempre inquietantes, con puertas que a menudo no se abren (o se cierran de golpe) y ocultan detrás de ellas secretos espantosos. Los personajes principales, sobre todo Tess, quedan expuestos a esos miedos, pero muchas veces por decisiones difíciles de sostener respecto de lo que ocurre inmediatamente antes. Cregger debe aferrarse a esta dudosa lógica para atar situaciones muy distantes en tiempo y espacio. Depende de ese recurso forzado para evitar una dispersión que igualmente se nota. Más allá de estos vaivenes (a veces sutiles, a veces más explícitos), Bárbaro garantiza unos cuantos sustos genuinos mientras se anima a cuestionar algunas fórmulas. Debemos agradecerle a Cregger, en su bienvenida búsqueda de nuevos rumbos, haber dejado a la vista que últimamente las películas de terror se parecen demasiado.
En su breve carrera como director, Jordan Peele logró despertar la atención de críticos, observadores y estudiosos por dejar expuestos inquietantes planteos sobre temas cruciales de la sociedad estadounidense actual desde un lugar en el que se mezclan la conciencia social y una combinación bastante original de géneros cinematográficos bien reconocibles. Desde una ópera prima de inmejorables resultados (¡Huye!) y una segunda película mucho más pretenciosa y menos lograda (Nosotros), Peele arriesgó nuevas mezclas entre la comedia y el terror para hablar del racismo que aflora encubierto por todas partes, la crueldad del sistema económico predominante y la impostura de ciertas instituciones, entre otros asuntos sensibles a la mirada de un director demasiado preocupado por dejar en claro que lo suyo es despertar conciencias dormidas y encender debates. ¡Nop! (Nope! en el original inglés) es una expresión corregida y aumentada de la misma búsqueda. El título de la tercera (y todavía más ambiciosa) película de Peele refleja nuestra reacción inmediata frente a todas aquellas cosas que están mal y parece imposible resolver, porque superan nuestras fuerzas. Si efectivamente las superan es porque, entre otras cosas, nos sentimos muy pequeños e impotentes frente a estas grandes cuestiones. Entre ellas, el cine mismo. A esta altura, a Peele ya no le alcanza decir lo que piensa a través del cruce de géneros. Necesita referirse ahora al cine en un sentido amplio y recurrir a pequeñas ayuditas de colegas a los que parece mirar con respeto y admiración. El Steven Spielberg de Tiburón y Encuentros cercanos del tercer tipo, y el M. Night Shyamalan de Signos y El fin de los tiempos son referencias insoslayables de una película con unas cuantas escenas impactantes y algunas ideas visuales muy atractivas, pero que al mismo tiempo carga sobre sus espaldas con el peso de las argumentaciones de un director que parece demasiado convencido de su propia importancia. Al igual que en Nosotros, ¡Nop! Empieza con una cita bíblica. “Y echaré sobre ti inmundicias abominables, y te envileceré, y te pondré como espectáculo”, dice el texto inicial, tomado del libro del profeta Nahúm, que vaticina la caída de la ciudad asiria de Nínive. En este caso el castigo se cierne sobre la propia iconografía de Hollywood, incapaz de reconocer sus propios pecados y dispuesta a persistir en ellos. Todo lo que ocurre tiene como escenario principal una vistosa propiedad rural cercana a Los Angeles. Allí, por varias generaciones, una familia de raza negra lleva adelante un espacio de crianza y entrenamiento para caballos que se emplean en producciones cinematográficas. Los hermanos OJ (Daniel Kaluuya, actor fetiche de Peele) y Emerald (Keke Palmer) Haywood llevan adelante el emprendimiento tras la muerte de su padre (Keith David), víctima de una sorpresiva lluvia de escombros, primera muestra del apocalipsis que está por llegar. El callado e intuitivo OJ no tardará en descubrir una especie de conspiración intergaláctica a la que no sería ajena el parque temático sobre temas del viejo Oeste que funciona al lado de su propiedad y pertenece a Ricky Park (Steven Yeun), estrella infantil de la TV cuya carrera colapsó cuando participaba de la grabación en vivo de una sitcom y un chimpancé descontrolado provocó una masacre. Ricky fue el único sobreviviente. La amenaza tiene los contornos cada vez más visibles de uno de esos platos voladores que veíamos en las series de los años 60 y 70 como Los invasores. La lucha de los Haywood (acompañados por un experto en tecnología y un veterano camarógrafo) contra esa máquina extraterrestre de engullir personas y cosas exhibe unas cuantas muestras de esplendor visual, tan ingenioso como vacío. Peele prefiere sacar a la cancha toda la potencia de sus ideas (representadas con la ayuda de extraordinarios efectos visuales y ópticos) antes que incorporarlas a una trama más inteligible, menos caótica. Más que un narrador convencido del poder de una buena historia, Peele es un gran audiovisualista que va hacia adelante con la confianza absoluta de que la fuerza de esas imágenes logrará la mejor explicación posible. Pero no todo es tan fácil de entender. Peele mezcla obsesiones, preguntas, tesis e influencias de una manera tan arbitraria que con frecuencia nos hace perder la brújula y extraviar la comprensión del eje del relato. Hay fascinación y desconcierto por partes iguales en la tercera obra de un director cada vez más peligrosamente enamorado de la acumulación como método.
Todos queremos a Emma Thompson. El paso del tiempo, lejos de apagar su expresividad, ilumina todavía más algunos de sus rasgos y viste de maduro y distinguido encanto la belleza natural de una figura que jamás necesitó ayudas exteriores para lucir siempre hermosa. Por eso resulta imposible imaginar a cualquier otra actriz en la piel de esa docente viuda, muy flemática y muy británica, que reconoce haber pasado toda su vida adulta sin un solo momento pleno de satisfacción sexual. Como quiere saldar esa deuda decide contratar los servicios de un trabajador sexual (Daryl McCormack) para que la ayude. Al hombre, que se hace llamar Leo Grande, le sobra apostura. Sabe moverse con una mezcla de desprejuicio y discreción ideal para cumplir con los requerimientos de una dama demasiado expuesta en este terreno a la autoflagelación. Toda la historia transcurre en el interior de la habitación del hotel (condicionamientos de un rodaje hecho en tiempos de Covid-19) en el que Nancy y Leo comparten las cuatro sesiones de esta suerte de “terapia sexual”. Solo salen de allí para una breve secuencia en el bar del mismo hotel que no hace más que acentuar con una carga todavía más forzosa la visible y llana dependencia teatral que tiene la puesta en escena elegida por la realizadora Sophie Hyde. Todo se hace previsible y, lo peor, cada vez más sofocante en esa atmósfera de encierro que solamente sirve para que los dos personajes, frente a frente, conduzcan sus diálogos de manera inexorable hacia un calculado ejercicio de catarsis recíproca. Un psicodrama que parece responder al armado deliberado de un algoritmo que determina por anticipado cuál es el momento y el modo en que se enuncian y exponen cada una de las culpas, miserias, engaños y simulaciones de este vínculo. Thompson, que sabe todo lo que hay que saber en materia de actuación, hace un admirable esfuerzo para escapar de tanta planificación. Sabe darle profunda sensibilidad a su personaje cada vez que se anima a provocar a su partenaire o cuando decide volver a protegerse dentro de un caparazón lleno de pudores y cargos de conciencia. McCormack le sigue el juego todo el tiempo con gran desenvoltura. La sinceridad de los dos intérpretes es lo más auténtico de todo el relato. Pero ni uno ni otro pueden frente a un planteo demasiado rígido que parece haber calculado de antemano los tiempos, los ritmos, las reacciones, cada avance y cada retroceso. El desenlace resulta engañosamente satisfactorio porque, como todo lo demás, es el resultado de una estrategia preconcebida. Todo lo que se insinúa y lo poco que se muestra también parece diseñado de antemano para justificar ese final tan anticipado con el desnudo frontal de Thompson, que en todo este contexto suena más estudiado que natural. Como todo lo demás. Pocas se animarán a repetir lo que ella hace a sus 63 años, pero la gran actriz británica viene entregando desde hace tiempo varias muestras de audacia y valentía mucho más genuinas y menos premeditadas.
Es posible que esta aventura animada protagonizada por mascotas con superpoderes no se trate solamente de una sencilla pausa (creada por el equipo creativo de DC para el entretenimiento familiar) mientras se piensa con mayor esfuerzo, despliegue y seriedad en los próximos pasos de los grandes personajes con rostro humano que tiene la escudería. Cuando vemos al grupo de simpáticos animalitos liderados por Krypto, el perro de Superman, ocupados en el rescate de los miembros de élite de la Liga de la Justicia, secuestrados por Lex Luthor, quizás estemos en presencia de una liberación más amplia de la que nos propone la historia. Aquí hay un nombre clave: Jared Stern. Es uno de los directores de DC Liga de Supermascotas y a la vez uno de los guionistas de la irreverente y burlona Lego Batman: la película (2017), una de las mejores experiencias animadas de los últimos años creadas en Hollywood, sobre todo a partir de su autorreferencialidad. Stern sale de la atmósfera anárquica, vertiginosa y siempre lúcida del mundo Lego, pero mantiene casi todos esos valores en el viaje hacia esta nueva aventura, que tiene un escenario de animación bastante más tradicional, con líneas, trazos y secuencias muy bien concebidas. Aquí se mezcla el estilo retro de algunas figuras clave (Batman, Superman, el propio Krypto) con otros personajes de diseño más vanguardista. Lo que se sostiene con bastante claridad y convicción en ese tránsito es el espíritu satírico y autoparódico que le daba sentido a la película de 2017 y que vuelve a funcionar en este nuevo contexto. Krypto sobrellevó el traumático viaje posterior a la destrucción de su planeta (vuelve a contarse aquí la historia del origen de Superman) pero no puede aceptar que su dueño lo deje de lado por enamorarse de Lois Lane. De esa situación surgen unos cuantos buenos chistes sobre la identidad de las mascotas y su lugar en el mundo, que se extenderán más tarde a los otros integrantes del grupo (otro perro, una tortuga, una cerdita y una ardilla) que Krypto arma para salvar a los héroes encerrados por los villanos. A partir de este acto de rescate (que va de la mano con una reivindicación de los perdedores, otra de las moralejas de la película), DC Liga de Supermascotas le devuelve la nobleza, el carácter, el dinamismo y la gracia a un grupo de personajes que cuando tenían rostros de carne y hueso no podían más de solemnidad y rigidez. Aquí, en cambio, admiten sus errores y son capaces todo el tiempo de reírse de sí mismos, con un divertidísimo Batman como abanderado. Este acto de liberación se acerca a un resultado óptimo cuando cada personaje aparece configurado y definido a partir de su inmejorable voz original. Pasa con Dwayne Johnson (Krypto), Kevin Hart (el ovejero alemán Ace), Kate McKinnon (el cobayo Lulu, una especie animal que vuelve a jugar de villana, como en Los tipos malos), John Krasinski (Superman) y sobre todo con Keanu Reeves (Batman). Para apreciarlo habrá que esperar a que en algo más de un mes la película llegue a HBO Max.