No hay emoción, ni hondura, ni convicción en ninguna escena de esta historia de una mujer -Juana Viale- conmocionada por la pérdida de un embarazo incipiente. El film abre con Mariel junto a su pareja -Diego Gentile-, visitando un departamento que sueñan con comprar. Ella está embarazada, y todo parece feliz (mejor dicho: los personajes se dicen todo el tiempo cosas como qué felices somos mi amor). Una ecografía revela que el embrión frenó su desarrollo y el médico le anuncia que se desprenderá solo, de su cuerpo, en los próximos días, durante los cuales ella estará triste, deprimida, irritable con subalternos, ausente en el trabajo. Cuesta entender qué quiso hacer el director Pelosi con este asunto, porque en ese catálogo de escenas de mujer triste dedicado a la helada Viale, se incluyen planos desnuda en vapores de la ducha, primeros planos de embriones sanguinolientos con forma de bebé, que ella googlea y nosotros con ella, una escena de puesta indescriptible en el inodoro bajo el efecto del misoprostol, porque el desprendimiento anunciado no llega. Los débiles trabajos de la pareja protagonista no ayudan a dar credibilidad a este drama ginecológico. Pero tampoco pueden hacerlo los más sólidos y naturales actores de papeles secundarios, con líneas de diálogo banales, literales, pero adornadas con vocabulario fino -le dicen velada a una salida, luminaria a la luz-. Hacia el desenlace, Mariel anuncia que jamás tendrá hijos pero hay una toma de un bebé que lleva el nombre que ella soñaba para el suyo. Una película que castiga a la protagonista por su pérdida. Y de paso, a nosotros.
Dos pesos pesados del cine francés, Huppert y Dépardieu, vuelven a unirse después de muchos años en este film sobre una pareja separada que va al valle de la muerte californiano siguiendo las instrucciones de la carta de suicidio de su hijo. La película coquetea con lo sobrenatural pero hace pie en el drama de padres absorbiendo la muerte del hijo, sin la profundidad esperable. Los intérpretes, creciendo en sus personajes en el desierto, son lo mejor del film.
En su segunda película como director, el actor uruguayo Daniel Hendler entrega una sátira política tan valiosa como original. El Candidato es también un thriller, y también una comedia, negra y amarga, que se ríe, con un humor absurdo -capaz de mantener la sorpresa y el desconcierto a lo largo de sus 82 minutos- de los peores vicios de la política de esta parte del mundo, probablemente más uruguaya que argentina, con ese candidato de la oligarquía rural llamado Martín (Diego de Paula) que bien podría ser del Partido Blanco, un tipo con pocas luces y ninguna vocación, excepto el de su propio sueño de gloria. Hendler reunió, en una casona rodeada de parque, a un estupendo elenco uruguayo-argentino (Ana Katz, Alan Sabbagh, Roberto Suárez, Verónica Llinás) para interpretar a los integrantes del equipo de campaña de Martín. Todo, desde el principio, es absurdo, con reuniones de lluvia de ideas que giran en torno al canto de un pájaro que identifique al producto político o el tipo de árbol que hay que elegir para un logo. No hay, en toda la película, referencias a algo que suene a contenido, a programa político real. El desarrollo deriva en una rara comedia de enredos, que va revelando subtramas ocultas, lealtades y personajes que no son exactamente lo que parecen. Todo mientras el impávido candidato sigue escuchando ideas sobre cuál es su mejor perfil. Comedia excéntrica entonces, disparatada pero al la uruguaya: acotada, sobria, implosiva, El Candidato divierte, sí, pero menos de lo que cree. Acaso, su mayor logro está, justamente, en lo inclasificable de la propuesta misma, una mirada poco convencional a las rancias convenciones que llevan a la fabricación de un político latinoamericano.
Otra película sobre un difícil vínculo entre padre e hijo que se estrena esta semana, pero una que brilla con luz especial. Candidata al Oscar por Irlanda en 2016, observa la relación entre Jesús, un peluquero gay de La Habana que se revela como talentoso artista transformista, y su padre, ex boxeador que sale de la cárcel. Un tipo al que, claro, mucha gracia no le hace ver al hijo travestido. Con sensibilidad y garra, el irlandés Paddy Breathnach filma esta historia pequeña que es también una manera de mirar a Cuba, a través de este joven distinto en una Habana también diferente a la que solemos ver a la distancia.
Ganadora del voto del público en el reciente Bafici, en la categoría documental, esta película sigue a un grupo de tareferos, cosechadores de yerba mate. La cámara del director Diego Marcone no sólo sigue, sino que se instala en las vidas de esos trabajadores precarios, hijos de tareferos y habitantes de uno de los tantos barrios nacidos de la llegada masiva de mano de obra. En este caso, el que rodea la ciudad de Montecarlo, en la provincia de Misiones. Una mirada a un mundo duro, de cuerpos curtidos y risas explosivas, que no necesita bajar línea para transmitir la fuerza de sus imágenes.
En París, donde vive de su trabajo en una empresa de comida para mascotas, mientras intenta escribir su segundo libro, Mathieu recibe la noticia de que su padre, a quien nunca conoció. En Canadá, hacia donde viaja rápidamente. Son varias las sorpresas, una familia incluida, que se va a encontrar ahí cuando llegue, mientras la información sale a la luz. Interesante crónica de un viaje de descubrimiento, donde lo sentimental choca con la sequedad, la dificultad de los personajes para expresar lo que no saben bien qué es. La parsimonia con la que está narrada, sin embargo, parece cumplir el efecto contrario al deseado: en lugar de evidenciar la importancia de las distintas situaciones, las opaca.
Una de las cosas más interesantes de Bafici2017 que acaba de terminar es la ventana que abrió a un cine argentino cuyas historias y locaciones están lejos de la capital. Es el caso de Fin de Semana, que sigue a una atractiva mujer madura -estupenda María Ucedo- en viaje a Córdoba para reencontrar a su hija Martina, con la que, es evidente, no tiene mucha relación. La mujer viaja para acompañarla en un momento difícil, la muerte del padre. La relación es en principio muy tensa, porque la hija le da todo menos la bienvenida. Es un personaje: una mujer que disfruta el sexo duro y fuerte, que le deja moretones, con un hombre casado al que la madre desaprueba inmediatamente. Y una mujer que, más allá del dolor por la pèrdida, que maneja muy secretamente, no parece necesitar a nada ni a nadie. Una chica dura. En ese retrato de personajes, mundo femenino casi cerrado, excepto por la esporádica aparición de un ex (Noher), Colman tiene para decir y mostrar. Madre e hija juntas, en sus silencios y forzadas comuniones -una resaca, el sexo- generan escenas potentes, en las que esa relación difícil muestra su ambivalencia constante: tan capaces de matarse como, quizá, de quererse un poco. Frente a esa dinámica interesante que atrapa la cámara de Colman, la insistencia en lo sexual, con una larga secuencia descolgada en el centro del relato, se siente forzada, más como gesto provocador que como parte que fluya con estos personajes. Es cierto, claro, que la información sobre ellos es escasa. Parte del misterio de Fin de Semana, un film que, con sus debilidades, consigue poner en escena dos personajes que permanecen.
Nominada al Oscar, esta película israelí centra su relato en la franja de Gaza, donde un chico sueña con cantar en el teatro de la ópera de El Cairo y que todo el mundo oiga su voz. De algún modo, logra escapar de su ciudad y llegar a las audiciones para Arab Idol, el popular concurso de talentos de televisión. Es muy joven pero, como no nació en un lugar cualquiera de este mundo, debe cargar con la responsabilidad de "representar un pueblo". Esta nueva película del realizador de Omar y Paradise Now, nominada también al Oscar, sigue a su protagonista en dos momentos, su infancia en Gaza y su vida como joven adulto, cuando decide irse. En esa primera parte está lo más poderoso de la película, por cuanto, y ahí no hay mucha novedad, observa las capacidades, brillos y talentos de los chicos que crecen en condiciones difíciles. Lo más débil de Ídolo tiene que ver con la explicación de su simbolismo: el ídolo televisivo, la bella voz juvenil, en medio del conflicto, la violencia y la guerra que parece eterna.
En septiembre de 2013, una larga balacera entre bandas narco, en Villa Zavaleta, a metros de la policía que dejó zona liberada, terminó con un balazo mortal para Kevin, que estaba escondico debajo de la mesa de su casa y tenía 9 años. El chico venía de jugar en la plaza Kevin, que los vecinos bautizaron así en honor de quien había sido su amiguito, muerto por otra bala a los 5 años de edad. Así de duro y conmovedor es este documental abre la cámara y el micrófono a las voces de los protagonistas: hermanos, padres, vecinos. Niños que cuentan su temor porque otras balas les lleguen a ellos. Además, apoyado en los referentes del colectivo La Poderosa, de fuerte trabajo social en los barrios marginados, el director Antonio Manco consigue lo que propone en los primeros minutos, en voz de uno de esos referentes sociales: que lo que pasa en la villa, donde viven decenas de miles de personas, también forme parte de las noticias. Hacer visible, en fin, la vida de esas comunidades, que nacieron en lugares "trasitorios" pero llevan décadas de aplazamiento y violencia.
Segunda película de Federico Godfrid después de la muy interesante La Tigra, Chaco, Pinamar es un relato de hermanos, dos chicos muy jóvenes que viajan al balneario, fuera de temporada, para entregar al mar las cenizas de su madre y vender el departamento que guarda sus recuerdos de infancia. Se llevan apenas dos años y son muy distintos, el mayor más callado, introspectivo (muy buen trabajo de Juan Grandinetti, y de ambos intérpretes junto a Lautaro Churruarín), el menor más explosivo y, acaso, negador. Con elegancia, pudor y buen instinto para acompañar a sus personajes todo lo cerca que la circunstancia amarga requiere, Godfrid construye una película tan irremediablemente melancólica como lúdica y hasta feliz, tomando el pulso de las pavadas, los juegos de seducción (con la atractiva amiga vecina), los juegos de chicos que siguen siendo estos adolescentes tardíos, mezclados con el peso de la pérdida reciente. En esa exploración de la inmadurez, con esos dos chicos que quieren divertirse frente a escribanos, duelos y trámites grises, Pinamar llega lejos. Godfrid cuenta bien su historia mínima, dosificando los puntos altos de su relato y pasando por encima de cierto deja vu que puede transmitir el balneario medio vacío como escenario del cine argentino sobre jóvenes -hecho por más o menos jóvenes. Un retrato que, además, se acompaña con placer y, finalmente, emoción.