Las películas sobre el fin del mundo suelen tener un carácter espectacular, pero otras suelen dejar a un lado la destrucción masiva para centrarse en los aspectos más íntimos de la condición humana. La comedia viene siendo un lenguaje usual para tratar estas cuestiones. Don’t’ Look Up, de Adam McKay, va por el lado de la sátira más salvaje. Desde Gran Bretaña, La última noche propone una mirada igual de aguda pero con una tónica diferente. Es Nochebuena, y una familia organiza una reunión con amigos en una residencia campestre. El esquema es el habitual en estas celebraciones: comidas, charlas, juegos, regalos… sólo que a medianoche no llegará Santa Claus sino una nube tóxica que exterminará a la raza humana. Por disposición del gobierno británico, los festejantes deben ingerir píldoras que al menos les evitarán el sufrimiento. Pero Art (Roman Griffin Davis), el hijo mayor de los anfitriones, comienza a cuestionar la idea. En su ópera prima, Camille Griffin plantea una historia sobre el apocalipsis, una mirada ácida de la Navidad y, especialmente, la exploración de una familia ante una situación extrema. Y dentro de esto último, la relación entre los adultos, que intentan imponer un clima de alegría, y los chicos, ya demasiado empapados del estado del mundo como para mantenerse ajenos. Tampoco se evita tocar la diferencia de clases: en una escena, Simon (Matthew Goode), patriarca de la familia, cuenta que el gobierno dictaminó que los pobres y los inmigrantes ilegales no cuentan con las píldoras para suicidarse. Y ni hablar las menciones a la reina y su potencial estrategia para salvarse. La directora balancea el humor -a veces negro, pero siempre de un indudable sabor británico- y el drama, aunque termina imponiéndose lo segundo, sobre todo cuando Art adopta el rol de la voz de la conciencia. Aquí la película cae en el trazo grueso y no evita el golpebajismo. Cerca del final recupera, en algunas dosis, el equilibrio entre lo cómico y lo trágico. La labor del elenco resulta clave para darle credibilidad al delicado tono del film. Keira Knightley había participado en un film navideño, Realmente amor, pero aquí se luce como Nell, una madre intentando conservar el control. Matthew Goode compone a un padre consumido por la situación, aunque también trata en mantener las apariencias. Pero es Roman Griffin Davis, el JoJo Rabbit de la película homónima -con la que hay más de un paralelismo-, quien desde su papel de Art le aporta humanismo a ese contexto. La última noche logra darle un poco de humor a una instancia deprimente, aunque podría haber dado para una obra maestra.
En 2015, Matthew Vaughn estrenó la película que lo consagró como director: Kingsman, el servicio secreto. Esta adaptación del comic The Secret Service, de Mark Millar y Dave Gibbons era una fresca, salvaje, irresistible, vertiginosa y políticamente incorrecta mezcla de espionaje al estilo de James Bond y Mi bella dama. Una película que ayudó a redefinir el cine de acción de los últimos años. ¿En dónde más Colin Firth demostró sus dotes para las peleas cuerpo a cuerpo y el manejo de armas? Y no olvidemos que catapultó al joven Taron Egerton en el rol de Eggsy, un adolescente que se suma a una agencia ultrasecreta. El éxito de Kingsman dio pie a una secuela, Kingsman: el círculo dorado. Aquí Vaughn logró mantener el nivel gracias a una impactante secuencia inicial, musicalizada con Prince, y una trama que incluye el secuestro de Elton John. (De hecho, Vaughn produjo y Egerton protagonizó Rocketman, biopic musical del artista) En King’s Man: el origen, Vaughn narra los comienzos de la organización, que se remontan a los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Se incrementa la tensión entre los mandatarios de Gran Bretaña, Alemania y Rusia, y la destrucción parece imparable. Orlando, duque de Oxford (Ralph Fiennes) proyecta una imagen de caballero refinado, a mil kilómetros de la fuerza bruta, pero puertas adentro de su residencia -más precisamente, en un cuarto secreto- lidera un pequeño grupo de espías que vigilan los ambiciosos planes de una red criminal donde sobresale el excéntrico monje Rasputín (Rhys Ifans). Conrad (Harris Dickinson), el hijo del duque, se suma al diminuto pero valoros grupo de héroes, que tendrá muy poco tiempo para impedir Como en las entregas anteriores, Vaughn saltó al vacío, ahora desde una altura mayor: nuevos personajes, nuevo período histórico, y como aditamento, la mezcla de distintas vertientes: por un lado, una aventura de espionaje, y por otro, un drama histórico -personajes verdaderos incluidos-, adentrándose durante un buen tramo en el cine bélico (atención a la escena donde los soldados se enfrentan con cuchillos). Pero una vez más, el director sale triunfante gracias a su talento para amalgamar elementos y tonos. Aun cuando por momentos el drama se impone por sobre el humor, conserva la esencia de la saga y sorprende con, por lo menos, dos giros argumentales. Vaughn y su equipo quedaron bien parados, pero quienes debían rendir el examen más exigente eran los actores. Firth y Egerton se habían convertido en el alma de Kingsman y resultaba difícil cubrir ese lugar. Ninguno de los nuevos integrantes de cast los hizo extrañar y se palpa un disfrute de todos. Aunque venía de ser M en las películas de Bond con Daniel Craig, Ralph Fiennes no había tenido suerte en superproducciones de espías estrambóticas: la adaptación cinematográfica de la serie británica Los Vengadores, donde compuso al señor Steed, quedó en el olvido. Sin embargo, aquí tiene la oportunidad de demostrar su destreza con los puños, las armas y, por supuesto, su bastón. Sabe imprimirle clase a su personaje y es creíble hasta cuando atraviesa las situaciones más extrañas. También con pasado en el mundo de 007, la bella Gemma Arterton se luce como Polly, tan dulce como intrépida, que lidera una red de espías de la servidumbre de hombres poderosos y posee una visión moderna de una confrontación. En tanto, Djimon Hounsou es bien aprovechado como Shola, mano derecha del duque. Harris Dickinson no es -ni se buscó que fuera- un nuevo Egerton, pero aporta sensibilidad y humanidad a su personaje y al film. La química con Fiennes permite el desarrollo de la relación entre un padre sobreprotector y un hijo que quiere justicia e insiste en combatir. Como suele suceder en estas historias, sobresalen los villanos, y aquí ningún otro como Rhys Ifans. De por sí, el actor siempre parece disfrutar de sus interpretaciones, y se encarga de que Rasputín sea un individuo poderoso, extraño y grotesco; buena parte del atrevimiento y la incorrección de Kingsman asoman en cada una de sus apariciones. Como en otros blockbusters, Daniel Brühl suele dejar la sensación de haber sido poco aprovechado, pero le saca el jugo a su composición de Erik Jan Hanussen, que en la vida real fue un mentalista austríaco de gran influencia en Alemania. Mención especial para Tom Hollander, que compone a tres figuras históricas que fueron primos: Jorge V, Guillermo II y Nicolás II. Además de cumplir como precuela, King’s Man: el origen eleva el nivel de la mejor franquicia de Matthew Vaughn, uno de los cineastas más fascinantes en materia de tanques millonarios. Un delicioso aperitivo para esperar el cierre de la trilogía de Eggsy.
A través de sus películas de ficción, Fernando Spiner tiene la capacidad de tomar géneros populares -mayormente explotados en el exterior- para darles una impronta muy suya, más cercana a la idiosincrasia argentina, pero sin dejar de ser universal. Sobre todo, cuando se trata de ciencia ficción: en La sonámbula planteó un futuro distópico; en Adiós, querida Luna mostró los avatares de una misión espacial, y en Inmortal se mete con el mundo de las dimensiones paralelas. La fotógrafa Ana Lauzer (Belén Blanco) viaja de Roma a Buenos Aires para tramitar la herencia de su padre (Patricio Contreras), que acaba de morir. ¿Pero murió realmente? Primero lo ve en la calle, como si nada, aunque no logra acercarse a él. Entonces se le revela la verdad: el doctor Benedetti (Daniel Fanego), otrora amigo del hombre, le revela que había escapado momentáneamente del lugar en el que yace ahora: Leteo, una ciudad parecida al mundo real (calles, edificios, bares), pero en donde los difuntos pueden seguir viviendo. Allí Ana se reencuentra con el padre, al menos por un rato cada día, y también conoce a Víctor (Diego Velázquez), un residente con el que entabla amistad. Pronto descubrirá una serie de cuestiones que pondrán en peligro a Leteo, a Víctor y a ella misma. Como en La sonámbula, Spiner toma como inspiración menos la ciencia ficción y fantasía hollywoodense y más la que cultivaron desde la literatura Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y, especialmente, Adolfo Bioy Casares y su novela La invención de Morel. Incluso los “muertos” de Leteo por momento son como hologramas, casi como los que anticipó el autor. Sin embargo, el director evita aferrarse al homenaje, a la cita fácil, y sabe darle una identidad propia al film. Spiner también acierta a la hora de crear Leteo y de los contrastes con la vida real: allá no hay disturbios, no hay problemas, ni siquiera hay tránsito porque los autos aún están en vías de ser habilitados para funcionar. Además, moran muy pocos habitantes. De hecho, aquella dimensión todavía está en proceso de armado. Y todo es de una tonalidad amarillenta, como producto de un soleado perpetuo. Pero los habitantes no la pasan de maravillas: el padre de Ana manifiesta cuánto extraña lo que antes odiaba, como el ruido de la ciudad. Belén Blanco sabe llevar adelante la película y nos recuerda por qué debería tener más protagónicos en cine. Daniel Fanego compone a un científico al estilo del que hizo en la telenovela Resistiré, y vuelve a demostrar que con su sola presencia le suma a una producción. Analía Couceyro interpreta a una enigmática mujer que trabaja con Benedetti, mientras que Diego Velázquez brinda una nueva actuación sólida, que no requiere de exageraciones para resultar convincente. Aun cuando le falta la contundencia de La sonámbula y el desparpajo de Adiós, querida Luna, Inmortal es una nueva y sólida prueba de que Fernando Spiner ama la ciencia ficción y sabe cómo reinterpretar los tópicos más clásicos.
El cine de terror y los bosques suelen ser una estupenda combinación. Basta con recordar The Evil Dead, de Sam Raimi, y las películas slasher ambientadas en campamentos, empezando por la saga de Viernes 13. Pero mucho antes estuvieron los cuentos infantiles, como “Hansel y Gretel”, que de fondo resultan macabros. Por ese territorio se adentra La forma del bosque. Silvia y Andrés, dos hermanos preadolescentes, viven con su abuelo (Chucho Fernández) en una casa en medio del bosque. El encuentro con un individuo atormentado y la violencia de sus actos los pondrá en la mira del mismísimo espíritu que domina aquel paraje de arboledas y misterios. Una auténtica fuerza de la naturaleza, capaz de adorar formas familiares para ajusticiar a quienes considere una amenaza. Silvia y Andrés deberán sobrevivir a su ira durante una noche que parece no terminar. En su ópera prima, Gonzalo Mellid coquetea con la mencionada The Evil Dead ( algunas tomas subjetivas, las encarnaciones del Bosque) y con el folk horror (mencionar ejemplos podría derivar en spoilers), pero nunca pierde su verdadera esencia: la de una leyenda como las que se narran junto al fogón. El director sabe imprimir un clima inquietante y no teme correr algunos riesgos en determinados giros narrativos. Al mismo tiempo, funciona como una historia de madurez; los jóvenes deben afrontar cambios bruscos en sus vidas, especialmente Silvia, que posee una conexión especial con los fenómenos que suceden a su alrededor. María Paz Arias Landa y Nicolás del Río llevan el protagonismo, pero el elenco secundario sabe destacarse. Chucho Fernández deja de lado los matones u hombres tenebrosos de su filmografía para componer a un abuelo capaz de darlo todo por sus nietos. En tanto, Magui Bravi continúa afianzándose como una de las grandes figuras del terror nacional, ahora interpretando a una de las encarnaciones más sensuales -y más mortíferas- del Bosque. Sin necesidad de alardear, La forma del bosque recupera el sabor de los cuentos de miedo rurales y presenta a un director promisorio.
Entre fines de los ‘40 y principios de los ‘50, el cine argentino tuvo su época de oro. Había un sistema de estudios, a la manera de Hollywood, con actores y actrices estelares, y se producían películas de diversos géneros: comedias, dramas, melodramas, policiales y algún exponente de terror. Nunca se repitió un mecanismo como el de ese período, ya que la industria cinematográfica actual todavía está muy lejos de aquel modelo, pero dejó su marca. Sola podría considerarse una hija de ese cine, pero va más allá. Laura Garland (Araceli González) está embarazada y acaba de quedar viuda: su marido (Miguel Ángel Solá) murió en la guerra. Como si el panorama no fuera complicado, el gobierno la obliga a ocupar el total de su casa, si es que no quiere perderla. Entonces la alquila a Ricky (Fabián Mazzei), un criminal con un preciado botín, y su esposa (Micaela Suarez), quien también espera un bebé. La relación entre todos ellos, más la aparición de otros personajes, contribuirá a un clima cada vez más extraño. Luego de una destacada carrera como fotógrafo, José Cicala debuta en el largometraje con un film que tiene su audacia. Desde ya, la acción sucede en una ciudad propia de los años 40, que bien podría ser la Alemania nazi o un suburbio estadounidense, pero donde casi todos hablan en castellano. Como si se tratara de una ucronía. Una mezcla de elementos que el director hace funcionar gracias a un cuidado trabajo de arte y fotografía, más notable aún si se tiene en cuenta que fue realizado sin un presupuesto millonario. La mezcla de elementos también ocurre dentro de la historia misma, ya que convergen distintos géneros y tonos. Predomina el thriller, con explosiones de violencia, aunque se impone el melodrama. No faltan los giros argumentales, sobre todo en el final. Aunque aquí el resultado no sea tan feliz como en el apartado artístico, nunca atenta contra el desarrollo de la trama. Araceli Gonzalez y Fabián Mazzei, también productores de la película, sobresalen gracias a personajes con sus complejidades y secretos. Los acompaña un elenco de figuras como Miguel Ángel Solá y Luis Machín, por nombrar dos de los que sobresalen. La aparición más curiosa es la de Peter O’Brien, actor australiano que debuta en una producción nacional. Vale detenerse en Griselda Sánchez: además de componer a una enfermera secuestrada para cuidar a la esposa de Ricky, co-escribió el guión. La mayor virtud de Sola es su desparpajo para hacer su propio camino, a través de un mundo muy suyo. A la vez, Cicala da muestras de una imaginería poco común en el cine argentino actual.
Las grandes historias de amor no serían tales si los amantes no cruzaran límites. En el caso de El apego, límites que involucran sangre y muerte. Estamos en los años 70. Carla (Jimena Anganuzzi) llega a la residencia-clínica de Irina (Lola Berthet), una médica, para que la haga abortar. El embarazo -producto de una violación- está tan avanzado que eso no es posible, pero Irina le propone vivir allí hasta que el bebé nazca, para luego darlo en adopción. Lo que pague el matrimonio adoptante será repartido entre ambas. Al principio la convivencia es de carácter profesional, con rutinas y estudios, pero pronto la relación entre ambas adquiere niveles de obsesión, potenciados por una sucesión de hechos violentos. El director Valentín Javier Diment no es ajeno a las películas retorcidas. La memoria del muerto y El eslabón podrido son dos buenos resultados de su exploración de lo más desagradable de la mente humana. Aquí sigue apostando fuerte. En los primeros minutos, la simbiosis entre las protagonistas y la composición de algunos planos -sin olvidar el uso de blanco y negro- remiten a Persona, de Ingmar Bergman, donde también había mujeres aisladas. Pero Diment se despoja rápido de influencias directas y le estampa en la cara al espectador una pieza de su sello. Pero si bien hay horror, si bien estas antiheroínas no vacilan en cometer las atrocidades más indecibles, ahí debajo continúa latiendo una historia de amor. Y de un amor puro, un amor contra todo y contra todos. Anganuzzi y Berthet, actrices fetiche del director y parte de la génesis de este film, se lucen con interpretaciones que van de lo sutil a lo extremo. También aportan lo suyo secundarios del calibre de Germán De Silva, Marta Haller, Edgardo Castro y Luis Ziembrowsky. El apego confirma dos cosas: aún existe lugar para los melodramas perversos y Diment nunca hará una película de Disney.
Aun cuando puede generar amores y odios, M. Night Shyamalan es uno de los directores de cine fantástico y de terror más destacados de las últimas dos décadas. Una puesta en escena calculada, guiones que funcionan como mecanismos de relojería y vueltas de tuerca sorprendentes ya son su sello distintivo. Otros directores fueron estrenando películas con suspenso y finales shockeantes, aunque sin acercarse -ni pretender hacerlo- al estilo del cineasta indio. Pero la excepción llegó por el lado de Fercks Castellani. Lo demostró en Pájaros negros, su ópera prima, y lo confirma en su nuevo film, Lo inevitable. Estamos en la década del ‘30. Juana (Juana Viale), su hija Laura (Daryn Butryk) y su hermano Marcos (Luciano Cáceres), viajan en auto a través de una noche lluviosa. Por la radio anuncian el fin del mundo. De pronto tienen un accidente y deben refugiarse en una casa abandonada. Allí siguen atentos a las noticias del inminente apocalipsis, que incluye la aparición de extrañas criaturas. Para peor, un extraño individuo (Javier Godino) merodea en los alrededores. La película puede interpretarse como una mezcla de dos films de Shyamalan: Señales y, sobre todo, La aldea. Tenemos un clima de amenaza latente, con personajes que deben poner a prueba sus creencias, pero con un horror que termina siendo la punta de un iceberg más profundo, más complejo. Pero a diferencia de su colega, que suele dejar al público con una sensación de alivio, Castellani tiene una impronta más fatalista. O por lo menos, rehuye a las convenciones del final feliz más clásico. Entonces no teme adentrarse en el territorio del folk horror, acercándose a algunos exponentes actuales –Hereditary, de Ari Aster, por ejemplo- y a la imaginería de H.P. Lovecraft. Además de los aspectos narrativos, Castellani da muestra de una madurez formal, principalmente a la hora de construir un ambiente apocalíptico usando recursos calculados. Aquí son de vital importancia la fotografía de Eduardo Pinto, la música de Nicolás Iaconis y, en especial, el trabajo con los actores. Juana Viale le da un carácter misterioso a su personaje, y continúa demostrando su porte cinematográfico. Luciano Cáceres tiene la capacidad de expresar la brutalidad y la introspección de Marcos, y Daryn Butryk tiene una presencia más que interesante. Por su parte, el español Javier Godino vuelve al cine nacional en otro papel breve pero clave, como el de El secreto de sus ojos. Lo inevitable es un producto cuidado, que apuesta a menos es más y sale ganando. Además, Castellani demuestra que sabe rendirle tributo a un ídolo, pero también que tiene armas para consolidar una voz propia.
Después de la comedia dramática Luisa, su ópera prima, el director Gonzalo Calzada se dedicó al género fantástico y de terror. La plegaria del vidente, Resurrección y Luciferina, dan cuenta de su conocimiento y de su capacidad para plasmar tramas inquietantes, pero con una especial preocupación por la psicología de los personajes. Lejos de conformarse con largometrajes, suele expandir sus propios universos en otros formatos. Ya lo había hecho con Resurrección, que acompañó con una novela. En Nocturna fue más allá: creó un film dividido en dos lados (al estilo de UPA: una pandemia argentina) y una novela, publicada por la editorial De la Fosa. En el Lado A: La noche del hombre grande conocemos a Ulises (Pepe Soriano), un nonagenario que siente los años como una tortura. Vive con Dalia (Marilú Marini), su esposa, en un departamento que parece un museo, y su memoria por momentos es difusa. El malestar y el encierro ya son parte de la rutina. Una situación incómoda, que se agrava cuando esa noche comienza a ser acosado por ruidos y visiones extrañas, incluyendo una vecina que acaba de morir. Una de las virtudes del cine de terror es que permite hablar de los tabúes y de los aspectos más oscuros de la condición humana. La muerte, para empezar, y la vejez, la enfermedad, el deterioro, la pérdida… El terror da la oportunidad de explorar estos temas evitando los discursos y las obviedades. Algunos cineastas pueden ser más o menos explícitos en este sentido, pero quienes de verdad aman y entienden el género nunca pierden de vista esta máxima. Calzada no es la excepción. La historia de fantasmas es una excusa para hablar sobre la mayoría de edad, los recuerdos, la culpa, el miedo, la desesperación por lo inevitable. Lo sobrenatural, de una eficiente ejecución, bordeando los lugares comunes de esta clase de premisas, va dejando lugar al drama más puro y desgarrador. Al mismo tiempo, el director no olvida los detalles más entrañables y positivos de Ulises, de una importancia crucial en los momentos más tenebrosos. Así como el Lado A se vale de una narración clásica, con sus giros inesperados, el Lado B: donde los elefantes van a morir nos muestra la misma historia, pero desde un enfoque más sensorial. Volvemos a Ulises, su microcosmos y su pasado, y podemos descubrir más sobre otros personajes decisivos, empezando por Dalia. Además, la diferencia con La noche del hombre grande es estética: el director se entrega a un lenguaje más experimental, con otros formatos y estructuras más audaces y recursos como el monólogo interno. Enriquece y presenta ángulos novedosos, pero sin sobreexplicaciones. En ambos lados, la visión de Calzada llega a su pico gracias a la soberbia interpretación de Pepe Soriano. Se pone la(s) película(s) al hombro al componer a un ser quebradizo y torturado, que experimenta una serie de descubrimientos. No menos brillante es el desempeño de Marilú Marini, en un personaje que impone su carácter pese a su delicado estado físico y esconde varias complejidades. Acompañan muy bien Lautaro Delgado Tymruk como Daniel, el encargado del edificio, y Desirée Salgueiro, que encarna a la vecina. Nocturna es una obra conceptual en la que Gonzalo Calzada se supera a sí mismo. Un tratado sobre la fragilidad humana y la soledad, pero también sobre la esperanza y la vida.
Después de la comedia dramática Luisa, su ópera prima, el director Gonzalo Calzada se dedicó al género fantástico y de terror. La plegaria del vidente, Resurrección y Luciferina, dan cuenta de su conocimiento y de su capacidad para plasmar tramas inquietantes, pero con una especial preocupación por la psicología de los personajes. Lejos de conformarse con largometrajes, suele expandir sus propios universos en otros formatos. Ya lo había hecho con Resurrección, que acompañó con una novela. En Nocturna fue más allá: creó un film dividido en dos lados (al estilo de UPA: una pandemia argentina) y una novela, publicada por la editorial De la Fosa. En el Lado A: La noche del hombre grande conocemos a Ulises (Pepe Soriano), un nonagenario que siente los años como una tortura. Vive con Dalia (Marilú Marini), su esposa, en un departamento que parece un museo, y su memoria por momentos es difusa. El malestar y el encierro ya son parte de la rutina. Una situación incómoda, que se agrava cuando esa noche comienza a ser acosado por ruidos y visiones extrañas, incluyendo una vecina que acaba de morir. Una de las virtudes del cine de terror es que permite hablar de los tabúes y de los aspectos más oscuros de la condición humana. La muerte, para empezar, y la vejez, la enfermedad, el deterioro, la pérdida… El terror da la oportunidad de explorar estos temas evitando los discursos y las obviedades. Algunos cineastas pueden ser más o menos explícitos en este sentido, pero quienes de verdad aman y entienden el género nunca pierden de vista esta máxima. Calzada no es la excepción. La historia de fantasmas es una excusa para hablar sobre la mayoría de edad, los recuerdos, la culpa, el miedo, la desesperación por lo inevitable. Lo sobrenatural, de una eficiente ejecución, bordeando los lugares comunes de esta clase de premisas, va dejando lugar al drama más puro y desgarrador. Al mismo tiempo, el director no olvida los detalles más entrañables y positivos de Ulises, de una importancia crucial en los momentos más tenebrosos. Así como el Lado A se vale de una narración clásica, con sus giros inesperados, el Lado B: donde los elefantes van a morir nos muestra la misma historia, pero desde un enfoque más sensorial. Volvemos a Ulises, su microcosmos y su pasado, y podemos descubrir más sobre otros personajes decisivos, empezando por Dalia. Además, la diferencia con La noche del hombre grande es estética: el director se entrega a un lenguaje más experimental, con otros formatos y estructuras más audaces y recursos como el monólogo interno. Enriquece y presenta ángulos novedosos, pero sin sobreexplicaciones. En ambos lados, la visión de Calzada llega a su pico gracias a la soberbia interpretación de Pepe Soriano. Se pone la(s) película(s) al hombro al componer a un ser quebradizo y torturado, que experimenta una serie de descubrimientos. No menos brillante es el desempeño de Marilú Marini, en un personaje que impone su carácter pese a su delicado estado físico y esconde varias complejidades. Acompañan muy bien Lautaro Delgado Tymruk como Daniel, el encargado del edificio, y Desirée Salgueiro, que encarna a la vecina. Nocturna es una obra conceptual en la que Gonzalo Calzada se supera a sí mismo. Un tratado sobre la fragilidad humana y la soledad, pero también sobre la esperanza y la vida.
Es común que las películas animadas de Hollywood tomen una cultura extranjera y la reinterpreten a gusto, pero también es habitual que varios de esos países apuesten a sus propios proyectos animados, con identidad propia, sin sacrificar el sentido del entretenimiento. Por ese camino va la coproducción peruana-holandesa Ainbo: la guerrera del Amazonas. Ainbo es una joven aspirante a guerrera de una tribu del Amazonas. Es intrépida, quiere superarse y ama a su familia adoptiva y a toda su gente. Justamente ellos correrán peligro ante la amenaza de una entidad malvada conocida como Yakuruna, que trae enfermedades y destrucción. Ainbo deberá emprender un viaje a través de la selva para proteger a los suyos, a su mundo. Lo primero que sobresale del film es la recreación del Amazonas, con sus paisajes deslumbrantes y sus leyendas que cobran vida. El trabajo de animación contribuye a la espectacularidad de varias secuencias. Lejos de quedarse en los logros visuales, el director José Zelada y su equipo fortalecen la historia con un guión dinámico, al estilo de Disney, y con personajes que tampoco se apartan demasiado de los que pueblan aquellos largometrajes. Por ejemplo, el armadillo Dillo y el tapir Vaca, guías espirituales y comic relief. Todo esto, sin renunciar a una genuina identidad sudamericana. Otro acierto de los realizadores pasa por el manejo de los subtextos. Hay una fuerte impronta ecologista, aunque saben darle un giro a lo que parece ser un trazo grueso. También hace gala de un feminismo poderoso, pero sin falsedad. Ainbo: la guerrera del Amazonas es tan querible como la protagonista y sus amigos, y confirma que es posible amalgamar el alma autóctona y el lenguaje de las clásicas historias de aventura, además de que permite comprobar la evolución del cine animado producido en Latinoamérica.