La productora Blumhouse está detrás algunos de de los mejores, y más exitosos, films de terror de los últimos años. Pero con Ma los resultados son menos precisos que, pongamos, en Huye! Con el muy buen aporte de Octavia Spencer, como la mujer solitaria que presta su casa para fiestas adolescentes, y de a poco va poniendo en evidencia sus intenciones. Un thriller psicológico un poco vintage, que quiere crecer en tensión y estalla en su tramo final. Pero tan arbitrario como a la postre remanido. De esos previsibles, en los que termina dando bastante igual si la explicación es A o B. Mientras el grupo de teenagers, esta vez dotado de cierto encanto e inteligencia, sirve para comentar las diferencias entre las paternidades amorosas y las averiadas. En todo caso, correcta. Y menor.
Con varios puntos en común con la premiada Rapsodia Bohemia, incluyendo a su director, el musical Rocketman, sobre la vida y las canciones de Elton John, deja claras, desde el principio, sus fundamentales diferencias. Ya que sea apta para mayores de 16, en lugar de 13 años, promete: una historia de ascenso y caída de una gran estrella del rock difícilmente puede puede contarse como una de Disney. Luego, el film de Fletcher, que en Bohemian reemplazó al innombrable Bryan Singer, es un musical. Y allí donde la biopic convencional acumula episodios de una vida (ahora se casa, ahora sale del armario, ahora se entrega al mal camino), Rocketman utiliza las canciones del músico británico para contar su vida. Esta idea, de canciones (fantásticas como su estrafalaria estrella), que cuentan una historia, le permite a los realizadores una libertad y un vuelo que por momentos alcanza tremenda altura. Con una estructura que ubica a Elton en un presente de rehab, durante el cual rememora su vida frente a sus compañeros. A la luz de semejante espectacularidad, todo lo que queda afuera de lo musical -una vida dramática-, interesa menos. Y si bien Fletcher toca, va y viene entre un mundo y otro, la densidad de los rollos psicológicos llega a cansar un poco. Sobre todo hacia el final, cuando se pone algo discursiva, explicativa de más, en torno de lo que ya queda muy claro: la historia de un chico solitario y malquerido que fue rico y famoso demasiado joven, se estrelló y, a diferencia de Freddy Mercury, sobrevivió para contarlo. Producida por Elton y su actual marido, David Furnish, Rocketman es no sólo más libre, sino más verdadera, o menos remilgada, frente a los excesos del sexo, las drogas y el rock and roll. Aunque todos provengan de las maldades que el mundo le hace a su protagonista. Más allá de sus irregularidades, es un musical que se ve con gran placer, redescubriendo (en mi caso al menos) las estupendas canciones del músico de los anteojos locos. Y con un elenco notable, encabezado por el talentoso Taron Egerton, que canta bien y se mete en su personaje. Lo acompaña Jamie Bell, que siempre está bien, como el letrista y socio de la vida de Elton, Bernie Taupin. Si vale como termómetro de una buena película, Rocketman es de las que te quedan en la cabeza y te van gustando más a medida que pasan las horas o los días. Como sus canciones.
Una mujer embarazada le pega un tiro al marido maltratador y huye, por los caminos entre pueblos de provincia. Así arranca esta especie de thriller/road movie argentino, que tiene un buen trabajo de su protagonista, Guadalupe Docampo. Siempre con el mismo vestido, a la defensiva, armada y dispuesta a que le salga bien. Algo que, al menos en cierta medida, se sabe de antemano, porque hay un relato en el off de un niño: su hijo que todavía no nació. La huida de la protagonista, hacia el pueblo donde nació y donde quiere ejercer como maestra, la llevará a encontrarse con una serie de personajes. Necesitados, misteriosos, capaces de ayudarla a encontrar ese camino que parece intrincado y esquivo. Con muchas escenas nocturnas cruzadas con planos abiertos de su avance por las llanuras, Infierno grande evoca al western, pampeano, desde su iconografía a la música. Se repite que esta, acaso algo larga y reiterativa, es una historia de caza. Aunque mejor no contar quién es el cazador y quién, el cazado.
Como un Woody Allen parisino, el prolífico Olivier Assayas (Irma Vep, Sils Maria, Personal Shopper) sigue los vaivenes de un grupo de cincuentones vinculados al mundo editorial. Alain, el director de un sello importante (el atractivo Guillaume Canet), que lidia con la crisis de su sector, Selena, su esposa actriz (la belle eternelle Juliette Binoche) y Leonard (Vincent Macaigne) el escritor de autoficción que publica el primero y es amante de la segunda. A su vez, el editor también tiene una amante, la compañera mucho más joven que ha llegado a la editorial para avanzar en el proceso de conversión al digital. Una relación que abunda en interesantes discusiones, de las que ponen en evidencia las diferencias generacionales: papel versus ebook, crítica literaria versus redes y blogs. De eso, de discusiones y largas parrafadas, en comidas de amigos, está hecha en buena medida Doubles vies. A lo Allen y muy a la francesa. Pero Assayas es un buen observador de costumbres y, con sus personajes, ejercita una mirada bastante implacable hacia el mundillo literario. Burlándose de los egos de los autores, a través de Leonard, que vive de su mujer, a la que engaña, y ha construido una obra ventilando intimidades de sus relaciones anteriores. Pero también del cinismo de una industria que trafica talento. Las dobles vidas de sus protagonistas, por otro lado, parecen vivirse sin pasiones ni grandes cuestionamientos. Los amantes secretos se encuentran y se besan en público, las infidelidades se revelan, o no, de una manera desafectada. Ese quizá ese desafecto, que también transmite la película, el que anula cualquier emoción sobre el destino de personajes que no terminan de caernos bien. Y que hablan demasiado. Doubles vies es un poco como ellos: inteligente, entretenida y fría.
La nueva John Wick, que no será la última, arranca segundos después de donde terminaba la anterior. Wick (Keanu Reeves) es un excomunicado, una especie de paria que quedó afuera de su oscura organización criminal, la Mesa Suprema. Con precio, alto, por su cabeza. Todo el mundo lo quiere matar, allá adonde vaya. Pero él, se sabe, es el ejército de un solo hombre: los primeros quince minutos ofrecen un festival violencia y carnicería que es de lo más gozoso del cine de acción en tiempo. Con su traje oscuro, su melena y su monosilabismo, el protagonista icónico -que le proveyó a Reeves, sino el papel de su vida al menos un increíble relanzamiento- es un héroe apaleado y apaleador que huye hacia adelante, matando como quien clava una chincheta, de las manera más práctica y desapegada, con lo que tiene a mano. Un libro de tapa (muy) dura, cuchillos, piñas, patadas y una absurda cantidad de balas. John Wick 3: Parabellum es, claro, un show agotador y sin pausas. Que funciona como funciona, atrapándonos como si estuviéramos ahí, por una puesta que privilegia el plano conjunto sobre la edición frenética, la acción real sobre los efectos especiales, y el sonido, con sus silencios, por encima de la sobremusicalización. Aunque de todo eso hay, y, cómo no, en dosis generosas. Desde Bush a Vivaldi. Bien lo saben los fanáticos de esta saga, que se consolidó como una especie de nuevo subgénero, heredero del de John Woo y si quieren, del de héroes de acción a la Chuck Norris, y de la dinámica de los videojuegos. Los que comparten videos sobre el rodaje para ver cómo el director y doble de riesgo, Chad Stahelski, mueve su cámara como si fuera un arma, entre los actores que bailan coreografías de muerte. En escenas de colores estridentes que parecen salidas de las páginas del cómic. En su trama de huida, Wick se encuentra esta vez con personajes que pueden ayudarlo, en distintas partes del mundo. Difíciles de reconocer, y con peso relativo entre una secuencia de matanza y la siguiente, pasan por allí Anjelica Huston y Halle Berry. Además, hay una dura emisaria de la organización que visita a sus posibles aliados para asegurar que el excomunicado deje de molestar de una vez. Obsesionada con la aplicación de Las Reglas y a cargo de la no binaria Asia Kate Dillon, en un registro muy parecido al de la serie Billions. Hay mucho humor, y tantas ideas, en la creativa Parabellum que, lejos de cansar -y a pesar de que le sobran algunos minutos, o sea, unos cuantos cadáveres- te deja con ganas de seguir pasándolo así de bien. ¿Y todo esto por un perro?, le pregunta alguien a John Wick. Cómo no va a tener fans un Baba Yaga como ese.
Otra remake de un clásico animado de Disney al cine de acción real con actores famosos y presupuesto grande. Después de La Bella y la Bestia o El Libro de la Selva y antes de El Rey León. Y una remake muy pegada a la original, tanto que casi la imita. Un ladrón que quiere dejar de ser ladrón, una princesa que quiere dejar de ser princesa, con la modificación más sustancial en torno del nuevo acento feminista y empoderado. El tema tiene una canción, Speechless, sobre las que ya no se callan más, que subraya esta diferencia sustancial: en lugar de estar preocupada por su casamiento, la princesa quiere ser sultana. Gracias al CGI, también siguen por allí el loro y el tigre, interactuando con Mena Massoud (Aladdin), un actor simpático que hace lo que puede. Porque la estrella de Aladdin es el genio de Will Smith, que funciona mejor sin la intervención de los efectos, y da una impresión extraña cuando se convierte en genio. Hay buenos cuadros musicales, pero la película que dirige Guy Ritchie no se sale de la fórmula. En este caso, de una actualización discreta.
El estreno de Leto (verano) es un acontecimiento extraño. Una película rusa, filmada por un director que estuvo bajo arresto domiciliario y no pudo presentarla, sobre la movida del rock en la Leningrado previa a la Perestroika. Y en blanco y negro. Y con clips, como una especie de musical. Con ecos de Velvet Goldmine, The Doors o 24 hour party people/La fiesta interminable, está centrada en la historia de dos músicos importantes que murieron muy jóvenes, Viktor Tsoi, del grupo Kinó, y Mike Naumenko, de Zoopark. El segundo, una especie de Marc Bolan/Lou Reed/Bowie/Gainsbourg, aparece, además de como talentoso músico, como melómano ávido, productor e impulsor de esa movida. Así descubre a Viktor, en el verano del título, tocando la guitarra entre amigos frente al mar. En una larga y bella secuencia introductoria que parece simbolizar todo aquello (juventud, música, amor, libertad) que los rigores soviéticos se negaban a permitir del todo. También respira libertad, y ánimo lúdico, la propuesta de Serebrennikov, que con ingenio convierte escenas en clips musicales, con sobreimpresos y cantantes extras, como en un film clásico americano. Con base en versiones de grandes temas de las bandas que escuchan los personajes, de Iggy Pop a Blondie y T Rex. Son escenas de una alegría tan fantástica que inevitablemente rezuman melancolía, al dejar en evidencia esas tensiones, entre la apertura de costumbres y sonidos occidentales, y la opresión social todavía muy presente. Pero no es el político el asunto central de este film, que se concentra en el trabajo creativo de sus personajes, en un triángulo amoroso y en el latido de ese movimiento de cambio, enmarcado en un club de rock, que peleaba por asomar la cabeza. Hay grandes momentos en Leto, como el show pulcro que se convierte en desaforado punk rock, y buenas ideas, como el paseo por las tapas de los grandes álbumes interpretadas por los protagonistas. Capaz de trascender sus historias, Leto es también un film sobre la periferia melómana y el poder de las buenas canciones.
Uglyland es la tierra en la que recalan los muñecos que no salen tan lindos, los menos perfectos, los poco agraciados. Los feos. A partir de ahí, cabe imaginar la base antibullying que cruza esta historia animada, que incluye personajes humanos, un curso de capacitación en perfección y una aventura cuyo objetivo final es intentar formar parte de cierto tipo de igualdad de condiciones. Colorida y con mensaje inspiracional, bichitos atractivos y simpáticos, Uglydolls es un producto probablemente atractivo para menores de seis. Como película, ofrece no mucho más que una fórmula estándar que puede verse como un largo comercial de juguetes, sin demasiada inventiva.
Obra de teatro exitosa llevada al cine, Dóberman tiene el mérito de esforzarse por trascender las limitaciones del teatro filmado. Y lo consigue, a medias, con exteriores de un soleado paisaje de las afueras de Buenos Aires, en una tarde -la acción es en tiempo real- en la que una mujer espera a su hijo cuando recibe la visita de Mirna -la talentosa Maruja Bustamante-, con evidentes problemas psicológicos y una personalidad imprevisible. Lo cotidiano, hecho de charlas anodinas y observación de costumbres, se va complejizando, ganando tensión y tono amenazante, con situaciones que nacen del diálogo entre estos personajes femeninos. Y un dóberman, uno de esos perros que impone respeto.
Ópera prima de una experimentada productora cinematográfica, Clementina es el relato opresivo de una mujer que, al menos en apariencia, desde la primera escena, ha sido víctima de un terrible episodio de violencia doméstica. Uno que, estando embarazada, deriva en la pérdida de su bebé. Pero a medida que avanza el relato, la intriga se corre de lugar y se instala en su extraña actitud: no denuncia al agresor, no cuenta a nadie lo que pasó, no quiere dejar su casa, no colabora con la policía ni acepta ningún tipo de ayuda. Mientras la pareja, el supuesto agresor, no aparece más que como insinuación -golpes en la puerta, llamados telefónicos silentes-. Más allá de lo polémico que pueda resultar el planteo para algunos espectadores, Clementina tiene problemas de puesta y de ritmo, con personajes que se mueven y hablan lento y pausado, como zombies o actores de una puesta de teatro experimental, desnaturalizados. Flashbacks, efectos de sonido repetitivo son recursos de los que se abusa, a medida que el clima enrarecido y casi truculento, se evidencia de manera demasiado forzada.