La biopic sobre el autor de El señor de los Anillos es una experiencia frustrante. En buena parte, quizá, porque se concentra en los años formativos del autor, profesor, militar, poeta británico, interpretado por Nicholas Hoult. Sus años de estudiante, sus amistades, el nacimiento del amor. Claro que sí son asuntos de interés, y que la atmósfera de esa Inglaterra de los primeros años del siglo XX, que lo rodea, ejerce un enorme atractivo y se ve con placer. El director finlandés Dome Karukoski provee varios buenos momentos, pero sin correrse de los estándares de una biopic prolija y reverente. Un film romántico, con el acento fuerte, en un universo masculino, en su relación con Edith Bratt (la bonita Lilly Collins) quien fue su esposa. Pero así como hay una leve emoción, romántica, en el retrato de ese vínculo, Tolkien no llega nunca a transmitir todo eso de sanguíneo, vital y cautivante que se supone asociado a la creación artística. De la que, por cierto, se habla bastante.
Más de cuatro décadas después de su estreno (opacado entonces por el sacudón del golpe de estado de 1976), Los muchachos de antes no usaban arsénico, de José Martínez Suárez, tiene, más que una remake, una nueva versión. A cargo de Campanella, que vuelve con El cuento de las comadrejas a estrenar un largo de ficción con actores -en el medio estuvo la animada Metegol- después de la oscarizada El secreto de sus ojos. Con varios cambios argumentales y de estructura, tiene un núcleo más que atractivo, con sus cuatro personajes que conviven en una casona, como alejados del mundo. Mara Ordaz (Graciela Borges), diva del cine que guarda premios, memorabilia y tesoros de su época de gloria, su marido actor, Pedro que va en silla de ruedas (Luis Brandoni), el que fuera su director (Oscar Martínez) y el también ex famoso guionista de sus películas (Marcos Mundstock). Un elenco notable que lleva adelante lo más visible y sonante de la propuesta, su humor negrísimo, con una seguidilla imparable de diálogos ácidos, mordaces, crueles a morir. Una dinámica que puede parecer destructiva pero con la que, sin embargo, parecen funcionar bien. Hasta que llegan los villanos, evidentes para todos menos para Mara, en la piel de una pareja más joven que la reconoce y la admira. Y como Ordaz está tan ávida por recuperar la atención perdida, como una Norma Desmond de Sunset Boulevard, sospecha menos que las verdaderas intenciones de estos jóvenes (Nicolás Francella y la española Clara Lago, con impecable acento porteño) son otras. Acaso, quedarse con la casa para un jugoso negocio inmobiliario. Campanella y su elenco consiguen mantenernos atrapados con la tensión que va creciendo en torno de este asunto, que, está claro, estallará de alguna forma. Esa tensión, sumada a los momentos de diversión genuina que proveen los actores, escupiéndose barbaridades en esa casa -un escenario más que principal: casi un personaje más-, hacen de El cuento una experiencia entretenida y graciosa. Y como es casi marca de fábrica del director, toda esta negrura chispeante se despliega sobre una especie de alegato en favor de los buenos tiempos pasados, aquí frente a la amenaza del progreso amoral, encarnada por los entrepeneurs. Y en este caso, como ha dicho Campanella, también como un homenaje al cine y a sus viejas glorias.
La vuelta al pago de una mujer, 15 años después, abre una serie de encuentros y desencuentros que van revelando su presente y, sobre todo, su pasado ahí. Film debut de un realizador que trabaja con su mujer como protagonista, suma, a un drama con varias escenas violentas, la subtrama de unos chicos que, en el bosque del título, matan perros como en una especie de sacrificio ritual. Elementos, juntos, destinados a producir impacto, pero en una película que confunde inexpresividad con misterio. Con actuaciones irregulares y formalmente apenas correcta, no consigue interesar.
Pablo Rago, Calu Rivero y Gerardo Romano protagonizan este policial argentino. La historia de un periodista de policiales de un diario en crisis, y con una vida en crisis. Se lleva mal con su hijo, se lleva mal con su padre (Roberto Carnaghi). Pero la muerte de este último, en circunstancias muy extrañas que emulan la de Marat en el cuadro neoclásico, son extrañas excepto para él, que se supone es experto en el tema. Serán los asuntos de su padre los que van a ocuparlo ahora, cuestiones que tienen que ver con política y corrupción y que quizá le ganaron al padre algunos que lo querían mal. Hasta ahí, uno ya se preguntó varias veces, ¿pero cómo, no era...? Porque la cosa va y viene como movida por impulsos sin conexión, como si caprichosamente los realizadores tuvieran ganas de hacer una escena erótica, y luego una de acción, y así. Porque sí. Demás está decir que nada sale bien, en este desfile de clichés y lugares comunes que, además, pretende bajar algún tipo de línea.
He aquí una gran historia, basada en hechos y personajes reales, que podría haber sido una gran película. El profesor y el loco, tal el título original, es un largo y no demasiado inventivo relato sobre dos personajes, primero separados, juntos en el, digamos, tercer acto, tan disímiles como complementarios. El profesor James Murray (Mel Gibson, que como director acredita filmes mucho más interesantes) fue un escocés que recibió un encargo en apariencia imposible: redactar el primer diccionario de Oxford de lengua inglesa. Todas las palabras, todas, debían estar ahí con su debida explicación etimológica. El loco, el médico estadounidense William Minor, traumatizado por los horrores de la guerra, asesino de otro en pleno brote psicótico y encerrado en un hospital. Cuando Murray publica una convocatoria a voluntarios -otra forma no había de terminar el encargo- para colaborar en su obra, Minor parece encontrar, desde su celda, una razón para volver a vivir. Es decir, a trabajar y a pensar como un hombre en sus cabales. Tanto talento y pasión le pone a su colaboración que su aporte resulta fundamental y no tardarán, ambos, en encontrarse. El problema principal, en lo que podría haber sido un historia conmovedora de la locura salvada por el amor a las palabras, es Sean Penn, que nos impide conectarnos con Minor a pura sobreactuación. Una lástima, entre otras que no alcanzaremos a enumerar acá, que hacen de esta película chapada a la antigua, previsible y destinada al pozo de la cursilería, una sombra del proyecto que pudo llegar a ser.
Cierto, dan pocas ganas de ir al cine a ver un drama sobre una madre que lucha contra la adicción en la que ha caído su hijo. Y los dramones para llorar en la sala hace mil años que cedieron el trono de la taquilla a géneros más livianos. Pero si su curiosidad le permite cruzar esa frontera, al fin y al cabo está Julia Roberts, se encontrará con Ben is back, un relato sensible e inteligente sobre ese tema duro. Mejor dicho, sobre cómo madre e hijo hacen lo posible por encontrar una salida. El director y guionista Peter Hedges -padre de Paul, el protagonista-, pone todas las cartas sobre la mesa. La ambivalencia de un vínculo al que la madre quiere y no quiere volver, porque tiene hijos más chicos, una pareja, una vida de risas y regalos de Navidad. Con la ambigüedad que impone la desconfianza, en ella y en el espectador, que ve con su punto de vista. ¿Le creemos a este chico? Parece ir por el buen camino, ¿será? Con el aporte de sus actores, Regresa a mí es una película atrapante, sensible, que construye tensión más allá de su núcleo dramático central. Aunque su potencia se resiente un poco cuando incorpora, hacia el final, y acaso como una concesión, elementos de thriller.
La primera escena de esta extraña película argentina es de las más terroríficas del cine. La última, de las más fantásticas. Entre el policial y el terror, la película del mendocino Alejandro Fadel se mete, como literalmente, en el paisaje cordillerano y sus misterios. Una producción a todas luces esforzada y jugada, para llevar adelante un relato que se inicia con la aparición de una, luego otra, mujer decapitada. Como pasa a veces en los lugares chicos, lo que se ignora se llena con ideas abiertas a la fantasía, en este caso, la existencia de un monstruo. Y, como en los pueblos chicos, hay un tonto, un loco querido (Esteban Bigliardi), que escucha voces y puede ser tan sospechoso como portador de algún tipo de verdad. Además, como en los relatos clásicos, hay un héroe, Cruz. Un policía sensible, de pocas palabras y gran presencia. Como moldeado por la aspereza del entorno, porque MMM es, también, un western. El tipo es un melancólico, enigmático, pero de pronto, cuando está feliz, también capaz de soltarse y bailar una canción de Sergio Denis desnudo. Y hay una especie de triángulo amoroso, que parece reflejar el que dibujan las montañas, de picos como emes puntiagudas. Letras, palabras, voces que sólo uno escucha, frases sin sentido aparente en un lenguaje florido. Sobre la estructura del policial y la investigación de los crímenes, Fadel se interesa por los límites entre cordura y locura, en los que el lenguaje, como se sabe, tiene un papel tan fundamental. Mientras logra poner en escena el peso de todo lo que no tiene ni palabras para ser nombrado: con más sugerencias que explicaciones, con hallazgos de imagen de una belleza atronadora, con una elegancia visual impactante. Rara, como militando cierta extravagancia, MMM podrá resultar más o menos interesante. Pero su descarada originalidad, con su sistema de influencias posibles a la vista -desde el terror clásico a Twin Peaks y Leonardo Favio- junto a su puesta cuidada, inspirada, están ahí para dejar huella en aquellos a los que el cine les importa. Brillando como una piedra distinta -rara- en las arenas del cine argentino.
La historia de Bernardo (Oscar Martínez), el prestigioso arquitecto que acaba de enviudar, empieza muy bien. Con un humor negro, ácido y sorprendente para un acontecimiento sombrío: la muerte de su mujer y su negativa a cumplir el último deseo de ella, que quería convertirse en cenizas lanzadas en el mar de la costa española. Pero Bernardo es un tipo inflexible. Aunque después de una tragicómica secuencia de entierro y despedida, cuando la tumba es profanada, terminará por poner rumbo a Europa. Allá descubrirá algunas cosas sobre su difunta que ignoraba por completo, en una especie de aventura en la que lo acompaña un broker quebrado (Carlos Areces) y que acumula situaciones de comedia negra, de enredo y líos, aunque también se pone seria. Es mucho, probablemente, para que ese buen arranque se mantenga a la altura durante su hora y media. Pero, aún desgastada, la peripecia de este argentino en España no pierde del todo su gracia.
Como irse de viaje a la vida, presente y pasada, del genial Rubén Blades. Así de atractiva es la propuesta de este documental que lo acompaña, por los rincones de su coqueto departamento neoyorquino ("aquí no ha entrado nadie hasta hoy y nadie entrará después") y los grandes momentos de su historia como músico y referente de la salsa. Desde los comienzos, con una llegada a Nueva York dispuesto "a colarme en cualquier sitio" y un primer trabajo como encargado de correos de La Fania. Claro que semejante empresa implica, también, un viaje por la historia de la salsa. En ese equilibrio, entre lo biográfico, personal, y una carrera artística de cincuenta años largos, avanza la película. Que se entronca, claro está con buena parte de la de la mejor música: de La Fania a Willie Colón, Héctor Lavoe, Celia Cruz y siguen grandes talentos. Quizá sea justamente esa una de las debilidades, o frustraciones, de la película: más palabras que música. Con testimonios de grandes figuras (Sting, Paul Simon, Tito Puente) que dan cuenta del talento de este señor que además soñó con la presidencia de su país y es actor de Hollywood. Orgulloso de sí mismo sin pudores, consciente de su estatus de gran personaje, Blades dice que este film es un testamento que quiere dejar. Y abre la puerta.
Una nena deja a sus hermanas y a sus padres para pasar una temporada con unos parientes granjeros, que viven algo aislados en la naturaleza de los imponentes paisajes nórdicos. Allí deberá aprender a lidiar con la soledad, la añoranza que no tiene pronta solución a la vista, la cordial aspereza de las gentes de campo, las necesidades que no pueden satisfacerse en lo inmediato. Entre el contacto con los animales y las duras tareas al aire libre, en las que ayuda, esta pequeña y delicada crónica de crecimiento que se mete con asuntos delicados pero evita caer en golpes o sentimentalismos. El tono de El cisne es más bien lírico, un film en el que la ensoñación de la protagonista, el impacto de leyendas que se cuentan sobre el lugar, la relación idílica con un joven escritor, empleado zafral de la casa, con el que debe, insólitamente, compartir cuarto. Y a través de él, el mundo de unos adultos tan aspiracional como terrible. Una atractiva amalgama en la que lo real está unido y en tensión con lo imaginario. La estupenda joven protagonista, con su mirada inteligente e introspectiva, es capaz de cargarse este relato minimalista, sobre una infancia que deja de serlo, en medio de un lugar cuya belleza natural parece de otro mundo.