En un contexto de cine de terror hiperdiseñado para el consenso tanto crítico como de cierto público (que privilegia lo académico), aparecen casos donde el resultado es inusual y donde, de alguna manera, las cosas se organizan teniendo por encima una fuerte voluntad narrativa. Una excepción de este año fue Un lugar en silencio (A Quiet Place) de John Krasinski, que tenía una premisa casi formalista (la idea de sobrevivir a través del silencio) y terminó construyendo un interesante drama familiar. En el caso de la española (aunque hablada en inglés) Secretos ocultos, ya su propio casting proponía una afinidad con algunos hits del momento: Charlie Heaton es el adolescente sensible de Stranger Things, George McKay había trabajado en una adaptación televisiva de Stephen King y Anna Taylor-Joy tuvo su boom con la pretenciosa The Witch. A principios de la década del 2000, con películas como Sexto sentido o El club de la pelea, las historias con “vuelta de tuerca”, esos giros finales sorpresivos concernientes a la identidad de los personajes, eran una moda. Casi siempre eran recursos descartables, que sacrificaban la totalidad del sentido del relato por un efecto de shock. En esa anulación de lo anterior se suele perder lo cimentado previamente para hacerlo chocar con una nueva realidad, que nos indica que había algo que veíamos mal. En los peores casos no veíamos mal, veíamos bien, pero la película decidía cómo llevarnos a ver mal. Podemos enojarnos con la trampa si es oportunista, pero en los mejores casos ver mal era la expresión de nuestra relación con lo evidente. Ver bien no es entonces revelar nuevos datos que no fueron mostrados, sino volver a mostrar lo que siempre pudimos haber visto o notado. La maestría en este punto la tuvo siempre De Palma, siguiendo una lógica hitchcockiana. Secretos ocultos arranca como una tragedia familiar en la historia de la unión entre cuatro hermanos. Tras la muerte de la madre, se nos abre un conflictivo pasado con un padre abusivo. Los hermanos huyen de aquel pasado tratando de construir una nueva vida. El lugar en cuestión es una lúgubre casa, donde también se pone en juego un fino límite entre lo realista y lo fantástico. Sin ánimos de spoilear, la película llega a un punto en el que las cosas se dan vuelta, pero afortunadamente, su núcleo dramático sigue intacto. La realidad presentada es nueva, la anterior había sido fotográficamente tramposa, aunque los indicios estaban por todos lados. Esa tensión con la anterior revela algo: no es que habíamos visto mal, sino que lo que veíamos estaba en otro orden de relato, como si se tratara del despliegue visual (convertido en universo) de la forma de ver de uno de los personajes. Sería absurdo si se tratara de una mera imposición, en este caso el corrimiento no se aparta del drama central. Porque en este film lo importante pasa siempre por la relación con el padre y con los muertos. Al fin y al cabo, como un lugar común (y no por eso malo) del cine de terror, volvemos al tema de los rituales para con los muertos. No voy a adentrarme en determinar si el padre fue muerto o no (porque como el giro es útil sigo sin ánimos de spoilear), pero quizás sea importante entender que en el terror lo profanado se vuelve monstruoso, más aún si pretende ser olvidado. Cosechamos lo que sembramos. En definitiva siempre se trata de un regreso monstruoso, y si entendemos esa parte podríamos, con algunas buenas ideas y estrategias, llegar a un lugar interesante. Actualmente las vueltas de tuerca pasaron de moda. Los espectadores nos dimos cuenta de la trampa, y ya se convirtieron en un recurso barato, poco celebrado, y catalogado como obvio. Pero con Fragmentado (Split, 2016) sorpresivamente, Shyamalan (el rey de la trampa fácil) logró que ante eso se imponga la película y no al revés. Las vueltas de tuerca pueden dejar de ser una simple herramienta de shock para ser un lugar dado en el relato, aceptado, del que se puede partir para luego seguir narrando, expandiendo el universo. Así funciona también Secretos Ocultos. Porque de alguna manera ese universo siempre es relativo, y lo fantástico se ajusta hasta a las explicaciones más realistas: fantástico es el cine y nuestra percepción se nutre de aquello, tal vez volviéndonos un poco locos, pero haciéndonos convivir con las variantes y aspectos de una idea sin que necesitemos una droga o un saber positivo (que en el cine son casi lo mismo) para que nos cure.
Si algo quedó claro en El Artista (2011) es que Hazanavicius solo es capaz de contemplar una relación ingenua entre contenido y estilo. Ante el dilema de cómo filmar una historia sobre el pasaje del cine mudo al sonoro parece elegir, como si fuera un obvio deber, que la forma de su película simule la de una silente que luego adquiere sonido. Así convierte el estilo en una cualidad gratuita, soportada solamente por la literalidad discursiva con que aborda su tema. El tema ahora es Jean-Luc Godard o, mejor dicho, la mirada de Anne Wiazemsky sobre el realizador. Pero en fin, Godard se lleva toda la atención. A la manera de un publicista que maneja referencias estéticas para armar su producto, Hazanavicius utiliza lo que entiende como estilo godardiano. Se trata de un compendio de recursos de desrealización de la ficción con los que va condimentando esta comedia de puesta en escena convencional y descartable sobre una mujer que está de novia con un imbécil. No se trata de hacer una defensa de Godard ante una posible injuria, o de considerar cualquier relato sobre su vida como algo intocable por el cine. A Godard hay que criticarlo, y si se puede haciendo cine. El suizo declaró que esta película era una idea muy estúpida y sus realizadores corrieron a poner la frase en el afiche, tal vez porque para Hazanavicius el cine de Godard sea, como dicen algunos de los personajes que habitan el film, “una cosa bella y llena de libertad”. La frase peyorativa utilizada en el poster sería entonces otro acto godardiano libre, y hasta incluso rebelde, frente a ese Godard, triste, amargado, demasiado serio, muerto. Desde ya que es una no-lectura del cine de Godard. Como buen publicista, el director de Godard Mon Amour considera que en sus películas hay un estilo definible y que como tal puede tomarse prestado, readaptarse, como un molde para jugar. Al igual que en El Artista, la forma es un hecho absolutamente separado del contenido, un agregado. Y si en esa película la nostalgia se daba por el pasaje de una forma de hacer cine a otra nueva, en Godard Mon Amour lo que parece lamentarse es que el director no haya realizado más películas en el estilo de Sin Aliento (1959), que serían desde su punto de vista menos comprometidas, románticas para con el cine y más divertidas. Obviamente la perspectiva parece la de un estudiante de cine que todavía no descubrió la relación existente entre la primera etapa de la nouvelle vague y el cine clásico norteamericano. La idea del cine americano es inexistente, con lo cual lo único oponible a la (discutible) etapa maoísta de Godard es la superficie Pop de sus primeras películas. Entonces Godard se comporta durante todo el metraje como un burgués ingenuo, al que siempre se le rompen los anteojos en medio de los enfrentamientos de mayo de 1968. Aquí no hay nada de la angustia generacional burguesa que se veía en las películas de Eustache o (Philippe) Garrel. Esos films, a los que se les podría encontrar un síndrome suicida como regodeo trágico, al menos surgen del temperamento de aquella generación. Hazanavicius se comporta como un joven estudiante de cine que descubrió frases de Pasolini sobre los burgueses de Francia y creyó ver oro. Lo que se termina retratando es un ser bastante despreciable y egocéntrico, cuya visión política está atravesada por una confusión que habla más mal de él que de una utilización de las contradicciones como proceder político. Estamos ante una película anti-política, donde la militancia es una enfermedad ridícula que conduce al vacío y la muerte, una que no se lamenta y que no representa caída alguna. Para Anne parece ser simplemente lo que fundamenta la separación con este loquito egoísta, y para Hanavicius es tal vez lo mismo -pero con el agregado de que también resulta un poco tierno, porque es un genio y le tenemos cariño. La evidente crítica a la utilización del cuerpo femenino como objeto queda obsoleta, además de que parece no entenderse lo deliberado de ello como operación política en las películas de Godard. Así sucede en el momento en que notamos que todo el film se subordina por completo a la sombra de su figura, que de sostenerse como se propone, debería ser secundaria y operar sobre el personaje de Anne, permitiéndole estar en el centro. Al adaptarse a eso que entiende como estilo godardiano, no solo lo separa de su política; también se despoja a Wiazemnsky de su subjetividad. Finalmente la cuestión queda clara: Anne es la minita que escribió el libro que sirve para pasar un buen rato con las divertidas aventuras del Maestro.
Hace algunos años, cuando le preguntaron a John Carpenter cuáles eran sus videojuegos favoritos del año, puso entre los mejores a Tomb Raider: Survivor, de 2013. Resignado ante la poca frecuencia de películas que viene manejado el maestro, incursioné en su recomendación lúdica. Independientemente de mi estima incondicional hacia el maestro, el juego me pareció excelente. No jugaba a Tomb Raider desde aquella edición en la que Lara Croft, su ya célebre personaje, arrancaba la aventura luchando contra un tigre en medio de la selva. Pasaron muchos años y ahora los videojuegos de aventuras tienen, además de gráficos sorprendentes, construcciones narrativas mucho más complejas, con escenas casi “fílmicas” y un entramado de personajes más amplio. Lo más interesante de Tomb Raider: Survivor, que al igual que este nuevo film se constituye como el “origen” de Lara, era la capacidad para entender a su personaje como a una heroína en construcción, que pasaba de ser una chica con culpa por haber sacrificado a la tripulación de un barco a convertirse en la salvadora de todos. Lara era vulnerable y uno, interactivamente, la iba acompañando en el proceso de experiencias y situaciones. En Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft pasa algo parecido. Lara (Alicia Vikander) es un personaje con caprichos e ingenuidades que se va sumergiendo en la aventura, pero a la vez transita momentos de miedo, dolor y debilidad. Es bien sabido que los héroes son mejores cuando son personas comunes. De alguna manera esa es la esencia: encontrarse en el momento y lugar indicado enfrentando una situación que no se quiere enfrentar, que se teme enfrentar, porque enfrentarla implica un sacrificio, y que implícitamente expone el deber de realizar una tarea que nadie más es capaz de llevar a cabo. Al contrario de lo que proponen varias películas oportunistas actuales con personajes femeninos “fuertes”, esta simple película de aventuras no nos pide simplemente asombrarnos ante la “mujer-figura”, la súper mujer que empodera desde su genialidad indiscutible. Los mejores momentos del film son aquellos en los que Lara se manifiesta como una chica vulnerable, que casi llora cuando se lastima, que siente dolor. Estamos ante una Lara Croft muchísimo más humana. Una de las mejores escenas se da cuando se reencuentra con su padre después de siete años, al que habían dado por muerto. Lara no corre a abrazarlo ni a que experimentemos aquel momento dramático del reencuentro. Ella simplemente cae al piso de dolor por la rama que se clavó en el abdomen unos minutos antes para que su padre vaya a cuidarla y curarla. Ese punto es clave si queremos entender la manera que tiene la historia de hacernos acompañar el camino de esta heroína. Quizás se deba todo a la relación con su padre. La versión de 2001 con Angelina Jolie era todo lo contrario. Entrábamos al film con ella ya instalada en su enorme y característica mansión, mientras sus sirvientes la observaban entrenar luchando contra complejos y avanzados robots. La relación con su padre (que interpretaba John Voight) era breve y muy desaprovechada. En Tomb Raider: Las aventuras de Lara Croft, en cambio, esto es lo más importante. Podríamos decir que se trata de una película sobre padres y sobre hijos. Esto vale tanto para Lara como para su compañero Lu Ren (Daniel Wu) y para el villano Vogel (Walter Goggins), cuyo fundamento para sus actos es simple y concreto: entregarle el sarcófago a los malos para poder volver a su casa a ver a los dos hijos que abandonó. Ese probablemente sea el mejor aspecto de esta entrega: saber trabajar con los elementos dramáticos aún en una película que derrocha efectos y acción por todos lados y que calca algunos de los rompecabezas de lógica del videojuego. En cuanto a la trama en cuestión, quizás podamos lamentar que solo cumpla una función de McGuffin, siendo únicamente funcional al movimiento de la trama. No porque los McGuffins estén mal, sino porque la cuestión se inicia con un planteo bastante interesante y difícil de deshechar: la tumba buscada es la de una reina japonesa cuya leyenda la retrata como la más despiadada dictadora que usó su poder y fuerza para el mal. Que Lara tenga que enfrentar ese aspecto de la misión, mientras transcurre su propio empoderamiento, podría haber convertido al film en una obra maestra.
Desde que dejó la saga Hostel, Eli Roth parece estar perdido. Sus últimas dos películas fueron un intento de cine político (The Green Inferno) que le salió algo canchero e ingenuo, y un intento de feminismo (Knock Knock) que le salió como un chiste tonto. Pero lo realmente inesperado es que un realizador tan reivindicador de los maestros politizados del terror de la generación del 70 haya hecho, tal vez por dinero, tal vez por diversión, una película lisa y llanamente facha. Conociendo algunos de sus discursos de grandilocuencia, hasta podríamos decir que tal vez para Roth exista algo muy interesante (y muy secreto…) en su experimento de narrar una fantasía de derecha norteamericana en la que el film se vuelve el medio en el que toman forma los deseos de asesinar criminales en las calles de Chicago. Hay algo muy entendible en la voluntad de narrar héroes incorrectos, lo vimos hecho a la perfección por directores como Eastwood o en la extraordinaria adaptación del personaje de Lee Child, Jack Reacher, por Christopher McQuarrie. Pero en Roth se siente lo ajeno, la imposibilidad de trascender lo superficial. Deseo de Matar es una película en la que su director no cree y que tal vez solo apele a un recuerdo nostálgico de las películas de vengadores anónimos de los 70 y los 80, como la original que lo precede. Roth es demasiado progresista como para contar una historia así, entonces la termina narrando mal, tratando de ser justo con su personaje, pero con una justicia demasiado mecánica como para entender la dimensión pulsional de los hechos. En la saga Hostel la cuestión era distinta. Es indudable que Roth tiene una devoción por la destrucción del cuerpo, y entendible (y necesario) que intente poner eso en crisis. En Deseo de Matar quiere poner en crisis una pulsión por matar que le es ajena, tanto en términos culturales como en términos de clase. Puede llegar a ser muy interesante la forma de mostrar los procedimientos de la adquisición de armas de fuego, los videos en internet, las publicidades, hasta incluso se vuelve muy acertado el momento en el que la vendedora de armas va “seduciendo” a su cliente. Todos esos elementos son los que pertenecen al Roth demócrata y que pretende ser históricamente riguroso. Pero cuando quiere entrar en la mentalidad de su personaje no puede parar de dejar huecos en momentos clave, de los que huye rápidamente tratando de salir impune. Un ejemplo: cuando el criminal del tatuaje llega a la guardia, Paul (Bruce Willis) lo identifica y hasta reconoce su reloj robado. La pregunta consiste en saber si construyendo una simetría con la escena inicial, se nos dará un momento de duda: ¿es para Paul digno de ser curado este hombre? La narración lo resuelve por él y por nosotros, y el criminal muere sin que Paul llegue a pensarlo, sin que nadie tenga que enfrentar esa pregunta. Roth no es un estúpido narrando, la saga Hostel lo demuestra, pero en medio de toda esta confusión ideológica termina optando por algo híbrido. Deseo de Matar es incapaz de construir un héroe, es una película que intenta narrar la historia de uno sin creer en él, tratando de ser justo de una forma casi técnica. Sin embargo, por honor al relato, la película está de su lado, acompañando a un personaje que carece de heroísmo y resolviendo la trama copiando la resolución de una publicidad.
Uno de los potenciales del cine que más lo preservan como un arte vivo a pesar de todos los cambios y cómodas novedades que buscan dejarlo atrás es que, más allá de su contexto productivo o de la modernización constante de las plataformas, tiene la posibilidad de regresarnos a estados primitivos y originarios. La voluntad del cine puede valerse de todas las herramientas del caos hipermoderno para mantener vivo un enlace con los relatos que nada tiene que ver con la avasallante globalización en la que todo es diplomático, libre, pero congelado. El cine sigue demostrando que es capaz de hacernos atravesar eso como experiencia vital. Todo lo perdido puede restituirse y, siendo relato, volver a imponerse como cultura. En Pantera Negra, la idea de Wakanda como lugar oculto en el corazón de África, no penetrado por la globalización, comienza como una posibilidad prometedora. La caracterización, a la que muchos podrán reclamarle el mismo simplismo que le reclamaron a Avatar (en este caso con las comunidades negras conformadas como tribus, donde los tambores suenan a cada momento remitiéndonos a una idea más o menos acabada de lo que es la música tribal, aquí remixada con un moderno hip-hop), resulta igualmente capaz de conformar narrativamente una tensión interesante con el mundo exterior. Wakanda no conoce los estados de opresión que se viven afuera, le son inconcebibles, funciona como un lugar virgen y por ende secreto, con la amenaza constante de que tal origen arcaico se pierda. Su héroe, T’Challa, Black Panther, príncipe (y ahora Rey) de Wakanda, parece tener el rol de mediar en ese mundo de tensiones. No es de mi interés ahora que nos adentremos en las peripecias de la trama. Tan sólo diremos que, tratándose de un reino, se coquetea mucho con las historias de las tragedias shakesperianas que tantas veces han sido transpuestas al cine, diseminadas como películas de apariencia “menor”. Con eso nos alcanza, aludiendo además a una reciente y extraordinaria trilogía que es Rise, Dawn y War for the Planet of the Apes, cuya matriz shakesperiana se desarrolla no sólo como idea o estructura, sino que la constituye esencialmente en una gran tragedia. Quizás el problema de Pantera Negra sea que su inocente fe en el bienestar mundial se priva completamente de incorporar elementos trágicos. La usurpación del poder por parte de Killmonger, primo no reconocido de T’Challa, tiene ecos de la segunda entrega de El Planeta de los Simios (con la traición de Koba a la comunidad de César). Sin embargo, se parece mucho más a una burda alegoría del triunfo de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. La construcción de Wakanda, esa que comenzaba prometedora e interesante, deviene una representación al estilo punto por punto de la norteamérica ultrajada por la asunción del horror trumpista. Así, Killmonger deja de ser personaje por su mera función reflexiva; y la película, que amaga con darnos la experiencia de lo originario, parece pervertirse a sí misma para convertir a Wakanda en una utopía demócrata globalista (que lejos está de cualquier origen arcaico). Al avanzar la lucha se da una resistencia, y el triunfal regreso de T’Challa la encamina hacia buen puerto. Resulta desafortunado, y sobre todo lamentable, cuando comenzamos a detectar frases directas del Papa Francisco pronunciadas en el lugar equivocado. Lo que comenzó como un regreso al origen nos termina transportando a una conferencia de la ONU, donde T’Challa, ahora de traje, pregona ante todos que Wakanda se abre al mundo. Una de las peores alternativas narrativas del cine, o de lo que con el cine puede hacerse, es esto. Podemos asomarnos y mirar algunas ideas, pero si nos petrificamos (tal vez por no ser capaces de soportarlas), terminamos conduciendo el origen hacia su parodia; en este caso una fría máscara de diplomacia donde la paz se sosteniente imaginariamente, donde T’Challa jamás cae (aunque pueda levantarse) y no hay tragedia, sólo una idea tecnocrática de la política y del mundo.
Cualquier mirada más o menos atenta sobre las películas de terror siempre va a notar algo: cuando el guion está bien construido (y con él sus personajes), la manifestación monstruosa o el villano tiende a funcionar como un espejo trastocado del personaje principal o de alguno de sus aspectos. Para decirlo más directamente: en el drama construido por el relato hay un personaje que tiene sus propios conflictos y el “monstruo” es la figura que hace que estos salgan a la luz, que se expresen, estallen, y se constituya una lucha. Las figuras monstruosas ponen en movimiento a la trama y a los personajes, y así el terror conecta con una de las bases fundamentales de los géneros, que es el melodrama. Entre ambas partes hay una relación bidireccional (y hasta a veces de identificación) que nos salva de lo arbitrario. En La Bóveda (The Vault), la construcción podría ser digna pero se vuelve mediocre y, luego, arbitraria. Tenemos una situación de robo de banco prolongado que va deviniendo en otra completamente distinta, donde los fantasmas de los rehenes de un robo anterior (en 1982) reaparecen como verdugos a cobrarse venganza. Hasta ahí todo puede salir bien porque, además, tenemos algunos personajes sobre los que podemos depositar ideas. Francesca “hija de Clint” Eastwood interpreta a Leah, uno de los miembros de la banda de ladrones que vamos conociendo durante el metraje. De una forma casi azarosa y llena de vacíos narrativos, se nos conduce a pensar que su conflicto pasa por la autoridad, o más bien su capacidad para mantener el orden durante el robo. Pero el contexto es pobre y todo lo que nos acerca a la voluntad de los personajes se diluye, como si fuera tan sólo una palanca para hacer avanzar las acciones del relato. Michael, su hermano, desarrolla en su personaje toda una sensibilidad para con los rehenes que nunca alcanza a tener su fundamento, como si simplemente se tratara de su rol funcional al guion. En el robo anterior, el ladrón se volvió locó y torturó a los rehenes hasta matarlos. Con eso como antecedente, y si tratamos de encontrar alguna relación bidireccional, Leah debería tener algún tipo de eco. Lo que aparece ahí es un enorme fuera de campo como tensión que la película ni siquiera comienza a entender cómo manejar, y termina limitándose a hacer una inverosímil escena (completamente fuera de tono) en la que ella casi electrocuta a otro personaje con una lámpara convertida en picana. Otra pura palanca para coser puntos sueltos. Pero si hay algo que termina de demostrar que la La Bóveda es un fracaso tanto como película criminal como de terror, es la innecesaria vuelta de tuerca a la que nos somete al final. Una de esas que sólo aspiran al ligero asombro, casi automático, de acción y reacción ante un pequeño giro del guión que incluso está burdamente “explicado” con la puesta en escena durante el relato y que nos hace enganchar las fichas del juego. La película se termina de coser pero en su pura superficie, sin nada relevante debajo, puesto que no hay ninguna verdadera fe en el género.
Últimamente las películas de Bigelow vienen insistiendo en una suerte de realismo formal, que pide ser visto en algunos de sus rápidos movimientos de cámara o en zooms un tanto exagerados. Vivir al Límite (The Hurt Locker) y La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty) establecieron esa norma, ambas centradas también en hechos históricos identificables y altamente referenciales. Bigelow parece interesarse por realizar el trabajo de cronista, como si sus films se encargaran de hacer una cobertura, con la mayor “fidelidad” posible, de momentos o acontecimientos relevantes. A lo que se nos invita es a asistir a un determinado marco contextual y temporal, a atravesar la experiencia. Así como en La Noche más Oscura podemos vivir los momentos que circundan la cacería a Bin Laden, en Detroit asistimos a un caso de brutalidad policial en una redada que representa el corazón de las rebeliones populares de 1967 en esa ciudad. De todas formas, la estrategia no consiste solamente en una simulación de realidad (con toda su precisión aparente en la reconstrucción de época), sino que ya de entrada, la película se organiza meticulosamente con estrategias que nos van llevando a su núcleo dramático y de relato. La primera secuencia, el desalojo del bar clandestino, calca la metodología del personaje de Gene Hackman al comienzo de Contacto en Francia (William Friedkin, 1971), una obra que podría conformar el perfecto ejemplo para su tiempo de un nuevo realismo formal, siendo paradójicamente el epicentro de un cine que estaba recuperando su potencia narrativa en los años setenta. Al principio de Detroit, el detective negro primero golpea a su infiltrado en frente de todos y se lo lleva a un cuarto donde simula golpearlo más (mientras recibe su habitual información), para luego salir y poder continuar el desalojo. Se trata lógicamente de una puesta en escena y que en este caso se orienta a disciplinar. Más adelante será la principal metodología de los policías (que ahora son blancos) a lo largo del caso que la película expone. Aquel primer detective no aparece más, y en esa secuencia parece comenzar todo, tal vez venga a ocupar el lugar de caso ejemplar. Así, Detroit marca sus reglas de representación, y de tal manera continúa abordando situaciones que sacan contradicciones a la luz. En un relato donde la autoridad cuestionada es la policía (para con los ciudadanos negros), arrancamos con un detective negro implementando su mismo modus operandi. Luego se nos empareja en punto de vista con un guardia de seguridad negro que se ve obligado a ejercer funciones de mayor autoridad y fuerza durante la redada. Cerca del final, cuando es interrogado, la película produce un equívoco notorio, al mantenernos en duda acerca de los policías que lo increpan. De alguna manera, estas contradicciones afinan el panorama, aportan a la sensación de realismo, pero al mismo tiempo son sostenidas por la compleja construcción de los personajes. Los dos interrogadores se presentan como pesados y violentos. Se elabora todo un panorama de racismo exacerbado en el fuera de campo, que luego es revertido cuando entendemos que ambos interrogadores son los que llevan adelante el procesamiento de los policías racistas. Bigelow parece jugar con las contradicciones que se arman en la cabeza del espectador, como si constantemente intentara mostrar que de su relato se desprenden aristas más complejas que una mera polarización racial. Aun así, el centro temático es claro, y aparece casi como declaración ilustrada en la secuencia animada que inaugura a la película. El juego de la identificación (más precisamente, la identificación con personajes polémicos) es una constante de Bigelow que a esta altura ya se siente, por momentos, como una ingenua provocación. En todo caso, si dejamos pasar el aparente oportunismo en todo eso que el film adopta como tema (y que lo hace hasta parecer ideológicamente contrario a la cacería a Bin Laden de La Noche más Oscura), adentrarnos en la lógica de algunos personajes se vuelve reconfortante, particularmente con el cantante que termina en el coro de la iglesia. Más allá del señalamiento contextual, didáctico, y del funcionamiento “ejemplar” de algunas escenas de Detroit, se tornan más interesantes los momentos que fundamentan una lógica cultural e incluso espiritual. En ese territorio no hay lugar para la didáctica; allí encontramos solamente lo que produce el timbre de una voz, cargada ya no de datos, referencias polémicas ni juicios, sino de sentido.
Últimamente suelo desconfiar de las películas del género que tienen pósters con diseños minimalistas y tipografías cuidadosamente elegidas. Inevitablemente las asocio a esta camada de nuevas películas sofisticadas sobre las que ya me expresé varias veces. Cuando empieza ¡Huye! ya se puede sentir que ese plano con steadycam de la caminata por el suburbio busca referenciar a Halloween y que se note, y segundos más adelante la tipografía del título está quizás demasiado cuidada y espaciada para encajar de forma muy elegante sobre el fondo de árboles pasando en la ruta, así que mi predisposición no puede ser peor. Lo que sigue después es todo eso dándose vuelta para terminar destruyendo mi mala predisposición y una excelente y temible película de terror. Este texto va a estar repleto de spoilers. Sería un poco difícil escribir sobre una película que depende tanto de sus resoluciones y vueltas sin revelar los detalles centrales de la trama, así que voy a asumir que el que lee lo hace a conciencia. ¡Huye! parece una película muy rosquera, y un primer visionado puede ser por momentos confuso. Sabemos que la familia algo trama, pero no sospechamos que Rose es parte de eso también, entonces muchos puntos hacen ruido. Todo el sistema de verosimilitud puede entonces molestar hasta el momento en el que se confirma lo que no temíamos: ella también es parte, y con eso, se revela también su peor costado. En ese momento la película se vuelve aún más terrible. Pero si tan solo nos detenemos a tomarnos en serio lo que se está poniendo en juego, ¡Huye! es una película despiadada sobre la zombificación, como también lo fue en su momento La Serpiente y el Arco Iris de Wes Craven (1988). Ahí la zombificación era una clara forma de poner en escena una doctrina política de terror, acá la zombificación es una forma de posesión que tiene fines culturales y liberales. Pero en síntesis, las dos películas se ocupan de que los procedimientos de zombificación sean experimentados desde el punto de vista más incómodo de todos, el de la víctima que atraviesa la progresiva pérdida del control de las cosas y de su condición de sujeto. Por eso son películas desesperantes, trabajan con la impotencia. Una de sus partes más efectivas está en toda la construcción de mirada que la película articula, y para eso nos sumerge, sin obligarnos a verlo, en todo el aspecto cultural que puede haber alrededor de la idea de un negro dirigiendo una película de terror sobre negros. Eso también es muy importante siendo que lo que se pone en juego es la subjetividad: su posesión, su uso, su posible pérdida. Por eso ¡Huye! necesariamente debe trabajar con la mirada, y así es que entramos al mundo de su protagonista fotógrafo a través de las imágenes que vende, colgadas en su piso a modo de galería, con un blanco y negro tan estereotipado como los universos de barrio bajo que retrata. Chris es un artista de categoría, que afeita su rostro negro con espuma blanca mientras espera a su novia que parece recién salida de un episodio de Girls. La Nueva York de esta película es la demócrata liberal, donde toda mirada es respetada y las diferencias no son visibles (al menos por cómo se contemplan en el lenguaje). Para Rose, así manifiesta, es inverosímil preguntarse por el posible problema de que Chris sea negro, así como también es inverosímil que el policía le pida documentos a Chris. En ese sentido, sabiendo el final, la película construye personajes brutales. Tanto Rose como su familia arman una fachada sostenida por los elementos más progresistas de la cultura norteamericana. Es una puesta en escena, pero quizás deberíamos creerle al padre cuando dice que Obama fue su presidente favorito. Los objetivos de la zombificación son culturales y liberales, y hasta cierto punto estéticos. Requieren de una vida en aparente plenitud para los afroamericanos, ¿y qué gobierno mejor que el de un presidente negro del Partido Demócrata? Lo escalofriante de todo eso es que entonces estos personajes no necesariamente mienten todo el tiempo, y la línea entre la verdad y la mentira es igual de difusa que la que hay entre el racismo declarado en un individuo y el racismo estructural oculto en una sociedad. Cuando aparece el personaje de Jim (Stephen Root), el millonario ciego, la cosa se organiza todavía más. Además del peligro que supone esa zombificación en sí, todo se encauza y vemos una consecuencia concreta, lo que completa el proceso: usurpar el cuerpo para usurpar la mirada. Jim busca poseer un ojo que no tiene. Tal es la manera que tiene la película de capitalizar esa materia prima negra. Hay un constante terror a esa consecuencia, en la que una posible mirada negra es arrebatada. Incluso el personaje de Rod, el amigo, funciona como un aparente peón de la cultura blanca al ser caracterizado, en superficie, como el convencional negro acompañante. Finalmente sucede algo, por suerte, inesperado y polémico, y la resolución de las cosas termina mostrando que las peripecias de Chris fueron producto de su corrimiento hacia lo blanco (su máscara de espuma blanca), y que la salida fue gracias a Rod. No es una lección, es una contradicción productiva: sostener la subjetividad es también hablar y mirar desde donde se está, aunque trágicamente implique hablar y mirar desde donde lo han puesto a uno. ¡Huye! es la gran película de terror del 2017, sin dudas. Casi toda su lectura puede irse hacia la concretamente político pero no hace de su política una fachada, sino todo lo contrario. Tan solo necesitamos ver el final alternativo y compararlo con el que finalmente quedó para agradecer que no haya caído en una visión alegórica del sistema carcelario. ¡Huye! es política porque es más que eso, y también porque es una película decisionista: nos vamos de la película con Chris en el auto, y los bandos en esa lucha quedaron claros, dejando a Rose en el asfalto, para que muera de frío y miedo.