Pandilla de antihéroes Un grupo de hombres estafados por un millonario decide vengarse robándole su casa. Podría pensarse a Robo en las alturas como la contracara de Misión: Imposible 4 : donde el muñecazo de acción Cruise –dicho con todo respeto- funciona como núcleo y número 10 de un universo efectivamente imposible (chiches superlativos en su ironía y tecnología, desafíos acrobáticos tipo Batman, épica que le queda grande incluso a 007), Robo en las alturas apela a lo concreto, a lo posible, a la humanidad, a la jugada en equipo para narrar un robo gigantón, pero palpable físicamente. Obviamente es la contracara de misma monedota, el tanque hollywoodense, pero la película decide poner los pies en la tierra -bah, en Nueva York-, y más específicamente en un edificio de categoría que, aunque no se diga, se parece demasiado a la Trump Tower. En ese edificio, Ben Stiller no solo es el líder de los empleados, sino cumpa de los residentes, especialmente de un financista que la va de amigazo y que es interpretado con esa maldad buenísima que solo Alan Alda, veterano de la escuela Woody Allen, puede construir. Será ese financista quien sea detenido por estafa. El problema: parte de los estafados son Stiller y compañía, quienes deciden tomar el asunto en sus manos (junto al vecino criminal de Queens, interpretado por Eddie Murphy y un financista caído en desgracia, el siempre dientudo y eficiente Matthew Broderick). Armada la pandilla de héroes de la clase trabajadora, sólo queda programar el reviente del penthouse con vista al Central Park que posee, en su living, una memorabilia cinéfila: la Ferrari de Steve McQueen. Ratner es, como sus personajes, un laburante (de hecho renunció a su changa como director de los próximos Oscar). Un director de esos que parecen llamados usando la guía telefónica pero que, como buena mula, saben cómo arrastrar y llevar a destino aquello que Hollywood convierte en carreta. Pero, ouch, al mismo tiempo Ratner ya mostró varias veces su Mr. Hyde (la saga Rush Hour ). En Robo en la alturas , Ratner logra desactivar estereotipos para activar personajes o, incluso, hacer creíble la ciudad increíble: la comedia radica antes que en explotar el lugar común Stiller –el incómodo Focker que se reprime- o Murphy –la risota, entre otros vientos-, en darle tiempo a la interacción verbal no realista pero tampoco sobreescrita de sus personajes. Robo en las alturas tiene sus abolladas de Ratner cuando se pone Hyde (sobre todo en la secuencia final, donde se roba la memorabilia bajándola por toda la torre), pero puede, a fuerza de trabajo, hacer un filme de algo que podría haber sido un Grandes Exitos soso, autómata y superpoblado.
Catástrofe en Moscú Emile Hirsch protagoniza este filme sobre una invasión extraterrestre. La última noche de la humanidad posee una trama genérica: cuatro americanos, dos chicas y dos chicos, en un bar cool en Moscú, asisten al aterrizaje de miles de medusas capaces, con el mero contacto, de reducir a cenizas a cualquiera. El resultado: la pandilla bolichera cruzándose con diferentes sobrevivientes y escapando de los invasores. Sí, suena a que aprovecharon el software “gente achicharrada en cenizas” que Spielberg usó en La guerra de los mundos . Y algo de eso, pero muchísimo menos Tom Cruise y más aventurero, hay.El Apocalipsis está en voga. Es sabido.La última noche de la humanidad toma la fórmula del género catástrofe y entra -un poco para poder guardarla en algún lugar y otro por marcha del orgullo de lo berreta- en el pedigrí de la clase B. Pero no de esa que autoconscientemente escribe la B con pilas de dólares y sonrisita canchera, sino de esa sincera clase B, que va usurpando el cuerpo del tanque de turno hasta mutar su forma.Esa usurpación sabe dónde atacar en La última noche...: no hay casi regodeo visual y sí hay velocidad y ferocidad narrativas. Hay ideas para mutar el manual en papel picado. El director Chris Gorak ( Terror en Los Angeles , editada directo a DVD) se mueve por su fin-de-la-civilización mezclando instinto y cicatrices cinéfilas.El instinto de Gorak doblega lugares comunes cuando aprovecha la textura de esa Moscú en ruinas (el avión en el medio del shopping es una postal infernal, potente, y Gorak sabe construir esas imágenes) y recurre a ideas visuales entre vintage y decididamente reincidentes (la visión subjetiva de los marcianos invisibles símil Depredador ).A lo John Carpenter y su La niebla aunque con más presupuesto, Gorak aprovecha bien los espacios amplios para recrear ahí donde solo hay éter a sus monstruos invisibles. En ese sentido, es vital el actor Emile Hirsch, devoto de su rol de héroe casi de caricatura (no por nada fue Meteoro ). Y es ahí, en su fe, donde se amalgaman los elementos del filme de Gorak.Las cicatrices cinéfilas de Gorak incluidas en esa mezcla: el ya mencionado Carpenter pero en estado gaseoso, la berretada digital a lo Peter Jackson (los marcianos parecen de una publicidad de cereales) y la caracterización de los rusos a lo Comando . Gorak logra que todo ese gigantesco y caótico combo sepa aprovechar cada pecado, cada cliché, cada delirio para dotarlo de una épica clase B: seca, monstruosa y, de forma invisible, muy poderosa.
Vidas paralelas Rafael Spregelburd y Mía Maestro protagonizan este drama. La opera prima de Alejo Taube, Una de dos , era un pequeño pero bien construido filme acerca de cómo los sucesos de diciembre del 2001 se reflejaban en un pueblo. Su crudeza capturaba, antes que un mundo, un estado. Había, sí, cierta rigidez en lo actoral, que anulaba a veces esa sensación de improvisación que aparecía en otros tramos. Esa huella de un registro teatral que atenta contra la potencia del relato es más visible en Agua y sal .Aquí, Taube narra dos historias. Agua, que sería la historia de un matrimonio de buena posición (Spregelburd y Maestro) que no puede concebir un hijo. La película los muestra primero, en Mar del Plata, paseando, en el puerto, y el instante donde él tiene un accidente en el mar. Sal es un relato ubicado en Mar del Plata: una menor de edad (Paloma Contreras) y un pescador (otra vez, Spregelburd) se enamoran, ella queda embarazada pero él fallece en un accidente.Lo teatral del registro le quita esa textura que tanto Mar del Plata como el lujo ascético de la pareja infértil parecen querer contagiarle a la historia. Y el doble rol de Spregelburd exige mucho: esa conexión entre los personajes, que jamás logra respirar lo suficiente para generar paralelismo, termina dejando a la deriva dos historias que, en singular, tenían más posibilidades de funcionar. Esa deriva, a veces intencional, otras involuntaria, termina hundiendo los pequeños aciertos, como la actuación de Contreras.La película nunca alcanza la intensidad ni la emoción que sus grandes temas (el amor, la muerte, la paternidad) requieren para conectar con el espectador. Y hasta el dream-team técnico/artístico que acompañó a Taube está lejos del nivel de sus mejores trabajos.
Tiburón de agua dulce Un grupo de amigos se topa con tiburones en sus vacaciones. Y pasa lo inevitable... Lo sabe hasta una mojarrita: Spielberg hizo la Gioconda de las películas con tiburones. Un perfecto cine-relojito suizo cuyas piezas definen, cuando alteradas, hurtadas o producidas en masa, los límites de lo que puede hacerse con un bicho que anda masticando gente. Al ratito del estreno de Tiburón , apareció Piraña , de Joe Dante. El director estableció el otro extremo del asunto: la autoconciencia como motor (con aspas de clase B) para la carnicería juguetona. No por nada la recientemente estrenada remake de Piraña era, en sus excesos masticajovencitos en cueros, una hipérbole del modelo Dante. Ahora llega Terror en lo profundo 3D , una especie de versión light del modelo Dante dirigida por David R. Ellis, un director de cultito (tampoco exageremos) con pedigrí clase B. La base para la evisceración está: una pandilla masticable de universitarios símil Barbie y Ken en sus pectorales y curvas decide escaparse un fin de semana a una islita en la sureña Lousiana. Parejitas, histeriqueos, estereotipos bravuconeándose entre sí (los sureños vs. los modelos de ropa interior) hasta que de la nada, y alterando la fauna acuática del lugar, comienzan a aparecer tiburones digitales varios. Obviamente, la pandilla de jovencitos se convertirá, de a uno, en el menú del día de los escualos. Lo que el historial de Ellis, que incluye la mejor película de la saga Destino Final y la demencial Celular , no permite sospechar es el pecado capital en el que cae Terror en lo profundo 3D : su pacatería. El filme se convierte en un raro mutante. Todos sus elementos (actores que merecen ser carnada, voluptuosidades prestas para ser exhibidas, un ejército inverosímil de tiburones) piden a gritos exageración, masacres al borde de la parodia, un ánimo más de travesura. Pero Ellis crea un híbrido, un tiburón de agua dulce: posee todos los chiches de una clase B anabolizada, pero prefiere, la mayoría del tiempo, quedarse con la tensión antes que con las tripas. Es decir, prefiere bajarle el peso a lo guarango (ni una sola teta, y un solo feliz instante de furia visual: un tiburón que salta fuera del agua para engullirse de un zampazo al conductor de un Jet Ski) y jugar casi todas su fichas y recursos al suspenso de ver unas piernitas flotando que no saben que las miran con apetito. Terror en lo profundo (que se exhibe solamente en versión 3D) tiene sus instantes bombásticos, donde la misma locura de la trama se impone y crea salvajismos dignos de verse en la pantalla grande. Pero en la pelea entre delirio y seriedad, Ellis pierde por sus torpes ganas de jugar a ser Spielberg.
Cuando la vida imita al arte Una comedia irlandesa bastante inverosímil. Antes que negra, la comedia en Cuatro muertos y ningún entierro (chiste intertextual que le moja la oreja al clásico británico Cuatro bodas y un funeral ) es grisácea. Gris por elección visual del director Ian Fitzgibbon, que tiñe todos los tramos del filme –gracias a la fotografía de Seamus Deasy- de una constante oscuridad, un mundo donde siempre está nublado (es notable la ausencia del sol). Y también gris porque la vida de los dos protagonistas posee ese tono e indefinición: Mark (el cara de equino Mark Doherty), actor desempleado en la ficción y guionista del filme, y Pierce (Dylan Moran), guionista con bloqueo mental y económico (hace tres meses no paga el alquiler). También andan por ahí, no por mucho, el hermano paralítico de Mark, su novia, su perro y el dueño de la casota colonial en ruinas donde se desarrollará la mayoría del filme. Cuando parece que todas las luces van a dar ese giro británico del desempleado con desodorante de canto a la vida, de forma accidental pero tan inverosímil que deben ocultarlo, empiezan a morir los habitantes de la casa. Una especie de Destino final más cercana al humor negro circa la década del 60 en Inglaterra que al de Muerte en el funeral (aunque algo de eso hay, en menor y menos populista escala). Cuatro muertos y ningún entierro oscila entre la crueldad demasiado evidente y discapacitada a la hora del gag, como mostrar al guionista diciéndole al apagado Mark que debe “Mostrar un poco de Errol Flynn, Tom Selleck, Tarzán” y una sutileza en las actuaciones, que al mantener un tono realista y nunca histérico que camufla el germen “¡escondamos el cadáver!” (que, en definitiva, no hay más que eso), permiten que no se desborde el asunto. Ese control –que incluye un poco de gore , pero siempre apto para todo público- es quizás el lastre que hunde al filme en cierta monotonía, en cierta parsimonia para la comedia negra que termina por desactivar la potencia de tanta muerte a la Tom y Jerry .
Un Seinfeld devaluado de Palermo Opera prima de Martín Viaggio, sobre un cuarentón que entra en crisis. ¿A quién llamarías?” pregunta el anónimo y cuarentón protagonista de, sí, A quién llamarías , opera prima de Martín Viaggio. Se lo pregunta a su novia que deviene ex, a su ex -madre de su hijo-, a su amigo abogado, a su padre. A casi todas las personas que se cruza en su deriva urbana, iniciada por su separación y continuada en problemas familiares, histeriqueos y charlas in extremis sinceras que abarcan desde la práctica de la odontología a la duda universal sobre si ellas sabrán “lo importante que es para nosotros que les guste tragar”. Suena fuerte, sí, y de hecho esa provocación a cierta concepción “Susanita” del mundo es el músculo que A quién llamarías atrofia. Lo urbano va cediendo lugar ante la obesidad de un síndrome, digamos, “Arjona” a la hora de los diálogos (el actor Roberto Birindelli es bastante parecido). Al exponer tan caricaturescamente a su protagonista y su cínica visión del mundo, siempre contrastada con la cotidianidad supuestamente pacata que lo rodea, lo convierte en algo ridículo, en una especie nada graciosa y toda gestual de un Seinfeld versión Palermo Soho. Las dificultades narrativas –o ausencia de narración- agiganta esa condición: todo parece diseñado para el retruco superficial. Dentro de cien ejemplos, que abarcan desde el sexo virtual hasta armar equipos de fútbol entre “quienes abortaron y quienes no”, quizás el más crucial es cuando él habla sobre el jugo de cartón: “¿Cómo alguien se da cuenta si un jugo es artificial o no?”. La respuesta vendría siendo: cualquiera que no sea un personaje escrito para ser un sabelotodo en una crisis superficial y, uff, raquítica de humanidad.
La mujer orquesta Sarah Jessica Parker trabaja, educa y se enamora en esta comedia. Cómo lo hace? viene siendo la pregunta a cómo cuernos Sarah Jessica Parker, la Carrie de Sex & The City , lidia con la apabullante (al menos así la construye el filme) lista de cositas para hacer que implica tener una familia de dos niños y un trabajo. La lista incluye desde la compra de bagels a, bueno, prácticamente resolver los misterios de la vida (todo hecho pidiendo constantemente perdón). El guión de la película va por el lado “una madre es como una torre de control de aeropuerto” (sic), pero en clave de comedia romántica, aunque troca el foco del romance del príncipe azul a la familia. La guionista es Aline Brosh McKenna, escriba de El diablo viste a la moda y Un amanecer glorioso , dos apóstoles del fenómeno llamado chick-flick (película de minita , algo que suena mucho más cavernícola traducido). Al igual que esas primas, ¿Cómo lo hace? plantea un ámbito laboral donde el crecimiento de la protagonista la aleja de la familia. Desde el uso intermitente del falso documental y la voz en off constante, se maquilla el derrotero de comedia pizpireta, urbana y canchera. Pero aún así hay una extraña y ajustada contradicción: todo está construido de una forma que se lee caricaturesca, pero que intenta disfrazarse, en sus momentos sentimentales, de sinceridad y termina sonando a moralina. El galán que la corteja es, literalmente, 007, y el día que ella se queda sin teléfono, el nene se cae de la escalera (y así de hipérbole todo), pero cuando tiene que hablar del embarazo para convencer a una amiga que titubea, todo suena, musiquita incluida, a dogma antes que a corazón. Aunque a favor del director McGrath, esa ambigüedad se da también con: la cinefilia (la cita al clásico de Howard Hawks, Ayuno de amor , asemeja a un espejismo), la maternidad (los nenes tienen tanta personalidad como en una publicidad de un jabón antiséptico), el amor (los ojitos Bambi de Sarah y listo), los actorazos (Greg Kinnear, Pierce Brosnan). Y hasta los piojos caen en la lista, en una escena tilinga como pocas, donde los bichitos se asemejan a una debacle nuclear (ay, chicos del norte, son unos exagerados). ¿Cómo lo hace? es prisionera de su horrible y raquítica visión del mundo, que ha superpoblado la pantalla de los tics de la Parker, monomanías nada graciosas (la obstinación con ridiculizar a madres que pasan siete horas en el gimnasio) y exageraciones que se creen humanas.
Tres no es multitud Un melodrama centrado en la relación entre un padre, su hija y una travesti. Ale (Camila Sosa Villada) es una travesti cartonera y modista que vive en la Aldea Rosa, un asentamiento de travestis. En una de sus recorridas, se cruza una familia rota y de clase alta: Manuel (Rodrigo de la Serna), ebrio, desmoronado, peleando con Julia (Maite Lanata, Alma en El elegido ), su hija. Desde ese momento, Ale –inspirada por las cartas de la ausente madre de Julia, Mia- y Julia comienzan a crear un vínculo materno-filial, que va venciendo la furia del padre para crear una convivencia nueva para los tres. La ópera primera de Javier Van de Couter repite, pero agregando realismo, la fábula indie de la “persona opuesta a determinado imaginario que se entromete en él y, por ser más buena que Lassie, se gana su cariño”. De Couter mezcla un clasicismo casi Disney en esa construcción del afecto (escenas de aceptación o caricaturas, como la borrachera casi ridícula pero constante del personaje de De la Serna) con una crudeza casi documental, no por eso menos romántica y pintoresquista. Pero sus paralelismos obvios (la referencia a El joven manos de tijera ), la necesidad de subrayar el choque de mundos desde las caricaturas vencidas (como esa pandilla que le dice “puto” a Ale) y cierto abuso de la expresividad de Villada y Lanata (hay un subrayado de sus sentimientos, intensificado desde la música) agobian toda la potencia que podía existir dentro de esta especie de Cenicienta anclada en una marginalidad real.
Denuncia y religión Un fallido drama de Pablo César protagonizado por Dalma Maradona. El sitio concreto donde comprobar la forma en que el cine de Pablo César se convierte en caricatura de sí mismo, en Orillas , es la actuación de Dalma Maradona. Su personaje, una empleada doméstica a la que una serie de hechos desafortunados la llevan a ser víctima de una violación (la idea mística del destino está remarcada a crayón), acaba, precisamente, de ser violado. Durante el resto del filme, caminará como un zombie de pelo pajoso, penitente. Lo zombie y atrofiado de ese andar, contrapuesto con la naturalidad ”wachiturra” de Leonel Arancibia es el perfecto contraste entre las virtudes –poquísimas- y los defectos –intercontinentales- del filme. La historia va mostrando paralelamente una serie de cruces que finalizan en tragedia en ese mundo villero de Isla Maciel y la enfermedad terminal de un joven en Africa. César oprime la naturalidad de Arancibia y su pandilla: la convierte en una maqueta antes que en cine: todo parece armado, sin vida, zombie. Y cuando plantea la distancia de clases sociales se pone Teletubbie: niños de clase alta que toman “merca” (lo dicen como Batman dice batimóvil ) y no saben cuánto sale el boleto de tren. El melodrama, mezclado con las imágenes religiosas y la denuncia, adquiere su peor forma. César, en su capacidad de asfixiar cualquier potencial del plano, genera la misma sensación de limbo tanto acá como en Africa.
El suplicio de una madre De Luis Ortega, con su hermana Julieta. Ser parte del clan Ortega es exponerse a las radiaciones de los rayos paparazzi: cada gesto, cada palabra, cada cacho de piel, cada discusión callejera son tomados como hipérbole de algo no muy bien definido, pero aún así impreso una y otra y otra vez. Luis Ortega (1980) entonces parece responder al chiquitaje con cine: Verano maldito , su nuevo filme, es una propuesta extrema, áspera, personal. Basado en un relato del escritor Yukio Mishima llamado Muerte en el estío , Ortega se anima a pisar un terreno movedizo y narra, con Alejandro Urdapilleta de coguionista (y una pequeña aparición), la historia de una madre que ha perdido a dos de sus tres hijos en un accidente en la costa. Pero Ortega elude la paz del original para tirarse al vacío de filmar la locura antes que el duelo. No busca la construcción del todo-va-a-estar bien: aprovecha lo imposible de comprender, esas ausencias, como pasaje hacía una extrañada lucidez que demuestra el sinsentido del día a día. La propuesta narrativa de Ortega es someternos a lo intempestivo de esa madre perdiendo la razón. Ella es Julieta Ortega. Y Ortega, hermana de Luis, se entrega por completo a su rol: se exhibe, se desnuda, se compromete. Hay en su sensualidad un contraste con ese infierno donde ahora camina. Es Julieta Ortega a quien Luis observa como sigilosamente: en su casa, en el jardín del hijo, en la cama. Pero más allá del gigante trabajo de Julieta el problema aparece cuando Luis sobrecarga su abismo. Como si no confiara en lo monstruoso, Ortega opta por aumentar la idea de locura, por ejemplo, desde el uso de música improvisada. Recurso que pareciera restarle potencia, forzar una lectura. En otros momentos, el sacrificio de Julieta Ortega es retratado mostrando la proeza actoral (por ejemplo, la escena del trío con los turistas) antes que pensando en cierta organicidad para construir la locura. O, al contrario, se deposita tanto en ella, en su cuerpo, que se hace difícil ver todo lo ajeno a ella como una caricatura (como sucede cuando su personaje se enoja en una fiesta de alta sociedad y explota contra la dueña de casa). Luis Ortega se muestra, se expone, y confía en el cine, quizás sobreescriba a nivel estético (substrayéndole fuerza al dolor y a la locura), pero hay algo en su ferocidad y su personalidad que lo diferencian del resto del cine argentino.