La apertura de la película de Paul Thomas Anderson que se estrena hoy es puro descubrimiento. Un plano secuencia con personajes que no se quedan quietos pautará todo el relato en el que los protagonistas se conocen en un colegio secundario. Los espectadores van a ir entendiendo de a poco qué está sucediendo. Gary y Alana empiezan a conversar en una fila. Chicos y chicas esperan para algo. Hasta que llega el turno de Gary, y por fin queda claro: se trata del día de la foto escolar. Lo que sigue son dos horas acerca de esa relación entre una chica judía, la menor de tres hermanas, que no sabe bien para dónde arrancar, y un adolescente con acné, actor juvenil, demasiado chico como para invitarla a salir. Esta amistad nace, crece y se desarrolla en un cruce de coming of age y comedia romántica diferente. El film es, también, un fresco de un tiempo (los setenta) en un lugar (Los Ángeles, y por ahí). Tiempo con ritmo de buena música (suena Bowie, los Doors, Sony&Cher y Gordon Lightfoot). Es el retrato de una época en el que las disquerías, como Licorice pizza (pizza de regaliz, esa golosina que acá no se consume), eran espacios de formación. Además de dos fantásticos actores debutantes como protagonistas, Alana Haim y Cooper Hoffman, encontramos una serie de “grandes nombres” en roles secundarios, como Sean Penn, Tom Waits, Bradley Cooper, acompañándolos en el camino como parte de los estrambóticos adultos. El director de Magnolia, Embriagado de amor o Boogie Nights, escribe y filma una historia que espera a los protagonistas. En su crecimiento, sus idas y vueltas, buenas y malas ondas, distanciamientos y reencuentros. Al punto que abre subplots, historias subordinadas, con el (otra vez) ritmo de quien cuenta anécdotas de vida. Licorice pizza se parece a las historias de vida contadas sin orden por amigos que se ponen a rememorar en una sobremesa: ¿te acordás, aquella vez...? De hecho, está basada en los recuerdos de Gary Goetzman, un actor infantil muy cercano al director. Retrato de juventud americana al fin, se ocupa de los sucesivos impulsos emprendedores de Gary, que monta negocios con sus amigos y hermano, aún menores que él. Colchones de agua y máquinas de pinball recién liberadas al mercado son algunas de sus grandes ideas comerciales, como espejo de un momento social entre luces y sombras. Se trata de un film entrañable, sensible a la delicadeza y vulnerabilidad de su material. Tan lleno de personajes, de climas, de situaciones lindas y feas (¡de acción!, con camiones que bajan de las colinas marcha atrás y sin nafta); tan lleno de vida, que escapa a la tentación de la nostalgia. Lejos de un enamoramiento estéril del pasado que fue mejor, el film transmite una materia viva, aún en el recuerdo: el olor de ser joven. Un poco tonto, un poco brillante, un poco atormentado, pero siempre seguro del tiempo por delante.
Una joven madre, modista y costurera, ultima los detalles del vestido de boda para una novia. Tiene motivos para estar orgullosa de su obra, pero el mundo se le viene abajo cuando descubre a su novio con otra mujer. Desesperada porque él ya no la ama, se convence de hacer todo lo posible por retenerlo, para que su beba crezca con sus padres. Así que acude a una hechicera y pone en marcha un ritual. Como podemos suponer, los efectos del hechizo son inesperados. El novio vuelve a ella, pero demasiado. Una unión posesiva para la que no distingue amenazas: hasta los seres queridos, incluso los más inocentes, aparecen como obstáculos que se interponen en la necesidad de tenerla para él todo el tiempo. Con mucha rapidez se suceden los hechos en esta película rusa, cuya puesta, poco imaginativa, llega a ofrecer sin embargo algunas imágenes más o menos inquietantes. En plan telefilme menor, y con un doblaje al inglés que no ayuda.
Una morena y una rubia. Y una colorada, una afroamericana y una asiática. Cruzando la acción de espionaje a la James Bond, a la Jason Borune, con la buddy movie femenina, en clave Ángeles de Charlie, Agentes 355 convoca a un elenco de estrellas y cubre el cupo de todos los acentos. Fórmula pura, sí, al servicio de una aventura que hilvana escenas de acción en distintos escenarios. Ya saben, se desayuna en París y se termina el día en Marruecos, de una balacera a otra. Los escenarios, cuanto más caprichosos, mejor, pues son esas secuencias de acción el núcleo duro de una historia puesta a su servicio. Todo lo que pasa entre una “acción” y otra —secuencias, hay que decir, entretenidas, y resueltas con cierta gracia— da más o menos igual. Hay un McGuffin, un pretexto que vuelve locos a los más poderosos agentes secretos y a los más poderosos mafiosos. Algo así como un dispositivo capaz de proveer el control de la Internet toda. Tan importante artilugio provoca, en la introducción, la muerte de un buen número de colombianos, y poco después destrozos importantes en París, hasta donde ha llegado la agente Mace (Jessica Chastain) y su colega, y amante, Nick (Sebastian Stan). Un cambio de mochilas (con Edgar Ramírez), una camarera que en realidad es otra agente (Diane Kruger), arrastrarán a un cruce entre mujeres de armas tomar. A ellas se suma una psicóloga y madre colombiana (Penélope Cruz, peleando también, una vez más, con los acentos) y Lupita Nyongo, agente británica experta en ciberseguridad. Las frenemistades derivarán en forzosa camaradería, mientras pasan como pantallas las locaciones, latitudes en las que las bellas espías libran sus batallas. Sin jamás perder estilo ni glamour.
Las turbulencias de su vida privada, la ruptura de su contrato con Amazon y, finalmente, la pandemia, atentaron contra el disciplinado y casi milagroso ritmo de Woody Allen de filmar una película por año. Y aunque el gran director estadounidense, de 86 años, dice no sentirse víctima de la cultura de la cancelación, pues sigue trabajando y escribiendo (así se lo comentó al periodista Marcelo Stiletano en una entrevista reciente para La Nación), Rifkin’s festival, que se filmó en 2019 en España y recién ahora llega a nuestras salas, es su último film. Leé también: Woody Allen negó que haya cometido abusos: “Es absurdo lo que dice Dylan Farrow” Por las calles de la bella ciudad del País Vasco, en pleno festival de cine, deambula sin mucho qué hacer Mort Rifkin (Wallace Shawn). Escritor, amante el cine clásico, llegó hasta ahí para acompañar a su mujer (Gina Geershon). Ella es una agente de prensa ocupadísima, pues está a cargo de un lanzamiento protagonizado por Philippe (Louis Garrel). Un actor joven que lanza todo tipo de lugares comunes en las entrevistas y se hace tiempo para seducirla sin disimulos. Invisibilizado por el juego de seducción entre su mujer y el actor francés, que Garrel interpreta con evidente placer de jugar al estereotipo, Rifkin, alter ego de Allen, encuentra otros espacios. Y descubre que su hipocondría, que ya no interesa a su esposa, es buen pretexto para visitar a una atractiva médica de la ciudad, la doctora Jo Rojas (Elena Anaya). Que, a su vez, está infelizmente casada con un artista (Sergi López) y agradece la atención del visitante. Como Vicky Cristina Barcelona, Rifkin’s festival cruza romances destemplados con el tour por las bellezas de una ciudad española (está producida por una empresa de ese país). Pero es mucho más redonda y menos pretenciosa que aquel film, que le ganó un Oscar a Penélope Cruz. Y fluye con la liviandad, la inteligencia y la simpatía esperables, y disfrutables. Con momentos muy graciosos que tienen a Rifkin como contrapunto entre ese cine clásico que se niega a morir y la burbuja de sobrevalorados nuevos talentos. Como vehículo para la mirada de Allen: ácida, hacia el circo de los festivales de cine -en el que el personaje no ve ninguna película- y melancólica, en tanto consciente de su propio anacronismo. Anacrónico a mucha honra, parece decir Allen a través del anticuado Rifkin. Que prefiere huir hacia sus propias ensoñaciones en blanco y negro: el mundo de Fellini, de Bergman, de El Ángel Exterminador de Buñuel o del Truffaut de Jules et Jim. Es que el hombre, acaso como el director, está de vuelta. Cumple con su rol, pero no necesita quedar bien con un mundo que desprecia.
Cuando empezaron a circular los rumores de que la nueva película del Hombre Araña reuniría, y recuperaría, a sus históricos villanos, empezaron a circular también los ejércitos de haters. Que el archivo denotaba falta de ideas, que la apelación a la nostalgia ya estaba desgastada. Que se volvía la mirada, en un gesto conservador, hacia los films de Sam Raimi, disruptivos y creativos para muchos, sobrecargados para otros. La trilogía que, entre 2000 y 2004, tuvo a Tobey Maguire como Peter Parker-Spiderman. Y que casteó actores de primera línea para los villanos icónicos de la historieta. En Spider-Man: no way home, tercer film con el inglés Tom Holland como protagonista (sin contar sus apariciones en otras películas del MCU) Willem Dafoe y Alfred Molina recrean sus roles emblemáticos. El millonario loco Duende Verde, con esa sonrisa terrorífica, y el científico más loco, el Dr Octopus. Tal y como los recordabas, gracias a los favores de la tecnología. Que puede verse un poco rara, en su afán rejuvenecedor, pero que tiene sentido en términos de la trama. Claro que ellos no serán los únicos problemas para Parker, el irresistible super héroe niño. Algunos de sus otros problemas tendrán la forma de una pila humana, Electro (Jamie Foxx), junto a otras criaturas que provienen de otros “universos cinemáticos”, en los que en lugar de Maguire Parker era Andrew Garfield. Estrenos de la semana: con la extraordinaria Petite Maman y Spider-Man: sin camino a casa, revancha para superhéroes La identidad, asunto central en el mundo de Parker, se retoma en la crisis que dejó la película anterior, Far from home, cuando el secreto de Peter se hizo público. Y lo que eso puso en tensión con sus amigos y su chica, MJ (Zendaya). Más asuntos de los que se ocupa la nueva película, en su primer tramo, con ese clima de —encantador— film de adolescentes, de estudiantina, que tuvieron las anteriores. Los universos de la industria, Marvel-Sony en este caso, se extienden, se expanden, se cruzan en caminos nuevos y misteriosos. Y ahí aparece Dr Strange (Benedict Cumberacht), para ayudarlo, con un hechizo y una presencia que marca un aumento del volumen, cuando empieza al rock and roll para Sin camino a casa. La habilidad del otra vez director John Watts para amalgamar la cantidad de personajes, villanos y objetivos, mientras el tono va y viene entre la comedia de acción y las notas más oscuras, es notable. La empresa era difícil: conjugar los multiversos de los films anteriores en una secuela que los abarque a todos. Que navegue la nostalgia, con personajes familiares, sin hundirse en ella. Antes de que termine un año con pasos en falso para el universo post Avengers, como Eternals, Spiderman dice que, para los que disfrutan de pasar un buen rato con historias comiqueras bien contadas, todavía hay esperanzas.
Alguien que muere es una habitación vacía. Un espacio de representación del ausente, una anomalía cuando una niña recorre las habitaciones de un geriátrico, ocupadas por señoras mayores que la saludan, hasta llegar a la que pertenecía a su abuela, que ya no está. Es la secuencia introductoria de Petite Maman, la película de Celine Sciamma (Retrato de una mujer en llamas) que por fin se estrena en salas de cine: donde debe verse. Una secuencia que, como todo en este film breve, austero en su forma, ambicioso en su contenido, es puro cine. Pura imagen, sin apenas palabras. Entre esa niña y su madre, que se ha quedado sin mamá. Un viaje en auto hacia una casa de campo, en un bosque, abrirá nuevos espacios, otras habitaciones que se han quedado sin la presencia de su dueña. Ahora es Nelly, que tiene 9 años, la que observa esos pasillos y duerme bajo esos techos, que también son un poco suyos. Observa y juega, y toma leche con cereales, y sale a pasear por el bosque, luego de que la madre se vaya sin darle explicaciones, y la deje con el padre, acaso superada por el duelo. Los adultos y sus mundos. Así que Nelly juega sola, y luego con una amiga que resulta vecina, se llama Marion y tiene su misma edad. No conviene contar demasiado acerca de este cuento, con ánimo de fábula, o de cuento de hadas contemporáneo. Que tiene la sutileza suficiente como para no cargar ninguna de esas tintas sino, por el contrario, la habilidad para que el realismo vire hacia territorios del fantástico sin que nos demos cuenta. Estrenos de la semana: con la extraordinaria Petite Maman y Spider-Man: sin camino a casa, revancha para superhéroes Un camino de descubrimiento que el espectador transita con una notable fluidez, gracias a un film dominado por esas dos pequeñas protagonistas. Niñas siendo niñas, niñas entendiendo todo lo que pasa y haciéndonos acordar que, en la infancia, por suerte, eran tan reales los juegos en una casa armada con ramas como los silencios e insondables cambios de humor de nuestros mayores. Sciamma propone una travesía llena de belleza. La fotografía de Claire Mathon, que jamás cae en preciosismos. El uso de la música y, agradecidos, la falta de ella. Con puntos en común con otros films memorables, como Yuki&Nina, de Nobuhiro Suwa e Hippolyte Girardot, en el que dos amigas escapan a un bosque, y del divorcio de unos padres que las llevarían a países distintos, o como Verano 1993, sobre otra niña, Frida, en pleno duelo, y mundo adulto, y juego. Aunque Petite Maman es cine de guión y actores pareciéndose a las joyas animadas de Miyazaki, especialmente a Mi vecino Totoro. Estrenos de la semana: con la extraordinaria Petite Maman y Spider-Man: sin camino a casa, revancha para superhéroes Ciertamente, esta película hecha en pandemia parece muy pensada y “muy escrita”. Y acaso algo de esa planificación exhaustiva se termine transmitiendo, a pesar de la frescura de las niñas, en algunas líneas demasiado adultas y literarias. Pero esto no llega a atentar contra su magia, su capacidad de sorpresa, su poética del crecimiento visto como un cuento de las buenas noches. Si les gusta el cine, no se la pierdan.
La nueva película de Fernando Spiner, vista en Mar del Plata 2020, llega finalmente a salas con una historia de ciencia ficción metafísica y melancólica. La poética existencia de un lugar, como un espacio onírico, que puede visitarse por un rato. Al que uno puede acceder, mediante un código y luego de un viaje en un misterioso ascensor, para reencontrarse con los que perdió y, acaso, hablar con ellos una vez más. Es la historia que firma Spiner y el escritor y guionista Pablo de Santis y que remite a cierto cine argentino de los ochenta y primeros noventa: Moebius, de Gerardo Mosquera, Hombre mirando al sudeste, de Eliseo Subiela. Historias ingeniosas, ideas poderosas y un cruce entre el realismo y el fantástico. O el realismo mágico, como solía decirse del cine de Subiela. Más allá de lo que venga a la cabeza a cada uno, la que descubrirá ese lugar (El Eteo) es Ana (Belén Blanco), una fotógrafa que llega de Roma a un hotel de Constitución, en duelo por la muerte de su padre (Patricio Contreras). En Buenos Aires, reencontrándose con la ciudad y sus recuerdos, sabrá que el padre estaba involucrado en ese proyecto, manejado por su socio (Daniel Fanego) y su escepticismo se irá desarmando de a poco.
Proponer una comedia con Roberto Moldavsky, el humorista que lidera las boleterías de los teatros pospandemia, parece una jugada lógica. Aprovechar la popularidad del especialista en chistes judíos para trasladarla a la pantalla, aunque el timing de la comedia sea otra cosa. Bajo la dirección de Sabrina Farji (Eva y Lola), Moldavsky es Roberto, un publicista misógino y bastante chapado a la antigua que lleva largo tiempo casado con Sonia (Jorgelina Aruzzi). Aunque ExCasados introduce la historia por el final de ese matrimonio, cuando ella, en plena fiesta de su cumpleaños, le anuncia que se separa. Pero cuando, un año después, intentan firmar los papeles de divorcio, el trámite se complica. De un chiste (de mal gusto) a otro, en situaciones que se acumulan sin ton ni son, lo que amaga con comedia de rematrimonio se pierde por el camino. Lo más llamativo es que es un camino pedregoso: un abanico de estereotipos y lugares comunes con olor rancio que remite a las comedias sexistas del cine argentino de hace décadas y se niega a dialogar con esta época. No hay ironía, sino diálogos de puteadas a los gritos en la peor tradición costumbrista local, de Esperando la Carroza a Caballos Salvajes. No hay una idea que sostenga una narrativa ni ingenio que alcance a desarrollarse. No hay acidez, sino burlas remanidas a, por ejemplo, las insoportable levedad de las jóvenes blancas de Instagram (con permiso Bo Burnham), como la que compone Liz Solari. Y así.
Hace pocos días, en el Festival de Mar del Plata, una coproducción argentina y uruguaya, 9, con Rafael Spregelburd, se metía con un tema espinoso: la salud psíquica de los jugadores de elite. En un retrato duro, de un jugador sometido por su padre manager. Una figura que, más que manejarle la carrera, es el dueño de su vida. El retrato que Rey Richard hace de Richard Williams, papá de Venus y Serena Williams, es todo lo opuesto. Un afectuoso y dedicado padre de cinco nenas que lucha por salir adelante en el contexto adverso de una familia afroamericana. “En nuestro mundo, el tenis no era algo muy común: estábamos demasiado ocupados huyendo del Ku Klux Klan”, se escucha en su voz, en los primeros minutos. Con producción de su protagonista, Will Smith, en un papel de Oscar, así como también de las hermanas Williams, Rey Richard es un coming of age cruzado con el clásico relato de superación. Pero el centro, en el film dirigido por Reinaldo Marcus Green, es ese padre, un hombre obstinado en cuidar, pulir y acompañar el talento de sus dos hijas según sus propias reglas. Concentrado en ese retrato, el film avanza con fluidez, una historia entretenida para todo público. Un crowd pleaser que por suerte no sobrecarga la cuestión inspiracional ni con musicalizaciones épicas ni con golpes bajos. Y que tiene a bien incluir largas secuencias de juego, claras y atrapantes para cualquiera. El despegue de la vida profesional de las Williams, de la mano de su padre, termina así como una pequeña y agradable película sobre el talento y las posibilidades de demostrarlo en un mundo difícil. A menos que haya por ahí un Rey Richard, empujando la pared.
“Gucci no pertenece a un shopping mall, sino a un museo”. La frase vuela en una discusión familiar y resume algunas de las tensiones que se agitaron en el corazón de una de las más prestigiosas casas de la industria del lujo. Prestigiosa empresa familiar, al menos hasta los ochenta, cuando empezaron los escándalos que llevaron a la cárcel a Aldo Gucci (Al Pacino, en el film que estrena hoy). El hombre responsable de la expansión internacional de la marca de artículos de cuero fundada por su su padre, Guccio Gucci. También sirve la frase para ilustrar las diferencias de origen entre Maurizio Gucci (Adam Driver) y Patrizia Reggiani (Lady Gaga). Él, un joven heredero más bien tímido. Un tipo fino, culto, y bastante frío. Abogado, sin mucho interés por la empresa que ha hecho a su familia rica. Ella, una chica ‘de barrio’, sin demasiada instrucción, pero con decisión y aspiraciones. De las destinadas a contentarse con accesorios truchos de la marca, porque jamás podría pagar uno original. Pero también de las decididas a torcer ese destino: capaz de escribir su teléfono en la Vespa de Maurizio, al que persigue, con el labial que luego maquilla su boca. Entre el true crime y el culebrón glamoroso, House of Gucci, un proyecto largamente planeado y dirigido por Ridley Scott, traslada a imágenes el inicio, ascenso y caída de esa historia de amor que acompaña a los de la maison italiana. Una historia que acaparó los titulares de los diarios y noticieros, consumida con el morbo que provocan las catástrofes de ricos y famosos. Una fascinación que se mantiene, tantos años después, gracias al enorme atractivo de ese universo de lujo. Los entretelones de una gran casa de moda: House of Gucci debe ser la película más hypeada del año. Claro, el otro factor es Lady Gaga, en un nuevo papel importante en cine luego del impacto de A Star is Born. Sobre su preparación para este personaje real (además, Reggiani vive y ha cumplido una larga temporada en la cárcel) se ha comentado mucho. El entrenamiento en el acento italiano, la forma de caminar y moverse con ese vestuario y joyería recargados, el estudio serio que realizó sobre el gusto y la onda de Patrizia. Hay algo en su excéntrica interpretación a tono con la apuesta general: operística, recargada y al borde de lo caricaturesco. Basta ver al Paolo Gucci de Jared Leto (el hijo “idiota” de Aldo que aspira a convertirse en diseñador), al afectado Rodolfo (el padre de Maurizio, a cargo de Jeremy Irons), o a la bruja mediática de Salma Hayek, para entenderlo enseguida. Ver a Lady Gaga en pantalla es todo un espectáculo. Una performance que sostiene las excesivas 2.37 horas de duración de la película, incluso en sus tramos menos entretenidos. Es que hay un nervio en su primera parte, cuando Maurizio y Patrizia se conocen y su historia avanza, que se va perdiendo con el correr de los minutos. Cuando empiezan a sucederse una serie de escenas insustanciales o alargadas de más que, sin resoluciones visuales destacables, llevan a desear el final que conocemos de antemano. A House of Gucci le falta una idea potente o pequeñas ideas que transmitan algo de la inspiración de que es capaz el director de Blade Runner, de Alien o este mismo año El último duelo. A un true crime sobre el clan Gucci, dirigido por Ridley Scott, no debería pasarle eso. Si bien se conjugan varios elementos de peso para que House of Gucci nos haga pasar un buen rato. La gracia de los intérpretes, incluso aquellos a cargo de personajes inverosímiles; un soundtrack plagado de temas conocidos de los ochenta y noventa (de Blondie a Eurythmics a Bowie a Tracy Chapman); y cierta chispa final, con la aparición de, por fin, algo de la moda, de la mano de Tom Ford. El texano que sacó a Gucci de la crisis para convertirla en una de las brands más exitosas del planeta. Sin ningún Gucci en su directorio.