Me siento bien En algún momento el mundo se fue al tacho. Desde el hemisferio norte nos llegan aviones que dejan caer los cadáveres de sus muertos por armas bacteriológicas o químicas, esparciendo por nuestras tierras una plaga de zombies ciegos a todo aquel que consume su carne. En ese mundo que no reconoce despierta un hombre entre varios cadáveres, sin recordar ni siquiera su propio nombre. Vagando por el desierto es atacado por una de estas criaturas a los que los sobrevivientes apodan “secos” y es salvado justo a tiempo por un chatarrero que recorre el yermo en su auto recolectando cosas útiles. El Padre, como se hace llamar, lo lleva al refugio que comparte con dos jóvenes y una chica muda con la que conforma una extraña versión de familia forzada por la supervivencia. Le promete que allí tendrá comida y protección, pero apenas llegan se revelan sus verdaderas intenciones: la amnesia es el primer síntoma de que se está convirtiendo en un seco y ellos tienen el pasatiempo de torturar y matar a esas criaturas. Y yo también Corta y directa, la trama de Soy Tóxico no tiene muchas vueltas ni sorpresas. No pretende hablar de nada, solo entretener y cuando se contenta con eso cumple lo que se propone. Mientras se enfoca en las acciones de estos personajes todo anda fluido, es cuando intenta engordar la trama explicando el pasado del amnésico cuando trastabilla. Bautizado como el Perro por sus captores, intenta al mismo tiempo sobrevivir y ordenar los pocos fragmentos que recuerda de su vida para poder darle sentido a lo que le está sucediendo, pero toda esa parte de la historia es tan previsible y genérica que la explicación llega siempre tarde, cuando ya adivinamos esa información. Si bien es cierto que el desarrollo de la historia y los personajes termina siendo chato, alcanza para darle suficiente letra a sus intérpretes como para logren volverlos interesantes aunque sea desde el lado del entretenimiento. Dentro del ambiente del cine independiente de género las producciones de Pablo Parés siempre se distinguen por la propuesta visual, porque mientras otros se vanaglorian de hacer puestas berretas y dejar la cámara donde caiga, este director logra que incluso con bajo presupuesto la fotografía y el diseño de Arte sean parte fundamental de lo que propone. Soy Tóxico es otro ejemplo de cómo es posible lograr películas visualmente atractivas incluso trabajando en condiciones precarias. Los personajes hablan con su vestuario, los escenarios completan la historia con su ambientación y la cámara apunta a los lugares justos para que todo lo que se muestre sea pertinente, dejando afuera todo eso para lo que no hubo presupuesto. Es un mensaje agridulce, porque aunque por un lado debería dejar sin excusas algunos de sus colegas más conformistas, a la vez justifica modos de trabajar con condiciones un tanto cuestionables que no deberían tener lugar en una industria más seria.
Subcomandante de las moscas Perdidos en una montaña indefinida que solo se distingue de otras por la existencia de unas ruinas que ofician de cuartel, prisión y búnker para el grupo, los Monos tienen la misión de custodiar a una valiosa rehén extranjera hasta que la Organización negocie un rescate que justifique su devolución. Durante el día entrenan y cumplen sus funciones como soldados del regimiento informal, fingiendo una adultez que la noche demuestra que no tienen. Allí se permiten abandonarse a sus impulsos hedonistas alimentados por el alcohol. Con nombres de guerra y un pasado del que parece estar prohibido hablar, este grupo de adolescentes pasa los días en un contexto de violencia real y simbólica donde es difícil saber hasta dónde son carceleros, o si son solo rehenes con un poco más de libertad y menos valor que la Doctora que encarna Julianne Nicholson (Iniciales SG), a quien deben custodiar para que la Organización logre cobrar un rescate. Escasos de disciplina y motivación, la moral sufre un duro golpe cuando se produce una muerte entre ellos. Todo se desbarranca cuando un intento de rescate los fuerza a relocalizarse en la jungla, donde una serie de conflictos entre ellos deteriora los ya de por sí tenues vínculos de lealtades y camaradería que los mantenía unidos como grupo. El Horror En sí la historia que narra Monoses bastante acotada y parece casi no avanzar durante gran parte del metraje, pero es en realidad una excusa para todo lo que cuenta en segundo plano. Con una crudeza incómoda, no importa realmente quiénes son esos jóvenes ni cómo o por qué llegaron hasta esa situación. Incluso en un principio es difícil identificarlos o distinguirlos entre sí. Sacados de la sociedad para ser puestos a sobrevivir en una estructura que premia la obediencia al superior, la traición al compañero y el uso de la violencia como único recurso, quedan despersonalizados y son figuritas reemplazables para la Organización de la que supuestamente forman parte importante, pero para la que es evidente que no valen más que las armas que cargan. Parece intencional que se oculte el trasfondo político de la historia. Sin hacer explícito a qué tendencia ni con qué excusas este grupo armado hace lo que hace, nos recuerda que en el fondo es irrelevante porque las atrocidades cruzan todo el espectro ideológico. Esta clase de propuestas son muy difíciles de sostener sin un aceitado trabajo en todas esas otras áreas fundamentales que muchas veces el cine menosprecia a un segundo plano. No es el caso de Monos, que narra y golpea tanto o más con la imagen o el sonido que con las actuaciones de sus personajes. La belleza de algunos planos que parecen cuadros, contrasta con lo horrible de lo que están mostrando. Los gritos taladran los oídos buscando provocar un desagrado e incomodidad que impida subestimar o naturalizar la crudeza casi animal de lo que está padeciendo este grupo de adolescentes asilvestrados: cuando las reglas y jerarquías se difuminan no tardan mucho en caer en la crueldad y la violencia. Indagando un poco entre el equipo técnico aparecen un par de nombres vinculados a grandes producciones internacionales a los que no suele tener acceso el cine latino, y eso explica en buena medida el impactante resultado final, comprobando que a veces lo que falta no es talento sino recursos económicos para poder materializar esas visiones.
Una noche que cambia todo Desesperado por la delicada salud de su hijo que necesita un trasplante con urgencia, el ex jugador de fútbol Coco “Muralla” Rivera se gana la vida transportando gente en su vehículo. Casi nunca lo reconocen como el arquero estrella que supo ser antes de caer en el olvido. Tiene un plan para salvar la vida de su hijo con un médico que por el precio justo puede hacer realidad el transplante de inmediato, pero es un dinero que está muy lejos de sus posibilidades. Al menos de forma legal, porque hace tiempo que un conocido con vínculos con el submundo criminal le hizo una oferta de trabajo. Lo que debe hacer espanta tanto a Muralla, que solo cuando el niño está al borde de la muerte en terapia intensiva se atreve a considerar aceptarla; en una sola noche consigue el dinero que necesita para sobornar al médico del trasplante, sabiendo que las consecuencias de su decisión lo van a perseguir por el resto de su vida, pero sin sospechar que tendrá que enfrentarse con ellas casi de inmediato. Chofer en llamas Todo esto que la mayoría se tomaría media película en mostrar, Muralla lo hace apenas en unos minutos; un arco que podría llenar por completo a una producción más chata, acá alcanza apenas para presentar a los personajes y su conflicto con agilidad y contundencia, porque lo que más le importa narrar al director Gory Patiño son las consecuencias de este acto criminal que se ve forzado a cometer un padre para salvar a su hijo. Quien persigue a Muralla no es la policía, que no da señales de vincularlo con el crimen o siquiera de estar haciendo algo. Es su propia culpa y los fantasmas derivados de su crimen los que lo obligan a hacer algo para intentar limpiar su conciencia, que no descansa tranquila con la justificación de que lo hizo guiado por la desesperación de estar viendo morir a su hijo. Lamentablemente, buena parte de esa potencia inicial que presenta a la historia con un ritmo y una belleza visual increíbles, se desarma durante el desarrollo posterior empezando a arrastrarse mientras el protagonista intenta rastrear a los criminales con los que hizo negocio. En ese proceso, el día pierde el encanto que tuvo la noche en la fotografía de la película, y cuantos más personajes aparecen menos le suman a lo que su protagonista en soledad tan bien hace en un principio. Vuelve a mejorar para el desenlace, atreviéndose a tomar un par de decisiones arriesgadas pero efectivas que la despegan de lo que en otras manos podría resultar una historia clásica de crimen y venganza, para terminar siendo algo mucho más personal y profundo.
Ningún cuchillo de hielo En una época indefinida que suena a principios del siglo pasado, atravesando en tren una región que podría ser de las nuestras pero que recuerda a otras más británicas, un consagrado escritor de best sellers policiales adelanta a un ácido crítico su próxima novela, en la que su recurrente detective ciego se enfrenta al más difícil de los enigmas clásicos del género: un cadáver en una habitación cerrada por dentro. Otro pasajero los escucha y se acerca, presentándose como un escritor novel admirador del veterano Luis Peñafiel y con una similar enemistad por el crítico resentido al que nadie parece poder complacer. Los tres se dirigen a una serie de charlas organizadas por la dueña de un hotel, admiradora de Peñafiel al punto de bautizar a su gato Boris como su famoso detective. Las rispideces entre autor y crítico continúan durante la primera de las charlas, donde el primero provoca al escritor hasta que le entrega su última novela aún inédita, convencido de que esta vez logrará impresionarlo. Pero no es así y ambos se trenzan en una violenta discusión tras una devolución lapidaria del crítico que deja desesperado a Peñafiel, quien ebrio se propone reescribir su novela. A la mañana siguiente despierta disfrazado como el villano de su obra y sin recuerdos de lo sucedido, pero en la habitación de al lado el crítico yace muerto con varios detalles idénticos a como fueron escritos en su historia, incluyendo la puerta cerrada por dentro. Sabiéndose el principal sospechoso, Peñafiel y su joven discípulo se proponen resolver el misterio del cuarto cerrado antes de que alguien más descubra el crimen. Boris, un gato con perlas Aunque de antemano es una decisión arriesgada que puede alejar público, Punto Muertonecesariamente tenía que ser en blanco y negro. Desde la escena de créditos iniciales, con la imagen de un guante flotando en un barril y una música orquestal que recuerda al cine de mitad del siglo XX como marco al listado de elenco y equipo, se establecen las reglas de todo lo que se viene. Es necesario dejar inmediatamente todo esto en claro para que cuando comience la acción hagamos la vista gorda ante los ucronismos que se vienen, presentando ambientes y personajes que costaría ubicar en la Argentina de hace cien años pero que sin duda remiten en el imaginario popular a cualquier historia de Sir Arthur Conan Doyle o Agatha Christie. Las referencias son claras e intencionales mientras el dúo de escritores se embarca en la tarea simultánea de resolver y ocultar el crimen cometido; el veterano necesita probar su inocencia mientras que el joven busca un final para la novela que lo consagre, tan ansioso parece por poder hurgar en el genio de su admirado Peñafiel que bien podría estar dispuesto a cometer un crimen para incentivarlo. Varios sospechosos se suceden mientras intentan resolver satisfactoriamente el más difícil de los misterios, y De la Vega sin dudas lo hace de la mejor forma para cerrar su historia, una que sin embargo nos exige complicidad como público para que funcione. Porque si bien todo lo que sucede juega con las reglas del género que homenajea, también pide que olvidemos mucho de lo que aprendimos en el siglo posterior y no faltará quien denuncie haber sido engañado por algunos de los giros necesarios para finalizar la trama. Pero así como hay solidez en el guión y en muchas de las decisiones visuales que toma para representarlo, la dirección de arte es el punto más endeble de esta producción. Incluso en el caso de que se esté queriendo imitar el estilo del cine clásico, hay que ser generoso en la suspensión de la incredulidad para tomar por verosímil a buena parte del vestuario y la ambientación, departamentos nada menores a la hora de analizar una historia que recrea una época. Si bien se ven beneficiados por la monocromía, no alcanza para sugerir un verosímil sostenido a lo largo de toda la película. Esto se hace incluso más notorio en algunos innecesarios planos exteriores: ante las limitaciones para realizarlos de forma más efectiva podrían habérselos ahorrado y sumar solidez a un conjunto que de todas formas apuesta a la originalidad y acierta varias veces.
El que recibe las bofetadas. Uno más entre los muchos desposeídos de una ciudad donde la crisis económica está provocando una crisis social, Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) intenta ganarse la vida haciendo una de las pocas cosas que puede: llevar alegría a los demás. Además está convencido de que ese su destino en el mundo. Sin embargo, no parece tener los recursos ni el talento para dedicarse a la comedia de forma profesional. Lo intenta, pero claramente hay algo elemental que se le escapa y no logra encontrar: el qué es eso que hace reír a la gente. Por lo tanto debe conformarse con oficiar de payaso para una empresa de poca monta, donde gana apenas lo suficiente para sostener a su madre. En el creciente clima de desolación que abruma a la ciudad, solo falta una chispa para que el polvorín detone. Algo similar le sucede personalmente a Arthur, no solo porque debido a su estado psiquiátrico no está en las mejores condiciones para enfrentarse a un mundo tan agresivo y desestabilizado: también porque ese mismo caos externo expone algunos secretos de su pasado que subvierten su visión del presente, haciendo que aflore su verdadera identidad como Joker. Nadie se ríe ahora. El contenido político e ideológico de esta película es amplio, y hay tanto más para decir que no va a entrar en este reseña. Además correría el riesgo de caer en los odiados spoilers; es mejor dejarlo aparte por ahora. Si es como dicen algunos y el cine de superhéroes es un género de por sí, entonces Joker se diferencia lo suficiente como para quedar afuera. Con muy poco fanservice y sin la corset de encajar en un universo compartido, Todd Phillips (¿Qué pasó Ayer?, Todo un Parto) se concentra en hacer una buena película, confiando en que para tener éxito no necesita tachar los ítems de la lista que hoy parecen obligatorios para contentar al público masivo, sorprendiendo con un producto bastante lejano a los que le dieron fama. El resultado es una historia sólida y sin más cabos sueltos que los intencionales, impecablemente realizada también desde la fotografía, el diseño de arte y el sonido. Cada área encaja armoniosamente para construir en conjunto una narración contundente que se atreve a incomodar, pero que no lo hace por la transgresión misma sino con un propósito: no hay forma de contar con tibieza la historia de un villano y salir bien parado, menos aún la de uno tan famoso. Phillips no tiene miedo de hacer alusiones a sus referentes, sea con alguna elección de plano que trae al recuerdo otra película o copiando el maquillaje del que podría haber sido la primera inspiración del personaje original. Solo por eso, Joker ya era una apuesta peligrosa desde que se anunció. Ahora que llega a las salas podemos ver que, más allá de toda la controversia previa y aunque se le borraran las conexiones con su origen comiquero, seguiría siendo una excelente película por mérito propio, logrando mezclar arte y entretenimiento en las dosis justas como para impactar en todo sentido. Y todavía queda hablar de otro de los puntos más altos de esta película, que es la esperada interpretación de Joaquin Phoenix (No te preocupes, no irá lejos, Ella) como la más reciente de las caras del mítico villano. Su talento no sorprende hace rato, pero mantener verosímil a la locura es uno de los mayores desafíos que enfrenta cualquier intérprete. Su Arthur Fleck no solo va derrumbándose con el pasar de los minutos, se transforma dentro de una misma escena. Con un leve cambio en la mirada es capaz de pasar de transmitir tristeza o frustración, a causar miedo y gracia en simultáneo, convenciendo que es un personaje verdaderamente imprevisible del que nunca se puede estar seguro si su arma carga balas o agua. El resto del elenco, hasta el experimentado Robert De Niro, gravitan a su alrededor sin interponerse ni causar nada que lo saque del centro de la escena. Queda mucho por hablar y seguramente el debate previo al estreno va a continuar despertando pasiones encontradas, pero será difícil que Joker no quede recordada como una de las grandes película de este año.
Pornoestein debe existir Víctor (Martín Piroyansky) estaba listo para rendirse. Después de años filmando sus propios cortometrajes todo parece indicar que su sueño de ser director no tiene futuro en la realidad, donde está a punto de casarse con su novia de la adolescencia y necesita de un trabajo estable que le permita sostener el hogar. Resignado, pretende vender su cámara para pagar algunos gastos. Pero el anuncio que pone, en vez de atraer un comprador, llama la atención de un productor bastante turbio (Daniel Aráoz) que necesita urgentemente de los servicios de alguien como él para hacerse cargo de un proyecto que ya está empezado. Fácilmente tentado por la importante cantidad de dinero que le ponen enfrente, y la posibilidad de por fin iniciar la carrera de sus sueños, acepta el trabajo sin detenerse a preguntar los detalles. Recién cuando le presentan a la protagonista, una actriz porno que supo tener sus cinco minutos de fama pero que ya está de vuelta, entiende en qué clase de película está metido. Y ya es demasiado tarde para echarse atrás. Asistido por uno de sus pocos amigos (Nicolás Furtado), que aunque no tiene muchas luces oportunamente es encargado de un videoclub y portador de una importante erudición en el género, Víctor intenta llevar adelante el proyecto a contrarreloj para lograr que quede lo más decente posible, sin calcular que es un proyecto que le hará replantearse toda su vida hasta ese día. Otra de los ochenta Hay que reconocer que es difícil no ir con prejuicios a una película con Piroyansky en el afiche y que encima se llama Porno para Principiantes. Aunque en esta producción no sea el director como en Voley, uno sospecha que va a encontrarse con chistes fáciles hilvanados en una trama que sirva de excusa para ser el único que tenga sexo con alguna o varias de las mujeres del elenco. El problema con prejuzgar es que de vez en cuando aparecen casos como este, donde uno acierta, corriendo el riesgo de mal acostumbrarse y seguir haciéndolo. La estructura es simple. Hay un protagonista inteligente y frustrado con su rutina aburrida pero estable, al que se le pone en el camino una nueva mujer que lo desestabiliza con su belleza y la promesa de aventuras. Esto lo empuja a llevar temporalmente una doble vida para evitar tener que decidirse por lo que realmente quiere hacer. Así contado parece la sinopsis de Permitidos, y uno empieza a temer que la figura del director en algunos casos se vuelve irrelevante. Pero Carlos Ameglio le pone su parte al retratar sus propios orígenes en el cine durante una época donde había mucha voluntad pero pocos recursos disponibles. En segundo plano a la trama principal, Porno para Principiantes alude al amor cinéfilo y a la producción cinematográfica, especialmente cuando no se cuenta con recursos pero hay una necesidad imperiosa de contar algo con imágenes. Lo hace mostrando una visión algo idealizada de lo que es producir un largometraje, pero igualmente habla con pasión de lo que implica padecer esa necesidad de crear a un nivel casi físico: así logra entregar algunos de los momentos interesantes que tiene esta película, a la que no se le puede criticar mucho desde lo técnico porque la trama sostiene el ritmo. Si bien la recreación de época no se destaca, todo se ve y escucha con la corrección que exige este tipo de producciones. Que el contenido esté cargado de estereotipos y lugares comunes que parecen de la misma época a la que alude la historia, ya es otro tema.
Todas en contra En 1974 se publicó The Unicorn, considerado como el primer álbum de música country abiertamente gay, compuesto, producido e interpretado por el músico neoyorkino Peter Grudzien. A la distancia no sorprende saber que no se vendieron prácticamente copias de ese disco hasta que fue reeditado a mediados de los 90s, logrando que Grudzien reciba un poco de esa notoriedad retroactiva, aunque siempre en el circuito marginal de un género musical que no tiene fama de progresista. Cuando Isabelle Dupuis y Tim Geraghty se acercaron para entrevistarlo entre 2005 y 2007, Peter seguía viviendo en su casa de la infancia junto a su hermana melliza y su padre, que para entonces ya era casi centenario. El dúo retrató con sus cámaras a los Grudziens registrando su vida cotidiana, pero por sobre todo dándoles un lugar donde expresarse y volcar las angustias acumuladas durante una vida bastante difícil. Hijos de una familia obrera sin muchos recursos como para acompañar o entender en profundidad sus situaciones, Peter y Terry lidiaron con problemas psiquiátricos desde jóvenes. Más aún con una medicina de la época que parece haber dejado más secuelas que beneficios sobre ambos. La carrera artística de Peter Grudzien no fue exitosa; salvo por el hito de The Unicorn que le dio una modesta fama tardía, su obra estuvo más impulsada por la pasión que por el dinero, algo que Dupuis y Geraghty registran con un nivel de empatía pocas veces vista en esta clase de documentales. La familia que retrata esta película está compuesta por tres personajes tragicómicos, los cuales serían una tentación fácil para otros directores que no dudarían en burlarse de ellos para aumentar el impacto de su narrativa. Nada de lo que aquí muestran hace sentir que su mirada sea satírica o condescendiente, sino que realmente es creíble su voluntad de acercarse a un pequeño grupo que necesita expresarse. Es justamente en este aspecto de la vida del músico donde más se detienen, más que en su música en sí. Quizás también porque es de lo que él mismo parece más interesado en hablar. Se lo ve un hombre solitario y algo amargado por una vida que nunca se la hizo fácil, pero al mismo tiempo necesitado de reconocimiento y alegrías especialmente desde un arte que no deja de ejercer aunque sea para sí mismo, porque el público no demuestra mucho interés ni cuando está sobre el escenario del bar donde toman algo o juegan al pool. El registro que muestra The Unicorn de la intimidad de esta familia particular es incómodo, desesperante y hasta algo claustrofóbico. Agobia con las historias de sus protagonistas y sobre todo con el ambiente que se construye a su alrededor, pero lo más importante es que en ningún momento deja de sentirse tremendamente honesto en su crudeza. Nunca se burla ni siquiera de las situaciones más absurdas, y hasta es posible sentir el miedo de quien sostiene la cámara cuando el desequilibrio mental de uno de los entrevistados comienza a ser realmente intimidante, logrando una potencia narrativa que deben envidiar muchas ficciones.
Un noruego y un mexicano entran a un bar Con la reelección de Nixon y la guerra de Vietnam de fondo, un grupo de adolescentes se dedica a celebrar Halloween como todos los años, ya al borde de volverse demasiado grandes pero aún con el recuerdo vívido de todas esas historias que aterraron sus infancias. Hay una de esas Historias de Miedo Para Contar en la Oscuridad que particularmente todo el pueblo conoce desde hace generaciones, porque está basada en hechos reales: ocurrieron en una antigua mansión abandonada, la cual supo pertenecer a la acaudalada familia dueña de la fábrica que permitió el sustento del pueblo a su alrededor. El edificio tiene fama de embrujado desde que la última hija de la familia se suicidó tras años de encierro forzado, debido a una extraña enfermedad. Desde entonces, a lo largo de las décadas, muchos jóvenes la tomaron como lugar de visita y diversión, recordando las historias de terror que ella solía contarle a través de una pared a quien la visitara. Pero en esta noche en especial, el grupo liderado por Stella (Zoe Colletti) y el recién llegado Ramón (Michael Garza) encuentran una habitación que suele estar escondida en un sótano, un lugar que claramente fue su calabozo y de donde Stella se lleva un antiguo libro de historias manuscritas firmadas por la difunta. Como suele pasar en el género, robarse algo de una casa embrujada no es una buena idea. Stella lo aprende en cuanto descubre que hay una nueva historia en el libro: parece contar al detalle la desaparición de un adolescente del pueblo, al mismo tiempo que sucede. Es fácil hacer la conexión entre Historias de Miedo Para Contar en la Oscuridad con éxitos de estos años como IT o Stranger Things, después de todo son historias de época protagonizadas por adolescentes donde los adultos parecen no existir, con el agregado de que el libro maldito que empuja la trama se alimenta de los miedos de sus víctimas para atacarlos. Pero así como es fácil también sería errado, porque aunque aproveche el buen momento del género, no usa la reconstrucción de época como una forma vacía de explotar la nostalgia por puro efectismo. La historia que cuenta André Øvredal (Trollhunter) no recurre a litros de sangre ni complejos efectos digitales para aludir a los miedos infantiles de sus personajes. Presenta un nivel de violencia explícita casi nulo, pero que simbólicamente está ahí más que presente mientras entrelaza fragmentos de historias pequeñas dentro de una más grande. Finalmente solo sirven de excusa para los distintos sustos. La estructura general es de lo más clásica y todo sucede más o menos como se espera que resulte. Cumple con cada estereotipo del género sin correr riesgos pero logrando entretener de todas formas, aunque la película se olvide a las horas.
Un niño, un puma y un funeral Lleva una década lejos del cerro que la vio crecer, específicamente desde que vive en Buenos Aires, trabajando como enfermera y viviendo sola en una pequeña habitación con la única compañía de un perro con el que no parece encariñada. Pero muy a su pesar, Magalí (Eva Bianco – Margen de Error, Vigilia en Agosto) vuelve a su casa natal en el norte argentino del que se ha ido años atrás. Allí la esperan un hijo que fue criado por su abuela en las costumbres ancestrales, y un pueblo en el que las viejas tradiciones aún tienen sentido. Todas cosas a las que Magalí ha dado la espalda, al punto de prácticamente haber huido hacia la ciudad. En los pocos días que pretende quedarse para poner las cosas en orden y llevarse al niño con ella, no está en sus planes cumplir con el ritual que protegería a la comunidad del puma que lleva un tiempo alimentándose de la hacienda. Quienes creen en los viejos saberes consideran que el depredador es sobrenatural, y que es responsabilidad de su familia subir al cerro para llevar a cabo el ritual que lo devuelva al inframundo de donde pertenece antes que cause más daño. Magalí no es una de ellas; se niega a creer en las historias que aprendió de chica y solo quiere marcharse cuanto antes por motivos del pasado que poco a poco se revelan. Quien sí cree fervientemente es ese hijo criado en el cerro, para el que Magalí es una extraña; por más obediente que sea, y aunque sepa que eventualmente se tendrá que ir con ella, Félix (Cristian Nieva) se resiste a marcharse sin subir al cerro para cumplir con lo que le enseñó su abuela. No es del todo consciente del fuerte cambio que se le avecina cuando se mude a la ciudad, pero tampoco parece importarle, porque sabe que no tiene más elección que obedecer a esa mujer que lleva el título de madre sin haberlo ejercido y con la que no tiene un vínculo real. Durante los días que están juntos en esa casa donde ambos se criaron con décadas de distancia, poco a poco van acercándose uno al otro para entenderse un poco mejor y sobreponerse a tantos años de desarraigo. Es notable el nivel de potencia y síntesis narrativa que maneja Juan Pablo Di Bitonto en su debut, algo que suele llegar solo con el tiempo y con lo que suelen tropezar en la inexperiencia muchos directores. Casi todo lo que sucede, se dice o se muestra, tiene un lugar; poco sobra o dura demasiado, los personajes entran y salen cuando hacen falta para hacer su aporte y dejar seguir la trama sin estorbar con hilos paralelos que no irían a ningún lado. Desde lo visual impactan los planos fijos de los paisajes del cerro. Además de aportar belleza en un sentido pictórico, no están tomados solo como lo haría un spot turístico, sino que hacen su aporte desde un costado narrativo. En ese sentido, esos magníficos planos estáticos contrastan mucho con un uso cuestionable de la cámara en mano: todo se sacude por demás aunque las acciones que esté mostrando no sean particularmente dinámicas o necesiten remarcar ese movimiento. Es una de las pocas decisiones criticables en la realización de esta película que incluso con sus limitaciones es muy sólida en todos los aspectos.
Quedan los artistas El joven Theo parece dispuesto al suicidio en una habitación de hotel y repasa su vida hasta entonces, la serie de eventos que lo llevaron hasta esa situación desesperada en que se encuentra. Aunque no pasó grandes necesidades, su niñez no fue sencilla: en poco tiempo su padre alcohólico se dio a la fuga y su madre murió durante un atentado en un museo de donde él salió milagrosamente ileso. Solo en el mundo, fue temporalmente adoptado por la familia de un amigo de la escuela y trabó relación con la de un hombre que murió a su lado en el museo. Todo parecía encaminarse en un camino de felicidad, hasta que su padre reaparece para llevárselo al otro lado del país, lejos de todo lo que conoce. Pero hay un secreto que Theo no revela a nadie a lo largo de los años: antes de salir de entre los escombros que dejó el atentado, se apoderó de El Jilguero, una pequeña aunque famosa pintura de varios siglos de antigüedad que llevará consigo a cada nuevo hogar donde se mude. Contar una historia que abarca un período de tiempo tan largo y con tantos personajes secundarios tiene siempre el mismo problema: la síntesis. El Jilguero no hace distinciones de jerarquía entre las distintas historias que aborda, le da la misma importancia al eje central y a los hilos secundarios, los que aportan poco a la trama, mostrando a distintas personas intentando lidiar con el dolor de las pérdidas cada cual a su modo, pero en general con poco éxito. El detalle de que se aferre secretamente a ese cuadro como a un amuleto es la prueba de que Theo nunca logró dejar atrás el día del atentado, creciendo con la culpa de sentirse responsable por la muerte de su madre. Pero mucho de lo que relata en el medio es bastante irrelevante y ni siquiera está narrado de forma que resulte interesante, arrastrándose de una escena a otra sin dejar muy en claro hacia dónde va ni logrando que importe mucho. Hay algunas ideas potencialmente interesantes sobre la soledad de la culpa y el dolor, sobre cómo es muy difícil lograr que alguien realmente entienda ese sufrimiento tan íntimo; pero todo se muestra con tan poca pasión y con actuaciones tan deslucidas que en vez de provocar emociones trae bostezos y alguna que otra risa involuntaria (sobre todo cada vez que aparece el estereotipo de ucraniano que oficia de mejor amigo, tanto en versión niño como adulto). Los personajes entran y salen de la vida de Theo sin mucha lógica, produciendo situaciones que pocas veces terminan siendo relevantes, interesantes o creíbles, como si al mismo tiempo nada de lo que estaba en el papel pudiera quedar afuera pero tampoco pudiera realmente ser desarrollado. Tambaleándose, El Jilguerointenta dar un mensaje de amor al arte y de la necesidad de dejar atrás el dolor de las pérdidas, pero a duras penas logra sostener un poco de coherencia a lo largo de su excesiva duración.