UN CRIMEN DISCUTIBLE EN EL SUR PROFUNDO Son los años 60 en Estados Unidos. En los pantanos de Barkley Cove, un pueblo pesquero de Carolina del Norte, aparece el cadáver de un hombre. Casi de inmediato, tanto las autoridades como la mayoría de los lugareños apuntan a la Chica Salvaje, una mujer que vive aislada en una casa dentro de la marisma. Sobre ella corren rumores, que van desde acusaciones de brujería hasta considerarla el eslabón perdido, pero son pocos los que parecen conocerla realmente. Uno de ellos, un abogado ya retirado, decide defenderla en el juicio por homicidio, pero antes necesita escuchar su versión. Y es así como la Chica Salvaje, desde su celda, comienza a relatar su historia. Basada en la novela de Delia Owens, La chica salvaje arranca como un policial, con su posterior instancia jurídica, pero pronto deriva hacia un territorio que la emparenta con la literatura de Carson McCullers, Flannery O’Connor y Harper Lee. En una geografía digna del gótico sureño, la historia de Kya, la Chica Salvaje (interpretada por Daisy Edgar Jones) está atravesada por la pobreza, la pérdida y la soledad, con la familia como un concepto que arrastra anhelos y desgracias. Ese primer tramo, que narra la infancia de la protagonista en la forma de un largo flashback, funciona como un relato de iniciación en un contexto violento. Ahí, la directora Olivia Newman logra articular la hostilidad interna, la del padre abusivo y la madre que se va, con la externa, donde casi toda la población rechaza a Kya y la convierte en objeto de burlas y prejuicios. Cuando la protagonista crece también crecen los problemas, no solo para ella sino además para la película, que ingresa en un terreno edulcorado y opuesto a lo que veníamos viendo. Tal vez haya una intención de contrastar entre lo malo, lo bueno y nuevamente lo malo, pero lo cierto es que incluso desde lo formal, promediando la mitad, la película se vuelve un poco torpe, con planos que la asemejan a ciertas historias juveniles de amores contrariados. Siendo justos, toda la cuestión de la observación de la naturaleza y la relación que Kya entabla con ella, a partir del estudio y de los dibujos, tiene su cuota de interés, y equilibra un poco la que seguramente sea la parte más aletargada del film. El problema mayor viene después, con el final, y es casi imposible analizarlo sin revelar el giro decisivo de la trama. Pero podemos decir que es cuanto menos polémico, y que sin dudas abre interrogantes sobre las verdaderas intenciones de la película. El conflicto no aparece por el hecho en sí, sino porque traiciona y casi que invalida lo visto hasta ese momento, en una historia que parecía decir que la justicia en la corte sí podía ser justa. Podríamos establecer una relación con El secreto de sus ojos y su también polémico final, aunque en aquella película, la noción de justicia por mano propia podía considerarse sustentada por el fracaso previo de la Justicia como institución. Lo que sucede acá termina por parecerse más a un grito de guerra, que además de no sostenerse narrativamente (pasado el impacto, lo pensamos dos segundos y no tiene sentido), atenta contra una película interesante y con algunos méritos.
TEMBLORES EN EL CIELO Con el antecedente de las dos primeras películas de Jordan Peele, lo que propone ¡Nop! puede desconcertar. En los meses previos al estreno, los avances y los posters fueron bastante crípticos, pero lo que quedaba en claro era que, sea cual fuera la amenaza o el misterio, venía de arriba. Del cielo. Quedaba la duda, con cierto prejuicio, sí, pero también con conocimiento de las intenciones y obsesiones de Peele, sobre cómo una historia de extraterrestres iba a entroncar con la crítica social y la cuestión racial. Lo cierto es que ¡Huye! fue un debut auspicioso para Peele como director; una película ingeniosa que funcionaba mejor cuando se entregaba al desparpajo, que cuando pretendía dar cátedra y engrosaba el trazo de su discurso. No sabemos si el antes comediante se creyó el rol de salvador negro de Hollywood (como la crítica lo encumbró), pero a partir de esa película su nombre empezó a aparecer asociado a producciones tan profesionales como patoteras, abrumadas ideológicamente. Productos como Lovecraft Country o la nueva Candyman, prometedoras en la superficie pero, finalmente, víctimas de tener que portar un mensaje antes que una historia. Por suerte para nosotros, esa incógnita llamada ¡Nop! se revela como una película donde Peele parece más consciente de sus capacidades, trabajando lo racial sin desbordes y concentrándose en el espectáculo. Moviéndose del terror hacia la ciencia ficción, con un uso noble de los géneros: no como instrumentos panfletarios (de una causa, o de la necesidad del director de mostrarse como un artista elevado), si no como el territorio ideal para hablar del Cine con mayúsculas, que es el tema de fondo de ¡Nop! La historia es la de dos hermanos, O.J. (nombre que le sirve a Peele para hablar de racismo con un chiste sutil), interpretado por Daniel Kaluuya, y Emerald (Keke Palmer), dueños de un rancho donde entrenan caballos actores. Herederos de un linaje que los remonta a los inicios del cine, con un antepasado que fue el primer jinete filmado, los hermanos sobreviven a la crisis del negocio mientras lidian con la muerte del padre (Keith David), fallecido en circunstancias extrañas al comienzo del film. Cuando una noche O.J. avista entre las nubes lo que podría ser un plato volador, Emerald decide capitalizar el descubrimiento. Capturar en imágenes el fenómeno y venderlas al mejor postor. A partir de ahí, con los intentos por llevar a cabo el plan y los personajes que empiezan a cruzarse, la película propone un recorrido por algunos exponentes del imaginario sobre ovnis y monstruos. Encuentros cercanos del tercer tipo, Tiburón y la presencia innegable de Terror bajo la tierra, con una criatura que opera de manera similar a los graboides, pero cambiando la tierra por el cielo. Claro que el diálogo que Peele entabla con esas películas no se agota en la referencia, si no que le sirve para oponer la tradición con la actualidad, y preguntarse sin nostalgia si acaso el pasado fue mejor. La misma tensión aparece con los distintos formatos con los que se intenta documentar al monstruo, desde cámaras de vigilancia con la última tecnología hasta una vieja cámara de fotos en un parque de atracciones. Y es en ese parque donde se cifra el intercambio más profundo entre el hoy y el ayer, con ese espectáculo que parece construirse sobre los escombros de otra época. Si nuestra intención es hilar más fino, podemos pensar que en ¡Nop! el cine aparece como patria y como amenaza, un lugar donde el afán por domar a las bestias -literales y simbólicas-, por capturar absolutamente todo, puede tener consecuencias terribles. Es una de las lecturas posibles que se pueden hacer a la subtrama del chimpancé y el programa infantil, que abre la película de manera acertada e inquietante. Incluso si quisiéramos ir más profundo con lo expresado sobre “patria” y “amenaza”, podría pensarse en la lucha de estos dos hermanos negros contra una criatura del espacio, como una alegoría de Peele sobre la lucha real de la comunidad negra dentro de la historia de Hollywood; ya no hablemos de la historia de Estados Unidos. Pero quizás sea ir demasiado lejos, porque en definitiva lo mejor de ¡Nop! es que termina funcionando como una de esas películas en las que se referencia. A pesar de los excesos discursivos que se le pueden reprochar, lo cierto es que la apuesta de Peele como realizador es visualmente impecable (el aspecto de tela de la criatura es discutible, aunque quizás esté inspirado en una pantalla de proyección), consistente en la narración, imaginativa y, lo mejor: permeable a los momentos de locura y de humor, como ese choque acelerado de manos entre Em y O.J. antes de salir de cacería. Apoyado en intérpretes que parecen ideales, contrastando la pesadumbre de Kaluuya con la explosividad de Palmer, más la colaboración ajustada de los demás que aparecen por ahí, ¡Nop! da forma a personajes que sí terminan importando. Individuos que transitan la aventura con el peso de sus legados, y la posibilidad de hacerse cargo de ellos, cabalgando a toda velocidad por el desierto. No sé qué nos deparará Jordan Peele en el futuro, y tal vez se merezca un “qué pesado” por su rol como productor. Pero cuando vuelva a sentarse en la silla de director, que sepa que ahí estaremos.
FINLANDIA LIGHT HORROR Después de que uno de sus hijos gemelos muere en un accidente en la ruta, el matrimonio compuesto por Rachel (Teresa Palmer) y Anthony (Steven Cree) decide mudarse, junto con el pequeño Elliot (Tristan Ruggeri), a una casa antigua en los bosques de Finlandia. Lo que vendría a ser un nuevo comienzo para los tres pronto deriva en una sensación de creciente amenaza, sobre todo para Rachel, que parece ser la única que se da cuenta de los extraños comportamientos de su hijo. Porque no es solo el hecho de que Elliot se niega a aceptar la muerte de su hermano, si no que comienza a adoptar rasgos de su personalidad, a “transformarse” progresivamente en el hijo fallecido. Y todo esto bajo la mirada atenta de los habitantes del pueblo, cuyos ritos y costumbres ponen a Rachel en un lugar de extrañeza constante. Dirigida por el finlandés Taneli Mustonen, Gemelo siniestro es una película que abreva en los lugares seguros del cine de terror, para luego optar por un camino que se aparta de la actualidad del género, aunque eso no termine reportando grandes resultados. El director y también guionista (en colaboración con Aleksi Hyvarinen) le imprime a la narración un ritmo pausado, excesivo en ocasiones, que recuerda a cierto terror de los 60/70, con la búsqueda de un efecto más psicológico que físico en la subjetividad del espectador. De hecho, hay mucho de El bebé de Rosemary en esta película, sobre todo a partir de que la trama ingresa en el terreno del horror satánico, no sin antes pasar brevemente por el horror folk, a la manera de The wicker man o la más reciente Midsommar. Pese a una Teresa Palmer sólida en el rol de una madre que va cediendo a la desesperación, la lentitud reinante y los giros forzados durante la segunda mitad convierten a Gemelo siniestro en una experiencia plana y aburrida. Las influencias y las intenciones están a la vista, pero la película no se decide y va probando sobre la marcha, lo que termina por convertirla en un pastiche unificado por una bella fotografía y cierto espíritu anacrónico que no termina de consolidarse. Es evidente que a Mustonen no le interesan los golpes de efecto y los saltos en la butaca, pero su concepción del terror pareciera estar atrapada entre un sesgo autoral y la necesidad de volver a las fuentes. Una combinación que, más allá de dos o tres escenas realmente inquietantes, todavía no encuentra la forma óptima para expresarse.
TOM, DÉJAME SIN ALIENTO Existe una tendencia en las redes sociales, sobre todo en Twitter, que considera que con tal o cual estreno el cine revive y se salva, lo que implica que la mayor parte del tiempo el cine está condenado, cuando ya no directamente muerto. Ocurrió con la extraordinaria Licorice Pizza, y ocurre ahora con Top Gun: Maverick, secuela tardía de aquel clásico de 1986 dirigido por Tony Scott. Se entiende que en las redes la mayoría de las expresiones están exageradas, distorsionadas por un entusiasmo a veces actuado, y entrar en conflicto con la exactitud de esas declaraciones es un ejercicio bastante estéril. Sin embargo, al calor de un estreno como este, no deja de ser interesante el planteo de que el cine está muerto y cada tanto revive, porque en realidad ocurre otra cosa. Top Gun: Maverick no es una resurrección, sino una confirmación de que el cine sigue vivo, de que nunca se murió. Podrá decirse que es cuestión de perspectivas, y que en el fondo ambas interpretaciones dicen lo mismo. Sí… pero en realidad no. Aunque la silla de director la ocupa Joseph Kosinski, es sabido que el verdadero responsable atrás de esta nueva Top Gun es Tom Cruise, un actor que ha pasado de ser menospreciado a ser calificado por muchos como la última estrella de Hollywood. O al menos, de un Hollywood y un starsystem que ya no tienen lugar en la actualidad. Cruise representa una manera de hacer películas a la vieja usanza, convirtiéndose él mismo (en su doble rol de intérprete y productor) en el centro de enormes espectáculos de acción con un espíritu clásico, poniéndole literalmente el cuerpo a hazañas que nos remiten a un tiempo más feliz. Si la saga de Misión Imposible no era suficiente para demostrar esto (aunque por supuesto que sí lo es), Cruise vuelve a vestir la campera de cuero y los Ray Ban para encarnar otra vez a Pete “Maverick” Mitchell, el legendario piloto que se convirtió, dentro y fuera de la pantalla, en un icono generacional. A la manera de Stallone en Creed o del último Clint Eastwood, la mirada de Cruise sobre el pasado es un equilibrio entre la revisión crítica y el homenaje, entendiendo el paso del tiempo pero, también, la importancia del propio legado. Top Gun: Maverick arranca como un calco-tributo a la original, con Danger Zone de Kenny Loggins sonando mientras los aviones despegan, y una aproximación superficial podría determinar que toda la película se encarga de tachar los casilleros de su antecesora. La llegada de Maverick a Top Gun, el entrenamiento, los conflictos entre pilotos, el romance, la misión. Si la estructura es esencialmente la misma y, como dijimos, al principio todo parece exactamente igual, es porque el propio personaje está detenido ahí, encerrado en la repetición. Después de más de treinta años, Maverick conserva el mismo rango militar y no parece interesado en ascender o retirarse. Entrenar a un nuevo grupo de pilotos para destruir una planta de uranio, una tarea que acepta sin mucha opción, parece ser la manera de seguir activo en el aire. En el camino aparece un viejo amor, pero también una complicación: uno de los pilotos a su cargo, Rooster (Miles Teller), no es otro que el hijo de Goose, antiguo compañero y amigo fallecido en la primera película. El pasado no resuelto irrumpe en la vida rutinaria de Maverick y lo lleva a replantearse su lugar dentro de la historia. En Top Gun: Maverick se dan la mano la espectacularidad y la sencillez, con secuencias de vuelo filmadas y montadas de manera apasionante sobre un fondo humano de redención y segundas oportunidades. Cuando las convicciones de Maverick entran en crisis, la película crece y logra separarse de los peligros de la nostalgia (que no es mala si está argumentada), con una segunda mitad que arrastra al espectador sin respiro entre la vitalidad y la emoción. Si todo resulta creíble es gracias a la conciencia que tienen Kosinski y Cruise de la importancia de los efectos prácticos, del componente humano frente al abuso de CGI inerte que predomina por estos días. El nervio de las escenas se vuelve palpable y el clasicismo a la hora de narrar organiza la historia con fluidez y sin desbordes autorales. En el centro de todo, por supuesto, la presencia de Tom Cruise funciona como garantía de fisicidad y compromiso actoral. Tom corriendo, Tom piloteando, Tom jugando al vóley, Tom persiguiendo aviones con su moto. Una figura que se resiste a extinguirse, como el propio Maverick, y que es la prueba necesaria de que el cine sigue vivo y tiene para rato. Porque más allá de todos sus temas evidentes, de lo que habla Top Gun: Maverick es de la permanencia del cine como estandarte y resistencia. Y de lo felices que somos cuando podemos atestiguarlo.
PERDIDA EN SUS JUEGOS FORMALES Emilia llega a un albergue en el medio de la selva, en la frontera entre Argentina y Brasil. Su tía, quien maneja el lugar, no parece estar interesada en que ella esté ahí, ni tampoco parece querer ayudarla a dar con el paradero de Mateo, su hermano, que desde hace un tiempo no contesta las llamadas. Al mismo tiempo, varias mujeres del lugar aseguran haber visto a una bestia, “el espíritu de un hombre malo”, y eso pone en marcha una cacería con tintes religiosos. A partir de esa premisa, Agustina San Martín busca articular no tanto una historia sino más bien una experiencia, con una puesta en escena entre brumosa y espectral, donde el calor y la selva se vuelven palpables. Hay una dimensión simbólica que se da a partir de la presencia de esa bestia, y que abre a su vez una dimensión política, donde palabras como “varón” y “miedo” no son casuales. También aparecen el sexo, la pérdida, y la familia como institución puesta en crisis. La ambición de la película es evidente y para nada reprochable. El problema se da cuando, en esa búsqueda por sumar capas de sentido, la directora se pierde en un juego donde los temas nunca terminan de convivir con la forma. Los planos fijos y los planos excesivamente largos van arrastrando a la película al terreno del hastío, y a pesar de un trabajo logrado para crear esa atmósfera donde la naturaleza y la muerte se confunden, la experiencia termina siendo decididamente fallida.
CINE DE ZOMBIES: MANUAL DE INSTRUCCIONES Esta crítica podría empezar hablando de cómo George A. Romero dio forma y consolidó a los zombies cinematográficos tal como los conocemos hoy, tomando una figura del folklore haitiano y ubicándola en el medio de una mirada crítica sobre la sociedad norteamericana, pero es algo que se dijo ya muchas veces. Gracias a una sobreexplotación del subgénero zombie hace algunos años, con la serie The walking dead como punta de lanza (y ejemplo perfecto del agotamiento que sigue al éxito masivo, una serie-zombie que se niega a morir del todo), es probable que todo el mundo conozca las características y circunstancias de los muertos vivientes. Estrenar una película de zombies en esta época, entonces, implica dos caminos posibles: buscar algo nuevo en un terreno que luce infértil y cansado, o apartarse de ese estrés y filmar una de zombies de manual, a la vieja usanza, por el puro placer de hacerlo. El último zombi, dirigida por Martín Basterretche, pareciera inclinarse sin demasiadas vueltas por la segunda opción. Aún con el crecimiento que tuvo en el último tiempo, el cine de terror argentino sigue relegando la figura del zombie a un lugar marginal, con producciones que rara vez salen del amateurismo, como es el caso de la marplatense Perímetro 7. Claro que amateur no quiere decir malo: en 1997 Pablo Parés y Hernán Sáez irrumpieron con Plaga Zombie, una película que costó 600 pesos, dio lugar a secuelas y generó un culto que sigue vigente. Quizás en un afán por salir de lo directamente bizarro, que es lo que predomina en las películas que nombramos (y que parece ser la manera en que los realizadores locales interpretan a estas criaturas), Basterretche encara su historia con la gravedad suficiente para que entendamos que la propuesta es seria. No hay lugar para chistes ni apuntes que argentinicen lo que vemos, porque tanto el guion (escrito por el director junto a Melina Cherro) como la puesta en escena intentan universalizar la experiencia: es una ciudad balnearia de Argentina, pero podría ser una isla en el Caribe o una granja en Pennsylvania. La historia nos presenta a Nicolás Finnigan (Matías Desiderio), un médico forense que se traslada a Santa Sofía del Mar con la intención de ubicar a un colega desaparecido. Se aloja en una hostería cerca de la playa, donde entra en contacto con los demás huéspedes (una pareja de recién casados, otra pareja “de trampa”, una joven malhumorada que trabaja ahí, y la dueña del lugar, una anfitriona tan servicial como chismosa), y pronto se da cuenta de que están sucediendo cosas extrañas. Fuera de la casa, en un spa cuyos productos parecen ser tóxicos, pero sobre todo adentro, en el piso superior, donde una tercera pareja de huéspedes permanece aislada del resto. Para Basterretche la fórmula es tan clara como conocida. Después de las presentaciones, lo que sigue es encerrar al grupo de personajes y enfrentarlos a una doble amenaza: por un lado, los zombies que rodean la casa, y por el otro, la manera en que el miedo y el peligro van afectando la convivencia puertas adentro. Decidida a llenar los casilleros del subgénero a reglamento, lo que podría esperarse es que el valor distintivo de la película aparezca por otro lado. En la profundidad de los personajes, en la caracterización de los zombies, en las secuencias de terror, en fin, en la capacidad para trabajar con pericia los elementos habituales. Ahí es donde El último zombi encuentra sus límites, porque pasada la intriga inicial y la novedad de los ataques (que en vez de morder dejan salir el virus por la boca, lo cual vuelve todo más naif), la narración se estanca en un ping pong de agravios entre los personajes, con la amenaza exterior relegada a un segundo plano. En ese ir y venir de culpas y revelaciones aparece otro problema, ligado a la calidad de las interpretaciones. Antes hablábamos del carácter universal de la puesta de escena, y esa misma ambición se traslada al tono de las actuaciones, aunque al final no queda del todo claro si son así porque aluden a un espíritu clase B, o porque son decididamente flojas. Lo que sí sabemos es que ese tramo, previo al inevitable enfrentamiento final, se alarga demasiado. Cuando llega el momento, y sabiendo que es probable que ya ninguno de los personajes le interese al espectador, lo que queda es quemar las naves. Podemos decir que el director lo intenta, pero toda la secuencia final da la sensación de que los zombies son viejitos que salieron a caminar a la noche, y en el apuro uno puede chocarse con alguno, pero nada es un obstáculo muy grave. Esa falta de sangre, literal en la pantalla y figurativa en las venas de la narración, termina siendo lo peor de una película que, por otro lado, funciona como homenaje (con ecos obvios al cine de Romero y no tan obvios a películas como I walked with a zombie y The Omega Man) y también como experimento. Esto último en referencia a la posibilidad de replicar un subgénero agotado a nivel internacional, para contribuir a la expansión del género mayor, el terror, a nivel local. Si hace falta o si tiene sentido, lo sabremos más adelante.
TENSIÓN, ACCIÓN Y RESOLUCIÓN Después de un accidente que la dejó ciega y alejada de un futuro promisorio como esquiadora, Sophie (Skyler Davenport) se dedica a cuidar mascotas mientras sus dueños no están. Cuando Debra (Laura Vandervoort), una mujer acaudalada, la contrata para hacerse cargo de su gato en una lujosa casa en el bosque, Sophie aprovecha para continuar con su negocio paralelo. Con la ayuda de un amigo, que oficia de guía por videollamada, roba una botella de vino para venderla por Internet. Como todavía necesita ayuda y su amigo se niega a seguir siendo cómplice, Sophie baja una aplicación llamada “See for me” (nombre original de la película), un servicio de operadores para personas no videntes. Así conoce a Kelly (Jessica Parker Kennedy), una veterana de guerra, adicta a los videojuegos, que la ayuda con un problema en la casa. Todo parece marchar bien, hasta que llega la noche y un grupo de ladrones irrumpe en el lugar. Con esa premisa, el director canadiense-japonés Randall Okita da forma a una película que funciona como un engranaje bien aceitado, con una economía narrativa que no se demora en contemplaciones. Después de una breve presentación de los personajes y los lugares donde ocurrirá la acción, el relato se mete de lleno en lo que quiere contar, que es la noche de supervivencia de Sophie (y Kelly del otro lado del celular) a merced del grupo de perpetradores. Hay algo que es cierto y que, para un análisis auténtico, es imposible de obviar: más allá de un esperable debate sobre la inclusión laboral, el punto de partida de A ciegas -una chica ciega contratada para cuidar una opulenta propiedad en el medio del bosque- es cuánto menos inverosímil. Sin embargo, si uno acepta esa suspensión de la credibilidad en beneficio de la narración, las cosas resultan mucho mejores. Un poco a la manera de lo que hacía Fede Alvarez en No respires (una película con la que A ciegas comparte algunas cuestiones, más allá de la obviedad de la ceguera, aunque a partir de eso ambas podrían catalogarse en una variante no vidente del home invasion), Okita le da entidad a los espacios y los objetos para utilizarlos después. Vemos un invernadero y sabemos que ahí va a ocurrir algo importante. La cámara se demora un instante en unos vasos sobre la mesada, y nos imaginamos que podrán tener incidencia en un posible enfrentamiento. Es un recurso de puesta en escena simple y efectivo, que entabla un diálogo con el espectador preocupado por el destino de Sophie. De la misma manera, el hecho de haber visto a Kelly jugando videojuegos de guerra contribuye al montaje paralelo, que muestra lo que Sophie hace y lo que Kelly ve a través de la cámara del celular: la acción en primera persona, con el arma que sostiene Sophie asomando por el borde inferior o por el costado del plano, como en un videojuego. Más allá de los aciertos formales, A ciegas funciona por su concisión y su falta de pretensiones. En 92 minutos, Okita construye un relato cuya principal preocupación es puramente cinematográfica. Tensión, acción, y resolución. Afuera quedan los discursos vacíos y esos comentarios sobre el mundo que a muchos directores actuales les gusta infiltrar en sus películas, con formas cada vez menos sutiles. Si hay una perspectiva de género (que la hay), el director la integra de forma coherente a la trama, evitando convertir a sus protagonistas en instrumentos de un propósito mayor. Si A ciegas no es una película mejor o, digamos, más importante, es porque asume su carácter de entretenimiento, algo que muchos considerarían un pecado. Y en ese desinterés por la trascendencia se cifra su mayor logro: hacer que el espectador la pase bien durante una hora y media, y a otra cosa.
COSAS EXTRAÑAS ESTÁN PASANDO Planteada como un ejercicio nostálgico de género (a la manera de Stranger things, que dio lugar a un revival ochentoso, pero que antes tuvo un mucho mejor exponente en Súper 8), Las noches son de los monstruos tiene el desafío de trasladar esos códigos al terreno nacional, con la pericia suficiente para que el resultado no se quede en la simulación. La historia de Sol (Luciana Grasso), una adolescente recién llegada al pueblo, que sufre el maltrato de sus compañeras de colegio, el acoso del novio de su madre (Esteban Lamothe y Jazmín Stuart, respectivamente), y que entabla una relación simbiótica con una perra misteriosa, tiene los elementos necesarios para explotar las posibilidades del género. La adolescencia atravesada de conflictos, los adultos como villanos o cómplices silenciosos, el padre ausente spielbergiano, el pueblo de pocos habitantes, con sus calles vacías y sus luces de neón, y la irrupción de lo fantástico con su habitual desdoble: primero como amenaza y luego como aliado. El primer problema de la película de Sebastián Perillo es que se demora en encontrar su conflicto y, cuando lo hace, no tiene muy en claro qué hacer al respecto. La primera secuencia, que plantea el acercamiento inicial con el “monstruo”, promete cierta creatividad artesanal, pero el poco vuelo de lo que sigue lleva las cosas en otra dirección. Una puesta en escena austera, demasiado confiada en el peso emotivo de la banda sonora, a la que se suma un ritmo aletargado, que pareciera querer fundir el espíritu del cine fantástico norteamericano de los 80, con un tono más intimista, cercano al cine independiente de la década posterior (por ejemplo, el de los primeros Gus Van Sant y Richard Linklater). En esto último, la película se acerca a dos títulos recientes como son Vendrán lluvias suaves y Piedra noche, ambas de Iván Fund. Pero mientras aquellas (sobre todo la segunda) conseguían imbricar ambos registros a partir de una emocionalidad que unificaba y justificaba todo, en Las noches son de los monstruos las emociones aparecen enunciadas, pero nunca consiguen volverse presentes. Incluso cuando las condiciones están servidas, con un espectador promedio educado en el cine que Perillo intenta evocar (confirmado en la existencia y el éxito de, otra vez, Stranger things). Del mismo modo, la mirada sobre la violencia de género se integra a la trama sin sentirse forzada (lo que en esta época de remarcaciones es decir bastante), pero choca con su ejecución. En parte quizás se deba a la actuación de Lamothe en el rol de Gonzalo, al que le imprime una pose canchera y fuera de tono que poco tiene que ver con el resto. Un tipo de interpretación a la que el actor nos tiene acostumbrados y que, con reservas, funcionaba un poco en Amateur, también dirigida por Perillo. Las noches son de los monstruos es, en suma, una película anclada en la medianía de mucho del cine nacional reciente, que no es ni mainstream ni de nicho, que pulula por festivales y llega a las salas, y que casi nunca consigue destacar por sobre el resto. Las razones de este fenómeno son variadas, y lo cierto es que la película de Perillo evidencia una intención por diferenciarse, trabajando con materiales reconocibles a los que busca tanto actualizar como homenajear. La calidez de la escena en la que Sol y Miguel atraviesan la noche en moto es una muestra de lo que podría haber sido, aunque finalmente no fue.
FUEGO, CULPA Y TRAPOS SUCIOS Si no fuera por una línea hacia el final, que remarca de manera artificiosa lo que ya se había entendido, podría decirse que lo que atraviesa a Bajo la corteza es, principalmente, la sutileza. Con un tono austero y una economía formal, la película de Martín Heredia Troncoso cuenta la historia de César (Ricardo Adán Rodríguez), un desmontador cordobés que sobrevive con trabajos esporádicos, cada vez más escasos. La oportunidad de estabilidad aparece cuando conoce a Zamorano (Pablo Limarzi), un empresario de la zona que lo contrata para limpiar unos terrenos en los que va a edificar. La relación entre ambos será en principio cautelosa, de respeto mutuo, pero a partir de una serie de favores por parte del patrón, César va a quedar a merced de sus intenciones, que incluyen conseguir unas tierras amparadas por la ley. Si el conflicto se demora y aparece casi como un apunte político cerca del final, es porque el interés del director está puesto en retratar primero las rutinas de César, para luego enfrentarlo con las consecuencias de sus decisiones. La cámara observa los trabajos y los días de César con planos fijos que muchas veces se extienden, permitiendo un registro realista que bordea el documental. Una operación similar a la que realizaba Lisandro Alonso en su ópera prima, La libertad, otra película que ponía su atención en las minucias de un trabajador en un entorno rural. Pero mientras aquella se despojaba de una narrativa convencional y se estiraba interminablemente a pesar de su corta duración (un gesto propio de cierto cine pensado para vivir y morir en festivales), Bajo la corteza encuentra en esa observación lo que propone desde el título: escudriñar lo que se esconde detrás de lo aparente, que en este caso va de la falta de oportunidades del peón, aprovechada por el patrón para establecer una relación de dominación en base a buenos tratos, a los intereses económicos que se mueven atrás de, por ejemplo, un incendio “accidental”. Lo hace, como dijimos, trabajando sobre la sutileza. En una historia que podría caer fácilmente en estereotipos, en una mirada paternalista y, aún peor, en tentadores apuntes subrayados sobre la explotación laboral y la diferencia de clases, Heredia Troncoso elige hacer lo contrario, concentrando la tensión en el fondo de los hechos. Se vuelve más evidente con la manera en que se muestra a Zamorano: un tipo de trato cordial, siempre preocupado por el bienestar de sus empleados, que eventualmente va a mostrar su cara más oscura, pero sin dejar sus modos de lado. Algo similar ocurre con César, que va a verse arrastrado por los acontecimientos, pero casi nunca va a desbordarse (y a eso contribuye la actuación monolítica de Rodríguez). El autocontrol que el director le imprime a la historia hace que a veces las cosas parezcan estancarse y girar sobre sí mismas, pero la sensación se termina disipando entre las llamas, que dan lugar al plano más logrado de la película, por lo que muestra y por lo que da a entender: un César verdugo y, al mismo tiempo, víctima de sus circunstancias. La denuncia obviamente aparece, y podríamos trazar un paralelismo un poco oportunista (de nuestra parte) con la situación actual en la provincia de Corrientes, pero es mejor destacar el logro principal de Bajo la corteza: la capacidad de no hacer explícita esa denuncia, y trabajarla, como al resto de la historia, de manera subterránea hasta volverla evidente.
FUEGO Y ESPEJOS Nada de lo que sucede en Jesús López, la nueva película de Maximiliano Schonfeld, es ajeno a esa suerte de coming of age que el cine argentino reciente ha sabido interpretar con sus propios códigos (y sus propios vicios). El Jesús del título es un piloto de carreras querido por todos (interpretado por Lucas Schell), que muere en un accidente y da paso al verdadero protagonista: su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente introvertido que trabaja con su familia en el campo. Después de que su tío lo invita a la playa, donde se relaciona con los amigos de Jesús, pero sobre todo después de que empieza a manejar su auto, Abel comienza a adueñarse de los espacios que ocupaba su primo. Las salidas, la ropa, los hábitos, incluso el amor. Lo que podría parecer retorcido en verdad no lo es, porque esa transformación está narrada como un proceso natural, centrándose en la necesidad de Abel de experimentar las cosas y de salir de la monotonía. Sin abandonar esa pátina indie tan común a este tipo de historias, Jesús López tiene sin embargo una virtud infrecuente en el cine local: el uso de la épica deportiva para hablar tanto del duelo como del paso de la adolescencia hacia la adultez. Aunque su interés principal es otro, la película se permite acercarse a un género que en el cine norteamericano es patrimonio, y aprovechar la fisicidad que implica el deporte para narrar emociones complejas sin cargarlas de palabras. Para Abel, habitar la vida de su primo es habitar su pasión; su vida en relación con los demás, pero sobre todo su vínculo con la velocidad. En el arco que va desde los primeros acercamientos al auto, pasando por los arreglos, la práctica y finalmente la competición (incluyendo las consecuencias de esa carrera), Schonfeld encuentra la mejor forma para hablar del tema de fondo: la necesidad de destruir para construir algo nuevo. Claro que Jesús López no es una película deportiva, sino una que integra ese aspecto de manera lateral y progresiva. La mirada, en definitiva, está puesta en esos jóvenes que tratan de entender y de explicarse la muerte de un amigo. Los rituales diarios, el alcohol, los recitales, los encuentros amorosos, todos atravesados por la incertidumbre (o la certeza terrible) de un futuro sin mucho brillo. Schonfeld los filma sin juzgarlos y sin detenerse a dar explicaciones, con una estética polvorienta que se aleja de Buenos Aires para mirar al interior del país, y que lo acerca al universo literario de Selva Almada, guionista del film. El resultado es una película que va de menos a más, y que toma algunos riesgos formales dignos de atención, como la alternancia entre actores para narrar el tiempo en que la identidad de Jesús se fuga hacia la de Abel. “Parece que para salir de acá hay que morirse”, dirá el protagonista en un momento, y la película abraza esa hipótesis sin miedo de corroborarla.