Dirigida por la también actriz Nicole García, este drama basado en una novela de éxito gira en torno a Gabrielle, una mujer histérica con problemas para adaptarse a la bucólica y aburrida vida que le tocó, interpretada por la superstar Marion Cotillard. Casada a prepo con un albañil español (Alex Brendemühl), por una madre dura y pragmática, vivirá las tensiones entre las fantasías románticas, fruto de su propia naturaleza impulsiva, y la realidad serena, afectuosa, no demasiado imaginativa, que le ofrece su pareja. Sensible, intrigante, aunque por momentos no demasiado entretenida.
La primera Guardianes de la Galaxia se ganó, con ternura, desparpajo e inventiva, un lugar inmediato en la primera clase de productos Marvel llevados al cine. El descastado Peter Quill, mitad humano mitad otra cosa, que escuchaba en walkmans -¡casettes!- viejos éxitos que lo vinculaban a una madre desaparecida, y su compañía de amigos de formas extrañas (la chica de piel verde de la que se enamora, el tronquito Groot, el racoon Rocket), se erigieron en lo más cool que aparecía para hacerle frente a la solemnidad, la grandilocuencia y la vocación de codicia de los tanques de la firma. Si de algo peca entonces este esperado volumen dos es, justamente, de cool, con una artillería de chistes que no para ni en sus trances más densos, en los que Quill se enfrenta a un probable padre llamado Ego (Kurt Russell) y su historia familiar ocupa el primer plano de las aventuras. Son chistes eficaces, pero no tanto, o no todos tanto como parece creer la película, incluido el recurso de la banda sonora de viejos hits, no siempre buenos, que ahora parecen puestos en evidencia, como recursos que no hacen más que gritar que se trata de un producto canchero, retro y piola. Lo notable es que en sus ¡136 minutos! Guardianes de la Galaxia Vol 2 no llega a aburrir, aunque está a punto, y que el carisma, el encanto de los actores, con Chris Pratt a la cabeza, y los personajes es tan enorme que uno seguiría pasando el rato con ellos todo lo que fuera posible. La subtrama sobre el origen de Quill suma gracia argumental con los evidentes malos que no lo eran tanto, un muy divertido rol de Michael Rooker como el azul Yondu y situaciones que siempre se siguen con claridad, a pesar de la cantidad de personajes con su cantidad de matices. A Guardianes de la Galaxia Vol2, más compleja que la primera, no le hacía falta tanto autobombo porque sigue teniendo un corazón tremendo y hasta es capaz de hacernos llorar como unos blandos con canciones que detestamos toda la vida. Y acordate: no te levantes de la silla hasta el final-final-final.
Promediando los primeros diez minutos de Personal shopper, el desconcierto está instalado. ¿Qué es esto que estamos viendo? Película de casi única actriz, la magnética Kristen Stewart, en nueva colaboración con el francés Assayas, esta es la historia de Maureen, una chica ensimismada y seria que vive de elegir y comprar ropa para una celebrity a la que apenas ve, mientras espera una señal del más allá que le envíe su difunto hermano gemelo, Lewis. Maureen, como su hermano, tiene una malformación en el corazón, a pesar de lo cual fuma, y a pesar de lo cual el médico le dice que puede vivir hasta los 100 años. Y como su hermano, Maureen dice ser medium. El desconcierto es mayor, claro, apenas hacen entrada los efectos especiales. De fantasmas. La chica va y viene en moto por París, buscando vestidos de Chanel y joyas de Cartier para su clienta, pero sólo espera el momento de quedarse sola de noche, en un caserón alejado, para conectarse con el hermano muerto. En esta propuesta extraña, de realismo fantástico, la cámara de Assayas parece atrapar cada movimiento de su estrella, un personaje contemporáneo, autoabastecido, cuyas pocas relaciones son más bien comunicaciones, a través de una mac o un iphone. En su segunda mitad, Personal shopper suma intriga, aunque con recursos algo forzados, como un misterioso seguimiento -presencia- por chat y revelaciones psicológicas algo pueriles. En el mientras, sin embargo, es bien atractivo el ir y venir de la melancólica protagonista por magníficos interiores, atelliers glamorosos y eurotrenes. Al punto que la disparatada premisa original termina por lucir su extravagancia como forma de originalidad y hasta de osadía.
Cuando se cumplen 99 años del genocidio armenio llega esta película que recupera ese contexto histórico, poco explorado por la ficción, a cargo del director de Hotel Rwanda, Terry George. Claro que el centro de La promesa es un triángulo amoroso, con la guerra como marco. La historia sigue a Michael -Oscar Isaac-, que sueña con convertirse en doctor en la Armenia de 1914 y estudia en Constantinopla. Allí se enamora de Ana, una bella mujer que está ya comprometida en otra relación con Chris, un periodista estadounidense -Christian Bale-, ocupado con el reporte de las tensiones crecientes con Turquía. La promesa acompaña el crecimiento de esas tensiones, y el estallido de la guerra, con la de las pasiones de su trío. George se empantana ahí por los caminos, y los ritmos, del culebrón. Tampoco brilla por la sutileza el cruce entre acción histórica y romántica de la película, incluidos los sobreactuados ataques de furia del bravo Chris que compone Bale. Pero a pesar de estos inconvenientes logra envolver. Y entretener.
La de terror de la semana viene de Sudáfrica. En Ciudad del Cabo, unos ladrones organizan el robo que les cambiará la vida, una serie de diamantes de una oscura mansión. Pero cuando entran, allí hay una mujer extraña a la que secuestran y tratan con crueldad y dureza. No se entiende bien el porqué de nada, excepto por el hecho de que son así de violentos. Y porque el secuestro sirve para pedir un millonario rescate. La posesión parte de una buena idea: la víctima es en realidad el verdadero peligro. Esa chica de ojos rojos es así de extraña porque, sí, está poseída por el demonio. Una posesa rocker. Hay una puesta algo torpe, efectos de sonido machacones y una narración apurada, pero cuando las cosas se pongan pesadas para ellos, entre seres con lenguas gigantes y muertos vivientes, también unos buenos sustos.
Basada en una exitosa novela del psicoanalista Gabriel Rolón, que también se encargó de la adaptación y el casting, este tercer largometraje de Nicolás Tuozzo -hijo de Leonor Benedetto- es un ambicioso drama familiar y otro film argentino que, detrás de El hilo rojo, vuelve a sacar partido promocional de la reunión entre China Suárez y su pareja, Benjamín Vicuña, aunque esta vez se quedarán con las ganas los que esperen desnudos y sensualidad. Él lleva anteojos y cuaderno porque es Rouviot, un analista que recibe la visita de bella Paula Vanussi -Suárez- con un pedido curioso: que sea testigo de parte para "proteger al asesino de mi padre", declarando la inimputabilidad de su hermano esquizoide (Nicolás Francella). Intrigado y seducido por los encantos de la joven, el tipo decide investigar el asunto en plan detectivesco, lo que lo irá llevando a una serie de encuentros con los otros integrantes de la familia, el hermano y la hermana menor (Ángela Torres), una adolescente callada que toca el violín. Además, Rouviot cuenta con un grupo de amigos que lo acompañan y que son de lo más folclóricos, como el Gitano (Pablo Rago), ex abogado que canta flamenco, o algo similar, y es canchero y gracioso. Además hay otros personajes que aprecen y desaparecen pero que, en honor a la trama, podrían ni haber estado, como la secretaria de la clínica que interpreta la bella Justina Bustos. El asunto de la familia Vanussi se va revelando cada vez más oscuro, según el psicólogo va -por gracia de su agudo encanto y capacidad para escuchar- revelando capas de información sobre el perverso y malísimo padre de familia (Luis Machín). No conviene revelar de qué perversiones hablamos, pero el lector, como el espectador, seguro adivina o imagina bien: Los padecientes es un verdadero catálogo que no deja patología, neurosis, histeria y trauma sin exponer. Y padece las heridas causadas por una artillería de clichés de ambos géneros -la tragedia familiar y el drama psi-, atravesando algunas secuencias absurdas, guiños torpes -a Hitchcock, a Kubrick- tomas caprichosas y resoluciones tiradas de los pelos. La narración se traba desde el inicio, además, por sus parlamentos declamatorios y unos diálogos tan estancados en la letra escrita que no hay actor capaz de hacerlos creíbles. Un ambicioso, pero fallido, thriller psicológico made in Argentina.
El cadáver de una mujer llega a la morgue que dirigen padre e hijo forenses. Como nadie sabe quién es, no hay forma de identificarla, es Jane Doe, sin nombre, NN. Es una mujer hermosa que parece intacta, sin causa aparente de muerte, y cuando la práctica forense se inicia, bisturí en mano, empiezan a aparecer cosas rarísimas e inexplicables en su fisiología. Sin el carisma de los actores Brian Cox y Emile Hirsch, esta película hubiera sido mucho menos entretenida de lo que es, porque a esta primera parte atractiva y bien resuelta se le van sumando, cuando uno empieza a preguntarse para dónde puede derivar todo el asunto, derivaciones de un cine de terror más visto y transitado, y un ritmo más acelerado, más palo y a la bolsa, que deja de tomarse el tiempo de esa misteriosa y terrorífica "presentación" para que "pasen cosas". Y el tiempo prueba que lo más recordable de La autopsia de Jane Doe, tal su título original, son sus protagonistas y la tremenda primera parte del film De todas formas, es de los mejores films de terror-de-la-semana que llegaron a los cines en las últimas semanas, y muy entretenida.
Melodrama clásico pero en manos de François Ozon. Y melodrama de posguerra, que enfrenta a Anna, la doliente viuda del soldado alemán Frantz, a la llegada de un misterioso francés, que también estuvo en la guerra, y se presenta como amigo de su difunto novio. Así se va fundando una relación de dualidades, misterios y atracción, con el duelo como fondo común, compartido por los padres de Frantz, con los que Anna convive como una hija. Pasando del blanco y negro al color de una manera arbitraria -la primera escena en color es el pasado, al revés de la convención-, con una música que apoya la idea de clacisismo formal, Frantz tiene dos partes delimitadas geográficamente, una primera en Alemania y una segunda en Francia. Y a través de ellas dos estupendos actores que parecen entender la propuesta, si se quiere algo snob, de usar forma y gesto del melodrama (esta es una versión de Broken Lullaby, de Ernst Lubitsch, 1932) para ir al hueso del dolor de la pérdida y la presencia de la ausencia impuesta por una guerra salvaje. A través de Anna y Adrien, Ozon insiste, quizá demasiado, en un espejo de la contemporaneidad: los odios y rencores entre alemanes y franceses, gente que se odia por su acento, aunque la guerra haya terminado.
Un grupo de parejas cruzadas -ex, actual, hijos de antes y de ahora- coincide durante una cena destinada a convencer a Diego Peretti -haciendo de sí mismo- de entrar en el proyecto de una película. El director y la productora, que son ex, quieren leerle el guión. La mujer actual del director, que es actriz, quiere algún papel. Pero las cosas se tuercen cuando el ex de ella llega intempestivamente con su nueva amante, una chirriante pelirroja que se desvive por Peretti. La comedia de enredos, por carriles más o menos conocidos, va hasta ahí haciendo uso de algunos clichés de las relaciones argento-españolas que harán sonreír a muchos. Con diálogos que por momentos tienen la puntería de la más brillante coloquialidad castiza al servicio del humor negro ("Isabel, si vas a suicidarte, que no sea metiendo la cabeza en el horno, que eso está muy visto"). Pero, en casi una única locación, el caserón de los anfitriones, las situaciones se estiran y los chistes se van desgastando, hasta el giro que le inyecta sangre de comedia negra, un camino que lleva a varias sorpresas. Menor y simpática, se beneficia en grande del trabajo de sus intérpretes: Eduard Fernández, Peretti o la bella Belén Rueda (El Orfanato).
Vista en el Bafici porteño y festivales internacionales, esta delicada, artesanal y muy artística película de animación uruguaya se centra en la historia de una nena que detesta su nombre. Anina no quiere llamarse así porque el palíndromo -que se puede leer igual de atrás para adelante- genera las burlas de sus compañeros en el colegio: Anina Yatay Salas. A ella le gustaría un nombre más normal, y a medida que crece empieza a hartarse de la obsesión de su padre por los palíndromos, que encuentra y forma por todas partes, incluidas canciones y curiosos regalos que a Anina ya no le hacen gracia. Más allá de la anécdota, que quizá no es lo suficientemente atractiva como para sostenerse a lo largo de 78 minutos, Anina brilla por la belleza de sus dibujos, como cuadros de una Montevideo reconocible en sus detalles: el ómnibus, la parada, las fachadas de los chalecitos grises artdecó, las calles vacías de árboles pelados y su extraña gracia. Las voces de los personajes infantiles tienen la frescura y la gracia de las voces de niños y niñas que suenan naturales, como las de los personajes adultos, poco impostados. A través de las situaciones que vive el personaje en su mundo exterior -el colegio, las amigas, las maestras- y el ámbito de la casa, se arma y redondea una película sensible y original que observa, los efectos de las manías, mandatos u obsesiones paternas en los hijos. Y lo hace con ternura y sentido del humor.