Descubriendo la identidad El primer largometraje de Martín Rodríguez Redondo, Marilyn (2018), director del cortometraje Las Liebres (2016), narra la historia del despertar sexual de un adolescente y el proceso de construcción de su identidad en un entorno conservador y hostil por parte de su familia y la sociedad que lo rodea. Situada en una localidad rural al sur de La Plata, la trama indaga en un caso real emblemático de discriminación en Argentina. Marcos es un adolescente que vive con sus padres y su hermano mayor en una granja en una zona asediada por merodeadores que matan a las vacas por su carne. La muerte del padre de Marcos acelera los tiempos de la inserción del adolescente en la rutina de la casa mientras el joven le oculta como puede a su familia sus inclinaciones sexuales en medio de un verano muy caluroso. A la vez que la situación con los cuatreros se torna insostenible y el dueño de la chacra intima a la familia a irse para mejorar la seguridad, los jóvenes de la zona hostigan a Marcos, que decide mostrarse tal cual es en el carnaval. La relación con Federico, otro joven de La Plata, le da un respiro al protagonista pero el ocultamiento de su identidad a su familia tendrá graves consecuencias para el futuro de la pareja. Con una extraordinaria actuación de todo el elenco y principalmente del protagonista, Walter Rodríguez, Marilyn desarrolla un gran relato sobre las transformaciones y los momentos más transcendentales de los cambios en la vida de un joven. A pesar de ser un film de temática LGBT, el periplo funciona como una historia universal sobre el rechazo conservador a lo diferente que rompe con los moldes preestablecidos. El guión cansino de Rodríguez Redondo junto a Mara Pescio y Mariana Docampo crea una trama de momentos paradigmáticos y traumáticos en la que el descubrimiento de la sexualidad va cediendo lugar a la discriminación y a la violencia de parte de la familia y de toda la comunidad, llevando al muchacho hacia una situación insostenible e imprevisible. Marilyn se adentra en la identidad LGBT a partir del choque entre la construcción propia de la identidad y la mirada conservadora de la familia y el pueblo, dos instituciones sociales que consideran su comportamiento como una perversión que debe ser corregida. El conflicto entre ambas concepciones traslada el lugar de la perversión y la degeneración hacia los que hostigan al joven, que solo desea expresar su sexualidad. El film corre los significantes para darle un nuevo significado de libertad a la actitud de Marcos, que solo busca encontrar el amor a través de su identidad. Rodríguez Redondo logra así romper con algunos tabúes construyendo un gran relato que estremece por su realismo y plantea interesantes interrogantes sobre las preconcepciones de las instituciones sociales, las nuevas dinámicas familiares y el odio cimentado por la intolerancia y la ignorancia.
Fantasmas en las cortinas La muerte de su hermana Rina sume a Marcela (Mercedes Moran) en una ensoñación embotada y extraviada en un duelo demasiado doloroso como para no alborotar la monotonía de su vida familiar cotidiana y encaminarla hacia su inconsciente y los recuerdos de su familia. La ópera prima de la actriz María Alché como directora, Familia Sumergida (2018), retrata la vulnerabilidad de una mujer adulta ante la muerte de un ser querido, abriendo por primera vez la puerta a la comprensión de la propia mortalidad. Esta visión genera un extrañamiento respecto del mundo, desatando recuerdos oníricos que se confunden con la realidad. Con un guión propio, Alché crea una historia sobre la familia, los recuerdos perdidos que se encuentran en las fotos, los libros, las prendas y los lugares combinando las teorías del filósofo francés Henri Bergson llevadas a la literatura por Marcel Proust con un estilo cinematográfico similar al de Lucrecia Martel, quien la dirigió como actriz en La Niña Santa (2004), su primera incursión en el cine. Marcela entra en un trance ante la necesidad de vaciar la casa de su hermana fallecida y deshacerse de sus cosas mientras sus hijos y su esposo siguen con su vida sin pensar demasiado en Marcela o en su familiar fenecido. La ayuda de un amigo de su hija, apesadumbrado por la cancelación de la posibilidad de un trabajo en el exterior que lo deja a la deriva y sin un proyecto, alivia el dolor y la lleva a distenderse un poco, olvidándose de sus obligaciones, de su hermana y de su familia, al menos por un tiempo, compartiendo gratos momentos en un limbo de dos. Pero su familia parece no notar siquiera su ausencia ni su distancia, sus sentimientos melancólicos o su necesidad de escapar de la rutina de un verano inusual y confuso. Los recuerdos se erigen como la base del film de Alché, tanto a nivel de los momentos íntimos que Marcela edifica con sus hijos o con su joven amigo, como los recuerdos que rememora en las tertulias con sus tías y demás familiares, cargando esas escenas de una gran intensidad emotiva que se apodera de los personajes y de la cámara. En este sentido, las extraordinarias actuaciones de todo el elenco liderado por Mercedes Morán, que incluye a Esteban Bigliardi, Marcelo Subiotto, Ia Arteta, Laila Maltz, Federico Sack, Diego Velázquez y Claudia Cantero, dan cuenta de un trabajo muy logrado de creación de la esfera hogareña. Familia Sumergida se destaca también por una extraordinaria fotografía soñadora a cargo de Hélène Louvart, responsable de Pina (2011), uno de los grandes documentales de Wim Wenders, y Las Maravillas (Le Meraviglie, 2014), el poético film de Alice Rohrwacher. Las imágenes captan la desesperación ante la imposibilidad de encontrar una salida a la mortalidad y la añoranza de otras épocas, donde toda la familia se reunía para realizar un ritual cálido y entrañable que quedaba en la memoria emocional como un recuerdo imborrable. La ecléctica música de Luciano Azzigotti también aporta al clima nostálgico y alucinatorio de Familia Sumergida, un film en el que los recuerdos y la intimidad cambian de formas para ofrecer al espectador grados y valores sobre la institución familiar.
Todo en familia Sangre Blanca (2018), el segundo largometraje de la realizadora argentina Bárbara Sarasola-Day, narra la angustia de una joven ante la muerte súbita de su compañero de viaje en uno de los pasos fronterizos entre Argentina y Bolivia debido a la ruptura de una de las cápsulas de cocaína que transportaba en su estómago. Cuando Manuel, el novio de turno con el que viajaba por Bolivia muere, Martina (Eva de Dominici) llama a su padre biológico, al que no conoce, para que la ayude a deshacerse del cuerpo y sacar las capsulas de cocaína que los narcotraficantes que los convencieron de pasar por la frontera le reclaman. La obra construye su narración a partir de la desesperación de los protagonistas ante una situación que los lleva al límite, demostrando la verdadera naturaleza cruel y calculadora del ser humano. Mientras que Martina, reconociendo sus limitaciones, busca utilizar a todos en una actitud que oscila entre la premeditación sociópata y la impotencia desesperada, su padre busca evadir el problema y resolver la situación a la brevedad para retornar con su familia rápidamente y no volver a ver nunca más a su hija. Ambos representan los polos opuestos de una relación familiar insostenible pero que por el bien de ambos debe llegar a buen puerto, al menos hasta que resuelvan su dilema. La narración se construye sobre los puntos ciegos del pasado de ambos personajes, el abandono del padre, interpretado por Alejandro Awada, y la imagen ficticia que Martina se ha creado de él a partir de las reveladoras historias de su abuela. Este abandono marca una distancia insondable entre ellos, creando una situación tensa pero a la vez familiar entre padre e hija en una trama sórdida sobre el narcotráfico y la muerte. En varias escenas ambos intérpretes logran una dureza manifiesta que manejan con gran habilidad y profesionalismo generando un gran efecto realista. Eva de Dominici y Alejandro Awada realizan aquí una gran labor actoral interpretando a dos personajes cuyos anhelos se encuentran enfrentados. Entre ambos sostienen un film sobre un tema tan crudo y delicado como la utilización de turistas para el tráfico de drogas entre países latinoamericanos, que expone las estrategias de los carteles para transferir todo el riesgo a las mulas. Secundados por Sergio Prina, Dominici y Awada crean una relación imposible entre ellos, destinada a destruir sus vidas si alguien los descubre. La banda sonora de Santiago Pedroncini aporta al clima angustiante de la propuesta una música de arreglos minimalistas y desgarradores de guitarra que acompañan la desesperación de los protagonistas. Con un guión descarnado, Sangre Blanca construye aquí una visión muy sombría sobre los atajos de una clase media en crisis para conseguir dinero y escapar de su condición, los peligros que acechan a los mochileros ingenuos que vagan por Latinoamérica con sus sueños sin fronteras y las consecuencias del abandono de los padres. La realizadora de Deshora (2013) consigue retratar el hundimiento de unos personajes atrapados por sus malas decisiones y decididos a continuar con un derrotero infame que los conduce al borde del abismo.
La resistencia como única instancia El tercer largometraje del realizador uruguayo Álvaro Brechner, La Noche de 12 Años (2018), narra la historia del aislamiento que sufrieron en su cautiverio tres de los ocho principales dirigentes de la agrupación política de izquierda Tupamaros durante la Dictadura Cívico Militar que gobernó Uruguay entre 1973 y 1985. Basada en el libro Memorias del Calabozo, de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro, un testimonio en tres tomos de su atroz confinamiento, publicado por primera vez en 1989 y reeditado con prólogo de Eduardo Galeano en 2003, el film se centra en el período de doce años en que los autores y José “Pepe” Mujica fueron confinados en solitario y declarados como rehenes del régimen junto a varios compañeros más. Siguiendo el estilo poético, cansino y crudo de Rosencof, autor de obras como Las Cartas que no Llegaron (2000) y El Barrio era una Fiesta (2005), Brechner recrea el arresto de los militantes tupamaros durante la presidencia de Juan María Bordaberry en 1972 y el cambio en las condiciones de confinamiento acontecido a partir de la ruptura constitucional con la complicidad del mismo mandatario hasta la declaración de amnistía en 1985, tras la recuperación de la democracia. La intención de la obra de Brechner es representar de forma realista las estrategias de supervivencia de Mujica, Rosencof y Fernández Huidobro para mantener la cordura a través de los recuerdos familiares, contraponiendo la voluntad y la convicción de la lucha por un mundo mejor con el odio de los militares fascistas. De esta manera el film establece una lucha de los militantes por aferrarse a su humanidad mientras la dictadura que los encarcelaba y les negaba sus derechos humanos la perdía y por ende perdía sus valores, cayendo en la ignominia absoluta. La Noche de 12 Años reconstruye con gran realismo la tortura física y psicológica a la que los protagonistas se vieron sometidos por parte del régimen genocida uruguayo pero también la amistad que entablaron en circunstancias extremas con algunos de los militares que los custodiaban. Las buenas actuaciones de todo el elenco recrean la crudeza de una historia de supervivencia y resistencia a la locura repleta de odio de los militares uruguayos y sus cómplices civiles. Ya sea a través del aislamiento, las golpizas indiscriminadas, la privación de comida y diversas vejaciones, el opus presenta el verdadero calvario que los luchadores sociales sufrieron y su voluntad de vivir y recuperarse para convertirse en los baluartes de la política y la cultura que hoy representan en su país. Mientras que el actor español Antonio de la Torre compone a Mujica, el Chino Darín interpreta a Rosencof y Alfonso Tort a Huidobro, tres protagonistas del triunfo del Frente Amplio en Uruguay que rompió el obsoleto bipartidismo liberal conservador con la fuerza de la militancia y la lucha social, evidenciando que la represión no solo nunca logra su cometido sino que une aún más a los luchadores sociales encaminándolos hacia su objetivo.
Pasión anárquica Soledad (2018), el primer largometraje de ficción de Agustina Macri, directora que ya había realizado dos documentales, SodaCirque (2017) y Carnacalipsis (2016), es la adaptación cinematográfica de la biografía de Soledad Rosas, una joven argentina que, tras ser arrestada en Italia a fines de la década del noventa bajo la infundada acusación de ecoterrorismo, es encontrada muerta en la habitación de la casa donde se encontraba detenida. Vera Spinetta interpreta aquí a una joven de una familia de clase media que en un viaje por Italia se involucra con un grupo anarquista de Turín. Conviviendo con los jóvenes ácratas en casas abandonadas que ocupan ilegalmente se enamora de Edo, el más radical del grupo, que la introduce en la ideología libertaria contra el sistema capitalista y la burocracia estatal. Coescrita entre Paolo Logli y Agustina Macri, la película es la adaptación de la historia novelada de la protagonista escrita por el periodista argentino Martín Caparrós y publicada en el 2003. A diferencia de la obra de Caparrós, el film de Macri falla en la construcción del contexto que rodea la muerte de Soledad y en la caracterización del movimiento okupa anarquista italiano. La obra tampoco consigue retratar demasiado al personaje de Soledad, enmarañándose en un caos que solo logra resolver en parte y resumidamente a través del relato de la hermana y escenas que no cuadran con la narración. Con reminiscencias lejanas en algunas escenas a Los Cien Pasos (I Cento Passi, 2000), el extraordinario film de Marco Tullio Giordana sobre la vida de Peppino Impastato, a Sacco & Vanzetti (1971), la maravillosa y emotiva recreación del juicio y la ejecución a los famosos anarquistas norteamericanos, de Giuliano Montaldo, y Der Baader Meinhof Komplex (2008), de Uli Edel, el opus sobre la historia de la RAF (Red Army Faction), Soledad intenta emular sin éxito la reconstrucción de un hecho que fue un suceso mediático y político muy importante en Italia por la utilización de la policía y la justicia para la persecución ilegal sin ninguna prueba de un grupo político que decantó en dos muertes dudosas. Si el libro de Caparrós lograba narrar una historia que remitía a la tradición antifascista y libertaria italiana con mucha información y una impronta poética y narrativa propias de su estilo periodístico, remitiéndose al nombre de la película titulada en Argentina Amor y Anarquía (Film d’amore e d’anarchia, ovvero: stamattina alle 10, in via dei Fiori, nella nota casa di tolleranza…, 1973), de la directora Lina Wertmüller, Soledad se centra más en el personaje indescifrable de la protagonista, interpretado de forma parsimoniosa por Vera Spinetta. Desgraciadamente Macri pierde la oportunidad de recrear un momento fundacional de la consolidación de la lucha contra el neoliberalismo a través de los grupos antisistema, sin tampoco encontrar las motivaciones de la joven ni las condiciones sociales que la llevaron a abandonar su viaje por Europa para unirse al grupo libertario. El revuelo causado por el caso a nivel local también está completamente ausente, no registrándose ninguna de las manifestaciones políticas al respecto. Tampoco hay una descripción de la falta de oportunidades laborales para los jóvenes argentinos bajo las políticas neoliberales que llevaron a la joven a tomar las decisiones que eligió ni ninguna mención a discusiones políticas, más allá de una retórica juvenil de dudoso carácter rebelde. Soledad no consigue así adaptar el espíritu del libro de Caparrós ni tampoco crear un film coherente, ofreciendo tan solo una especie de resumen caótico de la obra del escritor y de la experiencia desoladora y trágica de Soledad.
La diáspora Cada comunidad y cada contrato social tiene crímenes y fantasmas en su constitución. En 1945 (2017), el último film del realizador húngaro Ferenc Török, los espectros de los muertos fallecidos durante la conflagración sobrevuelan alegóricamente un pequeño pueblo de Hungría pocos meses después de la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial para exponer a sus compatriotas que los traicionaron en una película que combina el drama social con la narración histórica. En un día como cualquier otro, con la guerra ya terminada y la paz retomada, mientras todos los residentes comienzan su rutina en el pueblo, la llegada del tren trae a dos misteriosos visitantes inesperados con un cargamento de artículos de farmacia. Su procesión por el pueblo pone nerviosos a los habitantes que se aprestan a celebrar el casamiento del joven hijo del alcalde con la hija de una familia campesina. Los taciturnos desconocidos generan tan solo con su parsimonia ceremonial un gran revuelo y de pronto todo el pueblo discute sobre los dos extraños caminantes, sus intenciones y el destino de su cargamento. La trama descubre así la complicidad del alcalde y varios ciudadanos en el arresto y deportación a los campos de concentración de una familia judía durante la ocupación nazi para expropiarles todas sus propiedades y pertenencias, develando los cambios sociales ocurridos durante la guerra y dejando un frágil statu quo en un pueblo que se debate entre la independencia, los restos de la colaboración con el nazismo y el malestar por la presencia del ejército soviético. La memoria del crimen y la verdad de la historia se ciernen así junto a la posibilidad de que los viajantes hayan llegado a hacer justicia por sus camaradas entregados a los antisemitas genocidas poniendo nerviosos a los cómplices de los nazis. Filmada en blanco y negro, 1945 es un film cautivante en el que se destaca su fotografía preciosista y las extraordinarias actuaciones de un gran elenco que sobrelleva la tensión de un guión coescrito por el propio director junto a Gábor T. Szántó, en una alegoría realmente brillante sobre la memoria, la verdad y la justicia. Una música lánguida y disonante envuelve a los personajes de la película, marcando su ligazón traumática con el pasado que esconden y resaltando los crímenes cometidos durante el transcurso de la contienda mundial en uno de los países que acogieron con mayor fervor la locura nacionalsocialista. Pero 1945 es también una obra con una construcción contextual muy fuerte que refiere al año en el que comenzó el cambió en el mapa geopolítico de Europa a través de las disputas electorales, marcadas a fuego por la influencia del ejército soviético en la imposición de los candidatos afines al comunismo. Ferenc Török logra crear así una historia sobre el pasado de su país y de toda Europa para abrir las heridas y darles un cierre, homenajeando a las víctimas y exponiendo a los cómplices del genocidio con el resultado de una metáfora sobre la condición humana y la imposibilidad de esconder los crímenes del pasado que fundan la hegemonía de las comunidades y las naciones.
Control parental El segundo largometraje del realizador argentino Gustavo Tobal, coescrito junto a Ulises Porra, Acusada (2018), es un thriller alrededor de un juicio en contra de una joven de veintiún años acusada de matar a su mejor amiga. La trama se centra en la duda sobre la culpabilidad o inocencia de Dolores (Lali Espósito) respecto del crimen. Mientras que la madre de la joven asesinada ha convertido la acusación en una cruzada por justicia, los padres de Dolores han contratado a un abogado de alto perfil para que defienda a su hija, a la que controlan en todo momento. Algunos flashbacks y los testimonios de los testigos y la acusada van dando pistas sobre los acontecimientos de la noche del asesinato y sobre las distintas versiones, que parecen converger en el encono de la acusada contra la víctima por la difusión de un video íntimo. La actuación de Espósito es correcta, sin destacarse demasiado, apoyándose en todo momento en un gran elenco compuesto por Leonardo Sbaraglia, Inés Estévez, Daniel Fanego, Gael García Bernal y Gerardo Romano. La mayoría de los primeros planos son caprichosos respecto del relato y la protagonista tampoco impone una presencia avasallante que los justifique. Espósito incluso parece incómoda con el género y con un guión demasiado forzado que lleva la historia hacia la confusión y la intrascendencia. El film trabaja sin ahondar demasiado sobre la idiosincrasia de los jóvenes y su aparente falta de emociones, los choques entre la visión del mundo de padres e hijos, la imposibilidad de comunicación generacional, el miedo a perder a los hijos y la obsesión de control de los padres sobre la vida de los mismos, una extraña característica de la actualidad que pretende encerrar a las familias en una vida sin riesgos en una sociedad donde es imposible soslayar las desigualdades sin un cinismo patológico. Pero el tema principal del opus es la libertad, construida a partir de una dialéctica con su contrario desde las diferencias entre la libertad de estar fuera de la cárcel, ser declarada inocente o de emanciparse de unos padres sobreprotectores. La libertad esta encarnada aquí en la figura de un puma que vaga libre como un fantasma por la zona, sólo divisado a lo lejos por algún vecino pero sin una corroboración en un intento de alegoría sin correlato narrativo. Las buenas escenas, que suelen incluir el protagonismo de los personajes secundarios, no son la norma, incurriendo demasiado en cuestiones juveniles que no cuajan con la historia en un intento de llevar un típico film sobre la construcción de un caso de defensa judicial hacia los códigos y las prácticas adolescentes. Los virajes son de todos modos tímidos y se circunscriben a unas pocas escenas que no agregan demasiado al relato de las peripecias y los problemas de las familias de clase media alta de zona norte. La historia falla también en la construcción de suspenso principalmente por la pasividad de Espósito y su falta de motivación para manipular o convencer a la defensa, sus padres, sus amigos e incluso al espectador. Pero el principal problema son los vaivenes de un guión que no parece saber para dónde ir y termina intentando abarcar demasiado en una historia que no lo demanda. A pesar de la buena fotografía de Fernando Lockett, responsable de La Vida de Alguien (2014), de Ezequiel Acuña, ni Tobal ni Espósito logran construir una propuesta interesante ni de género, ni tampoco crear la alegoría sobre la libertad que pretenden, cayendo en una narración anodina y desaprovechando actores y situaciones que demandaban otro carisma.
El secuestro secreto El último film del extraordinario realizador iraní Asghar Farhadi, Todos los Saben (2018), es su primer trabajo completamente fuera de Irán, ya que sólo un segmento de El Pasado (Le Passé, 2013) transcurría en Francia, y cuenta por primera vez en su aclamada filmografía con un elenco completamente hispano parlante. Situada en un pueblo de España, la película narra los conflictos sociales al interior de una familia de terratenientes venidos a menos y el encono producto de los cambios sociales con respecto a los habitantes del pueblo en que viven en una situación desesperada, disparada por el secuestro de una adolescente en medio de una fiesta de casamiento. Lo que parecía una gran y emotiva reunión familiar para celebrar el matrimonio de una joven de la alta sociedad del pueblo se convierte en una pesadilla cuando la hija de Laura (Penélope Cruz), Irene (Carla Campra), es secuestrada en medio de los festejos sin dejar rastros. A partir de esta situación Farhadi analiza con mucha paciencia los conflictos sociales que atraviesan los personajes desde los cambios de posición de clase, los enfrentamientos dentro de la familia, el rencor de los otrora acomodados por su estrepitosa caída, las tradiciones que perviven y las que se pierden en el vertiginoso presente, la delicada convivencia entre el clan y el resto de la sociedad como una familia más, y la difícil situación económica hispana que siempre sobrevuela en las condiciones materiales a ambos lados del Océano Atlántico. Farhadi dirige Todos lo Saben al estilo de un artesano obsesionado por la perfección y las metáforas, actitud que puede ser ejemplificada en el comienzo del film con una escena lírica en el campanario de la Iglesia, lugar de las travesuras juveniles pero también símbolo del retroceso de la influencia de la religión en la vida cotidiana, de la pérdida de valor de la Iglesia como espacio comunal y de su cambio de estatus, pero también de supervivencia como un emblema del pasado y de la tradición. Pero la España bucólica, sus instituciones y paisajes, funcionan para el director de La Separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011) como un escenario ideal para estremecer los cimientos sociales a través de un secuestro que debe ser mantenido en secreto para salvar la vida de la joven cautiva. Como en las obras anteriores del responsable de El Viajante (Forushande, 2016), film ganador del premio Oscar a mejor film en lengua no inglesa, en Todos lo Saben la narración pone hincapié en las actuaciones de un gran y consagrado elenco que realiza una tarea extraordinaria, ofreciendo actuaciones realmente convincentes y emotivas donde se destacan Penélope Cruz, Javier Bardem, Elvira Mínguez y Bárbara Lennie, Ricardo Darín y Eduard Fernández. Los personajes pasan de la alegría del reencuentro con Laura y su familia que vive en Argentina a la desesperación por el secuestro, la impotencia y la inacción de la mayoría de la familia, pero también se destacan las sospechas y el odio que sale a la superficie en un opus que recorre la distancia entre el drama y el thriller con gran detallismo y una aguda mirada inquisitiva. Aunque el personaje interpretado por Darín no sea creíble por cuestiones de la idiosincrasia argentina, su actuación es muy buena y su función en el film es muy concreta y certera para el desarrollo narrativo. En este sentido, las actuaciones y las escenas dramáticas entre Bardem y Lennie, dos grandes actores que interpretan a una pareja en crisis ante la situación que viven, funcionan como ejemplos de la justeza del guión y del tono de un relato que estremece por su realismo y su sensibilidad frente a los problemas sociales. Con Todos lo Saben Asghar Farhadi vuelve a demostrar que es uno de los directores que mejor interpretan los conflictos sociales que subyacen enterrados en el inconsciente colectivo del presente sin atender a concesiones, dejando al desnudo todas las miserias que salen a la superficie cuando las condiciones sociales se tensan hasta el borde de la ruptura debido a un suceso traumático.
Las hijas de la dictadura El último film del reconocido realizador argentino Pablo Trapero, La Quietud (2018), indaga en los conflictos de una familia de clase alta vinculada a la última Dictadura Cívico Militar en Argentina. El largometraje de centra en la relación de dos hermanas, Mía y Eugenia, interpretadas por Martina Guzmán y Bérénice Bejo, unidas por una profunda e inusual relación a pesar, o tal vez producto de, la distancia y las cicatrices que la vida les ha dejado, marcando un fuerte y resistente lazo fraternal. Con un patente protagonismo de las dos actrices principales acompañadas por Graciela Borges, quien interpreta a la madre de ambas, y la participación secundaria de Joaquín Furriel y Edgar Ramírez, la película desarrolla una historia de carácter marcadamente femenino que interpela las secuelas del genocidio perpetrado por los militares argentinos y sus cómplices e instigadores civiles durante de década del setenta a través del tamiz de la lucha de los organismos de Derechos Humanos por la búsqueda de la Memoria, la Verdad y la Justicia como ejes de convivencia y contrato social. En una obra recargada de planos secuencia y abruptos cambios de tenor musical, la trama se abre con el regreso de Eugenia, la hermana mayor, quien vive en París, a la Argentina debido al accidente cerebrovascular sufrido por su padre, que se encuentra en grave estado tras ser citado a declarar por la apropiación de inmuebles y propiedades de varios detenidos desaparecidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los principales centros clandestinos de detención ilegal que funcionaron en la Argentina tras el Golpe Cívico Militar de 1976. El reencuentro entre Mía y Eugenia es intenso e introduce al espectador en un vínculo emocional profundo y de gran belleza, captado con delicadeza por la cámara del director de El Clan (2015) en un opus donde predomina una imagen estilizada sobre el universo suntuoso de las clases hegemónicas, sus gustos e intereses, prolegómeno también de sus miserias y gran leitmotiv del guión del realizador en colaboración con Alberto Rojas Apel. El film cruza en todo momento los límites de la moral burguesa para llevar al espectador de un drama de clase al sainete grotesco que representan las clases hegemónicas argentinas en pleno estado de descomposición social a pesar de su rol dominante en los ejes productivos, económicos y políticos del país a través del sistema de castas absurdas que reproducen. Aunque algunas actuaciones parecen forzadas en ciertas escenas, La Quietud logra desnudar la intimidad de las miserias que denuncia para anteponer la memoria, la verdad y la justicia a la penosa construcción de mitos por parte de los restos putrefactos de la oligarquía terrateniente argentina y sus lacayos escribanos y abogados. En su noveno film Trapero consigue retratar el proceso de desmoronamiento de una familia de parásitos en proceso de desintegración exaltando dialécticamente los resultados del choque entre amor y desamor, pasión, odio y obsesión, en relaciones complejas y enrevesadas que buscan complacer y lastimar al mismo tiempo. Las buenas actuaciones de todo el elenco se funden con una fotografía que hace hincapié en detalles y gestos reveladores de la psicología de los personajes, mientras que la música busca destacar situaciones y escenas que comienzan o culminan algún momento conflictivo y significativo del relato. La Quietud es así una nueva intervención sobre el presente a partir de una pesquisa en torno a nuestro traumático pasado autoritario y sus secuelas sobre una generación interpelada a tomar partido a riesgo de perder su estatus social y sus ingresos.
Una tensión imposible El último trabajo del realizador argentino Rosendo Ruiz es un drama costumbrista sobre un docente de cuarenta años atrapado en espacios compartidos que anhela encontrar un lugar propio para poder despegarse de las dependencias que lo atan emocionalmente, impidiéndole romper con un círculo vicioso de conflictos personales. Mientras busca un departamento para mudarse solo en la ciudad de Córdoba, Alejandro mantiene un enfrentamiento manifiesto con todos los seres cercanos a él. Si con su madre la convivencia ha llegado a un punto de hartazgo mutuo en una dialéctica de amor y odio, la tensión con su hermana y el marido de ésta es explícita y las peleas con su pareja son constantes. Cuando a la madre le diagnostican cáncer de pulmón la tirantez de las relaciones se agravan y los conflictos morales se desatan a la vez que la posibilidad de mudarse se convierte en una quimera para aquel que no es dueño ni tiene un trabajo fijo en blanco a tiempo completo. Casa Propia (2018) indaga en algunos de los problemas emocionales causados por la imposibilidad de la construcción de un espacio simbólico personal que le permita escapar al protagonista, aunque sea un rato, del alboroto de la vida cotidiana. El alquiler de un departamento se convierte aquí en una alegoría espacial de la creación de un santuario propio que le permita escapar de las vicisitudes y las exigencias familiares y de las relaciones que lo abruman y no le permiten relajarse ni disfrutar de su nueva situación laboral. Ruiz se apoya en la dirección de fotografía de Pablo González Galetto para construir escenas cerradas en una Córdoba de matices desiguales con una arquitectura heterogénea, barrial, en la que la precariedad y el abandono son signos de la desidia pública y privada ante los problemas estructurales de una de las ciudades más importantes de la Argentina. Con una gran actuación de Gustavo Almada, acompañado por un extraordinario elenco compuesto por Irene Gonnet, Maura Sajeva, Mauro Alegret, Yohanna Pereyra y Eugenia Leyes Humbert, el film de Ruiz conduce al personaje principal hacia un choque anunciado contra sí mismo debido a las tensiones irresueltas que acumula sin cesar. Regulando la tensión, el opus del director de Todo el Tiempo del Mundo (2015) analiza así desde distintos ángulos las relaciones familiares, la amistad, la relación filial entre hermanos y las relaciones de pareja adultas para ponerlas en conflicto y encontrar en la contraposición de puntos de vista las contradicciones de todos estos vínculos, la ruptura de los paradigmas y la construcción del espacio como un protagonista tácito, donde la visibilidad de los lugares imaginarios cuestionan las condiciones emocionales que producen ciertas situaciones sociales que encierran a las personas en lugar de liberarlas de sus problemas.