El mejor cine animado español de la última década parece tener una especie de obsesión con la civilización egipcia en tiempos de la Edad Antigua. El viaje en el tiempo de una momia con su maldición a cuestas era el eje de la tercera aventura del explorador Tadeo Jones, estrenada en los cines argentinos en octubre pasado. Ahora vemos desde el título de esta nueva producción que un personaje similar moviliza toda la acción, aunque en este caso los protagonistas son la hija de un faraón y su forzado pretendiente, una estrella de las carreras de cuadrigas venido a menos por su falta de carácter. Con genuino sentido del humor, un diseño de animación digital que no tiene nada que envidiar a las poderosas expresiones del género hechas en Hollywood y un desarrollo argumental algo atolondrado, el equipo encabezado por Juan Jesús García Galocha (director de arte de las dos primeras películas de Tadeo Jones) se divierte todo el tiempo con los anacronismos en una historia que va y viene en el tiempo entre el Egipto de hace 3000 años y una Londres bien actual. En la extendida versión doblada en español neutro se pierden algunos ricos juegos de palabras del original en inglés, al igual que las excelentes voces de Sean Bean, Hugh Bonneville y Celia Imrie. Pero conserva dinamismo y frescura, más el impecable diseño de un grupo de personajes bien delineados. La trama está pensada para la comprensión inmediata de los más chicos y a la vez ofrece unos cuantos guiños suficientes para el disfrute de los adultos.
Ant Man protagonizó en 2015 y 2018 dos de las más espléndidas y felices aventuras de toda la historia de Marvel en el cine. Imposible olvidarlo. En ellas, el diminuto personaje se volvía realmente grande por razones que no tenían tanto que ver con sus superpoderes. Pero en esta tercera película propia se impone una paradoja: en un momento contemplamos la versión más gigantesca posible de nuestro héroe, aunque esa exhibición tan colosal lo reduce a la mínima expresión. A Ant Man (o a Scott Lang, su nombre en el mundo real) esta vez no le creemos nada. De nuevo habrá que echarle la culpa de este retroceso a la idea del “multiverso” que recorre toda la actualidad y el futuro de Marvel. Las dos películas previas (Ant Man: el hombre hormiga y Ant Man and the Wasp) eran enormes comedias en las que Lang (Paul Rudd) usaba su pasado de ladrón para entrar casi en puntas de pie al universo de los Avengers mientras construía una nueva familia. Ahora todo es mucho más serio, denso, recargado e “importante”. Y Ant Man, que al principio de Quantumania parecía una reliquia de las etapas previas de Marvel, capaz hasta de escribir su propia autobiografía, se convierte en el simple vector de la siguiente fase del universo cinematográfico del estudio. Una mera herramienta al servicio de otros fines. En esta transición, Ant Man renuncia a casi todas sus virtudes. Literalmente abandona su mundo para entrar a la fuerza en otro, completamente ajeno. Su presencia está ahora condicionada por las necesidades del estudio, cuya prioridad es la presentación en sociedad del villano estelar de los próximos tiempos, Kang el Conquistador (Jonathan Majors) y llevarnos de nuevo al terreno del dichoso “multiverso”. En la búsqueda de esos objetivos, Marvel sacrifica por completo el espíritu ligero y alegre de las aventuras previas creado por Peyton Reed, un gran director de comedias que aquí cambia de piel. Sus marcas de autor desaparecen detrás de un guion rutinario y, sobre todo, completamente falto de gracia. Quantumania es un relato de pura ciencia ficción (más que en cualquier otra película previa de Marvel, aunque parezca mentira) ambientado en mundos extraños que muestran demasiados parecidos con los de Star Wars. Todo es demasiado espeso en el Reino Cuántico, el universo paralelo en el que Janet (Michelle Pfeiffer) estuvo confinada 30 años y al que vuelve tras un exceso de confianza de la ya crecida hija de Lang, Cassie (Kathryn Newton). A Lang le toca una vez más preservar el equilibrio familiar, ahora amenazado por un enorme descuido. Y cuando aparece Kang, el equivalente a Thanos en la división del trabajo planificada por Marvel para su nueva fase, las cosas se complican todavía más. Con un tono mucho más grave, sombrío y aterrador. Así lo sugiere a primera vista el diseño visual del Reino Cuántico, un lugar que por su diseño tranquilamente podría ser visto como el Lado Oscuro del universo de Marvel. Marvel Studios Casi toda la acción de Quantumania transcurre en ese escenario opaco y muy ruidoso. En medio de semejante demostración de poderío digital no hay mucho lugar para las muestras de humanidad. Por allí vemos a Rudd mostrando en cuentagotas su inmenso talento de comediante, a Pfeiffer luciendo su madura belleza y a Michael Douglas, como siempre, divirtiéndose un poco más que el resto. Se extraña muchísimo la ausencia de grandes personajes secundarios (como el Luis de Michael Peña y el Paxton de Bobby Cannavale), lúcidos exponentes del espíritu de comedia familiar que supimos disfrutar en los films previos. Aquí, la brújula aparece tan extraviada que la Wasp de Evangeline Lilly pasa casi inadvertida y hasta la fugaz aparición de Bill Murray, que en el contexto de las películas previas hubiese sido muy celebrada, no funciona ni siquiera como curiosidad. Del otro lado está Kang, un personaje vital para el futuro de Marvel, expuesto desde ahora y en sus próximas aventuras a padecer los caprichosos giros del “multiverso”. Majors, un excelente actor, por momentos se las ingenia para dibujar a este villano como un ser temible e inquietante desde su actitud calma y desdeñosa. Nos queda como consuelo de lo que pudo ser ese par de pequeñas y simétricas escenas en el mundo real como muestras de la despreocupación con que Scott Lang encara la nueva etapa de su vida. Es la única (y magra) conexión visible entre el universo previo de Ant Man y esta nueva aventura que ya no divierte como las anteriores, y en el fondo funciona para Marvel solo como un entretenimiento de manual, con más músculo que ingenio.
Whitney Houston murió ahogada el 11 de febrero de 2012, en la víspera de la ceremonia de entrega de los premios Grammy de ese año. En su cuerpo se hallaron restos de cocaína (lo que sugiere una sobredosis accidental) y problemas cardíacos. En Quiero bailar con alguien, ese instante final no aparece, reemplazado por una leyenda sobreimpresa en la pantalla. En su lugar, para la despedida, se eligió uno de los grandes momentos artísticos de la malograda cantante, el medley interpretado en los American Music Awards de 1994. En el cierre de sus excesivos 144 minutos, la película asume en plenitud su identidad. Es la biografía oficial y autorizada de Whitney Houston, avalada por la presencia en los créditos como productores de su cuñada Pat y el legendario productor musical Clive Davis, decisivo en la carrera artística de Whitney y personificado con autoridad por el gran Stanley Tucci. El testimonio que quiere dejar la película es, sobre todo, el de la música. Con la auténtica voz de Houston presente en todo momento, aunque el talento de la actriz británica Naomi Ackie deje la sensación equívoca de que es ella la que canta, cuando en realidad hace una fonomímica perfecta con el movimiento de sus labios. A la vez, sostiene con gran convicción el compromiso de representar a Whitney a lo largo de una vida llena de contratiempos, infortunios y sueños frustrados. En este terreno, Quiero bailar con alguien repite los errores de Bohemian Rhapsody, otra biografía musical también escrita por Anthony McCarten. Como ocurría en el caso de Queen y Freddie Mercury, la vida de Houston es una sucesión de viñetas contadas siempre de manera superficial y a toda velocidad, sin preguntarse en ningún momento por las razones profundas que llevaron a un desenlace tan terrible. En su lugar se acumula información, por lo general llena de supuestos, datos confusos y descripciones elementales, sobre el papel de los padres de Houston en su evolución artística y el manejo económico de su carrera, la temprana relación sentimental de la cantante con la fiel Robyn Crawford, el accidentado romance con Bobby Brown, el vínculo con su hija Bobbi Kristina. De su paso por el cine casi no se habla, como si fuese irrelevante hacerlo. El planteo deja una inquietante conclusión: en el fondo, la única responsable de no haber hecho las cosas bien es la propia Whitney. La película trata de corregir esa incómoda (y seguramente no deseada) opción a través del mejor legado posible: el poder incombustible de las canciones. Desde esta perspectiva al menos se asegura la fidelidad de los fans. Pero las preguntas sobre las decisiones cruciales que ella tomó a lo largo de su vida siguen abiertas. Quiero bailar con alguien expone el descenso a los infiernos de su protagonista, pero nunca se pregunta de verdad qué fue lo que llevó a este inesperado y abrupto final, justo en el momento en el que Whitney Houston imaginaba, a los 48 años, que podía intentar el regreso a un esplendor perdido y tan extraviado como esta biografía.
Nadie puede negarle a M. Night Shyamalan su condición de artista honesto y transparente. Jamás dejó de mostrar todas sus cartas en una carrera que lleva ya quince películas, con la irregularidad como marca más visible. En todas ellas, desde las más logradas (Sexto sentido, El protegido, La aldea, Señales, Los huéspedes) hasta las decepcionantes (El último maestro del aire, La dama en el agua, Viejos, Después de la Tierra) están todo el tiempo a la vista las preocupaciones ecológicas, la inquietud existencial sobre el destino del planeta y de la humanidad como especie, la necesidad del diálogo y de la comprensión entre las personas inclusive en las situaciones más aterradoras, la atención que siempre merecen los extraños o los distintos. Shyamalan también parece haber abandonado ese toque mediante el cual logró que en sus primeras y rutilantes apariciones las películas con su firma fueran vistas como algo distinto a todo lo demás. Aquel giro sorpresivo que aparecía en un momento de la trama, de inmediato modificaba todo lo visto hasta allí y encaminaba las cosas hacia otro lugar ante la feliz perplejidad del espectador. Todo eso permanece solamente en el recuerdo y la atención de quienes siguen estudiando todavía con cierto asombro el primer (y mejor) tramo de su obra fílmica. Llaman a la puerta es la muestra más contundente de las actuales convicciones de Shyamalan. En vez de aprovechar, como lo hacía en sus primeros films, el poder de la imagen, el lenguaje visual, los silencios y esas atmósferas llenas de inasibles amenazas que siempre salen de su imaginación, ahora siente una necesidad incontenible de salir a explicar todo lo que pasa (y que entendemos de sobra, porque lo estamos viendo) en los momentos menos adecuados. Esto ocurre en un momento determinado de la trama después de que Shyamalan, con sus elegantes movimientos de cámara y un dominio absoluto de la acción, había logrado al principio construir genuino suspenso alrededor del eje básico del relato: una pareja gay y su pequeña hija adoptiva, de vacaciones en una cabaña rodeada de verde en un bello paraje boscoso, recibe la amenazadora visita de un cuarteto de desconocidos que plantean un reto casi terminal: un miembro de esa familia debe ser sacrificado para evitar la destrucción del planeta, expuesto a un espiral de catástrofes encadenadas que ya se puso en marcha. El director debe haber llegado a la conclusión de que el mundo es demasiado peligroso como para dejar a los demás sin un manual de instrucciones sobre situaciones apocalípticas que sirva para calmar estados extremos de incredulidad o alarma. Shyamalan parece genuinamente preocupado por el estado actual del mundo, las visiones conspirativas sobre el futuro y los prejuicios de toda clase (empezando por la homofobia), pero expone toda esa angustia de la peor manera: despojándola en una trama lineal de cualquier clase de misterio o enigma y cargándola de explicaciones innecesarias. De todos los disparos que resuenan en esta película el más fuerte es el que el director destina a su propio pie.
“Lo raro para mí es que no creía la verdad que me decían mis ojos. Solo creía lo que me decía la película. Y eso se convirtió en mi verdad para muchas cosas. Si la película me dijera la verdad creería que es un hecho”. Al hablar de Los Fabelman, Steven Spielberg nos dice una vez más, por si alguien todavía no lo sabe, que la única religión en la que cree de verdad es la del cine. Y lo afirma haciendo propia la clásica frase de Un tiro en la noche: “Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprima la leyenda”. La leyenda, en el caso de Los Fabelman, es nada menos que la propia memoria personal que Spielberg, a los 75 años, revela de un modo que se parece mucho menos a un testamento que a una especie de expiación. De sus sabias manos nace un relato disfrutable como entretenimiento y lleno de poesía cada vez que regresa al lugar en el que se siente más seguro y protegido: el refugio familiar. La vida de Spielberg no es otra cosa que un aprendizaje constante e incansable de lo que significa el cine como arte y entretenimiento. Así lo sugiere el documental en clave de biografía autorizada que lleva su apellido como título, disponible en HBO Max. Allí cuenta otra parte esencial de su propia historia personal: a los 16 años quiso abandonar su sueño de ser director después de ver Lawrence de Arabia y sentir que no estaba a la altura. Hasta que se convenció que las grandes películas empiezan y terminan con una única y decisiva pregunta: ¿quién soy yo? El “otro yo” de Spielberg se llama Sam Fabelman. En la primera escena de esta película tiene apenas ocho años y está por entrar por primera vez en un cine. Le impresiona la sola idea de ver “personas gigantes” en la pantalla y encontrarse con sueños que pueden darle mucho más miedo que placer. Su padre, un hombre de ciencia (Paul Dano, extraordinario), trata de explicarle todo desde la razón, y su madre (la conmovedora Michelle Williams), una concertista de piano que dejó los anhelos de fama para consagrarse a su familia, lo persuade con palabras más cercanas a la emoción y a la magia. Lo primero que el pequeño Sammy observa en la pantalla le dejará una marca de por vida. Es la escena del choque de trenes de El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B. DeMille. Todo lo que aparecerá a partir de ese momento en este bello, catártico, emocionante, divertido e irresistible cuento (una fábula con los pies y la cabeza bien afirmados en la realidad) tendrá esa impronta. Las sencillas películas caseras surgidas de la imaginación de Sammy, las vivencias familiares de las que es testigo y protagonista y los distintos planos de su educación, la formal y la sentimental, poseen esa grandeza. Primero, porque son los recuerdos más poderosos de una década decisiva (de 1952 a 1964) en la formación del joven Sammy, o el joven Spielberg, que es lo mismo. Y segundo, porque adquieren sentido y se engrandecen todavía más cuando interpelan a un espectador que el Spielberg director imagina curioso, comprometido y atento al detalle. En el fondo, lo que quiere es que en algún momento quienes vemos la película nos preguntemos, como él, dos cosas: qué nos pasa cuando sentimos que la vida es mucho más complicada de lo que imaginamos, cuáles son los misteriosos mecanismos que ponen en juego una tensión entre familia y arte que puede durar toda la vida. Aquí está, nos dice Spielberg, la pregunta más importante de todas, expuesta en una breve y memorable escena concebida para el lucimiento de Judd Hirsch. A Sammy (interpretado con genuina pureza desde la adolescencia por Gabriel LaBelle) lo vemos cada vez más deslumbrado por el cine, aprendiendo de a poco a narrar y a montar películas. Mientras tanto se enfrenta por primera vez al antisemitismo y sobre todo descubre una verdad inesperada que desgarra a su familia y lo lleva siempre a ponerse del lado de su amorosa e inestable madre. La leyenda empieza a imprimirse en múltiples pantallas (la real, la simbólica, la que se multiplicará en el futuro) cuando Sammy llegue finalmente a Los Angeles (a su Oeste) y se sienta más seguro que nunca sobre su destino tras un revelador encuentro dentro de un estudio de cine. No se habla en Los Fabelman de Lawrence de Arabia y tampoco hay huellas de la complicada historia política y social de Estados Unidos en esa década. Spielberg nunca eludió el compromiso con la realidad en sus películas, pero aquí nos cuenta otra cosa. Y lo hace a partir de la pregunta que lo convirtió en director: ¿quién soy yo?
“El Dios de Hollywood quería elefantes blancos y los tuvo”, escribe Kenneth Anger en el comienzo de su ya clásico Hollywood Babilonia. La más ambiciosa, desmesurada y excesiva (en todo el sentido de la palabra) película de Damien Chazelle lleva en su título una de las dos palabras del título del filoso libro de Anger. Claramente se inspira en él, aunque siempre de manera oblicua. Por eso, lo primero que vemos en las exageradas tres horas del film también es un elefante. No es como las enormes estatuas hechas de yeso a pedido de David W. Griffith (esa deidad hollywoodense pintada por Anger) para la escenografía de su monumental y fallida Intolerancia, sino uno verdadero, remontado cuesta arriba por un precario vehículo hacia una mansión de Bel Air, la única construcción a la vista en medio de la desértica y polvorienta Los Ángeles de 1926. La más temprana muestra del gusto por la exageración de Chazelle es la monumental evacuación que el paquidermo hace sobre la humanidad de un pobre mexicano que trataba de llevarlo a su destino. No será la única muestra escatológica de Babylon. Sobre el final, uno de los personajes centrales hará lo mismo en medio de una elegante reunión, mucho más formal (y llena de hipocresía) que la extensa, imponente y desenfrenada bacanal que sirve de prólogo para el relato. Lo que se muestra allí de un modo mucho más explícito de lo normal en el cine de Hollywood es una suerte de resumen visual de lo que Anger identifica como “los dorados años veinte”. Una década de prolífica (y muy redituable) actividad fílmica hecha por individuos “a los que solo les importaba, fuera de la pantalla, regocijarse con placeres sin fin”, según cuenta. Pero junto al placer aparece el miedo. “Ese temor siempre presente de que la base de sus dorados sueños se derrumbasen en cualquier momento”, detalla Anger desde una perspectiva que Chazelle hará suya para describir una vertiginosa parábola que tiene como punto de quiebre la aparición del cine sonoro en 1927. De la sensación de fiesta interminable en el principio de la década pasamos a un cambio de paradigma completo que dejará a muchos en el camino. La magia creadora de la fábrica de sueños parece inagotable, pero el cambio de reglas que impone la nueva etapa no encuentra a todos con igual capacidad de adaptación. Nadie puede negarle a Chazelle una devoción casi obsesiva por querer saber hasta dónde llega el poder de la voluntad de quienes aspiran a ocupar un lugar en la industria del entretenimiento y qué les impide llegar a cumplir ese anhelo. Ya lo hizo en Whiplash y en La La Land (otro tributo a Los Ángeles y al cine musical) con mucha más precisión y menos desbordes. Entre el deseo de profundizar esa búsqueda y armar con lujo de detalles una suerte de cronología descriptiva de las primeras décadas de la vida en Hollywood, el director se encontró con una acumulación de datos, referencias y estados de ánimo que por largos momentos parece escapar de su control. Los temas que le interesan más a Chazelle ya fueron tratados con más fortuna y mejores resultados por el cine de Hollywood. El traumático tránsito del cine mudo al sonoro es la cuestión central de Cantando bajo la lluvia, mencionada más de una vez en Babylon. Y las peripecias en la vida de los profesionales de la industria encuentra aquí bastante menos vuelo que en Había una vez… en Hollywood, que comparte a dos de sus protagonistas (Brad Pitt y Margot Robbie) con esta película. Chazelle, inclusive, hasta se anima a emular a Quentin Tarantino mostrando a Robbie dentro de un cine para mostrar cómo reacciona frente a su propia imagen en la pantalla. Pero en Babylon todo ocurre mucho antes, con un multifacético (en términos raciales) grupo de personajes dispuestos a mantener un lugar que el tiempo, el destino y las propias carencias humanas transformarán en efímero. Por momentos, la vocación por el exceso convierte a Babylon en una película visualmente irresistible. Chazelle hizo muy bien en evitar el uso de efectos digitales para darle mucha más genuina naturalidad a la acción. En el primer tramo, la vida diaria del Hollywood de la época muda se pone en movimiento con una potencia y una verosimilitud extraordinaria, sobre todo en la descripción de los rodajes a cielo abierto. Y en otros tramos el desborde es tan grande que solo es posible encuadrarlo a través de resoluciones pueriles, cuando no precipitadas. El compromiso del elenco es extraordinario, sobre todo por el lado de Robbie, una verdadera fuerza de la naturaleza, y de Pitt, a quien Chazelle le entrega su mirada más indulgente.
Hace bastante tiempo que dejó de hablarse de las películas de Guy Ritchie en relación con el “estilo” que lo hizo famoso. En sus últimas películas no quedó casi nada, por ejemplo, de aquellos artificios visuales tomados directamente de la estética del videoclip, de las imágenes en cámara lenta seguidas de frenéticas aceleraciones, de las secuencias enteras hechas de planos muy breves agrupados en la sala de montaje a toda velocidad y de ese ritmo temporal que se frena y se retoma como relámpagos en una tormenta eléctrica. Lo único que parece haber quedado en pie del viejo “modelo Ritchie” es ese juego constante entre la acción vertiginosa y el humor que prevalece bajo las coordenadas de una aventura policial. Que en este caso funciona como simple instrumento o herramienta de una fórmula que hemos visto muchísimas veces en los últimos tiempos. En este sentido, Agente Fortune: el gran engaño puede verse como el proyecto más impersonal de Ritchie, la película en la que menos salta a la vista su personalidad. Como si aceptara poner su oficio, su destreza narrativa y su indudable conocimiento de los secretos del policial más sofisticado al servicio de una nueva serie de aventuras construida a imagen y semejanza del clásico Misión imposible. Todo lo básico de la copia se asemeja demasiado al original. Hay un estratega que recibe instrucciones del gobierno británico (con discreción suficiente como para que nada parezca oficial) y un grupo ejecutor que se mueve con soltura en cualquier parte del mundo para las operaciones encubiertas con un envidiable manejo del armamento y la tecnología más sofisticadas. Al frente del grupo está Orson Fortune, encarnado por Jason Statham en su cuarta película con Ritchie. El personaje parece escrito a la medida del actor: rudo, de pocas pulgas y menos paciencia, irónico, eficiente e infalible para resolver cualquier clase de encerronas. De paso ratifica que de todas las figuras actuales del cine de acción es sin dudas el dueño de los mejores puñetazos. La trama casi es lo de menos. Le toca al grupo averiguar quién está detrás de la compra de una tecnología vital para el equilibrio del planeta, con un único detalle que marca diferencias: la debilidad que siente el intermediario de la operación (un Hugh Grant de extrañísimo acento) por un astro del cine de Hollywood (Josh Hartnett), reclutado a la fuerza para llevar su faceta de actor a una realidad igual de simulada. El relato se mueve a través de giros previsibles y fórmulas ya probadas, pero mientras progresa y empiezan a hacerse un poco más claras las intenciones de los protagonistas el interés de a poco va creciendo, al igual que el divertido vínculo que va estableciéndose entre Grant y Hartnett. Hay buenas escenas de acción, peripecias en Qatar y Turquía con escenarios de postal turística y un detalle incómodo para la distribución en algunos territorios de una película filmada antes de la invasión de las tropas de Putin: entre los que se portan mal hay algunos gángsters de origen ucraniano.
Si el cuento se llama Noche sin paz podemos imaginar que el Santa Claus que lo protagoniza es bien distinto al de la mayoría de los relatos navideños. El que nos ocupa tiene el clásico semblante bonachón de todos los de su especie, barba blanca y unos cuantos kilos de más. Pero también luce desganado, molesto porque ya nadie parece entender cuál es el espíritu de las Fiestas y con ganas de colgar para siempre el traje rojo y blanco, mientras trata de olvidar en compañía de unas cuantas cervezas alguna desavenencia conyugal. Pero enseguida descubriremos, junto al “recuerdo” de la borrachera que deja sobre el cuerpo de una sorprendida mujer, que este contrariado Santa Claus (un perfecto David Harbour) no se resigna a cumplir con su misión para que los regalos lleguen en tiempo y forma a manos de los chicos que se portaron bien. La más ansiosa en esa espera es Trudy Lighthouse (Leah Brady), la heredera más pequeña de una familia multimillonaria, cuyos padres y tíos esperan la Navidad como momento ideal para disputarle la herencia a una abuela (Beverly D’Angelo, otra víctima de la mala praxis en las cirugías estéticas faciales de algunos famosos) siempre malhumorada. El problema es que también sueña con esa recompensa una banda ultrasofisticada cuyo líder es un latino (John Leguizamo, muy divertido) que odia la Navidad y que se hace llamar apropiadamente Scrooge. Así las cosas, el escenario empieza a tornarse familiar para los memoriosos de cierto cine navideño muy popular. Hay intrusos en casa amenazando niños (como en Mi pobre angelito) y una operación criminal a gran escala (como en Duro de matar). Frente a ellos aparece nuestro agobiado Santa Claus, que primero trata de evitar problemas, pero decide reaccionar cuando siente que no lo dejan hacer lo que le corresponde. Planteadas así las cosas, no es casual que uno de los productores de Nadie esté detrás de este proyecto. Y mucho menos que se haya unido con David Leitch, uno de los artífices de Deadpool y John Wick. La impronta y el estilo de este trío de creaciones recientes atraviesa toda la trama de esta atípica fábula navideña. Los personajes emplean todo el tiempo un lenguaje crudo, cargado de referencias irónicas, insultos y palabrotas. Y alrededor de ellas no tarda en explotar un delirante festival de sangre, violencia y cuerpos destrozados coreografiado de un modo muy similar al de sus referentes. Es la representación más extrema de los trucos que Macaulay Culkin ejecutaba en Mi pobre angelito para escarmentar a los intrusos. Con un especialista como Tommy Wirkola (que ya dirigió dos aventuras de zombis enfrentados con nazis) y un elenco muy compacto la diversión parece garantizada para cierto público que disfruta los relatos de acción mezclados con sangre a borbotones y mucho humor negro. Lo más original de esta historia, detrás de una trama familiar expuesta de manera bastante pueril, es cómo permanece intacto detrás de un cuadro tan violento y tanta gente indeseable el genuino espíritu de la Navidad. Es el mejor chiste de todos.
Un mundo extraño es la más explícita invitación a la aventura surgida en los últimos años de las usinas creativas de Hollywood dedicadas a la animación a gran escala. Lo hace desde la simpática, colorida y nostálgica presentación de algunos de los personajes centrales en los títulos iniciales. Allí está el experimentado e intrépido explorador Jaeger Clade, con la eterna misión del hombre es descubrir “lo que hay del otro lado” de Avalonia, el lugar en el que viven. Su hijo Searcher, en cambio, prefiere no ir demasiado lejos. El relato salta en el tiempo a un cuarto de siglo después, cuando Searcher ya es padre de una familia interracial y además exitoso agricultor en una comunidad autosuficiente. Posee tierras ricas y fértiles que se alimentan de una extraña materia prima capaz de aportar al suelo una fuente de energía completamente libre de contaminación. Hasta que una anomalía inesperada en el funcionamiento hasta allí virtuoso de esa cadena ecológica lo obliga al hombre a seguir los pasos del hombre que le dio vida y a quien nunca está dispuesto a ver como ejemplo. Hasta ese momento salir al mundo no tenía sentido. El propio Searcher había descubierto esa milagrosa materia prima llamada Pando en su travesía inicial. ¿Para qué sirve ir a buscar algo lejos de casa si todo lo que sirve lo tenemos a nuestro alcance?, era la pregunta obligada que se hacía Searcher hasta que se derrumbaron todas sus certezas. Ahora le toca enfrentar una encrucijada inédita frente a la mirada de su propio hijo adolescente. Este viaje de Searcher y sus seres más cercanos en busca de una solución a la crisis que amenaza con convertir para siempre al lugar en que viven en una tierra yerma estará lleno de descubrimientos. Mucho antes de encontrar un remedio posible se encontrarán con geografías y seres increíbles, exóticos y coloridos, desde dinosaurios sin cabeza hasta una especie de masa gelatinosa de aspecto voluble que muestra una inesperada sensibilidad. Splat, tal el nombre de este ser tan extraño, no tarda en ganarse la simpatía del grupo expedicionario y transformarse en el personaje más querible del relato. La travesía, visualmente deslumbrante, nos trae todo el tiempo reminiscencias de películas de memoria bastante lejana (Viaje fantástico, El planeta del tesoro) o más reciente (John Carter), como si alguien quisiera recuperarlas y armar con ellas un álbum retrospectivo de aventuras legendarias y casi imposibles. Además de los innumerables obstáculos naturales que enfrentan los personajes, la narración tropieza con algunos ripios. Hay explicaciones excesivas sobre asuntos relacionados a la paternidad que bien podrían haberse resuelto mucho mejor desde la acción. Y también un esfuerzo extra por darle cierta naturalidad a algunos temas (la diversidad, el cuidado del medio ambiente) que según los mandatos actuales no deberían faltar en cualquier película animada de estos tiempos. La versión con las voces originales (se destacan Dennis Quaid y Jake Gyllenhaal) ayuda a que el espíritu aventurero prevalezca.
El menú llega para sumarse a una corriente que viene observando desde una ironía bastante feroz el comportamiento de algunos sectores sociales con acceso al dinero y al poder, cada vez más dispuestos a reconocerse a través de lujosos y exclusivos hábitos de consumo. La cocina es uno de los escenarios predilectos de esta incipiente tendencia. En poco tiempo llegó hasta lo más alto del mayor festival de cine del planeta: Triangle of Sadness, del sueco Ruben Östlund, se llevó este año la Palma de Oro por su despiadado retrato de la lucha de clases en un crucero de lujo. En medio de declaraciones simplificadas y pueriles sobre la batalla entre ricos y pobres, la travesía termina con un banquete lleno de imágenes escatológicas. El nuevo largometraje de Mark Mylod no llega por suerte a las cotas vulgares y plagadas de simbología pueril sobre la indiferencia, el esnobismo y el desdén de los multimillonarios de este tiempo postuladas por Östlund. Mylod es más fino, sutil y filoso para este tipo de observaciones. Ya lo venía insinuando en sus trabajos previos para la TV y el streaming (Succession, Game of Thrones), relatos que prestan especial atención a cómo actúan y reaccionan los poderosos. Pero aquí el universo es otro, mucho más cerrado y especializado en una de las manifestaciones de ese consumo sofisticado. A cambio de un precio inconcebible (por lo elevado), solo doce personas tienen acceso al exclusivo menú de gastronomía molecular en varios pasos preparado por el chef Slowik (Ralph Fiennes) en una remota isla. Allí se cultivan, se cuidan y se preparan todos los ingredientes con la misma meticulosidad empleada para servirlos. Los invitados se someten al elaborado ritual y a la autoridad indiscutida del veleidoso chef convencidos de que así marcan todavía más diferencias con el resto del mundo. En esta feria de vanidades hay jóvenes empresarios de la multimillonaria economía de las finanzas, alguna estrella de cine venida a menos, un adinerado matrimonio hundido en el tedio, una crítica culinaria tan fatua como el chef y un muchacho con aires de pedante connoisseur (Nicolas Hoult) que cambió a última hora a su acompañante (Anya Taylor-Joy). Ella es el único pez fuera del agua en un escenario que se irá tornando cada vez más inquietante y terrorífico. El juego funciona muy bien al principio, entre apuntes burlones a la conducta de los dueños del dinero, la puesta en funcionamiento de las reglas impuestas por Slowik en su cocina, bastante humor negro y una trama diabólica que empieza a develarse. Más adelante, con todas las cartas sobre la mesa, la fórmula empieza a repetirse como si el truco ya quedara completamente a la vista. Cuando el interés empieza a flaquear, todo queda en manos de los magníficos Fiennes y Taylor-Joy, los únicos que parecen quedar al margen de ese mar de imposturas demasiado marcadas y de un menú casi irresistible al comienzo y después bastante desabrido, pese a la búsqueda deliberada de impacto en el final.