Nuevo muestrario de los cortometrajes surgidos del concurso del INCAA, de cuyo estreno se cumplen veintiún años. Son ocho cortos, de distintas temáticas y enfoques, que demuestran pericia para filmar y fotografiar, en general mayor que la destreza para escribir y organizar un relato. Es difícil sintetizar y concentrar una historia en 15 minutos sin precipitar desenlaces ni cambiar el ritmo sobre la marcha. Pero las búsquedas interesan: más delicadas y estéticas en Las nadadoras de Villa Rosa, antropológica, subyugante en La canoa de Ulises, dura, intimista y precisa en El Plan, bastante extremos como la crónica de la señora mayor que se queda sin luz en Nochebuena en El Inconveniente o sátiras negras como la que transcurre en el interior de un camión hidrante preparado para reprimir manifestantes (Cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia). En definitiva, ocho historias breves que dejan la sensación de que hay una nueva y capaz generación de cineastas.
Interesante acercamiento a los descendientes de palestinos arraigados en Argentina y Chile, este documental sigue a Maia, una joven argentina, en busca de sus raíces. Una buena elección de punto de vista a través de la cual, a ambos lados de la cordillera, se suman voces que retratan la vida lejos de ese país vulnerado. Es también virtuosa la decisión de no meterse directamente con la política israelí para concentrarse en las historias de estos palestinos a la distancia, hijos y nietos pero también gente que, como los realizadores, se solidariza con la causa. En ese compromiso está el principal problema de Palestinos Go Home: la falta de distancia con lo que se cuenta, desde la musicalización de las primeras tomas –incluida la presencia de Luis De Elía, poco simpática para muchos- al off cariñoso, admirativo, con que se describen imágenes, impiden que el interés surja naturalmente de lo que se ve, que el material conmueva por sí mismo. Con entrevistas enteras, de preguntas y respuestas, por momentos se acerca más a un programa periodístico de elogio de una causa, que a una película. De todas formas, un documento valioso de un tema poco visible.
Cuando Kate ultima detalles para celebrar su 45 aniversario de casamiento, recibe una carta, dirigida a su marido, que trae el recuerdo de un viejo y gran amor. Como una semilla que crece en silencio, esa irrupción del pasado cambia profundamente, pero sin que se note, la plácida vida de esta pareja de intelectuales ya mayores, que parece disfrutar de los pequeños placeres en la última etapa de la vida: la lectura, las caminatas por el campo, la compañía de un perro, una comida sabrosa, el amor. Así se va produciendo una sutil, pero no menos devastadora, tormenta emocional que develará otras verdades. 45 años es la minimalista crónica de esa pequeña gran catástrofe, narrada con elegancia y pudor, aunque sin concesiones, sobre el rostro de la extraordinaria Charlotte Rampling, nominada al Oscar por este papel y la misteriosa presencia de Tom Courtenay. Uno de esos films en los que parece que no pasa nada cuando pasa de todo.
Aunque con números más bajos, esta secuela de 8 Apellidos Vascos fue también un éxito comercial. Un fenómeno que, en parte, quizá haya que adjudicar a las catárticas ganas del público español de reírse de sus tensiones autonómicas. Pero la primera película, una comedia romántica de manual, tenía una frescura que aquí parece forzada. La idea central de esta segunda parte es trasladar el mismo esquema argumental de la primera, cambiando la geografía: en lugar del país vasco la Cataluña independentista. Lo que resta es un hilvane de chistes sobre todos los estereotipos comarcales de la península ibérica, seguramente más divertidos para los españoles o los que conocen la actualidad de la madre patria. Un enredo, en fin, que se las arregla menos para entretener que su antecesora y donde vuelve a destacar Karra Elejalde como el afectuoso y bestial padre de la chica –Clara Lago-, el protagonista, Dani Rovira, comediante solvente y la gran Rosa María Sardá, como la abuela catalana a la que le hacen creer que la independencia ya llegó.
La vida feliz de una pareja termina abrupta y trágicamente con la muerte de ella, pero eso es sólo principio. Lo que pareció un accidente esconde un secreto oscuro: la experiencia de ella con un tiempo muerto, la posibilidad de pasar un rato con un ser querido que ya no está. La idea es interesante, pero este thriller psicológico, con un ritmo extraño, tiene problemas -de puesta, de guión- que impiden que uno se deje atrapar en su historia.
Hugo es un taxista cuervo, hincha de San Lorenzo, solitario y un poco gris, que devuelve la billetera a un chico que entrena con la camiseta de Vélez y -descubre Hugo-, tiene talento con la pelota. Así entabla una relación casi paternal con él y una amistad con su mamá. Es el centro de esta comedia melancólica, chiquita, en la que la pasión del hincha es un elemento que juega con gracia en la pintura de personajes más bien torpes. La misma gracia que suman Carlos Portaluppi y Ana Katz.
Después de la excelente Lego Movie, los Angry Birds llegan dispuestos a derribar el prejuicio de que nada bueno puede salir a la hora de adaptar un juego a una película. Básicamente, se propone divertir, y lo consigue. Con todo el sarcasmo y los chistes que surgen de una situación jugosa, la del pájaro Red, escéptico y malhumorado, obligado a adaptarse a una comunidad naif y biempensante hasta la exasperación. Tanto, que abren los brazos a los cerdos verdes que los visitan, no precisamente con buenas intenciones. Entonces habrá acción, aventuras, un guión disparatado, pero sobre todo mucho humor que hará reír con ganas a grandes –la versión original vale la pena- y chicos. La versión original, con las voces de Peter Dinklage y Sean Penn, vale la pena.
Es la remake de una película franco canadiense, sobre una chica que fue torturada cuando niña y busca, con la ayuda de su única amiga, vengarse de sus terribles agresores. Así las dos jóvenes se meten en un terrible espiral de martirios sangrientos hasta llegar al núcleo de una siniestra secta, cuya naturaleza no queda clara jamás, que tiene a otras niñas encerradas para -parece- fines sacrificiales. El resultado es un tedioso catálogo de absurda violencia contra las chicas. Tan concentrado en ellas que olvida, por el camino, las ganas de contar una historia.
Bien contada, no hay historia más triste que la del fin del amor entre dos que se quisieron mucho. El italiano Sergio Castellitto adapta un libro que propone una exploración de un hombre y una mujer o, más bien, de su relación de pareja. Una narración paralela entre el presente, que los encuentra en una cena, ya separados y con dos hijos, y el pasado de ese amor, desde su origen, cuando se conocen, hasta que deciden terminar la relación, a lo largo de todos sus highlights, los felices y apasionados y los frustrantes y finalmente desquiciados. Aún teñido de cierto tono plañidero, y demasiado “ilustrada” con música conocida y un enfoque por momentos voyeurístico de un matrimonio, la película esquiva la tentación del melodrama de otros films de Castellitto -como Un loco amor, con Pe Cruz- y se sigue con interés, en gran parte gracias a sus buenos intérpretes.
Una pareja que ha perdido un hijo adopta a un niño adorable -el fantástico Jacob Tremblay, de The Room- pero con un problema: sus sueños se manifiestan en la realidad mientras duerme. A veces en forma de bellas mariposas de colores y a veces, como tremendas pesadillas habitadas por fantasmas. El niño evita quedarse dormido porque conoce los riesgos de entrar en el mundo de los sueños, asunto transitado por el cine de género. La película, dirigida por Mike Flanagan, el de Oculus, atrapa al poner en escena este problema y ciertas ambigüedades morales que provoca en los adultos a cargo, aunque termina diluyéndose entre formulismos que la opacan.