Ocho (Juan Barberini) llega a Barcelona, se instala en un departamento, mira por el balcón, va a la playa… y siempre aparece aquel hombre como de su edad, con la remera de Kiss. Ocho y Javi (Ramón Pujol) -el individuo en cuestión- se hablan, ríen, tienen sexo, charlan más, y está la sensación de que ya se conocen. Este es apenas el punto de partida de Fin de siglo, ópera prima de Lucio Castro. Una historia del amor centrada en dos personajes, pero que juega con los tiempos, con épocas bien distintas en la vida de la pareja, sin que se indique el paso de un período a otro. Un recurso que puede confundir al espectador desprevenido, aunque la desorientación es momentánea y la historia sigue fluyendo sin problemas. Castro elije no ponerse explicativo para justiciar los repentinos cambios, y a la larga es un acierto de su parte. El director acumula más méritos. Uno es el de seguir a los protagonistas por las calles barcelonesas evitando los lugares turísticos, priorizando en el estado de ánimo de Ocho y de Javi, lejos de toda postal turística. Por otro lado, no teme plasmar escenas de sexo realistas, directas, por momentos al borde de lo pornográfico, pero sin caer en el mal gusto; queda claro que la idea es mostrar la intimidad de la pareja, con sus deseos y pasiones, sin culpa y sin complejos. La película se apoya en la presencia de Juan Barberini, ya que está contada desde su punto de vista, y el actor sostiene la historia sin inconvenientes. No menos destacada es la participación del catalán Ramón Pujol como el amante, que también tiene sus propios sueños y conflictos. Mía Maestro es la menos aprovechada del elenco, aunque sus pocas escenas funcionan como un nexo importante entre sus compañeros. Fin de siglo integra la corriente de cine queer nacional, que tiene como principal estandarte a Marco Berger en films como Plan B y Taekwondo. Pero, al igual que la obra de Berger, el debut de Lucio Castro nunca deja de funcionar como una historia de amor a secas, que lleva a pensar en el devenir de cualquier relación sentimental, sin importar el género de cada persona.
Ya no es ningún misterio que vida del actor tiene sus vaivenes. En especial, si se vive en un país como Argentina, donde nadie puede dar nada por seguro. ¿Y qué pasa cuando se consigue algo de atención, pero por otros motivos? La protagonista parte de esa cuestión. Paula (Rosario Varela) tiene poco más de 30 años y es actriz, pero se las rebusca de muchas maneras, como dando clases de idiomas a extranjeros. Está en un bar justamente haciendo eso, durante la primera escena de la película, cuando entra un hombre a robar. De manera involuntaria, ella provoca la caída del ladrón y se convierte en la justiciera de la jornada. Vienen algunas notas en televisión y otros medios, lo que le trae una inesperada visibilidad. La saludan en la calle, le piden selfies… Pero en su nueva película como directora, Clara Picasso va más allá de contar los efectos de la fama repentina e indaga en el después, en cómo sigue siendo la vida de Paula luego de su 15 minutos de gloria. De hecho, aquel episodio termina siendo una excusa para adentrarnos en la verdadera historia: la de una joven adulta que está a la deriva desde el punto de vista personal y profesional. Seguimos a Paula en su trayectoria como participante de muestras (donde debe fingir no conocer a su compañera ocasional, que también desempeña la misma función) y en reuniones con amigos, en las que no faltan esas preguntas incómodas sobre su verdadero modo de vida. Y no nos olvidemos de otra situación particular: la de toparse con conocidos que ya triunfan en la actuación y están cerca de lograrlo, o que al menos tienen una vida encaminada. El gran mérito de Picasso es narrar estas idas y venidas como una tragicomedia moderna, sin estridencias pero con personajes sólidos y reconocibles. Paula es interpretada por Rosario Varela, quien sostiene cada plano gracias a una composición contenida, pese a la bola de sentimientos que rebota en el interior de esa antiheroína. Otro acierto es la banda sonora, compuesta por El Mató a un Policía Motorizado, banda que suele tener un vínculo cercano con el cine; aquí nos entregan una canción que tiene con qué para convertirse en otro éxito indie, e incluso en un himno del cine independiente nacional de esta época. La protagonista es un cuento agridulce que nos hace reír y nos deja pensando en aquellos objetivos aun no realizados y cómo impactan en uno cuando ya no se es tan joven.
Fernando Salem es una de las mentes creativas más fascinantes que surgieron del suelo argentino durante las últimas décadas. No es exagerada esta afirmación si se aprecian su corto Trillizas Propaganda y su ópera prima, Cómo funcionan casi todas las cosas, claro que sin olvidar su iniciativa más popular: Zamba, el chico animado que hizo más amena la experiencia de aprender historia. En La muerte no existe y el amor tampoco, sigue consolidando una gran carrera. Emilia (Antonella Saldicco) es psiquiatra y tiene su vida en Buenos Aires, pero debe volver a su pueblo de la Patagonia por una cuestión personal: los restos de Andrea, su mejor amiga de la juventud, serán cremados y esparcirán sus cenizas. Un regreso que también le permite reencontrarse con la familia de Andrea, con su padre y con Julián (Agustín Sullivan), un viejo amor. La premisa no suena muy diferente a la de muchos otros films, pero Salem le imprime su propia identidad a la historia, y sobre todo, corazón y alma. Al igual que en Cómo funcionan casi todas las cosas, sobresalen temas como la familia, la identidad y la pérdida, con un viaje como motor principal. En este caso, Emilia recupera contacto con el pasado (tanto lo agradable como lo más incómodo), y también se da cuenta de lo que pudo haber sido si seguía allí, especialmente cuando retoma la relación con Julián, que ahora es padre y está casado. Al mismo tiempo, se replantea cuestiones actuales junto a su novio, quien pretende que vaya con él a Alemania por una beca recién obtenida. Pero a diferencia de Cómo funcionan…, que contaba con un poco más de comedia, aquí el tono es dramático, aunque sin la acentuación de los recursos para la lágrima fácil. El director sabe cómo y cuándo añadir al plato pizcas de humor, ternura y romance. Una vez más, el director sabe incorporar el paisaje a la trama. El frío y la aridez de Santa Cruz, donde se realizó el rodaje, funcionan como una extensión del estado emocional que viven los personajes. En ese sentido, tampoco se queda atrás la banda sonora, a cargo de Santiago Motorizado. En su primer papel protagónico, Antonella Saldicco se luce en el rol de Emilia, quien puede ser tan decidida como vulnerable. El siempre excelente Osmar Nuñez compone al padre de Andrea, responsable de mantenerse fuerte y cuidar de su frágil esposa, interpretada por la no menos destacable Susana Pampín. Justina Bustos sale airosa de un papel delicado, ya que no tiene diálogo, pero transmite desde gestos y acciones. Por su parte, Agustín Sullivan está muy bien aprovechado en las pocas escenas que le corresponden; un joven actor que, tras este personaje y su participación previa en la serie sobre Sandro, merece más participación en cine. La muerte no existe y el amor tampoco nos presenta un duelo, y lo hace con honestidad y humanidad, sin trazos gruesos, y confirma a Fernando Salem como un autor al que siempre se debe seguir de cerca.
Las historias de marginales en los barrios bajos son habituales en el cine argentino. Lo que no es habitual es que estén protagonizadas por mujeres, y mucho menos común es que eviten los tópicos más lastimeros. La botera se centra en Tati (Nicole Rivadero). Tiene 13 años, vive en la Isla Maciel con su padre (Sergio Prina), pasa las tardes con un amigo y suele colaborar con un comedor infantil. Pero también le va muy mal en el colegio, incurre en robos menores y, en pleno despertar sexual, se fija en una atractiva compañera que parece lejos de su alcance. Su único anhelo es ser botera, aunque hay tres impedimentos: es muy joven, es un trabajo realizado por hombres y está cerca de desaparecer. Sin embargo, Tati no renunciará a su sueño. En su ópera prima, Sabrina Blanco sigue cada paso de la protagonista, sin emitir juicios y sin subrayar los momentos más duros. Bastan los sucesos y los diálogos exactos para contar algo específico y transmitir emociones. La directora también consigue un estilo neorrealista, con buena cantidad de planos secuencia, pero sin abusar de la cámara en constante movimiento. Y como si fuera poco, logra darle un giro a las metáforas más evidentes, como la del bote. Otro detalle que hace única a la película es el mostrar cómo las mujeres de las zonas humildes, aun cuando son denostadas, tienen más espíritu que los hombres. Lo vemos en Tati, capaz de persistir en su deseo de ser botera y a la hora de defender a su amigo cuando quieren robarle la bicicleta y de tomar la iniciativa en materia sentimental. Pero también se aprecia en otros personajes femeninos, entre los que se destaca la profesora y la responsable del comedor. Las figuras masculinas resultan contenidas o impulsivas o incapaces. Para empezar, el padre de Tati, con sus malas decisiones y su inestabilidad para cumplir con su trabajo de remisero. La excepción es el botero adolescente, que le enseña el oficio y se convierte en su nuevo amigo. Nicole Rivadero tiene la difícil tarea de ponerse la película al hombro, y supera con creces el desafío. Su naturalismo para actuar Una auténtica revelación, más teniendo en cuenta que nunca había estado frente a cámara. Tampoco dejan de ser notables los trabajos de Sergio Prina y de Alan Gómez como el botero. La botera es una película de madurez (subgénero conocido como Coming of Age, término algo remanido ya), que también permite ser interpretada como una fábula de superación y un testimonio sobre el abandono de las clases bajas por parte del Estado. Y además, presenta a una promisoria directora para seguir de cerca.
Las primeras películas de Quentin Tarantino (Perros de la calle y Pulp Fiction) y las primeras de Guy Ritchie (Juegos, trampas y dos armas humeantes y Snatch) fueron influencias decisivas para los films con gangsters modernos de los últimos veinte años. Dentro de esa camada surgieron exponentes interesantes, que adquirieron vuelo propio (Go, viviendo sin límites, de Doug Liman, por nombrar uno). En Argentina, el director Matías Szulanski es el cineasta más cercano a eso, aunque no suele nombrar ni a Tarantino ni a Ritchie como sus referentes (aunque sí al VHS, que desde ya pesa en la obra de QT). Pendeja, payasa y gorda fue apenas un preámbulo de la actual El gran combo. La trama va y viene en el tiempo, e involucra a una serie de personajes de los bajos fondos (un grupo de jóvenes con más pose que inteligencia) y su relación con paquetes de drogas y un bolso repleto de dinero. Como corresponde, hay encargos, robos, traiciones, asesinatos, sorpresas y mucho, mucho humor negro. Szulanski sabe imprimirle un pulso dinámico a cada secuencia, aunque sin marear al espectador. Además de las inevitables comparaciones con Tarantino y Ritchie, la estética y la banda sonora remiten a la obra de Nicolas Winding Refn. Sin embargo, el director evita el guiño cómplice y se las arregla para que la película tenga su propia identidad. Otro mérito de Szulanski -también visto en Pendeja, payasa y gorda– es la importancia que le otorga a las mujeres como figuras de poder, capaces de tomar el control y de liderar iniciativas ambiciosas (y peligrosas). Un detalle que se vuelve más interesante si tenemos en cuenta que algunas de las actrices vienen de programas de televisión juveniles o, al menos, de papeles asociados a la comedia más pasatista, como Maida Andrenacci (se luce componiendo a una temible narcotraficante) y Nicole Luis (una bomba sexy que merecería más papeles cinematográficos). Por su parte, Clara Kovacic y Laura Laprida son dos presencias fuertes y perfectas para roles duros. Por el lado de los hombres, Ezequiel Tronconi encarna a un criminal que no separa su trabajo de la familia. El gran combo le hace honor al título y ofrece un muy buen rato de delirio gangsteril. Además, deja con ganas de seguir las aventuras de varias de sus antiheroínas.
No hay dudas de que La masacre de Texas, de Tobe Hooper, es una de las películas más influyentes del cine de terror. Una influencia que se extiende a la Argentina, gracias a un puñado de interesantes films: El bosque de los sometidos, de Nicolás Amelio Ortiz, y Los olvidados, de Luciano y Nicolás Onetti, sin olvidar Habitaciones para turistas, a cargo de Adrián García Bogliano. Mediante La sabiduría, Eduardo Pinto se mete en un territorio muy parecido al planteado por Hooper, aunque también logra una película con toques originales. Luego de una noche de diversión en una fiesta electrónica, tres amigas viajan a pasar un fin de semana en La Sabiduría, una estancia lejos de la ciudad. Alli se encuentran con lugares y ropas del siglo XIX, y lo toman como algo simpático. La diversión sigue cuando conocen a dos lugareños (Diego Cremobesi y Lautaro Delgado), quienes las invitan a un festejo privado. El jolgorio parece interminable, pero esa noche será el principio de una lucha por la supervivencia, con oscuras tradiciones invadiendo el mundo actual. Pinto ya había demostrado en Corralón, una de sus películas anteriores, que era capaz de realizar un estupendo film de terror; a excepción de la muy dulce Natacha, la película, lo suyo es indagar en el costado más oscuro de la mente. Aquí continúa explorando esas cuestiones, pero con elementos propios del subgénero que recuperó fuerza en estos años: el folk horror. Tenemos una comunidad rural, que practica ritos ancestrales, donde los sacrificios humanos son parte esencial. En este caso, el condimento novedoso es la historia argentina, con sus gauchos, sus indios y sus secretos más tenebrosos. Pinto también ofrece un choque entre el pasado y el presente al mostrar tres mujeres que, lejos de caer en simples víctimas, se enfrentan a la amenaza. Las actuaciones de Sofía Gala Castiglione, Analía Couceyro y Paloma Contreras son fundamentales para fortalecer esta idea. No menos destacable es la labor del plantel masculino. Daniel Fanego sabe componer personajes macabros, Diego Cremonesi continua exhibiendo su imponente presencia (no desentonaría en absoluto como uno de los desquiciados hermanos de Leatherface en alguna secuela de La masacre…) y Lautaro Delgado Tymruk interpreta al más impredecible del clan. Luis Ziembrowski y Juan Palomino también hacen aportes breves pero destacados. La sabiduría sumerge al espectador en un ambiente que se va volviendo extraño, opresivo, que en medio del horror y la desesperación, habla de los males de antaño invadiendo la realidad actual.
El cine fue ajeno a retratar las complejidades de la maternidad. Un director que viene preocupándose por el tema es Diego Lerman, en films como Refugiados y Una especie de familia. Justamente él es uno de los productores de Hogar, ópera prima de la italiana Maura Delpero. La acción se desarrolla en un hogar para madres jóvenes, a cargo de un grupo de monjas. Allí las chicas pueden convivir con sus hijos pequeños y realizar actividades que les permitan una salida laboral. Entre ellas están Fátima (Denise Carrizo), mamá de un varón y embarazada de nueve meses, y Luciana (Agustina Malale), la impulsiva mamá de una nena. Dos amigas que se entienden, pese a sus distintos grados de madurez. En ese contexto, desde Italia llega Sor Paola (Lidiya Liberman), una nueva monja. Luciana enseguida conecta con ella, pero no así Luciana. De hecho, ella escapa del hogar, y la pobre hija encontrará una figura materna en Sor Paola. Un gesto de amor que, sin embargo, inquietará a los altos mandos del establecimiento. Aun cuando tiene a su alcance los elementos para hacerlo, la película evita los golpes bajos innecesarios y retrata con realismo a estas mujeres, que representan tres aspectos distintos de la maternidad: la que ama ser madre, la que evita ese rol para seguir de parranda y la que se convierte en madre aunque su fe se lo impida. Delpero jamás emite juicios acerca de ninguna de las tres -ni sobre las monjas-, y permite que el espectador pueda comprender las actitudes de cada una. Otra decisión clave de la directora fue combinar actrices profesionales y no actrices, basándose en los requerimientos de cada personaje. La italiana Lidiya Liberman cuenta con experiencia, mientras que Denise Carrizo y Agustina Malale, no, de modo que el desempeño delante de cámara es de un naturalismo exacto. En el caso de Malale, pasó gran parte de su vida en un verdadero hogar. Mención aparte para los chicos, especialmente la hijita de Luciana, que se roba sus escenas transmitiendo tanto ternura como desazón. Otro gran trabajo de María Laura Berch, coach de actores especializada en niños, por lo que es la más requerida en el cine nacional. Hogar habla de maternidad, pero fundamentalmente habla de amor en un mundo donde parece no haber más lugar para los sentimientos más profundos.
Las películas acerca de familias separadas, contadas desde el punto de vista de los hijos, y en clave de comedia dramática, ya constituyen un subgénero con buena cantidad de adeptos. Para poder destacarse por sobre las demás, cada una debe tener corazón, alma, una cualidad que permita vislumbrar su autenticidad. Las buenas intenciones brilla porque cuenta con esos indispensables requisitos. Ambientada en 1993, la historia tiene como eje a Aman (Amanda Minujín), la hija preadolescente de un padre rockero (Javier Drolás) y una madre más formal (Jazmín Stuart). La joven y sus tres hermanitos menores ya están acostumbrados a la rutina de pasar un tiempo con cada uno. Lo más divertido siempre viene del lado del progenitor: un músico que también es responsable de una disquería y lleva una vida bohemia entre cerveza, amigos y partidos de su adorado River Plate. Pero todo se altera cuando la madre anuncia su decisión de irse a vivir a Paraguay con su nueva pareja (Juan Minujín) y los chicos. Una situación difícil para Aman, que no quiere estar tan lejos de su padre, y una cuestión especial también para él, que adora a sus hijos y deberá dar un gran paso en su vida. La directora Ana García Blaya se basó en su propia niñez, junto a sus hermanos y a su padre, Javier García Blaya (integrante de la banda Sorry). El resultado es un tributo personal a una época, que genera un cariño inmediato gracias a personajes entrañables. Sobre todo, el homenaje a un padre como el que muchos quisieran tener, que no por ser algo inmaduro deja de ser responsable cuando se trata de sus hijos. Además de la historia de ficción, la directora agrega fragmentos rodados en Super 8 que pertenecen a su propia vida. Un detalle emocional, que por momentos queda descolgado, principalmente cuando también se recurre a filmaciones caseras de los actores interpretando a sus personajes. Amanda Minujín se roba sus escenas, convirtiéndose en la revelación de la película; al igual que Carmela Minujín, que hace de su hermana, ambas son hijas del consagrado Juan. Por su parte, Javier Drolás compone a otro antihéroe querible, uno de los padres más encantadores del cine argentino. Las escenas que incluyen a ambos son las más dulces, graciosas y emotivas del film. Las buenas intenciones funciona como un coming of age tanto por el lado de Aman como del padre, y lejos de ser un mero ejercicio de nostalgia ombliguista, envueve al espectador con sus emanaciones de ternura y simpatía.
De los mitos más antiguos, el del Golem sigue ejerciendo una fascinación especial. Creado de barro para proteger al pueblo judío, se volvió un precursor de los autómatas y del monstruo de Frankenstein. Pero a diferencia de la criatura inventada por Mary Shelly, no tuvo una presencia fuerte la literatura y el cine. El exponente más destacado sigue siendo la novela El Golem, de Gustav Meyrink, y Jorge Luis Borges le dedicó un poema. Por el lado de la pantalla grande, fue tema en producciones alemanas del período mudo (precursoras de la vanguardia expresionista de ese país), pero nunca fue tenido en cuenta seriamente en films de Universal Pictures o de Hammers Films para que pudiera volverse un ícono de la cultura pop. En Europa jamás pierde vigencia, y es la figura central de la producción israelí Golem: La leyenda. Hanna (Hani Furstenberg) vive atormentada por la pérdida de su hijo. Hace lo posible por no quedar embarazada y volver a sufrir, pero sufrimiento es lo que abunda. Los altos mandos de la aldea no tienen un buen concepto de ella por no volver a procrear, lo que consideran el mandato básico de una mujer. Y como si fuera poco, un grupo de forajidos antisemitas amenazan la seguridad de los lugareños. Ella decide dar pelea, y para eso se adentra en los estudios de la Kabbalah con un fin específico: crear un Golem. Lo consigue, aunque el ente sobrenatural aparece encarnado en la forma de un chico. Hanna se encariña con él, pero sabe que su razón de ser sigue siendo la de matar… y no sólo a los enemigos del pueblo judío. Aun sin proponérselo, la película mezcla el subgénero de los monstruos y el de los niños diabólicos, con buenas dosis de suspenso, muertes y un clima heredero del terror gótico. Pero los hermanos Doron & Yoav Paz logran darle profundidad a la historia y a los personajes para que no quede un producto sin alma. Esta criatura puede ser tan tierna como intimidante y feroz, y mantiene un lazo especial con Hanna. La historia también toca temas como la maternidad, el odio, la venganza y los oscuros encantos del Mal, con un enfoque feminista. Hanna tiene iniciativa, elije no seguir los mandatos de su comunidad (parte de las bendiciones del rabino incluyen la fertilidad), y para defenderse, buscar aprender conocimientos que sólo parecen exclusivos de los hombres. El surgimiento del niño Golem representa una segunda oportunidad como madre, pero también la lleva a perder la razón y actuar de manera impulsiva, perversa. Golem: La leyenda es una interesante vuelta de tuerca al mito hebraico, y deja en claro por qué tiene las condiciones para ser recibido, alguna vez, en el Monte Olimpo de los monstruos de la cultura pop.
“Cada casa es un mundo”, dice una frase. Es cierto. Y muchas veces, un mundo tenebroso, perturbador. Si no, pregúntenle a los personajes que habitan la morada donde transcurre Piedra, papel y tijera. Magdalena (Agustina Cerviño) llega desde España al departamento que perteneció a su padre, fallecido poco tiempo atrás, y que ahora es habitado por sus medios hermanos: Jesús (Pablo Sigal) y María José (Valeria Giorcelli). Pero los intentos por tramitar lo que le corresponde por la vivienda enseguida se evaporan cuando cae por las escaleras. Con las piernas en pésimo estado, queda postrada en una habitación, al cuidado de Jesús y María José. En realidad, ninguno de los dos pretende cuidarla demasiado, y Magdalena comienza a ser torturada psicológicamente. Deberá ingeniárselas para escapar de juegos cada vez más oscuros. Este thriller psicológico remite a dos películas concretas: ¿Qué pasó con Baby Jane?, de Robert Aldrich, y Misery, dirigida por Rob Reiner, basada en la novela de Stephen King. Sin embargo, los directores Macarena García Lenzi y Martín Blousson evitan las referencias fáciles y hacen su propio camino. De hecho, está basada en la obra Sangre de mi sangre, de García Lenzi. Hay citas explícitas a El mago de Oz, pero para enriquecer aspectos de una trama que se va poniendo tensa, incómoda. Por su enfoque anticonvencional -incluso siniestro- de los lazos familiares, conecta con films en los que Blousson había participado como guionista, como La memoria del muerto y El eslabón podrido, de Valentín Javier Diment (también productor de Piedra, papel y tijera) y Hermanos de sangre, de Daniel de la Vega. Como en el largometraje de Aldrich y el de Reiner, el peso recae más que nunca en el guión y en las actuaciones. Y no sólo no falla en esos rubros, sino que allí alcanza todo su potencial. El trío protagónico se luce en cada escena, al punto de que los hermanos que componen Giorcelli y Sigal ya forman parte de los desequilibrados mentales más emblemáticos del cine argentino. También son muy destacables los trabajos de arte, fotografía y sonido, que contribuyen a sumergir al espectador en un microcosmos de encierro insoportable. Piedra, papel y tijera nos recuerda que a veces nuestra propia familia puede ser nuestra peor amenaza, y que con pocos actores, pocos escenarios, pero buenas ideas bien ejecutadas se puede hacer una estupenda película.