Tras su paso por el Festival de Cine Alemán, llega a salas este nuevo film del talentoso director alemán Christian Petzold (autor de Phoenix y Barbara, con la fantástica Nina Hoss y de En Tránsito, con la igualmente estupenda Paula Beer, protagonista de Undine). Una relato que lo regresa a los códigos del melodrama romántico, al menos en forma, pero una historia de amor cruzada con la de un personaje mitológico. La ninfa Ondina/Undine, que es el nombre de esta historiadora de la ciudad de Berlín, de cabello cobre, que intriga desde la primera escena. Una escena de ruptura, en la que le dice a su pareja que, si la deja, lo mata. Petzold avanza en su relato con una naturalidad que camufla la precisión de su guión. Al poco, como en sus otras películas, está claro que nada acá, ni lo que parece banal y anodino, sobra o está ahí como podría no estar. La historia de amor, de Undine con un atractivo buzo de aguas profundas, es tan tierna como romántica y subyugante. Pero el interrogante, acerca de quién es ella, subyace. Y las capas de relato pasan de una situación increíble, en la que la pareja queda bañada por una pecera, a otra fantástica, en la que Undine, cuyo nombre está inscripto en las profundidades, se pierde bajo el agua, que no la ahoga. Petzold avanza en su relato con una naturalidad que camufla la precisión de su guión. Al poco, como en sus otras películas, está claro que nada acá, ni lo que parece banal y anodino, sobra o está ahí como podría no estar. La historia de amor, de Undine con un atractivo buzo de aguas profundas, es tan tierna como romántica y subyugante. Pero el interrogante, acerca de quién es ella, subyace. Y las capas de relato pasan de una situación increíble, en la que la pareja queda bañada por una pecera, a otra fantástica, en la que Undine, cuyo nombre está inscripto en las profundidades, se pierde bajo el agua, que no la ahoga.
“No sé cómo curar la vejez”, dice Mike Milo, un cowboy veterano que tiene buena mano con los animales, pero poco para ayudar a una perra vieja. El protagonista de Cry Macho es Clint Eastwood, y la frase, como la concepción misma de este personaje, parece hablar de sí mismo. El ícono de 91 años vuelve a convertirse en un melancólico héroe de acción (que fue) para el que la edad es problema solo en la mirada de los otros. Capaz de ensillar caballos salvajes sin caerse, evocando sus tiempos de jinete de rodeo. Capaz de romperle la cara de una piña a un enemigo, capaz de enamorar y enamorarse, Mike tiene que ocuparse de otros problemas como para preocuparse por la vejez. Que no se puede curar. Y si en Gran Torino (escrita por el mismo guionista, Nick Shenk, basado en la novela de N. Richard Nash), el actor-director cruzaba al gringo solitario con la otredad de una familia asiática, aquí lo hace de nuevo con otra generación, pero entre mexicanos. Trabajando la mirada en la barrera del estereotipo: un gringo esencial, cowboy que no respira sin su sombrero, frente a mexicanos capaces de bastante más que matonear o hacer tortillas. Claro que eso lo irán descubriendo los unos de los otros, porque primero hay que tener el tiempo para conocerse. Cry Macho es un western, acaso, ochentoso: una era preteléfonos móviles y en la que no existía El Muro. Cuya historia nace cuando el jefe de Milo, un ranchero próspero, que lo ayudó a recuperarse cuando Mike perdió a su familia, le pide que le devuelva el favor, viajando a México para traerle a su hijo de 13 años que está metido en problemas. Es un preámbulo expeditivo, que rápidamente deja a Mike frente a la madre del chico y sus esbirros, un grupo de clichés andantes al que mucho no le importa el muchacho. Así que Mike descubre que la operación será más fácil de lo que pensaba. Porque además, cuando lo encuentra, el chico desea escapar de ese entorno abusivo, aunque no se explique demasiado cómo ni porqué. Como en La Mula, esta road movie implica una aventura con obstáculos (los malos, la poli), por carreteras solitarias, a través del paisaje seco de la frontera. Con el chico y el viejo en una camioneta igual de vieja, que irá cambiando por otros vehículos no menos vaqueteados, y junto a un gallo llamado Macho, animal de riña que es como una mascota. Hay una primera parte simple y esquemática, y diálogos aleccionadores que no suenan muy originales, como el que refiere al macho en cuestión. Hay situaciones que se resuelven de un plumazo, como en una (vieja) película para chicos, que, por cierto son también público de este film para todo público. Pero en el centro de todo eso, está el personaje. Es decir, está Eastwood: caminando despacio, mirando de soslayo, escupiendo sus pocas palabras como con esfuerzo, escondiendo sentimientos bajo el ala del sombrero. Mientras la película crece y se desarrolla. Y la sucesión de escenas amables, simpáticas en su ternura amarga, lleva hacia una instancia poética, más interesante. En la que la posibilidad de descubrir un lugar en el mundo, cuando el mundo parece ya de retirada, aparece como una especie de epifanía realista. Con la estructura del género del oeste, Eastwood y Shenk desempolvan el clásico relato del forastero que llega para cambiar las cosas, y de paso cambiarse a sí mismo. Cry Macho es otra historia de segundas oportunidades. Pero también una que toma posición: por el encuentro entre desencontrados, por lo compartido entre destinados a rechazarse. Por eso que nos hace iguales, humanos, en un mundo que se alimenta de diferencias.
Está todo el día encerrada sola. Se duerme tarde, leyendo y escribiendo historias fantásticas, habitadas por monstruos que le habilita su abuelo librero. La mamá de Melién (Gina Mastronicola) está preocupada. La adolescente a su cargo ha desarrollado una especie de obsesión por la casa embrujada del barrio que dibuja en su cuaderno sin animarse a entrar. Y así, chocando contra la pared que le impide “encauzar” a su nena hacia carriles de una normalidad más tranquilizadora, la madre (Celina Font) asume las tensiones generacionales que le tocan atravesar. La imaginación de Melién se mezclará con la realidad y las leyendas urbanas en torno a lo que pasó en esa casa cuando quede encerrada en ella. Con el aporte de secuencias animadas, y efectos especiales, el director Mariano Cattaneo (Una tumba para tres) desarrolla su cortometraje del mismo título dando espacio a otra estructura de tensiones, competencia y malicia: la de la escuela y sus personajes, compañeros de Melién. Todo con un tono que remite a lo mágico y nos recuerda que se trata de un relato sobre (y dirigido a) adolescentes. Los dueños de esa edad en la que lo fantástico y lo cotidiano pueden cruzarse, cuando la imaginación infantil todavía no fue del todo domesticada y la identidad es un proceso en construcción.
Edgardo Castro es un talentoso actor y director. Autor de un film inolvidable y radical como La Noche que, en esta, su tercera película, continúa trabajando en la fina línea que separa documental y ficción con resultados más que potentes. Aunque no es su cuerpo el que se pone en juego aquí, sino en de las ranas, como se llama en la jerga a las mujeres que visitan presos. Y que no son necesariamente esposas o familiares. En particular, es el registro de la actividad de Bárbara, casi una adolescente que sobrevive vendiendo medias en la capital y comparte una precaria vivienda del Conurbano con su bebé. Y que cada semana viaja, con otras mujeres, hasta el penal de Sierra Chica, donde vive encerrada su “pareja”. Otro solo como ella, excepto cuando recibe su visita, para compartir un rato, alguna comida, un encuentro íntimo. El acercamiento de Castro -es decir, de la película: la cámara, el registro del sonido- es bien interesante. Con una cercanía que no se siente invasiva, que sigue a sus personajes sin interrumpirlos ni exigir ninguna pose. Respetuosa y directa, Las Ranas es una de esas películas capaces de ver y mostrar la realidad de vidas difíciles con una sensibilidad que nunca se confunde de protagonista.
Madison ve cosas. Podría decirse que sufre terribles pesadillas si no fuera por el hecho de que esas visiones espantosas acaso suceden en el implacable plano de la realidad. Y acaso están conectadas entre ellas. Es la atormentada, y embarazada, protagonista de esta notable película del malayo James Wan. Interpretada por la bonita Anabelle Wallis, el amor de Thomas Shelby en Peaky Blinders. El director de El Conjuro, El juego del miedo, Rápidos y furiosos 7 pone toda la carne en el asador acá. Más lejos del terror sobrenatural y más cerca del horror psicológico con buenas dosis de violencia, crudeza, body horror y delirio, en una trama que remite con orgullo al clase B. Con una heroína que entraña un misterio hasta para sí misma y por tanto fácil sospechosa de un ataque bestial que mata a su violenta pareja. Pero si el argumento se despliega con buenas dosis de suspenso y enajenación, tomándose su tiempo, Maligno viene a guardar sorpresas para su último tramo. Que por supuesto no hay que contar, pero en el que Wan pisa el acelerador a fondo.
Llegó la secuela de la simpática, inofensiva Peter Rabbit, el film de 2018 que adaptaba la creación literaria de Beatriz Potter combinando actores de carne y hueso con conejos animados. En este “capítulo” Bea (Rose Byrne) ya está casada con Thomas (Domhall Gleeson) y tienen una tienda adorable en la que venden los libros sobre Peter y sus amigos, artesanal y bellamente editados por Thomas. Un planteo que no augura más desarrollo sobre el mundo del conejo con la voz de James Corden —y sus amigos— sino sobre los protagonistas humanos. Que viajarán a Londres porque alguien cree que lo que Bea hace puede ser un buen negocio. Por supuesto, convirtiéndolos en una saga comercial desalmada y todo eso que imaginan. La “aventura” será excusa para algunos chistes y varios gags más o menos simpáticos, pero que parecen concebidos como cálculos matemáticos para que nada salga de los mismos carriles. En todo caso, se extrañan las risas que se presupone vienen con la invitación a verla y que no llegan.
Artes marciales, coreografías que desafían la gravedad y cine de acción. Asiático. El universo Marvel se expande hacia la historieta en su cruce con la tradición del wuxia, en el que todo puede suceder, para hacer foco en la historia y el origen de un héroe menos conocido que los de los multiversos alrededor de Avengers. Con personajes asiáticos, hablada en gran parte en mandarín, se centra en la historia de Shang-chin, hijo del poderoso y terrible dueño de los anillos (el fantástico Tony Leung, protagonista de Con ánimo de amar, entre muchas más) y de la “enemiga” que lo enamoró, Li Fa. Shang-Lin, crecido en el duro entrenamiento de las artes marciales y con unas dotes extraordinarias, vive como cuidacoches en San Francisco, y tiene una gran amiga, interpretada por la simpática Akwafina, la actriz célebre del cast, protagonista de La Despedida. Pero no hay presente normalizado que pueda apagar las llamas de un pasado, digamos tumultuoso, que pronto tendrá que enfrentar el bueno de Shang-Lin. El lío de proporciones que seguirá incluye grandes secuencias de peleas (violentas) y espectaculares escenas de acción, en las que lo fantástico se mezcla con lo que va quedando de un registro más realista y con la suma de caras conocidas en roles de peso: Michelle Yeoh, Ben Kingsley, a medida que se luce la capacidad del equipo de FX, en un rol cada vez más importante y estridente, como es ya marca de la casa. Ni falta que hacía: el director, Destin Daniel Cretton, sabe filmar y transmitir el nervio y la pasión que hacen de esta historia más de dos horas de película casi todo el tiempo atrapante. Un espectáculo muy entretenido, en el que se dan la mano las tradiciones -narrativas, estéticas- y las posibilidades de hoy.
Cine serbio. Película sobre una madre que busca a su hijo. En un país víctima de una guerra cruel, en la que las mujeres fueron violadas y los bebés robados al nacer de los hospitales. Cicatrices, segundo film de Miroslav Terzic, lo tenía todo para drama lacrimógeno. Pero esquiva el que quizá era el camino más fácil para narrar esta historia y elige meterse en un retrato psicológico de esa mujer, la costurera Ana, que transita su duelo con las herramientas humanas más universales. La mujer que perdió a su hijo hace casi dos décadas pero, convencida de que está vivo, parece enfrentarse a todos y a todo, inclusive a su propia obsesión, que la recorta de sus vínculos. Con un estilo naturalista, directo, Terzic y su protagonista dejan que la intriga crezca y nos atrape. Así como crece al misterio sobre la naturaleza de la verdad y que nos lleva a creer en ella.
El director británico Guy Ritchie, con una carrera de films que van de lo simpático y original a lo muy olvidable, vuelve a trabajar con el héroe de acción Jason Statham (como en Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch: cerdos y diamantes y Revolver) en este thriller ultraviolento que, en principio, parece una de asalto. A un camión de transporte de valores. En una secuencia impresionante que va del suspenso y la tensión insoportable al estallido de violencia con las peores consecuencias. Después de esa intro, el duro de Statham entra a trabajar en la empresa que maneja esos vehículos blindados. Su rol es proteger, con su vida si hace falta, los miles o millones que transportan ahí adentro hacia distintos puntos de la ciudad de Los Ángeles. Aunque parece claro que su única expresión inamovible esconde una agenda secreta. Quién es realmente, porqué está ahí, qué pasó y —sobre todo—, qué está por pasar, son cuestiones que se dirimen en ese principio, donde todo empieza y termina, y al que Ritchie vuelve una y otra vez. Con la sequedad de un policial de la vieja escuela, con un héroe solitario que no confía en nadie, esta película basada en Le Convoyeur, con Jean Dujardin, avanza golpe a golpe, tiro a tiro. Con la melancólica convicción de su protagonista, sin desvíos ni subtramas. Acumulando tensión y manteniendo nuestra atención plena durante sus intensas dos horas. Hacia un desenlace consecuente: que prescinde de toda complacencia y no concede a ninguna corrección política.
Con más ideas visuales que narrativas, el relanzamiento del cuco Candyman, cuyo nombre mejor no pronunciar, se inscribe con el aporte de Jordan Peele en la línea que une al terror con la violencia racial. El director de ¡Huye! y Nosotros hace del Candyman una catarsis explícita: no es un hombre ni una sola entidad, sino la representación de años de discriminación, horror y sufrimiento de los afroamericanos oprimidos por los blancos. La dirección está en manos de una mujer, Nia da Costa, que escribió el guion junto a Peel y Win Rosenfeld. Secuela del inquietante film iniciático, de 1992, con Virginia Madsen (cuya voz aparece aquí, como parte de un archivo), este regreso tiene como protagonista a Tony McCoy, un pintor exitoso con la carrera encallada, que parece repetirse a sí mismo hasta que le cuentan la leyenda urbana del fantasma Candyman, con la que se fascina al punto de inspirarle obra nueva. Pero si el temible espectro, que ofrece caramelos con hojas de afeitar, se invocaba por error en el pasado, a McCoy, (y a buena parte de los secundarios) por algún motivo, le parece buena idea invitar a todo el mundo a decir su nombre. El argumento y las vueltas del guion cumplen la amenaza de ir por caminos más pueriles que originales, más previsibles que sorprendentes. Es una pena, porque, desde los créditos iniciales al revés, en los primeros segundos, la directora ofrece una inventiva que se disfruta y se agradece. Juegos de sombras, crímenes sangrientos en grandes planos generales, uso del fuera de campo, puesta en escena de ideas (políticas) que son tanto más poderosas en la imagen que en las palabras. Un barrio marginal, abandonado por la codicia de la gentrificación urbana, que lo convertirá en zona de confort para el ABC1, vale como ejemplo. El lugar es un páramo alucinado, para el protagonista y el espectador, en el que se percibe la densidad de un pasado oscuro. Pero como si eso no fuera suficiente, ahí está el discurso, la “denuncia” que lo explica. Como si Candyman no se conformara con ser solo una película de terror (como si eso fuera algo menor), sino un vehículo para llevar el mensaje.