Una investigación televisiva acerca del presunto suicidio animal se convierte en disparador narrativo de la recomendable “Los Perros del Viento”. En el Parque España ocurren, con el correr de los meses, extrañas situaciones que se repiten, sin motivo aparente. Los argumentos e hipótesis al respecto se acumulan: frecuencias bajas, silbido del viento, barcos que cruzan el río, el olfato en la actividad sexual canina. No hay certezas, pero perros de distintas razas y tamaños se arrojan al vacío. El mito urbano está instalado en Rosario desde 1992. Desde determinado punto físico, en la explanada del parque, mirando hacia el río, la visión llega a confundir. El hecho documental se utiliza como instrumento para imbricar la ficción. En busca de un hallazgo que incentive al buen rating va este periodista autoexiliado desde España. El encuentro es con su cuidad y también con una mujer que ama, pero con quien no puede compartir la vida. ¿En busca de qué regresa en realidad? Los límites entre la verdad documental y la ilusión ficcionada acaban por erosionarse. Hugo Grosso, con sensibilidad, buen gusto estético y una exquisita música incidental, utiliza la idea de un personaje que se aboca a la investigación, mientras intenta hacer las paces con el esquivo pasado que la ata a un antiguo amor. El director deposita el éxito del film en un actor ilustre y monumental, con quien ya ha compartido anteriores proyectos (“Balas Perdidas”, “A Cada Lado”, “Fontanarrosa, lo que se Dice de un Ídolo”). Luis Machín, nativo de la ciudad de Rosario, lleva a cabo un auténtico tour de forcé actoral, entregando una performance conmovedora, camaleónica. En su cuerpo y alma, el comportamiento humano se mimetiza con el animal. Al límite de sus emociones, lo racional y lo instintivo se confunden. Hay un dolor latente que no cicatriza, brindamos con cierta resignación a la salud del corazón partido. Un amigo le aconseja que suelte lo antes posible, o la herida será irreparable. Machín cree poder controlar sus emociones, parecería protegerlo la razón. Los animales siempre saben lo que necesitan, el hombre tropieza con la misma piedra, más de dos veces. La metáfora del salto al vacío cuadra perfecto. Al indagar, el abismo se produce en nuestro interior buscando respuesta a aquellas preguntas vitales.
Un ejercicio de horror ambicioso que se sale de las estructuras más abordadas por la vertiente comercial. Cimenta sus valores en un guión sólido que sortea las convenciones y clichés que el género ha utilizado a piacere en el pasado. Sin embargo, a pesar de recordarnos de antemano a una historia archiconocida, el estilo proferido adquiere un tono singular apenas comenzado el metraje. “Barbarian”, por lo tanto, se confirma como una prueba más que aceptable de parte de Zach Cregger, un novel director a tener en cuenta a futuro. Revirtiendo el canon, nos engaña una y otra vez. La lista de recursos a los que se echa mano la recitamos de memoria: pisos que rechinan y espejos atemorizantes que son alerta del reflejo amenazante. Lo hemos visto cientos de veces, no obstante, aquí la premisa no tarda en complejizarse. El carácter anticipatorio de confrontar ciertos elementos es materia moldeable en el imaginario de un cineasta presto a sorprendernos con giros poco predecibles. Grandes angulares y movimientos de cámara osados nos hablan de un experto en el manejo del lenguaje cinematográfico. Algo perturbador y perverso aflora en la naturaleza humana, y, para ello, el film acomete un más que atractivo tratamiento de los personajes involucrados. Consigue incomodar con eficacia y recursos nobles. Lo previsible no acude a esta cita celebrada a oscuras.
El guiño explícito del título que precede al siguiente análisis no es más una analogía con la recordada película de Santiago Carlos Oves. Nuestra industria nacional ha abordado, a través de diversas ópticas, la relación entre una madre y su hijo. En este sentido, “Cuando la Miro” no se parece a nada que hayamos visto y su originalidad es una gran virtud, para comenzar. El film nos cuenta una historia sumamente autorreferencial. Es una obra intimista que indaga en aquello no dicho en una relación. Siempre resulta un deleite observar actuar a Julio Chávez, quien aquí se estrena como director, buceando en el propio vínculo con su madre y retomando una antigua idea que plasma en guion junto a la colaboración de su habitual partenaire Camila Mansilla. En la película, un hijo registra una serie de conversaciones junto a su madre (Marilú Marini), a quien intenta contemplar, considerar y descifrar. ¿Ella lo mira con ojos de madre, acaso? ¿Cuándo se deja de buscar la mirada de esa madre? Él se llama Javier (es Julio Chávez, en otra exhibición de talento de las que acostumbra), un artista plástico que tiene la necesidad de filmar a su progenitora…quién sabe los motivos que lo lleva a pactar estos encuentros hogareños. Ambos se desnudarán ante la cámara y se contarán absolutamente todo, aunque haya anécdotas ya sabidas y otras que preferirán eludir, ante la incomodidad. Atraviesan la hora y media de metraje climas de indudable referencia bergmaninana. Primeros planos sumamente expresivos. Una puesta en escena minimalista, hecha de tiempos muertos y plagada de pequeños y sutiles rastros. Hay que estar atento y abierto a mirar. Con visión de artista plástico. Saber cotejar las texturas, la gama cromática. Un lienzo grandioso se despliega ante nuestros ojos, si observamos con con plena concentración. “Cuando la Miro” está repleta de exquisiteces, la atención sabe hacia dónde dirigirse. Los cuerpos hablan. Los inertes, en un cuadro, adquieren postura, identidad y peso propio. De espaldas, no miran a la cámara ni a nuestros ojos. Tampoco el personaje del encomiable Chávez, apenas comienza el film. Observa por la ventana. O la pequeña figura humana que moldea, pacientemente, con sus manos. Horas de silencio entregadas al oficio de crear. ¿Se está moldeando a sí mismo? El pequeño hombre de arcilla queda apoyado en la mesa, de espaldas, boca abajo. El cuerpo es un mapa expresivo de sentidos que se multiplican. No vemos sus ojos… Las bondades del lenguaje cinematográfico operan favorablemente en manos de un intérprete que añade otro hito más a su prolífica carrera. Su ópera prima como director augura un futuro promisorio detrás de cámaras. La decisión de dejar registro sobre un vínculo nos está hablando acerca de la (im)posibilidad de comunicarse, y sembrándonos valiosos interrogantes al respecto de hasta qué punto relatar esta clase de experiencia, a través de un dispositivo como vehículo (no exento de inhibirnos), puede ser completamente satisfactoria. Entre retracciones y exabruptos, el juego de miradas intentará desentrañar el misterio. Nada queda fuera del cuadro. Madre e hijo intercambian pareceres acerca de tabúes (“yo me masturbaba”, dice ella), manías (“me gusta comer así…”, subraya luego), posturas conservadoras («a vos nos te gustan las mujeres», pronuncia) y mitos (“tu hermana hace siete años que no duerme”, insiste). Javier no se escandaliza por nada, es hora de hablar. Un poco de teatro, otro tanto de documental. Plano y contraplano, hurgando en las raíces familiares. La herencia, pesada. El paso del tiempo, las marcas en la piel. Aventuras extramatrimoniales, inclinaciones sexuales, deseos frustrados, miedos heredados, cariño dado a medias, pulsiones no reprimidas. ¿Qué es la felicidad? ¿Qué fue verdad y qué mentira piadosa? Construcción de sentires y saber escuchar; la película adquiere profundidad, contundencia y sensibilidad, en cada minuto de su metraje. La mirada, quirúrgica, es la gran protagonista y existen detalles que siempre quedan fuera del campo de visión. Pero no importa, los demás sentidos están también muy presentes. Debemos aprender a escuchar, a hablar, a tocar, a oler. Con sutileza y sensibilidad, el destacadísimo actor hace un auténtico homenaje a lo no dicho, haciendo del silencio su gran aliado. Escudriña la mente de pintor y no falla: su detallado inventario del mundo que lo rodea lo lleva a estar sumamente atento y permeable a cada indicio. En la quietud de su hogar, libros, pinturas y películas son su gran compañía. No cualquier película: un clásico mudo de Germaine Dulac. El silencio reina, nada es casualidad. También, hay algo cíclico de la naturaleza que lo conmueve. Sin estaciones no hay vida y el acercamiento entre madre e hijo es evolucionar. El viento sopla y agita las copas de los árboles. Un próximo dibujo nace y no hay necesidad de mostrarlo. Sino el impulso de hacerlo, para volver a él, años después y recordar esa tarde. ¿Hasta dónde somos dueños del tiempo por delante? La lente siempre sabrá como capturar la belleza de esta gloriosa gesta interpretativa por parte de Chávez y Marini. Dos escenas alcanzan para comprender las coordenadas que habita el alma de este hombre mientras concreta un acercamiento único en su vida; junto a su analista (el siempre impecable Claudio Da Passano) y junto a la galerista que expone su obra plástica (qué grato es volver a ver a Silvia Kutika). En la piel de Javier palpamos la serenidad de alguien que se detiene a evaluar, con la experiencia que dan los años, el meridiano que atraviesa sus días. No tiene en sus manos todas las respuestas, sin embargo, sigue buscando. En ese contemplar no hay satisfacción, hay una inquietud constante que lo moviliza. Introspectivo; es tiempo de cumplir la misión y saldar deudas emocionales. No exhibirá sus cuadros, al menos por el momento. Es tiempo de resguardarse. Allí radica la comprensión, y el acto de perdonar todo cuanto pasado. Algo en el aire está cambiando…luego de sanar el propio vínculo con su madre, el acto refleja la reacción contraria, espejando en el afuera, tal vez viéndose a sí mismo. Una madre y su hijo son contemplados desde la ventanilla del auto. Javier mira y cada gesto imperceptible de Chávez añade riqueza a su rol. Sutil y magistral, el protagonista de “Un Oso Rojo”, “El Extraño”, “El Custodio” y “Pampero”, sabe muy bien que mirar es relacionar, interpretar e interrogar. El auto arranca, segundos después, un desenlace inesperado nos arrebata la emoción. En “Cuando la Miro”, el reencuentro de dos seres queridos, unidos por el amor y la sangre e interpelándose mutuamente, establece un exquisito contraste actoral. Es un necesario y abrumador examen de conciencia sobre la condición humana. Ahora bien, querido lector, si usted es lo suficientemente afortunado de tener a su madre, luego de ver la película (o leer esta reseña), vaya y abrácela. Mírela. Hable con ella.
Fanny Navarro impactaba con su escultural belleza. Nacida en marzo de 1920, llegó a ser primera vedette del mítico Teatro Maipo durante 1945. Fue estudiante del Instituto Di Tella, y sus pasos profesionales la vieron alternar el teatro de revista, la tragedia y a la comedia sofisticada. Su carácter jamás paso desapercibido; tampoco su cercanía con el poder de turno. Ligada con Eva Perón, su carrera se desarrolló aún mas gracias a su alianza con el partido justicialista. De gran popularidad en el público, acabó convirtiéndose en una actriz proscrita, perseguida y torturada, al derrocamiento de Perón, por parte de la Revolución Libertadora, en 1955. Esta es apenas una semblanza acerca de la magnética figura de una artista que vuelve a convertirse en el foco de nuestra gran pantalla. En la sala Leopoldo Lugones del Complejo Teatral San Martín, sito en calle Corrientes del centro porteño, podremos disfrutar de una nueva perspectiva sobre la vida y obra de la protagonista de “Deshonra” (1952), en un largometraje en donde Alfredo Arias e Ignacio Masllorens comparten créditos de dirección. “Fanny, Camina” intenta hacernos reflexionar sobre toda forma de fanatismo castigada con igual proporción de extremismo. La de Fanny es una historia atrapante, una leyenda negra convertida en una frágil sombra de sí misma, que se balancea entre el estatismo de una historia decidida a escuchar uno de dos relatos posibles. En el envés, encontramos la estigmatización de una víctima del sistema imperante, quien supiera ser una de las actrices argentinas con mayor proyección internacional. Alejandra Radano encarna a la ferviente confidente de Eva y simpatizante peronista. Su abordaje nos trae a la memoria la sensual y magnética interpretación que llevara a cabo Leticia Brédice, para el film “Ay, Juancito” (2004, Héctor Olivera). Rodada en blanco y negro y apelando a registros de melodrama, vemos a Fanny recorrer unas calles porteñas que intenta reconocer como propias, recreando episodios de una vida signada por las pasiones, los ideales y el injusto olvido de la historia.
Comedia romántica dirigida por Ol Parker, escritor de ambas entregas de “El Exótico Hotel Marigold” (2011-2015) y realizador de “Mamma Mia, una y otra vez” (2018). No pasa desapercibido que los buenos amigos en común George Clooney y Julia Roberts vuelvan a encontrase en la gran pantalla luego de la brutal “Money Monster” (2016, de Jodie Foster); este tipo de duplas escasean. Vale preguntarnos si está el género más dulce en capa caída, lo cierto es que este producto respeta, a rajatabla, la estructura y el concepto que la industria indica. Y lo hace superando expectativas. Una pareja divorciada, unidos por la decisión de boda de su recién graduada hija, se encontrarán en el paraíso de Bali. Más allá de lo previsible y standard que devendrá en derredor a estas historias de amor paralelas, resulta el atractivo de ver juntos a dos superestrellas, garantía de química innegable y en plan sabotaje. Las improvisaciones, los pasos de baile de Clooney y la risa contagiosa de Roberts alcanza para pagar la entrada. Brindamos con y si hay turbulencia todo final feliz apacigua cualquier disfuncionalidad familiar. Ambos intérpretes se han encontrado por el camino en varias ocasiones; recordemos la saga “Ocean’s Eleven”, allá por comienzos del nuevo milenio. En “Pasaje al Paraíso”, la dupla se luce conociéndose de memoria, a lo largo de un recorrido en donde salvaje y choques culturales en extremo estereotipados. A la imperecedera belleza que porta Mrs. Roberts, con su sonrisa del millón de dólares, resplandeciente e imperturbable, se acompasa el carismático Clooney, quien aporta honda sabiduría en un par de líneas ejemplificadoras al reflexionar acerca del paso del tiempo, los sueños truncos, la paternidad y las crisis de pareja. No hay malas intenciones en una cinta manufacturada bajo los cánones old-fashioned. Finalmente, los astros siempre sabrán como cautivarnos.
Este largometraje de animación en 3D para adultos llega a los cines luego de un proceso de trabajo de cuatro años, en donde Fernando Sirianni y Federico Moreno Breser se dividen créditos de dirección. Adaptado al lenguaje cinematográfico desde la serie en formato web y televisivo “Tierra de Rufianes” (2015), autoría del propio Breser, “El Paraíso” encuentra en su génesis un terreno de exploración fértil para articular, a través de un relato que se ancla en las coordenadas históricas de la Argentina de principios de siglo pasado, más concretamente, en la ciudad de Rosario. Un año y medio de labor de guion demandó a Sirianni este ambicioso proyecto, sin antecedentes en nuestro medio. Para un profesional proveniente del universo del Live Action, y quien ha producido variedad de comerciales, la apuesta se asumía arriesgada. A lo largo de un total de cien minutos de duración, el factor de innovación prima en un producto inédito en Latinoamérica y realizado íntegramente con el motor de render para videojuegos denominado “Unreal Engine”. El blanco y negro surge como declaración de intenciones de una obra que se inspira en el cine noir de pura cepa, al tiempo que, puestas de cámara, modos de narración y montaje son colocados al servicio del clasicismo policial. “El Paraíso” combina elementos genéricos prototípicos, y la magia sensorial de disfrutarlo en una sala a oscuras, en la pantalla grande, se asume como paso obligado. Estrenada en treinta salas comerciales y contando con las voces de destacadísimos intérpretes del medio (Jorge Marrale, Norma Aleandro, Alejandro Awada), esta gran producción animada del cine nacional nos brinda una propuesta estética y conceptualmente sólida.
La nueva película del mítico George Miller, responsable de una ecléctica filmografía en la que destaca la franquicia “Mad Max”, está adaptada de “El Genio en el Ojo del Ruiseñor” (de A. S. Byatt), una historia corta publicada en 1994. El destacado director australiano imprime aquí su esencia y alma como artista, si bien se trata de un film mucho más íntimo y específico que otros de su factura, fuera de todo estereotipo comercial. Una rareza que, curiosamente, mixtura elementos extraños y anticonvencionales, y cuyo reparto está liderado por rostros conocidos como Idris Elba y Tilda Swinton. Incontrovertible, Miller es un cineasta en total control de la herramienta audiovisual, quien pervive como un clásico imperecedero del séptimo arte y nos obliga a disfrutar sus obras en la pantalla grande. Fuera del radar del cine blockbuster, prefiere explorar la plasticidad de mundos fantásticos y situaciones que conviven en una narrativa que escapa a lo mundano. Con referencias al cine de Zack Snyder y Terry Gilliam, la cinta amalgama el poder de historias que nos nutren bajo dilemas existenciales: ¿Cuál es la clave de la felicidad? Viñetas del ayer resuenan en el presente, gracias a un tratamiento del flashback que posee cierto halo místico en visión onírica. De disfrutable belleza visual, “3000 Mil Años Esperándote” es una experiencia placentera, aunque no atrapante. Fotografía y banda sonora excelsas brindan un fondo apreciable para que el realizador indague en su costado más metafísico y filosófico para reflexionar acerca del destino, la soledad, el amor, la edad moderna y las telecomunicaciones. ¿Quién mucho abarca poco aprieta? Un genio funge como factor conector: la humanidad y nuestro paso por este plano no representa un asunto menor acerca del cual pronunciarse. Tenemos aquí una pieza cinematográfica que no se parece a nada. No es poca fortuna, en tiempos donde la originalidad es un valor que escasea.
Comedia costumbrista que emula a “Esperando la Carroza”, concepción del arte cinematográfico que atrasa. La ridiculez, más que gracia, da vergüenza ajena. Marcos Carnevale hace un cine anclado en un prototipo de humor que nos retrotrae a lo más banal y básico que nuestra industria ofrecía luego del vaciamiento cultural producido en tiempos de la dictadura. Adaptado de la exitosa obra teatral de Hernán Casciari, en este film abunda el chiste malo que no contagia. Para colmo, el mal gusto para realizar bromas busca sacar una carcajada con una situación que involucra a una mascota que perdió la vida. Imposible. Reincidiendo, tal búsqueda, en una olvidable escena perteneciente a “Granizo” (2021). Aquí, tropieza con una piedra aún más grande que la previsible y torpe película que estrenara Netflix. En “Más Respeto que soy tu Madre” se palpa falta de elaboración a la hora de delinear un grotesco paisaje social. El ofrecido es un vuelo audiovisual que se acomoda mejor al formato televisivo; las salas de cine le quedan grandes. Florencia Peña, en el rol de matriarca, encabeza un elenco que posee otro nombre propio de fuste: Diego Peretti. Capas de maquillaje encima intentan disimular a un intérprete forzado a más no poder. Su flojo tino para elegir papeles llama poderosamente la atención, encadenando una serie de participaciones prescindibles (“Ecos de un Crimen”, “La Ira de Dios”). El retrato es el de una familia disfuncional. No hay alegrías para el abuelo y el fin de siglo se aproxima. Tramo a tramo, todo se plaga de inconsistencias; lugares comunes y estereotipos vertebran una narrativa emprendida con trazo grueso. Alevosos primeros planos que dejan de lado toda sutileza. ¿Qué quedó del director de “Elsa y Fred” e “Inseparables”? Una dirección perezosa, un falso sentimiento de nostalgia y una bajada de línea político-económica que no acaba de cuajar emergen como las características principales de un producto que extravió el tono por completo.
Proyectada en el marco del DOC Buenos Aires, “61, la Verdad Interior” representa un personal ejercicio de documental-ensayo. Un encuentro de dos personas que no hablan el mismo lenguaje, una reflexión acerca del tiempo. Durante el metraje si cita al poema “En esta noche, en este mundo”, de Alejandra Pizarnik. Nada es arbitrario, lo que no se dice con palabras ni es racionalmente comprensible, nos invita a descifrar su sentido oculto. El entendimiento de un relato transita otra frecuencia alternativa que no suele bordear superficies. El proceso de creación de una película que filmó la autora Sofía Brito junto a James Benning, titulada “Telemundo” y estrenada en 2018, funciona como disparador del presente ejercicio. Representante del género estructuralista y especialista en capturar ‘pasajes’, bajo la tutela del emblemático David Bordwell, Benning es un director reputado dentro del ambiente underground norteamericano. Cuarenta años de vida separan a ambos, pero es mucho más lo que los une. La latente voluntad de comunicarse y entenderse, discernir que hay más allá del lenguaje, se convierte en el punto de inflexión de un proceso creativo no exento de obstáculos; vericuetos, errores, pasos falsos, que son parte del proyecto mismo, de su esencia, allí radica un acto de libertad. “61, la Verdad Interior” nos hace parte de cómo se filma una película desde la artesanía total. Brito pone en acción sus ideas; sus manos, un teléfono celular y una computadora constituyeron sus únicos recursos. Indaga en lo ambiguo del lenguaje, significados y significantes revelados. Las palabras representan y no, comunican y no. Cuestiones de semiótica, o polos extremos que se atraen. El paso del tiempo o las pequeñas nimiedades de la vida, nada queda fuera del radar de la realizadora. La idea crece, evoluciona, cobra forma y acaba en la gran pantalla, conformándose como una especie de cine destinados a paladares selectas y que presta atención al adentro, a lo contemplativo.
El director Scott Mann (también co-escritor junto a Jonathan Frank) nos acorrala con “Vértigo”, film que solo comparte el título -doblado- con el clásico hitchcockiano. Y nada más. Este es un film de supervivencia: dos jóvenes protagonistas corren peligro de vida, atrapadas en lo alto de una torre de radio de 600 metros de altura. En las afueras de la ciudad, sin señal de celular ni medios para abastecerse. El concepto inteligente del avatar sufrido, una vez escalada la torre, deviene prontamente en decisiones o revelaciones que anticipan el cliché más común y corriente. La película toma caminos que no debiera: una mirada bastante pueril y hecha con trazo grueso, respecto a las redes y la conectividad, podría resultar una opción salvadora, burlona o fatal; es libre la elección. Mientras tanto, la elaboración de un trauma cobra una cauce ridículo e inverosímil. Mann pareciera firmar con explícita posdata las cartas con las que juega; recursos remanidos, aunque bien ejecutados, mientras las curvilíneas muchachas desbordan adrenalina. Grace Caroline Currey y Virginia Gardner, entregadas más a la exigencia física que a la línea de diálogo creíble, hacen lo mejor que pueden. Queremos que se salven, lo más pronto posible. Y no solo por empatía. Mejor que todo termine pronto.