No son inusuales los casos de autores que partes de una idea y la expanden a diferentes formatos. Así sucede con Mariano Cattaneo y La chica más rara del mundo. La historia de una alumna que crea mundos y personajes tenebrosos que podrían cobrar vida fue plasmada primero como una novela corta, publicada en 2012. Al poco tiempo se estrenó el corto, con narración de Ricardo Darín. Ahora llegó la versión en largometraje, la encarnación más ambiciosa del concepto. Melién (Gina Mastronicola) vive sumergida en sus propias fantasías, que expresa a través de cuentos y dibujos de impronta dark. Su madre (Celina Font), pese a trabajar en el área de la literatura, no la entiende, y sus compañeros de colegio la miran como si se tratara de un espécimen. De hecho, el grupo liderado por Tamara (Ornella D’Elía) se la pasa molestándola con bromas de mal gusto. Su vida comienza a cambiar cuando se abre a dos compañeros más decentes y entabla relación con una de sus propias creaciones cuando cobra vida. Esta mezcla de aventura de terror infanto-juvenil y cuento de hadas, deudora de la impronta de Tim Burton y al mismo tiempo muy personal, es una oda a la imaginación. La imaginación como vía de escape, la imaginación como fuerza creadora. Una cuestión que por momentos aparece explicada por algunos de los personajes, aunque se traduce mejor mediante las imágenes. Además de la acción en vivo, Cattaneo incluye animaciones que funcionan dentro del tono que propone la película. Otro punto fuerte, a diferencia del corto, reside en las actuaciones. Gina Mastronicola representa a una antiheroína más que cumplidora, mientras que Ornella D’Elía (vista en Los sonámbulos, de Paula Hernández) es una suerte de mini Angelina Jolie de futuro promisorio. También tienen sus lucimientos los intérpretes más adultos, como Font y Guido D’Albo en el rol del abuelo de Melién. La chica más rara del mundo sabe ponerse reflexiva sin dejar de ser entretenida y entrañable, y por sobre todas las cosas, exalta la imaginación y su influencia positiva.
Es muy común la frase “Cada familia es un mundo”, pero no siempre es fácil percibir las complejidades de esos mundos, en especial cuando mantienen cierto estatus. Ese es el caso de Todos tenemos un muerto en el placard o un hijo en el closet. Manuel (Facundo Gambandé) viaja de Buenos Aires a su Villa Mercedes natal, por el 25 aniversario de casados de los padres. También quiere aprovechar para pedirles dinero que le permita irse a vivir a Dinamarca con su novio. Pero entiende que la relación con ellos quedó rara desde la Navidad anterior, cuando les confesó su homosexualidad. Además, los padres parecen más preocupados por la llegada de otro de sus hermanos, un tenista que triunfa en el exterior. Manuel tiene un recibimiento dispar, y eso lo molesta. Y cuando su novio lo abandona vía Skype, su futuro parece derrumbarse. ¿Algo más? Descubre que los padres ocultan un secreto referido al hermano tenista. Pero en medio de aquel contexto tan incierto encontrará la oportunidad de encauzar su vida y la relación con quienes lo rodean. Nicolás Teté ya había dirigido Últimas vacaciones en familia y Ónix (además del documental La vida sin brillo, junto a Guillermo Félix). Una vez más, el núcleo es la familia y la acción sucede en San Luis, de donde proviene el director. Una vez más, tenemos un coming of age que mezcla comedia, drama y ternura. Pero aquí Teté presenta una apuesta más ambiciosa, que no deja de ser intimista y personal, y con una notable madurez visual y narrativa. Es emotiva, aunque sin golpes bajos, y tiene su costado satírico, pero con un cariño genuino por los personajes. Como en las películas anteriores, las escenas incluyen planos secuencia -o muy pocos planos- que priorizan la fluidez de las actuaciones. Y deteniéndose en el elenco, Facundo Gambandé brinda una actuación completa; sabe transmitir las angustias, las alegrías y toda la gama de emociones que atraviesa Manuel. El elenco secundario es igual de notable. Vale detenerse en María Fernanda Callejón como Clara, la madre; una mujer que no termina de procesar la orientación sexual de su hijo, aunque no por eso deja de amarlo. Todos tenemos un muerto en el placard o un hijo en el closet nos recuerda las particularidades de una familia y el dolor que muchas veces implica crecer, además de que evidencia la evolución de su director.
En 2013 llegó a los cines The Purge -conocida en Argentina como La noche de la expiación-, que presentaba un concepto interesante: en un futuro inmediato, durante doce horas, Estados Unidos legaliza la tortura y el asesinato. Algunos ciudadanos eligen resguardarse en sus casas, protegidos por sistemas de seguridad, pero la mayoría aprovecha la ocasión para liberar sus instintos más salvajes. La película costó alrededor de 3 millones de dólares y recaudó cerca de 100, y marcó el inicio de una saga cinematográfica y de una serie de televisión. Además de que las recaudaciones continuaron siendo satisfactorias, la segunda parte, The Purge: Anarchy -conocida en Argentina como 12 horas para sobrevivir– terminó de darle fuerza e identidad a la premisa, mezclando acción, suspenso y terror. También reafirmó su impronta digna de John Carpenter (el guionista James DeMonaco supo escribir la remake de Asalto al precinto 13). Sin embargo, el agotamiento se hizo inevitable. La Purga por siempre intenta revitalizar la historia. En esta oportunidad, la acción ocurre en una ciudad de Texas. Llega la Purga, algunos se ocultan, otros salen de cacería, se cumplen las doce horas… pero la Purga continua. El grupo de sobrevivientes de turno incluye a una pareja de mexicanos, que habían llegado para tener una mejor vida, y una familia de terratenientes locales. Cuentan con unas pocas horas para cruzar a México y evitar la matanza descontrolada. Además de funcionar como entretenimiento vibrante, esta franquicia nunca le escapó a las interpretaciones políticas y sociales; al fin y al cabo, la Purga es una excusa para deshacerse de los pobres y de las minorías. Pero aquí hay un mayor énfasis en esas cuestiones, sobre todo por el lado de la inmigración y el racismo. De hecho, cuenta con presencia mexicana delante y detrás de cámara que le aporta un fuerte sabor latino a la propuesta. Aunque los asesinos son mayormente supremacistas blancos, DeMonaco y el director Everardo Gout hablan de entendimiento y tolerancia a través de los sobrevivientes estelares. Y en el tercer acto también involucran a los nativos americanos, más allá de que lo mejor de este tramo final sea la impronta de western. Ana de la Reguera y Tenoch Huerta sobresalen en el elenco. Sin dejar de ser personajes arquetípicos, pero le aportan el suficiente corazón a la película como para acompañarlos en los momentos más desesperantes. Josh Lucas tiene el rol más ambivalente -hasta cierto punto al menos- como un gringo adinerado que no tolera a los mexicanos, y el veterano Will Patton cumple en su papel de ranchero compasivo y contestatario. La Purga por siempre fue anunciada como la última de la saga. De ser así, sería el cierre digno de una idea a la que ya se le terminaron las doce horas.
Pasaron 20 años del estreno de Rápido y furioso, y el camino recorrido fue amplio. Aquella primera película funcionaba como una remake encubierta de Punto límite (aunque terminaría siendo muy superior a la remake oficial de la película de Kathryn Bigelow), con un elenco carismático encabezado por Vin Diesel y Paul Walker. La secuela inmediata, + rápido, + furioso, contó con Walker y presentó a Tyrese Gibson y Chris “Ludacris” Bridges. La tercera entrega, Rápido y furioso: reto Tokio, trajo nuevos personajes con una historia distinta, aunque al final conecta con la primera. Si bien RyF había insinuado ciertos detalles estrambóticos, como las técnicas para que los autos puedan correr a toda velocidad, es a partir de Rápidos y furiosos 4 que la saga se consolida como tal y encuentra su identidad. Vin Diesel retoma el papel de Dominic Toretto y se consolida la química con Walker y con el resto del elenco, y la acción ya abraza con placer el más puro delirio. Un delirio que estos antihéroes motorizados -luego devenidos agentes secretos- pondrán a prueba en las siguientes continuaciones, gracias a más acrobacias, más tramas complejas y a un nutrido catálogo de aliados y villanos. En tanto, Walker murió, aunque eso no detuvo a la franquicia, que hasta contó con un spin off: Rápidos y furiosos: Hobbs & Shaw, con los personajes interpretados por Dwayne Johnson y Jason Statham. Rápidos y furiosos 9 sube aún más la apuesta, y desde el vamos no se anda con mucho preámbulo. Toretto y Letti (Michelle Rodriguez), ponen en suspenso su vida doméstica, lejos de todo, para acompañar a la familia -tal como se denomina el grupo- en una misión urgente: impedir un plan de dominación mundial de Otto (Thue Ersted Rasmussen), un joven millonario caprichoso. Pero este individuo cuenta con un fuerte aliado: Jacob (John Cena), espía devenido criminal… y hermano de Dom. Siguiendo la línea de Rápidos y furiosos 8, el eje de la trama es Toretto. Una serie de flashbacks nos muestran su juventud junto a su padre, un piloto de NASCAR que muere durante una carrera, y también el episodio que lo llevó a la cárcel y la tensa relación con Jakob. Estos momentos introspectivos son un condimento del plato principal, compuesto de persecuciones, tiroteos, explosiones, lucha cuerpo a cuerpo, pasos de comedia (con un humor más autoconsciente), cameos de músicos famosos y un elogio de los valores familiares. Y no se pueden dejar de mencionar las vueltas de tuerca (demasiadas) y la reaparición de personajes de entregas anteriores, incluso algunos que parecían haber sido asesinados. Una vez más, el carisma de Diesel y la espectacularidad de las secuencias (el director Justin Lin regresa luego de la sexta parte) se erigen como los principales méritos de una historia que no se queda sin combustible debido a su falta de vergüenza para romper todos los límites. ¿Por qué la Tierra es un impedimento para las proezas automovilísticas? También cuenta con su gracia que Helen Mirren haya podido protagonizar una persecución a través de Londres (la actriz supo admitir que deseaba una intervención de ese estilo cuando se sumó a la 8 para interpretar a la madre de los hermanos Shaw). Rápidos y furiosos 9 ruge su condición de blockbuster demencial y engrosa una mitología que no tiene freno.
Una buena cantidad de interesantes pasos creativos le permitieron al actor y director Esteban Menis convertirse en una figura de culto. Basta con chequear el largometraje Incómodos, los videos de Lloro de felicidad y la serie Eléctrica, que también llevó al teatro. Lo suyo es un humor actual, con mucho de sátira, de observación, y que aprovecha las posibilidades de las redes sociales. Pero no suele incursionar en producciones de otros directores, o por lo menos no con amplia participación. En De la noche a la mañana tiene la oportunidad de desplegar su capacidad interpretativa. Menis compone a Ignacio Roma, un humilde arquitecto y profesor universitario al que la rutina le cambia cuando su pareja anuncia que está embarazada. Como una manera de escapar de la situación, inventa un repentino viaje a Valparaíso, con la excusa de disertar en la universidad de esa ciudad chilena. Al principio, las cosas le salen mal (con pérdidas de equipaje y robos incluidos), pero pronto se topará con personas y posibilidades que podrían cambiarle la vida. Esto hace que la cabeza de Ignacio siga siendo un auténtico pantano de dilemas. Rodada mayormente en Chile, la nueva película de Manuel Ferrari nos permite acompañar a este antihéroe contemporáneo, que se la pasa acosado por sus miedos y conflictos internos, aunque nunca deja de ser entrañable. Su limitada capacidad para lidiar con determinadas cuestiones provocan los mejores gags, como cuando compra varios test de embarazo para sacarse la duda o el temor permanente a terremotos y otras catástrofes naturales. Pero ni Ferrari ni sus coguionistas (incluyendo al director Gabriel Medina) se ríen jamás del personaje. De hecho, a través de la comedia -comedia dramática, en este caso-, saben explorar las dificultades emocionales de un hombre en un momento crucial de su vida y de su carrera. Otro logro del director es mostrar Valparaíso evitando las postales, aun cuando durante algunas escenas podría haber caído en ese recurso. Por el contrario, la puesta en escena es funcional a la trama y reflejan los distintos estados emocionales del protagonista (y no solamente cuando se produce temblores). De la noche a la mañana es la historia sobre el paso decisivo hacia la madurez, y sobre el temor de dar ese paso. Además, le saca el jugo a Menis, al que le sobran cualidades para sostener él solo una película.
El 28 de septiembre de 2004, la ciudad de Carmen de Patagones fue escenario de una masacre escolar. Rafael Solich (apodado Junior), de 15 años, irrumpió en el aula del colegio, sacó un arma y abrió fuego. El resultado: tres muertos, cinco heridos y, sobre todo, una mancha oscura, profunda, en una comunidad no habituada a episodios terribles, más propios de países desarrollados. Implosión nos lleva a Carmen de Patagones en la actualidad. Al principio parece que estaremos ante un documental de observación: luego de una secuencia de créditos compuesta por imágenes de archivo, un grupo de sobrevivientes hablan ante los alumnos de un curso, para invitarlos a una jornada de concientización. Los ahora adultos parecen maduros y estoicos frente a adolescentes que hasta se atreven a cuestionarlos (“¿Ustedes lo bardeaban?”, pregunta uno de ellos). De ahí en más, la cámara se centra en Pablo y Rodrigo, dos de los que padecieron aquella jornada de horror y vivieron para contarlo. Ambos están lejos de haber superado el trauma. Saben que Junior está libre, está en una ciudad cercana y se proponen buscarlo para hacer justicia. A partir de este giro, el director Javier Van de Couter, junto a la co-guionista Anahí Berneri, toma un camino arriesgado. Pablo y Javier siguen siendo Pablo Saldías Kloster y Rodrigo Torres, los verdaderos sobrevivientes de la masacre, pero se mueven en un formato de ficción, mezcla de road movie y thriller de búsqueda y venganza. Un caso cercano es el de 15:17 Tren a París, de Clint Eastwood, quien contó con los mismos jóvenes que protagonizaron el hecho verídico en el que se basa la película. Pero Van de Couter va aún más allá: a partir de la historia verdadera, y con dos de las personas reales, construyó una ficción que no olvida su fuente ni le falta el respeto. Otro mérito de Van de Couter y Berneri es la manera de retratar a los protagonistas. Lejos de ser unos entes deshumanizados que reclaman la sangre del verdugo, conservan su humanidad. Aquí la clave son dos chicas y su grupo de amigos. Ellos sacan lo mejor de Pablo y de Rodrigo, además de que permiten comprobar el impacto de la matanza en las nuevas generaciones. Implosión presenta la otra cara de la hoy denominada Masacre de Carmen de Patagones, y lo hace con una audaz mezcla de registros. Al mismo tiempo, funciona como un testimonio de los alcances de la violencia y la perdurabilidad del dolor.
En el cine de terror todo puede pasar. Por ejemplo, que las atrocidades de la pantalla invadan el mundo real. Así sucede en Demonios, de Laberto Bava, y su secuela, y en producciones más oscuras como The Video Dead, donde los zombies emergen de un televisor. Un caso similar sucede en la japonesa Ringu (y de su versión hollywoodense, La llamada), aunque aquí se trata del espectro de una nena espectral y demoníaca. Realidad virtual transita una premisa similar, pero con un giro distinto, más interactivo. Un grupo de cineastas termina de rodar una película de terror, en la que un brutal asesino con armadura aniquila a quien se le cruce. Poco después, algunos integrantes del equipo técnico y artístico se reúnen en casa del director, Matías (Guillermo Berthold) para ver el primer corte. Pero antes de esa proyección privada, Matías obtuvo de su productor (César Bordón) un dispositivo que promete convertir el film en un gran éxito. Una vez que se acciona el botón de Play, las imágenes que se suceden no son exactamente las que filmaron. Pronto descubren que ellos mismos forman parte de la película, y cuando son asesinados allí, también mueren de verdad. Guadalupe (Vanesa González), la actriz que interpreta a la heroína, deberá tomar la iniciativa para detener la masacre. El director Hernán Findling ya había filmado un slasher muy parecido: Director’s Cut, de 2006, realizado en inglés para el mercado internacional (una práctica frecuente en aquella época, lo que permitió el desarrollo de cineastas locales dedicados al género). También se trataba de un ejercicio de cine dentro del cine, con un asesino psicópata y una matanza que iba más allá de la ficción. Realidad virtual lleva el concepto a otro nivel, con más producción, más caras famosas y hablada en castellano, aunque sin demasiados elementos autóctonos. Una de las novedades incluye algunos efectos digitales que, a primera vista, hacen ruido y estropean las escenas. No obstante, esto y algunos aspectos del guión adquieren otro sentido según el código que maneja la propuesta de Findling (revelar más de este asunto sería incurrir en spoilers) Vanesa González es la scream queen delante y detrás de cámara, y sabe transmitir la vulnerabilidad y la fuerza que se requieren para este tipo de roles. Federico Bal interpreta a un editor que representa el estereotipo del nerd y también sale airoso. Christian Sancho compone a un actor con ínfulas de Johnny Depp, mientras que Guillermo Berthold hace de un director con oscuros secretos. Mención especial para César Bordón, quien nos recuerda su facilidad para papeles tenebrosos. Aun cuando pueda prestarse para debates y comentarios, Realidad virtual no deja de funcionar como una eficiente película de terror que nunca deja de involucrar a los espectadores.
Un personaje regresa a su lugar de origen, donde se reencuentra con amigos y familiares -y tal vez un viejo amor-, reflexiona sobre el pasado y vive el presente, tal vez con nuevas perspectivas del futuro. Un argumento muy visto en el cine, sobre todo en el cine argentino de las últimas décadas. Lo que diferencia a estas películas entre sí es cómo se encara la historia y el corazón y la sinceridad que los cineastas logran imprimirle. Fantasma vuelve al pueblo tiene las cualidades. En este caso, quien retorna es Demóstenes (Alfonso Tort), mejor conocido como Fantasma. Se había ido para estudiar filosofía y letras en la universidad, pero ahora no es más que un hombre de 40 años, sin estudios universitarios terminados, sin empleo, sin perspectivas. En los días posteriores a la Navidad y previos al Año Nuevo, encuentra una ocupación en el locutorio de Luis Miguel (Juan Román Diosque), amigo de la infancia y hoy pequeño empresario. Además de hacer limpieza y cubrirlo con una infidelidad, Fantasma también recibe el encargo de buscar un lechón para cocinar el 31. Sólo consigue un cerdo vivo, que se volverá su nuevo compañero. Luego de Capital (Todo el mundo va a Buenos Aires) y Granada y al Paraíso, el director Augusto González Polo presenta una nueva comedia agridulce sobre las complejidades de la madurez. Fantasma y sus amigos viven anclados en algunas costumbres de la juventud, pero al mismo tiempo el protagonista nota las diferencias marcadas con Luis Miguel y los suyos. El director también aprovecha para mostrar la rutina de una comunidad que mantiene costumbres, aunque comienza a ser contaminada por los aspectos más negativos de las grandes urbes, y hace hincapié en la relación con los animales. Las escenas de Fantasma y el porcino dan pie a los momentos más tiernos, aunque el chancho da pie a algunas gotas de humor absurdo. El uruguayo Alfonso Tort demuestra por qué es un especialista en antihéroes cotidianos (inolvidable su debut en 25 watts, de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll), pero también su versatilidad para ser creíble como un nativo de la provincia de Misiones. No menos interesante es el trabajo del músico tucumano Juan Román Diosque, que a través de Luis Miguel encarna a la antítesis de Fantasma y representa el avance de vicios capitalistas. Fantasma vuelve al pueblo es como su protagonista: aparece de repente, por momentos parece tener un rumbo incierto, pero pronto encuentra su camino y se hace querer con ganas.
Noche, jet set, sexo, drogas, corrupción. Elementos que de por sí garantizan una historia interesante, sin importar su formato ni su procedencia. Tal es el caso de Sector VIP. Decidida a no hundirse de su pueblo del interior, Ginny (Martina Krasinsky) coquetea con Paul (Joaquín Berthold), un exitoso relacionista público de Capital Federal. Ella sueña con ser una artista famosa y él la ayudará. Los trabajos como modelo y actriz llegan pronto, pero también el precio a pagar: acostarse con hombres del poder y entregarse a todos los excesos posibles. En paralelo, Santos (Luis Machín), un periodista con valores de antaño pero ahora venido a menos, trata de concretar un informe sobre la contaminación del río y los oscuros manejos de los políticos involucrados. La joven y el veterano se conocen y entablan una relación más allá de lo sexual. Pero allí está Paul, quien le facilita a Santos documentación capaz de destruir a personalidades de las altas esferas. Así se conforma un triángulo desbordante de desesperación, dilemas y chantajes. Eduardo Pinto ya había incursionado en el policial con Palermo Hollywood y Caño dorado, donde demostró su buen pulso para las escenas más crudas y violentas, y sus aciertos para dotar a los protagonistas de una tridimensionalidad que permite empatizar con ellos. Basta con repasar el resto de su filmografía para notar que Pinto narra historias de sobrevivientes, de seres que buscan hacer su camino aunque le toque atravesar situaciones peligrosas. Esa línea autoral tiene su continuación en Sector VIP. Aquí el director (gracias al guión de Rodolfo Cella) no escatima en escenas de erotismo y brutalidad. Remite al cine policial argentino de los ‘80 y parte de los ‘90, pero Pinto sabe darle un vuelo propio y propone links con el mundo actual, aunque sin subrayar más de la cuenta ni ponerse tranquilizador. La ascendente Martina Krasinsky tiene el rol más desafiante de la película; un trabajo exigente desde lo físico y emotivo, del que sale muy airosa. Luis Machín nos recuerda su talento para componer a personajes atormentados, capaces de generar simpatía o rechazo, según la escena. Pero quien se roba la película es Joaquín Berthold como Paul, uno de los individuos más despreciables del cine argentino moderno; una eficaz combinación de estilo, seducción y ferocidad. Sector VIP nos sumerge en ese microcosmos de glamour, prostitución y fake news, en el que la inocencia y la verdad deben librar una batalla imposible contra un sistema degradado y degradante.
Es un lugar común decir que la muerte es parte de la vida, especialmente cuando se trata de afrontar el duelo por la muerte de un ser querido. Pero lo que escapa a los lugares comunes es la manera en la que Mamá, mamá, mamá trata este tema tan delicado. Cleo (Agustina Milstein) tiene 12 años y pierde a su hermanita, Erin (Florencia Gónzalez), que se ahoga en la pileta. Los días posteriores a la desgracia ocurren a metros de donde ocurrió todo, en compañía de su tía (Vera Fogwil) y sus tres primas. En tanto, la madre (Jennifer Moule), está en una habitación, visiblemente devastada, casi sin contacto con nadie. En ese ambiente de contención, Cleo también atraviesa los momentos claves de la pubertad y, lógicamente, recuerda a Erin. En su ópera prima, Sol Berruezo Pichón-Revière no precisa de trazos gruesos ni de golpes bajos para mostrar a estas mujeres que deben atravesar un episodio devastador. La joven directora se vale de recursos indispensables -sólo hay algunos flashbacks- para transmitir los sentimientos de Cleo con respecto a Erin y mostrar su madurez: la primera menstruación, la necesidad de besar, el comprendimiento de lo que fue y no volverá… También es clave la relación con sus tres primas, cada una de una edad distinta (adolescente, preadolescente, niña); funcionan como una conexión con la etapa de la vida que va dejando atrás y la que está llegando. El otro punto alto de la película es el desempeño de las más jóvenes. Todas poseen una frescura innata, y Agustina Milstein sobresale por su capacidad para transmitir las dudas y conflictos del personaje. Un nuevo logro de María Laura Berch, la coach de actores especializada en chicos. Mamá, mamá, mamá habla sobre la pérdida, sobre el dolor, pero también habla de la vida, habla de quienes todavía están, de los afectos. Habla de aceptar, de crecer, habla de la condición humana. Y lo expresa mediante un lenguaje cuidado, sutil. Al mismo tiempo, presenta a una cineasta promisoria, con una sensibilidad personal.