En la Buenos Aires cada vez más llena de una oferta cultural diversa, sucede por estos días, en la Sala Lugones, el ciclo dedicado a Akira Kurosawa. Acaso, el más “americano” de los directores de cine japonés, sobre todo después del estreno de Rashomon (1950). La película, con la estrella Toshiro Mifune, que se estructuraba en base a cuatro versiones distintas de un mismo hecho, una violación, según la contaran los distintos personajes. Setenta años después, Ridley Scott cita ese clásico. Así como también su propia carrera, iniciada con la excelente Los Duelistas (1977). Aquel film en el que dos hombres (Harvey Keitel, Keith Carradine) viven una serie de encuentros, por supuesto violentos, como les pasa, en El último duelo, los personajes de Adam Driver y Matt Damon. Son 150 minutos de lo que se intuye como una épica medieval de acción espectacular. Pero que, aún con esa acción presente, se trata, más bien, del despliegue de un relato íntimo. Una verdad y sus distintas versiones, sobre lo que llevó a que esos dos hombres, Jean de Carrouges (Damon) y Jacques Le Gris (Driver), se enfrenten en combate mortal. El último duelo es una historia acerca de cómo se llega a la violencia en un mundo hiperviolento. Uno a la Game of Thrones (sin elementos fantásticos) donde la brutalidad es norma. Junto al extraño, y rubio, Ben Affleck (que escribió el guion junto a Damon y Nicole Holofcener), y la británica Jodie Comer (Killing Eve) como Marguerite, el elenco interpreta a los involucrados que alternarán su mirada de lo que llevó las cosas hasta ahí. Cuando una especie de amistad entre los dos hombres derivó en rivalidad y, finalmente, cuando Marguerite le cuente a su marido que el otro la violó, en una cuestión de vida o muerte. De manera notable, Scott y su equipo de actores-guionistas construye una película a la antigua, en la que los efectos especiales están a un costado y el placer de la narración en el centro. Capaz de meterse, a través de un texto basado en hechos reales, sucedidos hace varios cientos de años, en temas de agenda actual. Como los abusos y sus efectos, o la urgencia por una verdad que puede tener consecuencias pero es mejor que el silencio. Un feminismo, que puede percibirse algo forzado, dadas las circunstancias históricas, pero invita a una mirada moderna. Mientras guarda la potencia del enfrentamiento entre dos hombres como una apuesta visual que vale la pena ver.
La directora peruana Claudia Llosa (La teta asustada, ganadora en Berlín y nominada al Oscar) se impuso un desafío cuando decidió adaptar la novela de la argentina Samanta Schweblin. Quienes la hayan leído, y son muchos, recordarán que ese texto notable logra instalar un clima enrarecido, inquietante, desde sus primeras páginas: sus primeros diálogos. Y que podría resumirse como un texto que trata sobre la maternidad con elementos fantásticos, de thriller y terror. Entre otros asuntos, que no conviene develar, pero que exponen, desde lo literario, urgencias muy terrenales en torno a nuestro modo de vida poco sustentable. Llosa consigue algo parecido. Amanda (la española María Valverde) llega con su pequeña hija Nina, a una casa de campo vinculada a sus recuerdos de infancia. Su marido se reunirá con ellas pronto, escuchamos, mientras Amanda conoce a una vecina, Carola (Dolores Fonzi), que la subyuga. Carola es sexy y tiene un secreto vinculado a su hijo, David, al que una enfermedad cambió por otra persona. ¿Cómo? Con una apuesta a la estilización, cercana (acaso demasiado) al lirismo de algunos films de Terrence Malick, Llosa se apoya en el uso de las voces en off de dos de sus protagonistas que se hablan como narración de lo que vemos. Por encima (o por debajo) del relato. Y aunque estos recursos puedan agotar un poco, quizá a espectadores más adeptos a las formas estandarizadas de contar historias para consumo en streaming (esta es una producción de Netflix), hay aquí un riesgo, una apuesta que por eso mismo ya la destaca. Las dos mujeres protagonistas, sus hijos, y en segundo plano sus maridos, sus hombres, construyen un vínculo intenso y por tanto no exento de tensiones. En el que la amistad femenina se mezcla con la atracción, el afecto o la desconfianza. En un plano, atravesado por esa historia de misterio y magia que subyace como lo hace lo fantástico en la vida cotidiana. ¿Qué pertenece a un mundo u otro? Con su apuesta estética y (o a pesar de) una artificialidad un poco amenazante, con demasiadas cosas sin explicación, Distancia de rescate consigue crear ese clima de tensión que invita a seguir. Propone una búsqueda y encuentra varios tesoros. Como el joven, y ya experimentado, Emilio Vodanovich (David), con el trabajo de casting de la talentosa, casi imprescindible en el cine argentino que incluye chicos, María Laura Berch. O como el crescendo hacia un original tipo de horror — entre psicológico, místico y ecológico—, que pone la piel de gallina.
Presentada en Cannes 2019, la nueva película del inglés Ken Loach demuestra, a sus 85, la vigencia de su pulso y su mirada sobre la clase trabajadora de su país. En la continuidad de una obra consecuente, que lleva más de seis décadas sobre un implacable, a veces duro, realismo social. Con un efectivo guion de Paul Laverty, el film -cuyo título original, Sorry we missed you/Disculpe que no lo encontramos, hace un doble juego sobre el cinismo de un slogan corporativo-, cuenta la historia de Abby y Ricky. Un matrimonio que ha caído de una clase media esforzada a la clase trabajadora ahogada. Por las deudas y las necesidades, que tienen que ver con pagar las cuentas, pero también con el intento por estar presentes en la vida de sus dos hijos. Un adolescente grafitero y una niña dulce que sabe manejarse sola hasta que lleguen sus padres. Abby cuida gente mayor. Por horas, de casa en casa. Ricky consigue un empleo como repartidor en camioneta. El empleo que lo contrata como “socio de una franquicia”, en plan Uber. Pero lo que le presentan como oportunidad de trabajador autónomo, le impone horarios tan extenuantes que no tendrá, literalmente, ni tiempo para hacer pis. Loach, ganador de dos Palmas de Oro en Cannes (Yo, Daniel Blake y El viento que acaricia el prado), filma a sus personajes en la alternancia de esos dos escenarios. El afuera y el doméstico, que la realidad acuciante se empeña en retacearles. Así se van acumulando diálogos a distancia, cuidados de los chicos a control remoto, que aumentan el clima de alienación y angustia de esta pareja. Vivir para trabajar o trabajar para vivir. Los problemas económicos son referencias, marco para una deuda humana, eso que el dinero no puede comprar. La precarización laboral es la precarización de la vida de las personas. Y ciertamente, no se estrenan muchas películas que, como esta, pongan el espejo en esta realidad global, de aquí y ahora. La habilidad del guion hace a un relato atractivo y tenso que queremos ver. Si algo le resta potencia a la película es que, en la escritura de este drama, puesto en escena por sus muy buenos intérpretes, hay una insistencia creciente, casi un regodeo en la desgracia sin salida que parece innecesario, pues el asunto queda claro por sí solo. Loach y Laverty frenan justo ahí, donde el semáforo en amarillo anuncia riesgo de miserabilismo. Pero no parecen poder evitar, hacia el desenlace, la suma de explicaciones y humillaciones, como si no confiaran del todo en su propia narración (o en la inteligencia de quien está viendo). La de Lazos de familia no es la Europa con la que acaso sueñan los que sueñan con una vida mejor, desde países como este. En esta Europa, a la que Ken Loach ha dedicado casi todo su cine, las familias encaran cada día como una lucha por la supervivencia. En la que pasar tiempo con los hijos, o irse de vacaciones, son lujos que no pueden permitirse.
Promocionada como supuesta continuación de Los Soprano, por la presencia en su elenco del hijo de James Gandolfini, Los Santos de la mafia se presenta como precuela, una ventana a los orígenes de la serie de culto. David Chase, su creador, escribe, más de una década después de terminada la serie, y a ocho años de la muerte de su icónico protagonista, la historia de un Tony adolescente (Michael Gandolfini). Una espera un poco larga para los fans que acaso esperaban que la historia de los DiMeo y la mafia italo americana de Jersey se ampliara hacia el pasado. Hay, para esos fans, bastantes referencias amables aquí, aunque la película, dirigida por Alan Taylor, parece recortada del producto original. Gandolfini hijo convence, en una especie de catarsis de escenas abundantes en violencia, en las que se cruzan infinidad de conflictos entre muchos personajes, con vínculos de sangre o no. En ese sentido, un poco caótico, Los santos de la mafia parece quedarse en el terreno de la presentación de personajes y situaciones, sin margen para el desarrollo. Claro que el universo es atractivo, como avala su vigencia. Desde el cine de Scorsese al hecho de que, en sus seis temporadas, Los Soprano se haya inscripto en la historia de las series, previa a la era streaming (esta se verá, después de su paso por salas, en HBOMax).
La presencia de los extraordinarios Pepe Soriano, en su regreso al cine, y Marilú Marini, potencia el interés por este thriller psicológico que el director Gonzalo Calzada (Luciferina, Resurección) estructura en una única noche. Un edificio antiguo, un departamento espacioso donde vive Ulises, un hombre mayor que enfrenta fantasmas de su pasado y cosas extrañas que suceden a su alrededor. Perfecto como el hombre que duda de su propia lucidez, pero no se entrega a la deriva de una demencia senil, reconstruye, junto a Marini, los pedazos de recuerdos, algunos luminosos y otros terribles, a la vez que crece su angustia por situar lo que sucede. El terror que anida en una vecina que cayó en su patio, lanzándose al vacío, o un hijo que llama en la madrugada y amenaza con llevarlos al asilo.
Érica Rivas es Inés, una mujer que trabaja con su voz. Cantando en un coro y doblando películas. En los primeros minutos de esta película de Natalia Meta, viaja con su novio reciente (Daniel Hendler) hacia unas vacaciones que terminan muy mal. Son unas vacaciones raras, porque ella mucho no lo soporta y parece divertirse solo después de unas copas. Basada en la novela de culto de C.E. Feiling, El Mal Menor, de 1996 (que relanzó el sello La Bestia Equilátera), El Prófugo construye un relato que, más que terror, podría llamarse de misterio psicológico, en el que ni la protagonista ni el espectador parecen saber qué pasa. Acaso como efecto de esa vivencia traumática, a Inés empiezan a pasarle cosas raras, empezando por sus sueños. Las pesadillas la persiguen y la medicación no logra erradicarlas. Pero sus sueños, vívidos, tienen un correlato en la vigilia, a través del sonido. Hay extraños ruidos que aparecen en sus grabaciones, y cuando canta en el coro, le sale una voz distinta, irreconocible. Otra actriz de doblaje (Mirta Busnelli) parece saber de qué se trata: son prófugos, como presencias que la habitan desde el mundo onírico. Mientras, su madre (Cecilia Roth), llega para acompañarla, aunque quizá su presencia sea menos contenedora de lo que aparenta. Por otro lado, Inés conoce a Alberto (Nahuel Pérez Biscayart), un afinador de órganos con el que tiene una conexión especial. Intrigante, atractiva, la película avanza hacia ese terreno desconocido de la ambigüedad. Lo que le pasa a Inés puede ser tanto la profundización de una locura, o un cuadro de estrés postraumático, como una intervención de lo inexplicable en la realidad, ese prófugo que ella contiene. Hasta que cuesta distinguir realidad de imaginación, lo que está de lo que no. En una confusión que por momentos entra en unas mesetas narrativas poco lucidas, con Inés despertando asustada otra vez, u otra vez llamando a alguien (Leopoldo, Alberto, hay muchos nombres propios sonoros, en la película) en la penumbra, siempre agitada. La penumbra, la semi oscuridad, domina una película que se anima a proponer una estética, una estilización de los interiores en que se desarrolla. Poco iluminados, semi vacíos, con vericuetos o luces de colores que emite la pantalla, o un vestido de seda turquesa. El link con Blow Out, de De Palma, viene a la cabeza enseguida, o, más acá, Berberian Sound Studio, y claramente, al giallo italiano, con esa atmósfera opresiva que acá envuelve a una mujer perturbada.
“Ah, padres”, dice con ironía el principal villano de Sin tiempo para morir, el barroco Rami Malek. Es un diálogo entre dos personajes marcados por los destinos oscuros, y las decisiones terribles, de sus padres. Una escena que vale para cifrar varios asuntos clave en esta demorada nueva película de Bond, James Bond. Entre ellos, ese asunto del legado, que atraviesa el argumento, así como también, el tono: entre la acción más peligrosa, de vida o muerte y el sarcasmo, el humor melancólico que, ya desde los títulos iniciales, desde la voz triste de Billie Eilish, indica la dirección. La secuencia inicial, extraordinaria, acomoda a los espectadores en el asiento. Con esas escenas de acción, en un pueblito idílico de Italia, que podrán servirse del CGI pero se sienten muy terrenales. Explosiones, persecuciones en distintos vehículos, balaceras, malos que aparecen de la nada, curvas peligrosas. Sin embargo, es solo el aperitivo para (bastante) más de dos horas y media de espectáculo, que enhebra muchas, igual de complejas, secuencias similares. En paralelo, nos ponemos al día con la vida de James, repasamos los eventos que llevaron a la captura de Blonfeld, cabeza de la organización Spectre, y conectamos con el presente del personaje más icónico de las historias de espías, interpretado por el insuperable Daniel Craig. Un presente que expone el costado más humano del agente surgido de las novelas de Ian Fleming e interpretado por actores de la talla de Sean Connery (favorito de muchos). El que se sale siempre con la suya, nunca pierde la elegancia y vive rodeado de mujeres hermosas. Claro que Craig es distinto, y su enorme sex appeal convive con el alma triste que transmiten sus ojos azules. Después de cinco películas como Bond, esta despedida del personaje parece concebida para honrar su arte. Y después de esas largas primeras dos horas, los guionistas (el director, Cary Joji Fukunaga, junto a Phoebe Waller-Bridge, Neal Purvis y Robert Wade) expulsan hacia los costados de la cancha todas las subtramas y personajes que superpoblaron la película, para centrarse en él. En el adiós, con gloria y épica, del mejor Bond de la historia del cine. Que es también una épica personal, íntima, vinculada a ese presente “humano” que enfrenta a James con los costos y beneficios del camino elegido: todo lo que la buena vida de espía lo obligó a dejar afuera. Para llegar a ese clímax hay que atravesar una serie algo excesiva de historias y tramas derivativas. En torno al emporio vengativo de un villano con sabor a poco, Lyutsifer Safin (Malek), que se ha hecho con una poderosa arma química cuyas víctimas pueden seleccionarse según su ADN. El hombre tiene motivos para buscar venganza, pero aunque parece satisfacerla en los primeros minutos, por algún motivo quiere acabar con la humanidad toda, o en buena parte. Lo ayuda un científico ruso que traiciona al MI6, para el que trabajaba, pues el desarrollo surge de un laboratorio secreto del servicio ídem británico. Que deberá buscar a 007 para evitar una catástrofe, aunque Bond está retirado y hasta le han otorgado ese número/nombre a una nueva agente, Nomi (Lashana Lynch). Encontrarán a Bond en una isla caribeña, olvidándose de lo que él cree fue una traición de la mujer que ama, la psiquiatra Madelaine (Lea Seydoux), mientras desde la cárcel de máxima seguridad, un villano anterior, Blonfeld (Christoph Waltz), puede producir una matanza de integrantes de Spectre en Cuba, gracias a una especie de ojo computarizado. Por cierto, la secuencia cubana cuenta con la graciosa presencia de Ana de Armas. Esta enumeración de cosas que pasan vale para dar cuenta del demasiado que aqueja a la película, como un texto con sucesivas frases subordinadas que, llegado un momento, nos lleva a implorar un punto y aparte; aquí, a mirar el reloj. Eso no implica que Sin tiempo para morir no se vea con placer, en sus muy bien resueltas escenas de acción (la italiana, acaso la más memorable) y en sus momentos más divertidos, que también abundan. Tampoco impide que la película transmita el aliento de una ovación de pie para el protagonista. Que probablemente dejará paso a una cara nueva.
El duelo como fuente de algo más que tristeza y drama es un mecanismo explorado por el cine de género y el thriller psicológico. En La casa oscura hay una mujer, Beth (Rebecca Hall), que intenta recomponerse tras el suicidio imprevisible, incomprensible de su marido. En la casa del título, a orillas de un lago, el director David Bruckner ubica a una protagonista que plantea la ambigüedad: cuánto de lo paranormal que vivirá ocurre y cuánto es producto de una incipiente locura. Lo cierto es que en la vida del difunto había unos cuantos secretos, que Beth descubre en soledad. Objetos extraños, signos de espiritismo, fotos de otra mujer, demasiado parecida a ella. Las visiones empiezan a acompañarla, a medida que hurga en el lado desconocido de quien creyó conocer del todo. La soledad, hermana del duelo, como territorio fértil para el quiebre psicológico. En un film que consigue sugerir e inquietar, aunque prefiera luego tomar caminos menos interesantes.
Una mujer va a encontrarse con su amante en un resort de Aspen, ignorando que ambos serán presas de una trampa, pergeñada por su marido. Es la premisa de esta película que propone, a partir de ahí (erotismo, esposas, vendas, violencia), un juego de pretendido suspenso. Pero la intriga no pasa del planteo inicial, no demasiado original. Sin crecimiento dramático, las idas y vueltas de este trío, o esta mujer atrapada, suma engaños e impostaciones que pronto desgastan la paciencia del espectador. Sin que el elenco parezca dispuesto a grandes esfuerzos por dotar a sus personajes de alguna credibilidad.
Cuando Cabra (Martín López Lacci) se calza las botas, se produce la magia. El muchacho baila malambo, con tanta destreza y concentración que, a pesar de su juventud, es la estrella indiscutida del grupo con el que ensaya. Para conseguir esas botas, y mantener su pasión, acepta pasar algo ilegal por la frontera que separa, o une, la Argentina con Bolivia. En esos paisajes transcurre Karnawal, esta bella película dirigida por Juan Pablo Félix que puede definirse tanto como una road movie como una historia de crecimiento, un coming of age. El retrato de un choque generacional, entre el chico y los adultos que lo rodean. Una madre presente (Monica Lairana), pero algo secreta, una especie de padrastro severo (Diego Cremonesi) y un padre (Alfredo Castro) al que apenas conoce, con el que vivirá un reencuentro muy particular. Entre peligroso y cariñoso, ese chileno de largo pelo can y tendencia al estallido violento, será, para Cabra, durante el viaje del que se ocupa la película, una fuente de curiosidad y acaso descubrimiento. Como suele en este subgénero, es un descubrimiento de ese otro, a la vez ajeno y familiar, pero también de sí mismo, en tanto el nuevo vínculo le permite vivir —hacer, decir— cosas inexploradas hasta entonces. Félix, su equipo y sus muy buenos actores, atraviesan pueblos fronterizos que celebran el carnaval, paradas de ómnibus en medio de la nada, rutas polvorientas de camiones cargueros. A saber si estos personajes, en su aventura, llegarán a tiempo para que Cabra asista a su ensayo. Porque este es, también, un retrato sensible de un adolescente a merced de adultos que inspiran poca confianza. Pero que son los suyos.