Una señora espera a alguien, nerviosa, en un cuarto de hotel. Una habitación confortable, con su pequeño living de sofás color pastel, su minibar y su cama bien tendida. Nancy Stokes (Emma Thompson) es una maestra ya jubilada, parecida a la que debemos haber conocido o padecido todos en tiempo escolar. Un personaje reconocible, más bien soso, aburrido, demasiado terrenal. Pero Nancy, que no es su nombre real, está nerviosa. Se cambia, por suerte, sus zapatos utilitarios por unos más altos, se abre acaso un botón más de la camisa y por fin abre la puerta a un escort, un taxi boy: el chico que ha contratado a través de una app para un encuentro íntimo. Él es Leo Grande (Darryl McCormack, de Peaky Blinders), al que hemos visto terminar un latte y caminar con sus auriculares, mochila sobre la espalda, antes de llegar puntual a la cita con su clienta. Pronto veremos que, además de su increíble belleza, Leo es una de esas personas capaces de hacer sentir bien al otro. Sereno, paciente, suave, ¿algo más que profesional? Para él, todo lo sexual es natural y simple, incluido el desafío de lograr que la insatisfecha Nancy, viuda con dos hijos grandes que la aburren, logre tener el primer orgasmo de su vida. Sin mucho más que sus dos estupendos intérpretes, casi sin salir de esa habitación de hotel, la directora Sophie Hyde y la guionista Katy Brand consiguen una narración. Estructurado en sus sucesivos encuentros, el relato escapa al acartonamiento teatral, aunque se trata de dos personas (básicamente) hablando. La puesta es inteligente, atenta a los detalles y los gestos de esas dos personas, de distinta generación, que se están conociendo. La conexión sexual entre ellos tiene poco que ver con el aspecto, la presencia o no de arrugas, la piel más fláccida o más tensa. La idea poderosa pero, aunque todo el mundo pueda estar de acuerdo con ella, muy poco comentada, así como es invisible la temática vinculada al deseo y la sexualidad de las mujeres mayores. Como puesta en escena de ciertas verdades veladas sobre los vínculos y la sensualidad, Buena suerte, Leo Grande está escrita con sensibilidad, inteligencia y sentido del humor; lejos de los discursos, cerca de esos dos seres humanos. No debe haber sido tarea sencilla para la extraordinaria Thompson, que merecerá premios por este trabajo. Gracias a ella, Nancy es capaz de expresar lo que le pasa sin palabras, en la escena más hermosa de la película: una mujer desnuda que se observa en el espejo, se inspecciona, y se sonríe.
El actor Channing Tatum debuta como director con esta película que se convirtió en un éxito de taquilla. Quizás por su presencia, y seguramente también porque su combinación de dramedy placentera y crowdpleaser absoluta, es una fórmula sin fallas cuando se hace bien. Nada que no hayamos visto antes: una road movie, en la que dos personajes disímiles pero bastante rotos cruzan la geografía americana para llegar a un destino. En este caso, un veterano del ejército, Jackson Briggs (Tatum) que quiere volver a servir pero no lo dejan a causa de los problemas cerebrales, y de otro tipo, que le dejó Afganistán. Sino la deseable, la misión posible para él es llevar a una perra, Lulu, que también formó parte del combo militar, a los funerales de su entrenador, amigo de Briggs. Sí, aventuras en los caminos, encuentros con la gente de las distintas paradas, con la receta empática de humano y perro fortaleciendo su vínculo. Sí, en un viaje que implicará un cambio para el protagonista. Pero la falta de sorpresa de Dog, un viaje salvaje, no deja de permitir que cumpla lo que promete: pasar un buen rato con una historia entretenida que tiene, además de buenos momentos, la decencia de evitar el golpe bajo.
Los fans del cine de género siguen muy de cerca lo que hace el director Scott Derrickson. El hombre, que dirigió Doctor Strange para Marvel-Disney, es responsable de la aterradora Sinister, en la que Ethan Hawke arrastra a su familia a una casa siniestra siguiendo los pasos de un asesino, y de su inspiración. También dirigió El exorcismo de Emily Rose, otro hito del horror cruzado con policial. La expectativa por esta nueva película, en la que vuelve a trabajar con Hawke, era altísima, más porque es la adaptación de un relato de Joe Hill, el hijo del rey Stephen King, con un guión co escrito por Derrickson. El teléfono negro regala una experiencia a la altura de esas expectativas. Como escribía la crítica española Desirée Fez en El Periódico, las películas de Derrickson, dan miedo en serio, algo que no sucede con buena parte de la producción del cine de terror contemporáneo. Eso vuelve a producirse en Black Phone, que instala la ominosa presencia de lo maligno en lo cotidiano, con el marco de los setenta en Denver, Colorado, tierra natal del realizador. El mundo donde crece Finney (Mason Thames, quererlo es poco), un escenario de adultos y pares violentos. Los bullys en la escuela, el padre borracho en la casa y, en la calle, la amenaza de un secuestrador de chicos. The Grabber/El raptor (Ethan Hawke) es un mago con galera y globos (negros), una presencia que se desliza entre los callejones, los baldíos alambrados, los muros con fotos de chicos buscados. Derrickson enhebra los traumas y los miedos a cosas de este mundo con lo sobrenatural, anclado en elementos potentes, reconocibles, inscritos en la cinefilia del espectador (desde el expresionismo alemán al piloto amarillo de It). Con una fotografía basada en la media luz, que homenajea al terror setentero (La masacre de Texas, de ese tiempo y lugar, es referencia explícita). Con un guión que, en lugar de acelerar golpes de efecto y acumular sustos que terminan por desgastar, prefiere tomarse su tiempo. Con un uso del fuera de campo, de la edición entre imágenes de distinta textura (sueño, realidad, pasado, presente) que enaltece una narración para audiencias inteligentes. Hay una hermana que sueña cosas que pasan en la realidad, un don o condena heredado de su madre, mujeres brujas. Pero también aparecerá, como refugio entre tanta violencia, una red de impensada solidaridad, mientras la habitación en la que Finney está atrapado también puede y debe entenderse como un paradójico refugio. El cuarto oscuro, en el que hay un viejo teléfono. Un cable (cortado) como esperanza para chicos secuestrados en el infierno de los grandes, la pesadilla real. Mientras el protagonista enfrenta a una máscara de sonrisa siniestra. Un rostro que cifra lo que mejor no conocer de cerca.
José (Daniel Hendler) es un talentoso dibujante que se queda sin trabajo y empieza a pasar mucho tiempo en casa. Enunciado así, el tagline de Petite Fleur/Pequeña flor, la película de Santiago Mitre, esconde su rareza. Eso que hace de esta historia, tomada de un relato de Iosi Havillo (el guión escrito con Mariano Llinás, como todos los films de Mitre), una extravagancia políglota y crosgénero. Es que José está viviendo en Francia, donde se comunica en un francés muy básico (un desafío perfecto para ese registro atribulado que es especialidad del uruguayo Hendler). Vive con su mujer francesa (estupenda Vimala Pons), que tendrá que salir a trabajar, y su pequeña bebé, Antonia. En su forzoso tiempo libre el artista establecerá un vínculo con el vecino de al lado, un sibarita amante del jazz (Melvil Poupaud). Una relación que parece servirle de válvula de escape, entre vinos caros, ricas picadas y buena música, a pesar de el primer encuentro termina en un baño de sangre y gore. Comedia negra, cruzada con historia de rematrimonio, retrato de la vida conyugal de expatriados, hablada en francés, Pequeña Flor es una sorpresa en la línea de trabajo de Mitre (La Cordillera, La Patota, El Estudiante), un director interesado en temas políticos que pronto estrenará Argentina, 1985, la del juicio a las juntas. Para muchos, el tipo de humor que propone podrá resultar desconcertante. Aunque no todos los chistes tengan la misma eficacia, sirven como vehículo para comentar asuntos diversos, de los más serios, con inteligencia y libertad. Lo imprevisible de la historia y el material difícil de encasillar que ofrece la convierten, entre tanto producto formateado, en una obra fresca y deforme, en el mejor sentido.
El estreno de este spinoff de la saga Toy Story trajo buenas noticias. La decisión de estrenar un film de Pixar en cines, antes que en plataformas (Soul, Luca y Red fueron al streaming), le abrió las puertas a las vacaciones de invierno. Así, pudimos disfrutar de un lógico homenaje a la altura de un personaje querido por varias generaciones de la audiencia global. La pospandemia dio la posibilidad de convertir este hecho en el gran evento que sin duda es. Incluso la polémica por la censura de la película en diversos países, a causa la relación lésbica entre dos personajes (la capitana Hawthorne, en la voz de Uzo Aduba, está en pareja con otra mujer, con la que forma una familia), puede servir para dejar en evidencia esos anacronismos entre distintos mundos que parecen transcurrir en épocas distintas. Acaso algo caprichosa en la trama general, o respondiendo a decisiones de corrección política antes que funcionales a la historia, esa inclusión funciona con absoluta y lógica naturalidad en la historia. La “polémica” también sirvió para hacer pública una interna entre Pixar y su casa madre, Disney, en torno al tratamiento de la sexualidad diversa. Lightyear es la película que vio un niño llamado Andy en 1995, se informa en el comienzo. Un niño que salió de la sala pidiendo que le compraran el muñeco, y ya sabemos cómo siguió la historia. Es así como los niños de hoy querrán al del “nuevo” Buzz y el de su mascota, el simpático gato robótico Sox. Esa breve introducción es una puerta de entrada, el regreso a uno de los universos más entrañables que ha logrado construir el cine de animación, y Lightyear es depositaria de esa carga emotiva. Como corresponde, entonces, de Buzz es una película de aventuras en el espacio, que comienza con la guardia que Buzz lidera a puro entusiasmo individualista. Tras un accidente que los deja varados en un planeta, a merced de unas lianas gigantes bastante insistentes, Buzz se lanza al vuelo, para atravesar la ultravelocidad que les permitirá volver a casa. Fracasa, y cuando vuelve descubre que, en lugar de unas horas, para los demás pasaron varios años. En esas idas y vueltas con distorsión temporal se estructura la aventura, según el guión escrito por Jason Headley y Angus McLane, el director. Un marco que acompaña la necesidad de tomarse un tiempo para mirar a los demás, de incorporar la idea de paciencia para el unilateral Lightyear, que contará con la compañía de Sox, el gato robot, y de un trío de novatos con ganas. Sí, la trama guiña el ojo a varios films de su género, la ciencia ficción. Y no, no es una de las obras maestras que hicieron de Pixar la gran fábrica de historias creativas, originales y sorprendentes que es. Pero la menor capacidad de sorpresa tampoco implica, de ninguna manera, un resultado mediocre. Lightyear es entretenida, inteligente y, como siempre, humana. No alcanza esos picos de emoción e inspiración de films como Toy Story (uno, tres o la que quieran), Ratatouille, Up, Monsters Inc. o Los Increíbles. Acaso porque es un film más acotado, de aventuras espaciales. El que vio un niño llamado Andy, en 1995.
Nada detiene a las biopics, un filón inagotable para dotar de “contenido” a las series, al cine, y ganar el favor de los jurados, con mayor o menor inspiración. Los ojos de Tammy Faye se ubica entre las últimas, a pesar de que su estreno señala a la protagonista, Jessica Chastain, como favorita para el Oscar del domingo. A diferencia de otra nominada a mejor película, Rey Richard: una familia ganadora, que recorta un momento en la formación de las hermanas Williams desde el vínculo con su padre (Will Smith), Los ojos apela al clásico ascenso y descenso, arco de una vida. Es la de una popular tele-evangelista, estrella de la pantalla junto a su marido, Jim Bakker (Andrew Garfield). Un tipo ambiguo que, como buena parte de lo que involucra esta historia, no es lo que parece. Tampoco Chastain es lo que parece, casi irreconocible en una interpretación que parece una imitación. Claramente, la sobre producida Tammy Faye Messner no es una figura conocida fuera de Estados Unidos, lo cual le resta interés de antemano a esta biografía. Pero la película hace poco por convencernos de su atractivo, aunque las tensiones y contradicciones a puerta cerrada, en una predicadora interesada en las minorías sexuales, daban para hacerlo. La premisa pura, sobre la vida pública y secreta de una profesional de la religión como espectáculo, era capaz de prometer otra cosa. En cambio, la narración funciona como una maquinita, sucediendo escenas predecibles, hasta el inevitable hastío.
El banquero suizo Yvan de Wiel y su mujer visitan por primera vez la Argentina. Un viaje de turismo y negocios, en plena dictadura militar. Aunque transitan por los espacios del poder, en los que se mezclan empresarios con obispos, estancieros con militares, las señales de la represión están por todas partes. Y algo más, que deja servida la intriga desde el primer momento: De Wiel llega siguiendo la huella de una desaparición, la de su socio René Keys. En su ópera prima, Andreas Fontana, suizo que ha vivido en Buenos Aires, viaja a lo siniestro, a través de la mirada de su protagonista, por los corrillos de esa sociedad civil, cómplice y aprovechadora, sobre la que vuelve a discutirse en su fecha de estreno: otro 24 de marzo. Se sabe, las situaciones de crisis, como las guerras y las dictaduras, son oportunidades de negocios para ciertos sectores, y ese es el universo en el que se sumerge esta película. Sumando con creatividad la distancia de la mirada extranjera, a los asuntos de la Argentina del momento, en lo formal y lo discursivo. Con una caligrafía hecha de reuniones sociales en salones de la alta sociedad, palcos del hipódromo, hoteles de lujo y bellas casas de campo, hombres de traje y mujeres enjoyadas se dicen por lo bajo —o no tan bajo— los negocios que quieren lavar. Hablan de los millones que quieren sacar y de lo mejor que está el país tras “la limpieza tan necesaria”. Azor, palabra que designa cierta funcionalidad del silencio, es una película extraña, sombría, seca como el gesto de su protagonista, estupendo Fabrizio Rongione. Un hombre gris, llegado para hacer negocios, cuyo debate interno se trasluce apenas, de la forma más sutil. Hablada en español y francés, con un elenco estupendo, y un guión escrito en colaboración con Mariano Llinás (que tiene un pequeño papel), Azor es una película de terror bajo la forma de un thriller enrarecido. Una intriga política de acción asordinada, por momentos un poco estática, aunque nunca aburrida. Será porque, en su retrato de esos entresijos, en el gesto reprimido del diplomático De Wiel, logra captar el miedo, que mandaba aún entre aquellos que hacían como si no pasara nada, mientras fugaban millones a la banca suiza, secreta y neutral. Así, sin salirse de ese registro contenido, Azor cierra el arco, en el dilema de su protagonista, con una secuencia estremecedora. Un inventario, la prolija y rentable burocracia de la muerte.
Nominada al Oscar del año anterior, esta divertida y provocadora película de una directora tunecina, Kaouther Ben Hania, cruza el drama de los refugiados sirios con una crítica mordaz al mundo del arte y su inagotable snobismo. Capaz de encontrar en la desgracia de un escapado de la guerra, Sam Ali, un lienzo humano que será expuesto en museos como un cuadro más. Enamorado en su país de una mujer de clase alta, Sam proclama su amor como revolución de la libertad y termina preso, por un régimen que considera peligrosa esa palabra, y se encuentra en plena escalada bélica. El hombre logra escapar al Líbano, donde subsiste colándose en inauguraciones para comer y beber gratis. Allí llama la atención de Soraya (Mónica Bellucci), que trabaja con un artista visual de moda. Lejos de echarlo, le proponen un contrato muy particular. Conseguirle la visa para llegar a Bruselas, donde ahora vive su enamorada, y un porcentaje de las ganancias, a cambio de... su espalda. De tatuarle una obra en la espalda. Precisamente, la visa Schengen, la que permite entrar de manera legal a los países de la Unión Europea. Así es como el drama social, con trasfondo romántico, deriva en una sátira bastante ácida hacia el mundillo del arte, con no pocas situaciones que exploran los límites del absurdo. El horror de la cárcel, la represión y la guerra frente al mundo lindo del caviar y los salones perfumados. Un hombre expuesto en una sala de museo, iluminado como un cuadro más, remite a las exposiciones universales de principios del siglo XX, en las que se exhibían indígenas entre otros exotismos, o al tráfico de personas, pero a la vez resulta verosímil como situación contemporánea. ¿Por qué no denunciar las injusticias de la guerra y los refugiados en la más viva de las artes, la piel de un ser vivo? El hombre que vendió su piel es entretenida, efectiva y obviamente mantiene el interés en alto, hasta un final con giros acaso discutibles. Sin cargar las tintas hacia la caricatura, nunca del todo, la película recuerda a The Square, de Ruben Östlund que también fue nominada al Oscar y se metía, con tono más serio e intelectual, con el mundo del arte. Que esté inspirada libremente en Tim, una obra de arte original tatuada por Wim Delvoye, y vendida a un coleccionista privado en 2008, no hace más que sumar interés.
El actor y director irlandés Kenneth Branagh escribe su autobiografía cinematográfica. Belfast, una de las diez nominadas al Oscar, despliega recuerdos de una infancia marcada por los conflictos violentos entre protestantes y católicos a finales de los sesenta. Es la infancia de Buddy (el pecoso Jude Hill), evidente alter ego del director. Un chico dulce y alegre que ve cómo su mundo de juegos (su barrio, su calle) se convierte en un polvorín peligroso, amenazando la armoniosa vida familiar. La convivencia entre gente de distintos credos, o el acoso a las minorías católicas, resquebraja la estabilidad de la vida privada. Que es lo que importa en este relato, en tanto imposibilidad de continuar la vida en el lugar al que se pertenece, y se ama, en compañía familiar. Después de una introducción en color, con imágenes de la ciudad y su puerto, el blanco y negro transporta a ese tiempo pasado (e idealizado). El pequeño Buddy vive con un padre intermitente (Jamie Dornan), que va y viene por trabajo a Inglaterra, un hermano mayor, sin demasiado peso dramático, su madre y sus abuelos (interpretados por Judi Dench y Ciarán Hinds). Todos adultos amorosos, entrañables, que ni siquiera beben, pero preocupados por la creciente imposibilidad de mantenerse al margen del conflicto que crece. Desde la mirada de Buddy, el contraste con el mundo adulto, la pérdida de inocencia, tiene que ver con esos otros de afuera, que lanzan bombas molotov y saquean el comercio de la esquina, el del vecino de toda la vida. Partir, hacia Canadá o Australia, o cruzar a Londres, donde el acento es un potencial discriminante, presiona a la familia como una tormenta en ciernes. La música de Van Morrison, otro oriundo de Belfast, aporta buenos momentos a ese relato, cuyo planteo inicial interesa, pero que pronto se encauza como un relato muy convencional y edulcorado, en el que prima un sentimentalismo casi opuesto a la emoción. La sonrisa del niño versus el vandalismo, la iniciación (al cine, al erotismo, al mundo de los grandes) frente al mundo turbio de los adultos. Temas tratados desde los lugares comunes de la inocencia perdida. Películas que ya vimos, desenlaces que adivinamos, en una película que busca agradar, y al parecer lo logra, sin correr mayores riesgos.
Una película de monstruos en la que los monstruos son personas. Así suele definir Guillermo del Toro a Nightmare Alley/El callejón de las almas perdidas. El film toma como fuentes la novela de 1946, de William Lindsay Gresham, y la película noir del año siguiente, con Tyron Power. En plena Depresión, principios de los cuarenta, Stanton Carlisle, el antihéroe interpretado por Bradley Cooper, ambiciona convertirse en un gigante del showbiz con pretensiones. De armar parques de atracciones plenos de sensacionalismo, el hombre y su “socia” Molly (Rooney Mara) se lanzan hacia la conquista de, digamos, públicos más selectos. Su impulso está en el corazón de esta fábula oscura, que con un gran despliegue visual, y un diseño de producción impresionante, recuerda a una cruza entre Freaks y El gran truco, desembocando en el cine negro del Hollywood clásico. El universo de freaks, mentalistas, carnaval y circo va como anillo al dedo de los gustos de Del Toro. Después de la mediocre y oscarizada La forma del agua el director vuelve al terreno del cuento espeluznante con un protagonista acorde: moralmente turbio. Por cierto, el film de terror estrenado en 2021 con Del Toro como productor, Antlers, de Scott Coopers, es mucho más interesante. El elenco, con Willem Dafoe, Toni Colette y David Strathairn termina de lucirse con Cate Blanchett, como una misteriosa psicóloga. En contra del poderío visual de todo el asunto, sin embargo, vuelven a la carga las alegorías y los “mensajes” no demasiado pulidos que ya enturbiaban el atractivo de El laberinto del fauno. De todas formas, el lujo visual de esta película está diseñado para producir placer y que la oscuridad de sus callejones dialogue con un mundo que caminaba hacia una negritud aún mayor: la guerra mundial.