A 45 años de su muerte, Elvis Presley sigue siendo desde la visión de Baz Luhrmann un modelo para armar. El director australiano recurre una vez más a su estilo ampuloso, grandilocuente, hiperbólico y lleno de estridencias para mostrar que el breve y agitado paso por este mundo del Rey del Rock and Roll fue una suma de vidas soñadas que se frustraron y arruinaron mucho antes de ponerse a prueba. Son ensayos sucesivos de una búsqueda que tal vez solo haya alcanzado la cumbre en materia musical (con la fusión inigualable lograda por Elvis entre el góspel, el rock, el country y los ritmos negros de aquél tiempo inigualable) sin que su propio artífice lo haya percibido en plenitud. Lo demás (el cine, la vida familiar, el vínculo con sus colegas y otras personalidades de la época, los viajes por el mundo) quedaron siempre para él en el ámbito de lo posible, de lo que no pudo ser. Y cuando parecía por fin encontrar el camino ya fue tarde. Luhrmann deja a la vista ese destino fallido a través de una mirada retrospectiva básica y elemental, propia de los manuales escolares. Cada episodio de la vida de Elvis se reduce a alguna ilustración que simboliza y sintetiza todo lo demás. La pintura del vínculo del artista con su esposa Priscilla y con su padre no podría ser más pueril. En una película que dura dos horas y 39 minutos casi todo lo que vive Elvis con sus afectos familiares, con sus compañeros de ruta musicales y a través del contacto con la realidad política y social de su tiempo aparece expuesto de un modo demasiado superficial, como si su vida pudiese ser contada desde un álbum de diapositivas. Todo esto resulta bastante curioso. A Luhrmann parecen interesarle mucho cada uno de esos detalles existenciales, pero en su visión terminan livianamente sacrificados en el altar de sus pretensiones. Lo que quiere es construir un retrato de Elvis desde el artificio de un gran musical pop en el que funciona como títere de la voluntad de otra persona. Quien maneja los hilos del Rey del Rock (y de la película) es el “coronel” Tom Parker, el hombre que le manejó casi toda su carrera desde un impulso egoísta (su propósito fundamental siempre pasaba por pagar cuantiosas deudas de juego), manipulador y despiadado. Toda la historia se cuenta desde el punto de vista de Parker, que narra la acción en el momento final de su vida, cuando se encuentra enfermo y casi agonizante en un hospital pagando el precio de sus infinitos excesos y sin aceptar sus culpas. Parker no solo es el villano del relato. Antes que nada es un personaje muy desagradable, vulgar y casi repulsivo, rasgos deliberadamente acentuados en el modo que lo representa Luhrmann a través de la personificación de Tom Hanks, escondido detrás de una monumental masa de maquillaje y prótesis que lo muestran calvo, obeso y con serias dificultades para moverse. Ese retrato grotesco deja a la vista que Hanks, el actor de Hollywood que mejor representa la nobleza, la autenticidad y la integridad moral en todas sus formas, es la peor elección imaginable para ese papel. Y lo demuestra con una actuación desapegada y distante, como si el desprecio que expresa su personaje se hubiese apoderado por completo del actor que lo interpreta. El punto de vista de Parker, asumido por Luhrmann, es una cárcel de la que Elvis no puede escapar. Esa mezquina conducta condiciona hasta el momento del aparente y efímero triunfo musical que Elvis exhibe en la última etapa de su vida, cuando se adueña por completo en Las Vegas del único escenario que el falso coronel le permite ocupar a sus anchas. Allí queda a la vista todo el compromiso y la entrega de Austin Butler, mucho más cercano a Elvis en los movimientos corporales que en la voz. Luhrmann saca a la cancha en ese último tramo de la película todo el poderío de su maquinaria audiovisual, como si quisiera mostrar que allí está el corazón del gran homenaje en forma de ópera pop que en el fondo soñó para Elvis. Ese momento final le pone además la rúbrica definitiva a la inmolación del Rey del Rock y el reconocimiento de su derrota frente al poder del “coronel”, un hombre incapaz de cualquier arrepentimiento. La otra capitulación de Elvis, la película, es musical. Lo que queda de aquella inspirada fusión que construyó el mito del Rey del Rock aquí solo queda un pastiche de remixes y flojas versiones de grandes éxitos modificadas por cantantes de bajo vuelo. En el confuso modelo para armar imaginado por Luhrmann para contar la vida de Elvis queda nada más que un puñado de retazos sueltos.
En una noche estrellada, un grupo de chicos se congrega alrededor de una pequeña hoguera o fogata para escuchar con atención historias y leyendas que fortalecen la identidad de una comunidad o glorifican las hazañas de sus grandes héroes. Un legado transmitido a través de las generaciones y de manera oral, como lo indica la tradición. Esta narración nos lleva en principio hacia tiempos lejanos porque su protagonista es Thor, el dios del trueno en la antigua mitología nórdica. Pero también mucho más próximos, porque el rubio y musculoso personaje es el último baluarte de la primera gran generación de héroes de Marvel, que últimamente le fue dejando lugar en el cine a nuevas camadas, a veces sujetas a la confusión (esa desgracia llamada multiverso) o la solemnidad. Y lo que se cuenta tiene otras reminiscencias bastante cercanas: hay toda una tradición de comedias (románticas, de aventuras, de iniciación con toques dramáticos) de los años 80 mentadas a lo largo de la trama que llenan de gracia e ingenio Amor y trueno, cuarta película de Thor y segunda dirigida por Taika Waititi. Es el propio realizador neozelandés quien se hace cargo del relato desde la voz en off de Korg, uno de los compañeros de andanzas de Thor (Chris Hemsworth, impecable). Korg parece construido a partir de la suma de varios trozos de piedra que pueden estallar en mil pedazos, lo mismo que había ocurrido con el arma esencial de nuestro héroe, su martillo Mjölnir, en Thor: Ragnarok (2017). La recuperación de esta herramienta tendrá mucho que ver con la nueva peripecia, pero mucho más cuando se conecta con el regreso de Jane Foster (una espléndida Natalie Portman). Una de las proezas que logra Waititi en esta entretenidísima película, la mejor de Marvel desde Ant Man and the Wasp (2019), es mostrar en toda su magnitud el proceso que lleva al máximo el empoderamiento de Foster sin necesidad de mensajes, proclamas o declaraciones explícitas. Lo mismo pasa con las referencias a la inclusión. Cada alusión funciona como dato esencial de una trama en la que se equilibran todo el tiempo de manera virtuosa la comedia zumbona (una especialidad de la casa para Waititi), las clásicas fórmulas de acción de Marvel, el melodrama y la tragedia, porque la muerte (o su cercanía) se hace presente desde el principio y se convertirá en motor del relato. Es una pérdida muy dolorosa la que transforma en “carnicero de los dioses” a Gorr, un caminante con atuendo de monje budista y la cabeza calva surcada de cicatrices, al que un pálido Christian Bale no consigue darle la estatura de un villano poderoso y temible. A pesar de esos obstáculos, Waititi se las ingenia para activar el deseo de venganza de Gorr, que tiene a Thor y a sus aliados como destinatarios. Su objetivo está puesto en Nueva Asgard, transformada ahora en una especie de parque temático que incluye representaciones en broma de las sagas mitológicas (aquí hay un par de cameos sorpresa muy divertidos). Gorr se apodera de un grupo de chicos y obliga a Thor a rescatarlos, disparando entre otras cosas un viaje de nuestros héroes en busca de ayuda al Palacio Dorado de Zeus, encarnado con ánimo juguetón, extraño acento y unos cuantos kilos de más por Russell Crowe. Esa larga secuencia lleva a su máxima instancia la continuidad del espíritu autoparódico con el que Waititi había envuelto las andanzas de Thor y sus amigos en Ragnarok. Además de esta ratificación, la nueva aventura del dios del trueno también deja algunas otras enseñanzas valiosas: el regreso de la centralidad del héroe en tiempos y espacios reconocibles (lejos de las insustanciales variaciones del multiverso), la apelación al recurso mitológico sin caer en solemnidades (en este sentido, Amor y trueno funciona como opuesto del vacío de Eternals) y la convicción de que un Thor cada vez más humanizado puede funcionar como puente ideal entre toda la historia previa de Marvel y sus futuros posibles en el cine. Un prólogo del que participan los Guardianes de la Galaxia también nos ayuda a entenderlo. Hay sobre el final una batalla memorable contra un verdadero ejército de las sombras de la que Waititi se vale para decirnos que la leyenda continúa. Y que un Thor capaz de enternecerse, enamorarse y reírse de sí mismo puede mantener esa llama encendida (y, por extensión, la idea misma de lo que significa ser un héroe) en el universo Marvel, que hoy vacila demasiado entre sostener su propio mito o cuestionarlo en un diván de psicoanalista.
En principio, los astutos responsables del estudio de animación Illumination aprendieron una lección. Minions (2015), la primera película protagonizada por los diminutos e inquietos personajes amarillos revelados en Mi villano favorito, había mostrado que por sí solos no podían sostener una historia con la extensión de un largometraje. A lo sumo funcionaban (a veces muy bien) en cortos pensados como sketches para aprovechar la gracia natural que estos estos extraños seres tienen para la comedia física y lo divertido que resulta escucharlos en esa jeringonza que mezcla onomatopeyas con palabras en francés e italiano. Por lo tanto, esta segunda película de los Minions es en realidad la cuarta de Gru, el villano que no tardó en hacerse querer desde que en su notable primera aparición debe afrontar el desafío de convertirse en padre a la fuerza. A partir de allí, él y su movedizo staff amarillento nunca perdieron del todo el ingenio, pero a la vez el justificado éxito de aquélla producción inicial pasó demasiado rápido a una segunda etapa marcada por el relajamiento y la rutina. Así llega Minions: nace un villano, una precuela con todas las letras. Aquí, Gru es un niño de 12 años con un aire de familia a Los Locos Addams que padece el bullying cotidiano de sus compañeros en la escuela y tiene como única aspiración de futuro sumarse al mayor equipo de “tipos malos” disponible en 1976, tiempo en el que transcurre la acción. Hay unas cuantas ocurrencias lúcidas en la descripción de ese marco (la disquería de San Francisco en la que se ocultan los villanos, las referencias al estreno de Tiburón, un delirante viaje en avión), desplegado a través de la colorida, creativa y vistosa paleta visual que caracteriza a todas las producciones del estudio. Pero la película nos sugiere de entrada todo lo que podríamos imaginar sobre la evolución de Gru y el vínculo que establece con los Minions, dueños de casi todos los chistes. Algunos son francamente graciosos, otros muy previsibles y hasta inevitables. Quienes tengan la suerte de acceder a alguna de las contadísimas proyecciones en inglés con subtítulos comprobarán cómo las voces de Alan Arkin, Taraji P. Henson, Michelle Yeoh, Jean Claude Van Damme, Dolph Lundgren y Lucy Lawless construyen y definen en buena medida a sus respectivos personajes. En especial los tres primeros: Arkin es Wild Knuckles (Wally Kobra en la versión doblada), el antiguo líder de la banda de villanos, traicionado por ésta en la búsqueda de un codiciado tesoro, que encontrará en Gru a un inesperado compinche. Henson encarna a Belle Bottom (Donna Disco), una típica chica afroamericana de los 70 que integra el grupo de los malos, y Yeoh es la acupunturista que enseña kung fu a los Minions, dato vital para justificar la explosiva (y desmesurada) secuencia final ambientada en el Barrio Chino de San Francisco. Demasiado ruido y fuegos artificiales de más para una aventura que sigue funcionando mejor en el ámbito familiar y en formato más bien acotado. Los Minions nunca dejan de agradar y divertir, pero algunas historias les quedan demasiado grandes.
Lightyear no es la precuela de Toy Story. Tampoco un desprendimiento en sentido estricto de una de las historias más logradas, emotivas y brillantes que Pixar supo darnos en sus 26 años de historia animada. En cambio, un par de concisas placas nos informan al comienzo que en 1995 (fecha de aparición de la primera Toy Story), al pequeño Andy le regalaron un muñeco de Buzz Lightyear, el personaje protagónico de su película favorita, una aventura espacial y de ciencia ficción. Y lo que vamos a ver es precisamente esa película. Entonces, Lightyear es otra cosa. La primera película de Pixar estrenada en los cines argentinos desde marzo de 2020 es una aventura de 100 minutos dinámica, entretenida y sobre todo visualmente perfecta. En estas dos décadas y media de asombrosa evolución, Pixar llegó a una instancia de creatividad digital tan admirable que ya no sabemos si lo que estamos viendo es animación o realidad. A esta altura parecen lo mismo. Y al mismo tiempo, en línea con el viraje que el estudio empezó a hacer desde la salida de John Lasseter y el estreno de la innecesaria Toy Story 4, es una historia en la que ciertos “mensajes” explícitos se imponen por sobre la audacia, la originalidad y el ingenio de su época de oro. A propósito de cambios, ¿por qué cada nuevo estreno de Pixar no llega ahora acompañado como ocurría en el pasado por alguno de sus extraordinarios cortos animados? Podría decirse que Lightyear se resiste al exceso de psicologismo que le dio corto vuelo a las flojas experiencias de Intensa Mente y Soul. La trama se inspira sobre todo en ciertos mundos de ciencia ficción con estilo vintage que conocimos sobre todo en las películas de Viaje a las estrellas protagonizadas por su elenco original entre 1979 y 1991. Hay unas cuantas sorpresas y hallazgos muy divertidos en cada puerta que se abre y en cada botón que se oprime dentro de las sofisticadas naves espaciales en las que transcurre buena parte de la acción. Pero lo que no se hubiese concebido de ninguna manera en una aventura de ciencia ficción con viajes interplanetarios destinada en 1995 al público infantil es la presencia de un personaje como el de la capitana Alisha Hawthorne, que construye una familia a partir de la unión con otra mujer. Lo que en una historia de nuestros días resulta perfectamente natural (y que se muestra en la película a través de una extraordinaria secuencia sobre el paso del tiempo, tan conmovedora y lograda como en Up, una aventura de altura) no cuaja en la mirada retrospectiva de Lightyear y solo se entiende como respuesta a la necesidad de dejar sentada una toma de posición bien visible sobre temas importantes de la actualidad. Lightyear, a la vez, es la historia de un personaje que hace todo lo posible por sobreponerse a sus errores y a no quedar atrapado por ellos, como le pasa a nuestro héroe tras una fallida misión en un planeta no habitado. Este aspecto de la personalidad del space ranger termina ocultando el atributo más celebrado que siempre tuvo en Toy Story, ese egocentrismo a toda prueba, lleno de vanidad y obstinación, realzado en cada nueva aparición por el talento vocal de Tim Allen. En esta película, Allen es reemplazado por Chris Evans, cuya voz contribuye a la construcción de un personaje mucho más serio y consciente de su misión, pero a la vez menos interesante en términos de conducta. Solo quienes vean Lightyear en su versión original subtitulada (en la inmensa mayoría de las salas se proyecta la copia doblada al español) percibirán ese matiz fundamental. Curiosamente, aquí no hay tanto lugar para las clásicas bromas y referencias visuales de Pixar como sí ocurría en WALL-E, la otra gran aventura espacial y futurista de Pixar, que solo en apariencia parecía más fría y deshumanizada. Lo mejor de Lightyear aparece después de una serie de intrincadas peripecias que estiran demasiado el relato y antes de un final demasiado parecido al de Top Gun: Maverick. Ocurre cuando nuestro héroe se asocia a una nueva y multifacética tripulación en la que brilla un gato robot llamado Sox, el mejor personaje de toda la película y también el más divertido. Aquí, en el encuentro entre dos personajes que reconocen lo que tienen en común más allá de sus diferencias, es donde Pixar regresa a las fuentes y parte de la inspiración de sus mejores momentos. Eso sí, todavía bastante lejos en todo sentido del mundo creado alrededor de las tres primeras películas de Toy Story. Nuestro recuerdo más entrañable de Buzz Lightyear sigue asociado a esa experiencia insuperable. Hasta el infinito y más allá.
Pedro Speroni jamás imaginó que iba a entrar a una cárcel hasta el día en que, casi por azar, detuvo su mirada frente a una fila de 300 mujeres que aguardaban con paciencia pese a la lluvia el momento de ingresar en el penal de Villa Devoto a la hora fijada para las visitas. Tenía 26 años y no había visto ni en fotos a ese “monstruo”, como luego denominaría al edificio de esa prisión. Andaba por la zona con la idea de alquilar algunos equipos para los trabajos que debía cumplir como estudiante de la carrera de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires. Desde ese momento, llevado por un impulso que nunca pudo explicar del todo (y tampoco frenar), decidió volver una y otra vez a ese lugar. Durante tres meses se dedicó a acercarse al grupo sin saber muy bien qué hacer y, de a poco, empezó a ganarse la confianza de una de esas mujeres, cuyos maridos están detenidos por diversas causas y en muchos casos se convierten en referentes de los pabellones en los que cumplen sus condenas. El resultado de esa paciente búsqueda se llamó Peregrinación, un corto de 12 minutos disponible en la plataforma gratuita Cine.Ar que sigue el derrotero de María (junto a sus dos pequeños hijos) desde su casa hasta Devoto. La breve historia se cierra con la imagen del momento en que María ingresa en el penal. Speroni pudo registrar un plano desde afuera de la cárcel, subido a una camioneta. Después de tanta insistencia se quedó con las ganas de entrar a la cárcel y seguir contando lo que pasa, pero desde adentro. Allí terminó una etapa y empezó otra, mucho más ambiciosa cuyo resultado final es Rancho, el primer largometraje documental firmado por Speroni. Ganó el premio a la ópera prima en el Bafici 2021 (donde formó parte de la competencia oficial argentina) y a partir de hoy podrá verse durante toda una semana en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (de jueves a domingo, a las 21, y del martes 7 al miércoles 9, a las 18). También estará en el auditorio del Malba, todos los domingos de junio a las 20, y en el Gaumont en una única función, el jueves 9, a las 18.30. Rancho es un retrato fascinante, descarnado, contundente y atípico sobre la vida cotidiana de un grupo de convictos en una cárcel de máxima seguridad. Detrás de una cámara que registra y atrapa bien de cerca y con una extraordinaria franqueza distintos momentos, algunos llenos de tensión o con los nervios a flor de piel, hay una escenografía que en algún punto se parece a algunas de las historias de ficción sobre esa realidad que encontraron gran difusión en los últimos años a través del cine, la TV y las plataformas de streaming. Pero la experiencia personal que vivió Speroni en ese contacto directo, tan próximo y sin intermediarios es completamente distinto, tanto para el realizador como para quien la observa desde la pantalla. “Las ficciones me llevan a ver siempre algo que no reconoce las ansiedades, las preocupaciones, los pensamientos y la humanidad de los presos. Pude ver algunas peleas, pero también un montón de cosas que aparecen detrás de ellas”, confiesa el director. Con una notable capacidad de observación que prescinde del juicio de valor o de los calificativos, porque prefiere concentrarse de la manera más honesta y descarnada posible en lo que les pasa a los presos, Speroni elabora sobre la marcha, junto al objeto de su estudio, lo que para él significa hacer un documental: un estado de curiosidad permanente, atento al detalle y al momento clave que tarde o temprano aparecerá en una conversación circunstancial para definir una conducta o justificar una decisión. De paso, para que este trabajo funcione dentro de un marco más o menos preciso y no se quede solamente en la mera acumulación de testimonios, el punto de apoyo en el que se sostiene Speroni es la palabra que le da título al documental y que tiene varios significados, como indica la leyenda que aparece en la pantalla apenas iniciada la película. Rancho puede aludir tanto a la comida que se sirve en el penal como al compañero de pieza o pabellón que le toca en suerte a un preso. Esta multiplicidad de sentidos le permite a Speroni ir y venir por distintas historias de vida y detenerse en algunas de ellas: el convicto con alma de boxeador que descarga su adrenalina mientras se entrena en el gimnasio del penal y recuerda todo lo que lo llevó a la cárcel cuando está muy cerca de salir en libertad; el hombre que cuenta cómo mató al hombre que convivía con su madre y la golpeaba todo el tiempo; el que empieza con pequeños robos y sueña con hacer lo mismo “con una fábrica” porque de esa manera cumple un sueño y adquiere un “sentido de pertenencia”; el veterano que cuenta todas sus condenas y su paso por varias cárceles mientras asume la realidad de que seguirá allí quizás para siempre. Todos admiten sus culpas y cuentan cómo llegaron a cometer los delitos que purgan en esa prisión de máxima seguridad. Todo eso pasó por la mirada (y la cámara) de Speroni durante casi un año. Para hacer el documental decidió irse a vivir a Dolores, muy cerca del penal en el que registró todas las imágenes. Tardó todo ese tiempo en ganarse la confianza de los presos (también del director del penal) y conseguir en un momento que aceptaran contar sus historias, conversar entre ellos o mostrar momentos de su vida frente a una cámara que jamás se convertiría en intrusa. “Lo único que quería al final de cada día era que amaneciera para volver a estar en la cárcel”, cuenta Speroni, que reconoce como gran influencia el trabajo del maestro francés del documental Raymond Depardon. “Su obra tiene eso de ir a un lugar, quedarse allí y escuchar. Estar con la cámara muy cerca de lo que uno quiere ver y escuchar. Y yo quería escuchar a los presos, entrar en un mundo que desconocía por completo. Sabía que no iba a ser mi película, sino la de ellos”, confiesa Speroni. En un momento logró romper el último límite que le faltaba y durante un mes y medio registró las imágenes que se pueden ver en Rancho. Hasta ese momento, Speroni nunca había operado una cámara. Tuvo que hacerlo cuando se dio cuenta de que la intimidad que buscaba no se lograba alcanzar del todo porque los primeros días había un equipo de seis personas filmando. Al final decidió hacerse cargo de la cámara y con un solo ayudante hizo el trabajo más consciente y prolongado. Podía entrar en cualquier celda sin necesidad de golpear la puerta o llamar la atención. Pero la confianza tenía sus límites. Un día hubo en el pabellón una pelea muy grande entre los presos y, para evitar problemas, el convicto con alma de boxeador (llamado Iván) lo sacó del lugar y lo dejó aparte para protegerlo de cualquier consecuencia. Speroni dice que empezó a reconocerse como director de cine a partir de esta experiencia que puede resultar extrema, pero ahora empieza a hacerse casi cotidiana, convertida para el director en una suerte de saludable obsesión. Espera estrenar para fin de año una especie de secuela de Rancho, concentrada en la vida en libertad de Iván, el preso boxeador que ahora vive en Chascomús. También lleva casi diez meses en una cárcel de mujeres, con la idea de replicar en un nuevo documental la experiencia de Rancho desde otro lugar, parecido y diferente al mismo tiempo, y ya tiene escrito el guion de su primer largometraje de ficción. “Con cierto pudor sentí que podía ver mi propia realidad de otra manera, que es posible relacionarse con personas que forman parte de mundos ajenos al mío y establecer con ellas el vínculo más honesto”, dice el director, que después del premio en el Bafici pudo recorrer con la película algunos lugares destacados del circuito internacional de festivales consagrados al documental: Sheffield (Inglaterra), Los Angeles, Guadalajara, Valladolid, Montevideo y Belfort (Francia), donde Rancho obtuvo el premio del público.
Jurassic World: Dominion es una despedida múltiple. Cierra la segunda trilogía de las adaptaciones al cine de los personajes creados por Michael Crichton y, a la vez, le pone un punto final al recorrido completo que inauguró Steven Spielberg hace casi tres décadas con el Jurassic Park inaugural, histórico por donde se lo mire. En este último capítulo se mezclan el regreso a las fuentes ya insinuado en la película anterior (El reino caído, de 2018), una colección de hitos y referencias que podrían verse en conjunto como un gran autohomenaje, y finalmente una adaptación muy explícita de la trama a los tiempos que nos toca vivir. Aquella visión inquietante y terrorífica de los dinosaurios sugerida por Spielberg está ahora bastante más atenuada. El final del episodio anterior abrió una nueva realidad en la que no queda más remedio que aceptar el regreso pleno de esta fauna antediluviana a la vida del siglo XXI y su libre expansión por el mundo. Un breve clip informativo en el comienzo expone las dificultades de esa convivencia, pero andando el tiempo veremos bastante menos crueldad de la que mostraban los ejemplares más temibles de los episodios previos. No faltan, por supuesto, esos nuevos ejemplares que enriquecen en cada capítulo el mapa zoológico de los dinosaurios. La estrella de este episodio es el giganotosauro (“el animal carnívoro más grande que se haya visto”, según dice más de un personaje) que en los momentos decisivos no se las verá solo con los depredadores humanos. El despliegue de especies, custodiadas en una especie de santuario montañoso situado en medio del macizo alpino italiano de los Dolomitas, es uno de los elementos más imaginativos de esta aventura que entretiene sin dejarnos una satisfacción completa. Los “grandes éxitos” de las películas anteriores empiezan a sumarse a esta gran trama de cierre. Y como nada debe quedar afuera para cerrar todas las historias posibles, la acumulación empieza a causar problemas. Se profundiza como eje la trama que en El reino caído involucraba a una nieta de Lockwood, el antiguo socio de John Hammond (el gran patriarca histórico de Jurassic Park). Con ella, crece y se complica la idea de familia expresada por los personajes de Owen (Chris Pratt, cada vez más parecido a un cowboy) y Claire (la sufrida Bryce Dallas Howard). En el medio regresan, un poco a la fuerza, tres grandes protagonistas del episodio inicial, Alan Grant (Sam Neill), Ian Malcolm (Jeff Goldblum) y Ellie Sattler (Laura Dern). Y con ellos también vuelve Lewis Dodgson (Campbell Scott), el hombre de la corporación dedicada a la genética que tantos problemas había generado en la primera Jurassic Park. El director Colin Trevorrow (otro reaparecido) optó con más lógica “de manual” que inspiración desarrollar la acción en una sucesión de set pieces que por un momento recuerda la fórmula de los viejos seriales de los años 30 y 40. La presencia de una intrépida aviadora que parece salida de una película de Indiana Jones (DeWanda Wise) fortalece ese bienvenido espíritu aventurero. Ambivalencia Sin embargo, esas peripecias por momentos se agotan en sí mismas. A cada momento de peligro cierto (con un nuevo tipo de dinosaurio siempre al acecho) le sucede inevitablemente una nueva explicación, y así una y otra vez. Tampoco llama demasiado la atención lo que ocurre con el villano de turno, otro exponente de una larga galería de ambiciosos y megalómanos dueños de grandes laboratorios dispuestos a cambiar el futuro. Pero al mismo tiempo volvemos a rendirnos frente al encanto de nuestros viejos conocidos Neill, Dern y Goldblum, que siguen conservando la capacidad de asombro, felices de estar de regreso en este mundo. Frente a este episodio final la sensación será siempre ambivalente. La mística original del mundo jurásico perdura tanto como el prodigioso despliegue de efectos visuales que pone en movimiento a los dinosaurios. Y a la vez cuesta creer que una historia tan afirmada en su identidad tome prestados algunos elementos que provienen de mundos ajenos. Hay aquí bastante de Titanes del Pacífico (en el comportamiento de algunos bichos) y también del reboot del Planeta de los Simios, en cuyos episodios más recientes quedó mucho mejor expuesta la pregunta clave de este último Jurassic World: ¿somos acaso los seres humanos más depredadores que algunas aterradoras especies animales, cuya evolución depende de experimentos que terminan fuera de control?
Llamas de venganza es la segunda adaptación al cine de Ojos de fuego, la conocida novela de Stephen King que tiene como personaje central a una niña rubia con cualidades pirokinéticas, supuestas habilidades mentales para manipular el fuego y hasta llegar a crearlo. La primera escena nos revela esa extraña condición: en el hogar de una típica familia del interior profundo de Estados Unidos, la vemos recién nacida creando de la nada un pequeño incendio alrededor de su cuna. La perturbación no sorprende demasiado a sus padres, que también resultan ser poseedores de atípicos poderes paranormales. El hombre trata de enseñarle a la chica, que anda por los 10 años, que tiene que aprender a controlar sus ataques de ira y manejar sus reacciones frente a la carga en forma de bullying que sufre todo el tiempo a su alrededor. Las cosas empiezan a complicarse (y mucho) cuando una agencia oficial aparece decidida a capturar a la niña y proseguir, ahora con ella en su poder, una investigación con peligrosas derivaciones. La primera versión filmada de esta novela se hizo en 1984. Marcó la entrada de la pequeña Drew Barrymore en el mundo del terror y el suspenso después de su extraordinario debut en E. T. El extraterrestre. En esta remake, de pretensiones mucho más modestas, el papel central está a cargo de Ryan Kiera Armstrong, la chica a la que ya vimos en Black Widow y la segunda película de It, entre otras, mientras que el elenco de destacados nombres de la película original (Martin Sheen, George C. Scott, Art Carney, Heather Locklear, Louise Fletcher) aparece ahora reemplazado por figuras mucho menos conocidas, con la excepción de un inexpresivo Zac Efron como el padre de la niña. El otro detalle distintivo de la remake es una suerte de manual de la diversidad en el despliegue de los personajes secundarios principales. Sheen, el militar encargado de capturar a la niña en la versión de 1984 ahora se convierte en una mujer de color (Gloria Reuben). Art Carney, el veterano granjero que en el film original le da refugio a padre e hija en su huida, pasa a ser afroamericano (John Beasley), y el peligroso asesino Rainbird (Scott) tiene en 2022 los inequívocos rasgos de un nativo estadounidense. Estos detalles no funcionan más que como la anecdótica actualización de una historia que trata de mantenerse fiel al espíritu del relato que la inspiró y cuyo mayor mérito es el empeño por crear climas y atmósferas propios de una película de terror de los años 80. Lo vemos a través del diseño de los títulos, del modo en que se emplean los efectos visuales y sobre todo del virtuoso aprovechamiento de la música incidental creada por un maestro de ese cine, John Carpenter, junto a su hijo Cody. Una correcta narración y la convincente secuencia final deben alcanzar para la satisfacción de los fans del género. No hay mucho más allá que eso, porque estamos ante una producción bastante austera. Los condicionamientos impuestos por la pandemia en el rodaje deben haberla limitado todavía más.
La segunda película protagonizada por el Doctor Strange es clave en la evolución del universo cinematográfico de Marvel, porque lleva todavía más lejos el concepto de multiverso como fundamento de su estrategia actual. La idea de la interacción permanente entre los innumerables integrantes de este cosmos visual, ahora capaz de reproducirse hasta el infinito en un movimiento perpetuo, funciona como un estímulo irresistible para la ansiedad de los fans. También como aliciente creativo. Pero al mismo tiempo, la opción por el multiverso llevó a Marvel a abrir su propia caja de Pandora. Si no formamos parte de esta gran cofradía de la cultura pop contemporánea y si no sabemos reconocer la personalidad de cada una de las piezas de un tablero cada vez más grande (la próxima secuela de Spider Man: un nuevo universo promete un desfile de 200 nuevos personajes) corremos el riesgo de quedar afuera de presentes y futuras conversaciones. Ahora, con tanto personaje dando vueltas a los saltos (voluntarios o no) por varios mundos simultáneos nos cuesta mucho más saber dónde está lo principal y dónde lo accesorio. Algunos de los grandes protagonistas de la fase previa (Iron Man, Capitán América, Black Widow, Hulk) fueron desapareciendo de a poco y el reconocimiento generalizado hacia esos seres poderosos y carismáticos fortaleció el compromiso férreo y entusiasta entre el público y las películas de Marvel. Todavía nadie pudo reemplazarlos. La dispersión que por su propio peso impone la idea del multiverso, sumada a algunas decepciones recientes, amenaza con resquebrajar las antiguas fidelidades. Tal vez por eso la segunda película de Doctor Strange trata de recuperar en un personaje de peso el poder de atracción que Marvel pareció extraviar con el fracaso estrepitoso en todos los sentidos de Eternals. Y de paso, darle un impulso certero a una noción (la de multiverso) que al estar abierta a todas las realidades posibles e imaginables también queda expuesta al desorden, la confusión y el desconcierto. Marvel le confió esta historia al talentoso Sam Raimi, un director capaz como pocos de otorgarle genuino realismo a sus viajes por mundos sobrenaturales. Para un especialista en contar historias con abundantes pesadillas y personajes con poderes psíquicos y telepáticos, una historia como la que propone Doctor Strange y el multiverso de la locura puede resultar hasta un juego. En una de esas pesadillas, Strange (interpretado con el aplomo habitual por Benedict Cumberbatch) se encuentra con una adolescente de origen latino, América Chávez (Xochitl Gomez, figura de la serie de Netflix The Baby-Sitters), que tiene el poder de desplazarse entre diferentes universos. Un poder que también anhela la siempre fluctuante Wanda Maximoff, a la que Elizabeth Olsen viste con precisos rasgos de heroína y villana del cine de terror a la vez. Todas las pistas insinuadas en la excelente serie WandaVision sobre su comportamiento se concretan aquí, sobre todo el sueño máximo de Wanda de querer ser una madre perfecta. Toda la película gira alrededor de la idea del döppelganger, término que alude al reconocimiento de que cada persona tiene una especie de doble que puede convertirse en su peor enemigo. Tanto Strange como Wanda quedan expuestos a esa instancia mientras combaten por el poder de la chica tratando de imponer sus propias armas. Todo es cuestión de saber si los círculos ígneos del Maestro de las Artes Místicas resultan más fuertes (o no) que las bolas de fuego lanzadas por la Bruja Escarlata en los sucesivos universos de la acción. Con algunos genuinos toques de autor (criaturas monstruosas, terroríficas almas en pena, breves aportes de humor absurdo que se cierran en la última escena poscréditos), Raimi se acomoda a las necesidades básicas que tiene cada película de Marvel e incluye todo lo que no puede faltar, como las menciones a la diversidad que se expresan de modo cada vez más enfático. A la historia no le falta nada para sostener su espíritu de entretenimiento, que también incluye algunas inesperadas (y muy festejadas) apariciones del propio multiverso de Marvel. Pero el desafío para el estudio excede todo lo que se muestra aquí. El gran atributo del Doctor Strange es su poder para custodiar el equilibrio de todo el sistema. Pero en su afán por controlar todo, las cosas más de una vez se le fueron peligrosamente de las manos. Algo parecido puede ocurrir con la expansión sin límites de la idea del multiverso. En los dilemas (y los miedos) de uno de sus personajes clave también se escribe el futuro de Marvel.
Aunque el pronóstico del tiempo hable de temperaturas sofocantes, Axel Brigante (Nicolás Francella) siente al despertarse que la vida le sonríe. Todo parece andar bien con su novia médica (Paula Reca), planes cercanos de boda incluidos. Y al mismo tiempo, el nuevo día le promete un nuevo encuentro con otra mujer (Emilia Attias) que le despierta unas cuantas fantasías. Enseguida lo vemos trasladarse a su trabajo como empleado del call center de una empresa internacional de telefonía. Allí, Axel muestra disposición, autocontrol y destreza para tratar del mejor modo a sus clientes. Tal vez no sea para él un trabajo ideal, pero tiene todo bajo control y un único obstáculo: un jefe engreído que trata de imponer en todo momento y con malos modos su modesta autoridad. Una orden superior, más la inoportuna demora de quien debía llegar a cubrir su turno, lo obligan a atender el llamado de un cliente muy enojado (Gabriel Goity) que de manera insistente, ceremoniosa y con un tono cada vez más amenazador reclama la baja del servicio. A Axel se le acaba la persuasión cuando su interlocutor dice que lo está apuntando con un arma desde un lugar imposible de localizar. Sus planes, su mundo y hasta su rutina empiezan a tambalear. Una primera versión de esta historia apareció en la apertura de Encerrados, serie creada por Benjamín Avila y Marcelo Müller en 2015 con episodios unitarios que permaneció inédita tres años, se estrenó en Netflix y hoy está disponible en la plataforma Contar. Ese relato es mucho más breve, apenas media hora que alcanzaba para exponer de manera compacta cuáles pueden ser los efectos de esta situación en el ánimo de una persona que trata por todos los medios de escapar de la rutina y no puede hacerlo. La versión extendida de la misma historia que propone En la mira dura, narrada casi en tiempo real, viaja por más escenarios (va del departamento de Axel al call center y desde allí hacia algunos otros espacios del edificio de la empresa, incluyendo algún flashback), cuenta con recursos de producción mucho más amplios (todos los rubros técnicos funcionan de manera impecable) y, en términos conceptuales, maneja un concepto más dinámico y moderno de ese espacio de trabajo. La lánguida angustia de Julián Ayala (Martín Slipak), el empleado del call center del episodio de Encerrados, le deja ahora su lugar a la imagen más cool y decidida de Axel, interpretado con mucha seguridad y determinación por Francella. En la superficie, la película parece apuntar hacia otras direcciones: un calvario interminable para el protagonista como castigo simbólico a quien sucumbe a ciertas tentaciones, mezclado con críticas veladas a un clima laboral tan agobiante como la temperatura exterior y un giro final aparentemente imprevisible, mientras se apoya todo el tiempo en una estética televisiva tan prolija como anodina (su destino inevitable es el streaming). En la mira, versión corregida y aumentada del primer episodio de una serie, no puede escapar del encierro que le impone ese formato.
No tardamos casi nada en darnos cuenta que Virus:32 transcurre en Montevideo. En la primera escena, un plano secuencia admirable, la plácida vida del barrio más tradicional de la capital uruguaya, mientras suena de fondo la inconfundible del Sabalero José Carbajal cantando La sencillita, se altera cuando alguien descubre una jaula vacía. La cámara sigue con su recorrido por los interminables recovecos de la Ciudad Vieja y se detiene frente a una pareja que no puede resolver qué se hace con su hija, que tiene unos diez años. El prólogo culmina con una extraordinaria panorámica del puerto de la capital uruguaya, cuando ya empezamos a tener la certeza de que algo horrible se incuba y no tardará en estallar. Toda esta información, sabiamente dosificada, servirá para entender lo que está por pasar. No existe ni el más mínimo sesgo de pintoresquismo en ese primer acercamiento a la geografía urbana montevideana más tradicional. Virus: 32 podría transcurrir en cualquier capital del mundo, pero resulta ser una de zombis a la uruguaya, construida con paciencia, amor por el género, destreza técnica y una cuidadísima puesta en escena. El meritorio creador de esta terrorífica obra es Gustavo Hernández (No dormirás), a esta altura un especialista consumado en el género y alguien que sabe mucho acerca de cómo capturar la esencia y el sentido profundo de esta clase de historias sin recurrir a las fórmulas más gastadas. Virus:32 tiene muchas virtudes. Asusta de verdad, recurre a vueltas de tuerca inesperadas en los momentos exactos, sostiene la tensión en todo momento y propone situaciones en las que a priori no parece haber escapatoria posible. Pero por encima de todo, logra que cada uno de los espacios cerrados del único escenario en el que transcurre la acción (un club barrial) adquiera sentido como parte de un mundo en el que ya no hay posibilidad de refugio o protección. Gimnasios, piscinas, pasillos y depósitos son las sucesivas postas de una batalla por la supervivencia entre Iris, la vigiladora nocturna del lugar (Paula Silva), junto a su pequeña hija Tata (Pilar García), y los muertos vivos infectados de un modo que desconocemos, con un detalle que enriquece las posibilidades de la trama: después de explotar de rabia asesina, cada víctima queda completamente paralizada durante 32 segundos. Otro detalle inesperado aparece con la llegada de Luis (Daniel Hendler, en un registro muy distinto al que le conocemos) y la aparición de otra muestra de una de las constantes de este relato clásico y convincente, el vínculo entre padres e hijos. El club barrial se llama Neptuno, como en la vida real. Lugar con historia en la vida de la zona más tradicional de Montevideo, muy cercano al puerto, cerró definitivamente sus puertas en marzo de 2019. Un año después llegó la pandemia, cuya impronta parece estar presente en cada momento de Virus:32, así como la memoria de un tiempo de normalidad perdido para siempre en medio de esos ambientes oscuros, abandonados y aterradores.