Crónicas terrestres Los japoneses, a través de la animación, fueron los primeros en reconocer la importancia de la producción para adolescentes. En la actualidad las obras protagonizadas y dirigidas a este segmento están en pleno auge, tanto en la literatura como en el cine, surgiendo obras anodinas, como la saga de Crepúsculo, o películas con una trama más profunda, como Nerve (2016), de Henry Joost y Ariel Schulman. En El Espacio entre Nosotros (The Space Between Us, 2017), un proyecto aeroespacial privado asociado a la NASA logra financiar una misión tripulada a Marte con el fin de habitar una colonia recientemente creada, la Texas Este. En camino hacía el planeta rojo, la comandante Sara Elliott (Janet Montgomery) descubre que está embarazada, lo que causa un gran revuelo entre los directores de la misión, que debaten que hacer ante la situación. Finalmente el director, Nathaniel Sheperd (Gary Oldman) decide que el niño debe ser criado en Marte, ya que es muy probable que no pueda sobrevivir el viaje a la Tierra debido a su débil estructura ósea, producto de su gestación en el espacio. Tras dieciséis años confinado en Marte, Gardner (Asa Butterfield), el primer ciudadano marciano, cuya existencia es un secreto para la opinión pública, ansia conocer la Tierra y a su amiga virtual que vive en Colorado, Tulsa (Britt Robertson), con la que conversa por chat y su deseo se hace realidad cuando se le ordena retornar a la Tierra en la próxima nave. Con reminiscencias argumentales a Starman (1984), uno de los iconos de John Carpenter, y a la reciente Mi Novio es un Zombie (Warm Bodies 2013) de Jonathan Levine, el film de Peter Chelsom –Señales de Amor (Serendipity, 2001)- crea una historia sobre la búsqueda de los sueños imposibles. Cada personaje ambiciona aquello que no puede tener, creando una trama clásica de superación de la adversidad bajo la premisa romántica que reza que la juventud busca redimir los errores de los adultos, generando un nuevo comienzo y una nueva oportunidad de llegar a la tan esquiva felicidad negada a las generaciones anteriores. El guión de Allan Loeb se basa en una historia escrita por Stewart Schill, Richard Barton Lewis y el propio Loeb y plantea una mezcla de ciencia ficción con comedia de enredos y amor adolescente que logra cautivar con su simpleza y una narración ágil sobre el encuentro entre dos mundos agregando pequeños detalles interesantes y guiños a films como Las Alas del Deseo (Der Himmel über Berlin,1988), uno de los mejores films del realizador alemán Wim Wenders. El Espacio entre Nosotros logra crear atmosferas que envuelven todas las emociones del film, aunque por momentos se extiende demasiado en escenas que podrían resumirse, diluyendo así algunos climas en la redundancia. Las buenas actuaciones de todo el elenco y una historia que no se centra solamente en el relato adolescente sino que contrapone de forma inteligente la narración de los adultos de los errores que generaron al conflicto que jóvenes deben afrontar, configuran este film de ciencia ficción que aunque no plantee una historia original ofrece una historia solida que apela a aquellos que buscan algo distinto y son capaces de tomar riesgos para lograr su meta.
El juego de la copa El director argentino Ezio Massa (Doble Filo, 2006) regresa con su nuevo film 5 AM: Cinco ante los Miedos (2016), a las fuentes del terror con una historia que utiliza elementos de la idiosincrasia nacional con los clásicos efectos de las nuevas historias del género. Adrián convoca a su productora de cine en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a cuatro de sus más entrañables amigos para una reunión un tanto extraña, en la que cada uno relata historias sobrenaturales. El joven les propone invocar a un espíritu a través del juego de la copa, emulando otros intentos de parientes suyos. Mientras tanto, a unos kilómetros, en la ciudad de La Plata, Mercedes sube al altillo de su casa convencida de que su hijo la necesita. Las historias de los narradores son muy buenas y las actuaciones de destacan en esta propuesta de terror nacional, pero todo queda en la nada debido a un guión demasiado confuso y a un guión que nunca logra construir una coherencia interna. A medida que se desarrolla, la argumentación se va deshaciendo en un relato abigarrado que debe incurrir en argucias para asustar. A diferencia de las nuevas producciones de terror como Resurrección (2015), de Gonzalo Calzada, Ataúd Blanco: El juego Diabólico (2016), de Daniel de la Vega, o de las propuestas de terror psicológico español como Musarañas (2014), de Juanfer Andrés y Esteban Roel, 5 AM no plantea un conflicto, busca sorprender con algo que es obvio en lugar de crear una narración en la que los conceptos enriquezcan el relato y generen un interés en el espectador. A pesar de esto, Massa logra que los actores se adentren en la historia, intentando salvar con sus interpretaciones la falta de profundidad del guión, pero a la larga no es suficiente para remontar la incoherencia del film y las escenas innecesarias. 5 AM queda como una propuesta fallida, incapaz de crear escenas de terror, ofreciendo tan solo sucedáneos que guardan relación con el argumento. Por suerte, todo traspié es un puntapié para nuevas historias y mejores films y el cine argentino y Massa tienen una buena base para regresar pronto con un opus que supere las expectativas.
La Montaña mágica El realizador chino Yimou Zang –La Casa de las Dagas Voladoras (House of Flying Daggers, 2004)- vuelve a lucirse con su especialidad: la construcción de una historia heroica en la China imperial. En esta oportunidad, la historia transcurre alrededor de dos mercenarios europeos que atraviesan Europa para llegar a China desde Mongolia en la búsqueda de pólvora para venderla a los ejércitos feudales europeos sumidos en interminables guerras religiosas y territoriales. Un par de mercenarios que huyen de la persecución de los aguerridos jinetes mongoles se encuentran ante una guerra entre mundos cuando unas bestias verdes parecidas a lagartos prehistóricos atacan un sector de la fortificación medieval china conocida como La Gran Muralla, que divide las ciudades del Imperio Chino de los territorios mongoles. Mientras que William (Matt Damon) es seducido por la belleza de la comandante Lin Mae (Tian Jin) y la unidad del ejército de la Orden Sin Nombre que protege la Muralla, su compañero Tovar (Pedro Pascal) mantiene las esperanzas de escapar con un cargamento de pólvora gracias a la ayuda de Ballard (Williem Dafoe), otro mercenario, que espera desde hace veinticinco años la oportunidad de escapar de la Muralla con sus secretos. Aunque sin descuidar la historia y las actuaciones, el film se centra más en la escenografía y el arte de la recreación de la era dorada de una china imperial gloriosa, en la que el honor y la pertenencia eran los estandartes, que en los aspectos argumentales y la coherencia dramática, que recaen absolutamente en la diestra dirección de Zang, que busca crear una sensación de orden en el caótico y ambicioso guión de Max Brooks, Edward Zwick y Marshall Herskovitz basado en la historia de Carlo Bernard, Doug Miro y Tony Gilroy. La fotografía a cargo de Xiaoding Zhao (Curse of the Golden Flow, 2006) y Stuart Dryburgh (Blackhat, 2015) contrasta por primeros planos de los protagonistas con coreografías marciales recargadas de colores estridentes y yermos paisajes de gran profundidad y belleza, aportando junto al equipo de arte la esencia estética tan grandilocuente como abigarrada a la producción. La Gran Muralla (The Great Wall, 2016) crea así una historia de acción en la China medieval mezclando el relato de caballería, la transformación del antihéroe en héroe con la romántica camaradería militar construida por la literatura del Medioevo, pero enfrentando en esta oportunidad a una manada de voraces monstruos caídos del cielo con soldados chinos y mercenarios europeos en lugar de ejércitos, en una rutina que se repite cada sesenta años. La película ofrece, de esta manera, todo el bagaje de efectos de acción y bailes acrobáticos en medio de luchas encarnizadas que caracterizan al cine espectacular de Yimou Zang. A pesar de no ser uno de sus grandes films, como Héroe (Hero, 2002), la última producción del realizador chino combina exitosamente los elementos de la cultura occidental que propone con el virtuoso exotismo oriental para ofrecer una gran historia sobre la posibilidad de olvidar el pasado y construir un nuevo futuro a partir de la confianza, la camaradería y el amor.
Las grandes planicies Así como los antropólogos toman una distancia epistemológica sobre su objeto de estudio, el realizador escocés David MacKenzie (Starred up, 2013) logra encontrar el tono perfecto para analizar la idiosincrasia norteamericana en todo su esplendor en su último film, Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016). La historia del guionista estadounidense Taylor Sheridan (Sicario, 2015) se centra en una intriga delictiva producto de la recesión económica y la crisis social en el estado de Texas, uno de los estados más retrógrados de los Estados Unidos. Dos hermanos comienzan un itinerario de robos bancarios para saldar una deuda contraída por la madre, que acaba de morir hace unas semanas. Para no perder la granja de la familia a manos de la empresa Chevron, que ha descubierto petróleo en sus tierras, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster), que salió de la cárcel hace poco, desarrollan un plan para crear un fideicomiso tras pagar la deuda con el dinero robado y dejarle así un legado a los hijos de Toby para que no repitan los pasos de su padre. El oficial Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y su compañero, Alberto Parker (Gil Birmingham) elucubran durante la investigación sobre los posibles motivos mientras persiguen la sombra de los delincuentes y se divierten insultándose con bromas racistas como viejos amigos y camaradas de armas. Con algunas reminiscencias narrativas y visuales a Sin Lugar para los Débiles (No Country for Old Men, 2007) de Joel y Ethan Coen, el film de MacKenzie se adentra en la profundidad de Estados Unidos con un espíritu de denuncia para entrever la desolación, el miedo, la soledad, la ira y desesperanza en un territorio quebrado moralmente. Al maravilloso, lóbrego y diestro guión de Sheridan, y a una dirección expresiva y aquiescente de MacKenzie, se le suma el talento intempestivo de un Jeff Bridges único, el acompañamiento extraordinario de Gil Birmingham y una gran actuación de Ben Foster y Chris Pine. La fotografía de Gill Nuttgens busca en el terreno desértico las imágenes de una sociedad a la deriva que demanda la revisión del contrato social que sustentaba la esperanza de libertad y prosperidad. Sin Nada que Perder es un antipolicial que se burla de los Rangers de Texas, de los los ladrones de bancos, y propone una relación tensa entre dos parejas que antagonizan en sus personalidades alrededor de la taciturnidad y la extroversión descarada. La dialéctica entre estas dos relaciones compone una extraña química que combina la fraternidad de dos hermanos abusados por su padre y la amistad de dos policías con muchos años de servicio para crear una alegoría sobre la camaradería y la intimidad del aprecio fraterno. Con un final que homenajea a Lonely are the Brave (1962), el film de David Miller escrito por Dalton Trumbo, Sin Nada que Perder entrega indefectiblemente a sus personajes a una tierra yerma para generar una metáfora tan inocua como perturbadora sobre el alicaído sueño americano y sus esquirlas. La vida se asienta en el desierto como una gota que se evapora sin valor ni posibilidad de sobrevivir en medio de un territorio hostil y así se extingue sin pena ni gloria ni nada que perder.
Las reglas de la abuela Al igual que en el extraordinario film Boyhood (2014) de Richard Linklater, el realizador norteamericano Barry Jenkins traza en su segunda película los vaivenes de la construcción de una identidad como una alegoría sobre las etapas de la vida de un hombre a través de encuentros significativos, traumas infantiles y estímulos sociales que lo rodean. A partir de un drama teatral del joven dramaturgo norteamericano Tarell Alvin McCraney, In Moonlight Black Boys Look Blue, Jenkins realiza su adaptación cinematográfica mezclando crudeza y calidez, en una combinación que busca en la trayectoria de una vida los momentos que definen la personalidad. El film recorre la vida de Chiron, un joven afroamericano, desde su niñez hasta su vida adulta, pasando por su adolescencia junto a su amigo Kevin, su madre Paula, y la amistad y los cuidados de un traficante de drogas y su novia, que se encariñan con el chico. A medida que el tiempo pasa y los parámetros sociales se van repitiendo, los atropellos que Chiron sufre en su infancia se transforman en abuso violento durante la adolescencia y del miedo surge la furia que lo transformará en adulto. La primera parte muestra al niño buscando escapar de la bipolaridad de su madre, una adicta que lo maltrata cuando consume drogas. En medio de la tragedia familiar, conoce a Juan, un traficante que se encariña con él y lo cría como si fuera su hijo. Durante su adolescencia, Chiron es tomado como débil y acosado por varios jóvenes de su escuela que se aprovechan de su talante taciturno y pacifico. Ya convertido en un traficante, se reencuentra con Kevin, su mejor amigo desde la niñez, con el que tuvo un encuentro homosexual años atrás. En medio de los atropellos, el cariño y la ternura de los recuerdos serán lo único que logre traspasar la corteza traumática que lo ha convertido en lo que es. Jenkins trabaja alrededor de la marginalidad de una comunidad afroamericana y su relación con el abuso de drogas duras para crear una obra sobre la relación entre los adictos, los vendedores y las víctimas de un círculo infinito de pobreza y violencia. En este contexto se dan encuentro el machismo exacerbado de la cultura de la droga, con la introducción del componente homosexual, que funciona como una ruptura que contrasta la candidez de la relación con la brutalidad que la rodea. Las actuaciones extraordinarias de todo el elenco son maravillosas. Mahershala Ali, Trevante Rhodes, Alex R. Hibbert, André Holland, Janelle Monáe, Naomie Harris, Jaden Piner, Ashton Sanders y Jharrel Jerome convierten cada personaje en un protagonista inolvidable de una historia prohibida en tres capítulos que se desarrolla con una soltura impecable. De esta manera, Luz de Luna (Moonlight, 2016) arremete con primeros planos que interpelan al espectador a través de gestos sutiles, silencios significativos y discursos lacónicos, que crean una atmosfera de penurias hereditarias que se acumulan como sedimentos que el mar no puede horadar. La crudeza de la vida emerge con un ímpetu ligero y grácil en un film de autodescubrimiento que conmueve a partir de descolocar la mirada para redirigirla de la violencia hacía la calidez de un cariño amoroso fatuo, tal vez la única válvula de escape de un mundo desgarrador.
La fábrica de sueños El musical hollywoodense no es solo un género imprevisible, es prácticamente un salto al vacío en términos artísticos que puede generar el rechazo que tuvieron reconocidos directores como Francis Ford Coppola con Golpe al Corazón (One from the Heart, 1982) y Peter Bogdanovich con At Long Last Love (1975), o la consagración inmortal de films como Víctor Victoria (1982), de Blake Edwards, y Bailarina en la Oscuridad (Dancer in the Dark, 2000), a cargo de Lars von Trier. El tercer film del joven director Damien Chazelle, La La Land (2016) incurre en esto salto de fe al plantear una comedia musical romántica y obsesiva sobre las ilusiones de éxito profesional en el ambiente del cine y la música en Los Angeles, la meca del cine norteamericano. Sin ser completamente un musical, el film comienza con una pieza coral deudora de los musicales de Hollywood clásico como un homenaje y una introducción a modo de resumen sobre los caóticos intereses de Chazelle que se darán cita durante el metraje. Tras una serie de encuentros fortuitos desafortunados en la autopista en medio de un embotellamiento y en un restaurant, Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) comienzan una relación amorosa al tropezar nuevamente en una fiesta. Ella es una aspirante a actriz que deambula sin éxito por los castings y él es un pianista dedicado de free jazz que sueña con abrir su propio local de jazz para melómanos en Los Angeles en una cueva fundacional del género que ahora funciona como bar de samba y tapas. A diferencia de la extraordinaria Whiplash (2014), su opus anterior, en La La Land Chazelle no solo incursiona en el jazz. El film contiene una combinación de géneros con el jazz como espectro musical que lidera este concierto tan armónico como enmarañado. Sin proponer ninguna trama secundaria, la película se centra en la relación entre la pareja protagonista con un tono romántico que oscila entre la comedia y el drama. Mientras que el amor cambia la aproximación de Mia hacía el jazz y le da la confianza y el empujón para escribir, montar y poner en escena un monólogo de su autoría, para Sebastian la relación significa abandonar el fundamentalismo que lo llevaba de fracaso en fracaso para comenzar a tocar en una banda que fusiona jazz con pop de la mano de su amigo Keith, interpretado por el músico norteamericano John Legend. La banda comienza a tener éxito y entre la grabación y las giras de él y los ensayos de ella, la relación de la pareja se resiente y una distancia comienza a crecer entre ambos. Sin ahondar profundamente en ningún tópico pero con agudeza, la película plantea discusiones teóricas, sensibles y musicológicas sobre la supervivencia del jazz, la fusión de géneros musicales y los cambios en la percepción, el consumo y escucha musical. También es interesante y divertida la ridiculización muy del entorno y el mercado que rodea a la música y el cine por su frivolidad y su esnobismo absurdo. La química de Gosling y Stone, quienes ya habían trabajado juntos en Loco y Estúpido Amor (Crazy, Stupid Love, 2011) y en Fuerza Antigángster (Gangster Squad, 2013), se funde con las excelentes actuaciones y las cálidas voces de ambos interpretes, generando una atmósfera romántica que busca encontrar una impronta paradigmática del amor en la actualidad que haga colisionar los sueños con la realidad, no para destruirlos, sino para reconfigurarlos y transformarlos en la fantasía que alimenta la historia del cine. En esta extraordinaria producción también se destaca la labor de Linus Sandgreen –Escándalo Americano (American Hustle, 2013)- en la dirección de fotografía, Tom Cross (Joy, 2015) en la edición, Austin Gorg –Ella (Her, 2013)- en la dirección artística, y la exquisita banda sonora de Justin Hurwitz (Whiplash) La La Land logra combinar exitosamente el enorme cúmulo de ideas discordantes que Chazelle le impone al film a través del guión, y consigue una apuesta que deambula por la fantasía y los sueños a la vez que plantea una crítica de los mismos, lidia con sus propias obsesiones y caprichos como en una escena de una sesión psicoanalítica de Woody Allen. Chazelle encausa así desde la dirección el caos de sus ideas generando armonía desde la disonancia creando una obra que interpela al espectador tanto desde la belleza estética de su propuesta como desde sus ideas recuperando uno de los mejores legados del Hollywood clásico, su carácter de factoría de sueños.
Volver Desde hace ya algunos años las obras del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce han cobrado notoriedad por sus historias desgarradoras, sus conversaciones imposibles y la aproximación a una esencia sobre la incomunicación en la que los seres humanos vivimos. El joven director canadiense Xavier Dolan (Mommy, 2014) retoma el trabajo de Lagarce para ofrecer una visión personal y claustrofóbica de la obra mediante primeros planos que buscan los detalles de cada gesto para crear un sentido vehemente y remarcar, a la vez, la imposibilidad de expresar las emociones discursivamente. Louis (Gaspard Ulliel) es un escritor con una enfermedad terminal que regresa tras más de una década de ausencia al hogar familiar para reencontrarse con su familia. Casi toda su vida adulta ha vivido en Europa, alejado de su familia, pero la necesidad de comunicarles la noticia a su madre y sus hermanos le ha impulsado a regresar a Canadá. Con su llegada, la familia queda revolucionada. Su hermana menor, Suzanne (Léa Seydoux), lo idolatra y busca tanto su aprobación como establecer por primera vez una relación con su hermano ausente desde que era una niña. Antoine (Vincent Cassel), su hermano mayor, de mal carácter, no puede perdonar que Louis se haya ido y menos aún que desee volver y reencontrarse como si el tiempo no hubiera pasado. La esposa de Antoine, Catherine (Marion Cotillard), intenta entablar conversaciones y conocer a Louis, pero su marido desata su cólera cada vez que ella lo intenta. Su madre (Nathalie Baye), por su parte, está encantada con el regreso de su hijo e intenta por todos los medios unir a la familia en este importante acontecimiento filial. Sin embargo, el resentimiento entre todos los hermanos es demasiado grande. El recibimiento no es como Louis esperaba y las demandas de cada uno de sus familiares, que buscan su aprobación, su amistad, su cariño o su desprecio, le impiden informarlos sobre su enfermedad para convertirse en un receptáculo de todas las ansiedades, las esperanzas y los problemas de la familia. Con actuaciones brillantes de todo el elenco, Es Solo el Fin del Mundo (Juste la fin du monde, 2016) construye un relato sobre la comunicación -o su imposibilidad- en un ambiente de encierro, de falta de luz y de incapacidad de escuchar al otro. Los personajes nunca abandonan ni por un segundo su rol de enunciadores y Louis es acorralado como receptor casi sin darse cuenta ni poder impedirlo. Dolan, que es un excelente director de actores, adapta la obra teatral con severidad, creando una obra de gran emotividad con escenas desesperantes que indican el anhelo de una familia quebrada. La fotografía de André Turpin (Incendies, 2010) se pone al servicio de la búsqueda de la incomodidad, de emociones contenidas por mucho tiempo que exigen una descarga. Al igual que en su último film Mommy, el realizador de Quebec dirige un film que pone al espectador ante un océano de sensaciones que golpean como olas y navegan hacía un abismo sin sentido mientras el mundo se termina.
Malditos herejes Las sagas cinematográficas basadas en juegos suelen suscitar un interés más allá de su calidad debido al fanatismo de los seguidores, que en general están más interesados en consumir todo lo referente al producto que en el film en sí. Al igual que con los juegos de video, hoy los adultos también se entretienen jugando con las nuevas y complejas propuestas, aunque el sector adolescente siga manteniendo la ventaja y el liderazgo tanto en el consumo como en el fanatismo. El consumo adulto ayudó a que las productoras encaren mejor la trama de los films. En Warcraft (2016), del realizador inglés Duncan Jones, a la complejidad de la narración y a una historia solida e interesante con matices y profundidad, le sumaba una propuesta estética fantástica de gran calidad, a diferencia por ejemplo de sagas unidimensionales como Resident Evil (2002), de Paul W.S. Anderson. Assassin’s Creed (2016) busca en este sentido crear una historia que combina elementos históricos con características del género distópico referentes a los usos de la tecnología, diálogos interesantes y profundos, y muy buenas escenas de acción. Cal Lynch (Michael Fassbender), un hombre condenado a muerte por asesinar a un proxeneta, es rescatado del cadalso por una organización dependiente de una secta descendiente de la orden religiosa católica del temple, exterminada en la edad media por el Rey de Francia Felipe IV y el Papa Clemente V en el Siglo XIV. Abstergo, la oscura organización con sede en Madrid, la capital española y bastión de la inquisición, busca a través de un proyecto genético, Animus, encontrar a los descendientes de una orden de asesinos nihilistas enemiga de los templarios, la Assansin’s Creed, para escarbar en su memoria genética con el fin de encontrar el paradero de la manzana del edén, un artefacto que le dotó al hombre de libre albedrío. Mientras que la inquisición y los templarios buscan controlar las pasiones humanas y abolir el libro albedrio, Sofía (Marion Cotillard), la hija científica de Rifkin (Jeremy Irons), uno de los líderes de la ONG y líder el proyecto Animus, intenta encontrar la manzana para abolir el germen de la violencia en el mundo. El film combina grandes dosis de acción, especialmente durante el asedio sobre Granada en 1492, durante la lucha entre los asesinos contra los fundamentalistas católicos seguidores de Tomás de Torquemada (Javier Gutiérrez), con una narración ágil que intenta desarrollar el conflicto filosófico y vital entre las sectas religiosas en disputa. Mientras que el destacado elenco encabezado por Fassbender, Irons, Rampling, Ariane Labed, Javier Gutiérrez y Hovik Keuchkerian cumplen con creces en sus roles, Cotillard parece desconectada, como perdida en un personaje que se superpone con el de Irons, pero con diálogos anodinos que no presentan demasiado interés. Assassin’s Creed hace discutir a los diálogos nihilistas de la secta de los asesinos con el fundamentalismo teológico alrededor de la inquisición, en un relato sostenido por las logradas escenas de acción, las buenas actuaciones y un trabajo de dirección muy bueno de parte de Justin Kurzel (Macbeth, 2015). El guión en colaboración de Michael Lesslie Adam Cooper y Bill Collage tiene sus altibajos, pero es reflejo fiel de los problemas de traducción de los juegos al cine. Como toda saga, el opus de Kurzel deja un final abierto que desgraciadamente desluce todo el film por su falta de resolución y su desconexión con el resto, aunque no llega a destruir la propuesta filosófica.
Resonancias oníricas El debut cinematográfico en ficción de la realizadora catalana Anna Bofarull es un film sobre la angustia y la pasión alrededor de las profesiones artísticas. Julia Fortuny (Montse Germán) es una violonchelista de prestigio internacional que da clases e interpreta piezas complejas con ímpetu y un estilo personal reconocido por la crítica y el ambiente de la música clásica y contemporánea. La solitaria intérprete padece desde algún tiempo de intensos dolores en sus articulaciones, sumado a un cuadro de hipersensibilidad, insomnio y falta de memoria que un médico de Barcelona diagnostica sin dudarlo como fibromialgia, un padecimiento neurológico crónico sin tratamiento, tras varias consultas a otros médicos que sugieren un cuadro de estrés debido a las exigencias de la profesión. La mujer intenta cumplir con sus compromisos laborales, mantener un vínculo amoroso con un joven alumno, recuperar su relación con su hija, su hermana, su padre y su madre en estado inconsciente, mientras lucha contra esta enfermedad que comienza a afectar su forma de tocar el violonchelo y sus emociones. El opus de Bofarull analiza la labor del músico en su rol de profesional, ser social y artista, desde un ingenuo pero siempre bienvenido punto de vista romántico. Julia solo ama realmente la música y pone a todo y a todos en un segundo plano, pero cuando la enfermedad le demuestra que su cuerpo comienza un lento decaimiento en el mejor momento de su carrera solista, la urge una necesidad de relacionarse y recuperar a sus seres queridos. El film propone una imagen del músico atrapado entre la sensibilidad y la obsesión por la música clásica en una historia solida pero que nunca llegar a despegarse de sus propios dioses. La actuación de Montse Germán es admirable y logra conmover poniendo el cuerpo a una melómana que sacrificó su vida por la música y debe dar cuenta de ello. El guión de Bofarull logra construir un conflicto interesante y actual sobre el amor por la profesión, la dedicación a la música, las relaciones humanas y las reglas del arte en medio de la belleza de Barcelona y la severidad de una mujer que intenta mantenerse entera a pesar del avance de su enfermedad y los temores que esto le genera. En algunos casos los diálogos son exagerados, algunas escenas son innecesariamente extendidas y los trances no se convierten en peligros que empujan hacía abismos prefiriendo lugares más cómodos, cálidos, aceptables y menos confrontativos con el sentido común y las instituciones sociales; pero el film no solo mantiene un nivel aceptable sino que plantea cuestiones importantes y se da el lujo de ofrecer una banda sonora exquisita con un gran interpretación. Sonata para Violonchelo (2015) no inquieta ni emociona como parece pretender en sus escenas menos logradas, pero conmueve con una historia circunspecta que analiza la vida de un músico que pone a la pasión sobre el virtuosismo, el estilo sobre el academicismo y el romanticismo por sobre el clasicismo en un film que por momentos rompe con sus propios moldes con dispositivos oníricos y resonancias de una música que vive en el corazón y es imposible de acallar por la conciencia.
La política de la piedad El último film del realizador italiano Roberto Andó –Viva la Libertad (Viva la libertà, 2013)- regresa a la arena política al igual que su opus anterior, esta vez para situarse en una conferencia del G8 de las principales naciones industrializadas. Se trata de un interesante thriller de reflexión política sobre el capitalismo, la crisis económica europea y la responsabilidad de los políticos en la misma. El día de su cumpleaños, que coincide con la asamblea anual de los representantes del G8 en Alemania, el director del Fondo Monetario Internacional, Daniel Roché (Daniel Auteuil) reúne a los asistentes y convoca a un sacerdote y a dos prominentes figuras de organizaciones no gubernamentales que luchan contra la pobreza, para debatir sobre política económica. Lo que parecía una maniobra política para incluir a figuras opuestas en el marco de decisiones económicas que expulsarían a Grecia de la comunidad europea, abandonándola a su suerte después de destruir sus industrias, deviene en una situación policial cuando Roché se suicida extrañamente, ahogándose con una bolsa, tras confesarse con Roberto Salus (Toni Servillo), el heterodoxo sacerdote que confunde a todos con sus estoicas respuestas. La muerte de Roché desata todo tipo de debates y discusiones políticas, económicas, éticas, morales, entre todos los protagonistas, donde los políticos exponen las distintas visiones del mundo. El consenso que parecía consolidado gracias a los exhortaciones de Roché se derrumban cuando los políticos deben justificarlos ante el sacerdote y ante sí mismos, y una grieta se abre entre los que quieren seguir con el plan original y los que encuentran cada vez más fuerzas para oponerse. El personaje de Salus y de la escritora de novelas para niños y líder de una ONG, Claire Seth (Connie Nielsen) funcionan como los polos de la conciencia social en medio del cinismo de los políticos de los países desarrollados que no sienten ningún remordimiento al aplastar a los países que hasta hace poco apoyaban cuando el viento cambia, llegando incluso a intentar buscar pruebas para inculpar al sacerdote de la muerte de Roché para que la misma no afecte la visión de la opinión pública sobre la conferencia. El film de Andó falla en la síntesis de las ideas, extendiéndose en explicaciones sobre cuestiones económicas que no siempre son imprescindibles, pero logra ofrecer, al mismo tiempo, una solidez en su trama a través de la fuerza de los conceptos que trabaja y las buenas actuaciones de todo el elenco. Le Confessioni contrapone así el hedonismo a la piedad en una propuesta sobria en la que los monólogos y los diálogos se imponen a todos los rubros técnicos, en una obra más teatral que cinematográfica, con un contenido profundo y complejo. La reflexión sobre las cuestiones sociales y la necesidad de construir un mundo más justo revolotean alrededor del G8 y se mezclan con las protestas, la mezquindad y la falta de voluntad de los políticos para ver más allá de sus narices y de sus propios bolsillos.