Este relato semiautobiográfico, centrado en la ciudad que viera nacer al director y guionista Kenneth Branagh, en medio de una convulsa década del ’60, se conforma como un retrato entrañable, simpático y sincero hacia un coming of age filmado en precioso blanco y negro. Branagh rescata el natural y atávico escapismo del cine, en su condición irrenunciable. Allí podemos y solo allí, disfrutar de ese color que atesoran ciertas escenas. Viaje en el tiempo al otro lado de la ilusión, sumidos en el refugio que nos salva del mundo exterior en perenne conflicto; fuera de todo tiempo y espacio puede perdurar una jota como la presente, condensando en sus fotogramas la valía interpretativa de los gigantes Judi Dench y Ciáran Hinds. Como si fuera poco, Van Morrison se adueña de la banda sonora para obnubilar nuestros sentidos. Puro amor al cine que recuerda a “Cinema Paradiso” (1990), auténtica realidad escindida que nos transporta hacia “La Vida es Bella” (1997). Liderando como favorita las apuestas de los Premios Oscar próximos a celebrarse, “Belfast” recrea una infancia en medio de una nación dividida, inmersa en la lucha entre protestantes y católicos. Resulta imposible no ver, en el joven que con total prestancia interpreta Jude Hill, al inmenso Branagh, sumamente activo en la silla de director a lo largo del último lustro. Si repasamos su trayectoria dirigiendo films, observaremos que debuta tras las cámaras con una adaptación de William Shakespeare, la impactante “Enrique V” (1989). Su obsesión con el inconmensurable literato inglés lo ha llevado a superar a los mismísimos Orson Welles y Laurence Olivier. Su insistencia en transponer a Shakespeare, de modo exhaustivo, no ha descuidado otros proyectos de interés como “Morir Todavía” (1991) y “Los Amigos de Peter” (1993). Eclético, más tarde exploró las aventuras de Tom Clancy para “La Sombra de Jack Ryan” (2016), de cierto modo interpersonal y desdibujando su rastro de autor. Es aquí justamente tal sendero el que retoma, en el deseo de explorar el territorio más íntimo y privado, en la urgencia de contar el conflicto y la violencia que atravesaron sus años de juventud. Algunos directores parecen estar esperando toda una vida para realizar aquella gran obra, y parece que Branagh lo ha logrado con “Belfast”. No solo porque refleja la autenticidad de un conflicto político que acaba afectando a su círculo familiar, no solo porque la inocencia, desde sus ojos, es una bendición en la incapacidad para entender la necedad humana. En “Belfast” existe algo poderosamente simbólico que nos atraviesa. Es la utilización de las herramientas estéticas en perfecta sincronía, y es aquel sentido de profunda nostalgia, traslucido tras un preciosismo de la imagen que no pierde un ápice de su valor dramático. Sencillo resulta relacionar este film con la autorreferencial “Roma” (2018), de Alfonso Cuarón.
En realización cinematográfica, la noche americana refiere a una técnica utilizada para simular una ambientación nocturna en una escena rodada a la luz del día. Bello artificio, el engaño que no perece, juegos de ilusión. Apelando a tal guiño técnico, Alejandro Bazzano presenta su ópera prima. El realizador, de ascendencia cubana-uruguaya, es nada menos que uno de los directores de la exitosa “La Casa de Papel”, y su trayectoria nos lleva a reconocer otros títulos como “Mar de Plástico”. Aquí, los azares del relato direccionan las primeras instancias de la trama a un terreno romántico que prontamente virará: los códigos genéricos comienzan a difuminar sus barreras más pronto que tarde. Es así como elige sorprendernos, buceando los registros más reconocibles de una comedia negra mixturada con registros reconocibles de thriller. Rodada a fines de 2020, “Noche Americana” reflexiona acerca de los efectos irreversibles una vez sobrepasados los límites de la intimidad, alcanzando también cierto nivel de diálogo respecto a la exposición mediática, el duro precio a pagar por la fama se devela como común denominador. Florencia Raggi, Rafael Ferro, Alan Daicz, Luis Cao y Sofía Lara, estelarizan un film en donde lo moral de los actos y las situaciones límites, respecto a asuntos privados que enfrentan sus protagonistas, determinan la suerte corrida. Causas, causalidades y consecuencias insoslayables.
El director de “Diablo” (2011), “Kryptonyta” (2013) y “El Club de los 27” (2018) se ha vuelto con los años un realizador de culto, para los estándares que cultiva cierta cinefilia de nuestro. Nicanor Loreti ha sabido mixturar, la ciencia ficción, lo fantástico, el policial y la acción. Su cine se puebla de héroes y villanos, con claras influencias de la literatura y el cine de género americano. Sus películas suelen ser relatos corales, y en ellas se filtra una estética de cómic abrevada con un humor bizarro. Loreti utiliza abundante cámara en mano, persiguiendo un cine realista. También flashbacks y suculentas dosis de humor negro. Así, ha labrado una imagen que le continúa favoreciendo de modo redituable. Para quien comenzara desarrollándose en el periodismo cinematográfico, el presente representa su octavo largometraje. En “Punto Rojo”, estrenada en el último Festival de Cine Internacional de Mar del Plata, se combina la inventiva visual del cineasta con su faceta narrativa más disparatada. Si bien el film extrae de las locaciones elegidas virtudes y sentidos que puedan otorgarle funcionalidad a su puesta en escena, el resultado no se vislumbra del todo homogéneo. La semilla original desde el cortometraje “Pinball” desemboca en un producto en donde lo excesivo prescinde de cierta lógica. Este ´policial conurbano con guiños al cine de Quentin Tarantino y Guy Ritchie adapta el concepto a la forma, no sin cierta pretensión. Cómodo en su hábitat predilecto, la reputación de Loretti como cineasta salvaje añade una página a su leyenda.
Enmarca “Los Justicieros” una metáfora sobre los azares del destino y las relaciones de causa y efecto. Un atentado cobra la vida de la compañera sentimental del protagonista de este film. Los eventos no son fruto de la premeditación, sino de la suerte. Estar en el lugar equivocado, en el momento justo. Un plan de venganza diseñado otorga sentido a la represalia que estamos a punto de vivenciar, y es allí cuando el argumento recuerda a varios de su clase, hechos en serie de réplica por Hollywood. El director danés Anders Thomas Jensen busca el tratamiento maduro, sin caer en el vicio del arquetipo grotesco. Es conveniente aclarar, que la presente no es meramente una película de típica de un hombre de familia buscando hacer justicia por mano propia, sino que nos presenta una complejidad dramática de infrecuente hallazgo en este tipo de abordajes genéricos. Trauma, luto y deseo de justicia dibujan el ánimo y espesor psicológico de una figura trágica. Se incluyen, también, toques comedia amarga que, en su ironía, no afectan la seriedad a priori planteada. No se exime a “Los Justicieros” de ciertas concesiones superfluas, subrayando por demás las consecuencias catastróficas que tiene el evento dado, en el ámbito personal del personaje interpretado por Mads Mikkelsen. Un abanderado del cine europeo actual, que afronta el riesgo de convertirse en un impensado héroe de acción. El actor danés porta un rostro impasible con el cual empatizamos. Certeramente, en “Los Justicieros” la emoción por la búsqueda de la verdad no prescinde del factor diversión.
Adaptar un videojuego a la gran pantalla puede ser una trampa mortal para cinéfilos de buen paladar…o la excusa perfecta para la rentabilidad a bajísimo costo artístico. El proyecto “Uncharted” parte de una serie gamer de playstation, lanzada al mercado por primera vez en 2007. Nos trae a la gran pantalla la palpitante fascinación por las historias de cazadores de tesoros, sin importar los obstáculos a atravesar para alcanzar tan esquiva recompensa. La leyenda cobra vida en películas como “Indiana Jones”, “La Momia” y “National Treasure”. Cine de manufactura comercial para el Hollywood del nuevo milenio, enfrascado en la anodina repetición de la fórmula exitosa. Tras las cámaras se encuentra Ruben Fleisher, contratado por encargo para esta aventura gráfica de presupuesto demencial, presta a sacrificar las pocas buenas intenciones que exhibiera en anteriores abordajes el realizador de “Gánster Squad”. Finalmente, nos encontramos frente a un producto final conformista pero homogéneo. Efectos especiales y humor en apreciables dosis. Fleischer resiente la propuesta, quedando a deber en ciertos requisitos indispensables para la ligereza con la que se consume este tipo de cine. Si Tom Holland da vida a un héroe carismático pero vulnerable a la vez, es nula trascendencia de un Mark Whalberg, en plan de valiente mentor, algo rezagado y contenido. El film tampoco aprovecha los quilates interpretativos de Antonio Banderas, quien suma una enésima encarnación de villano pésimamente guionado. Exóticos escenarios fotografiados con afán turístico, poco y nada aportan a tan previsible narrativa. “Uncharted” encarna el cine de algoritmo que privilegia la ejecución de una acción ultra planificada. Sacrificada la verosimilitud argumental, un leit motiv recurrente divide en idénticas secuencias al relato, prólogo a un final abierto que presagie una inevitable secuela.
El chileno Pablo Larraín es un especialista en abordar universos femeninos. Tal interés lo demuestra la producción de películas como “Gloria Bell” (2018), “Princesita” (2019) y “Una Mujer Fantástica” (2019), así como la dirección de cintas del estilo de “Emma” (2019) y “Jackie” (2016). Trazando lazos evidentes con esta última, es que su reciente recorte biográfico de una personalidad atravesada por su desempeño político, sigue los rastros de la fallecida miembro de la realeza británica, Lady Di. La princesa de Gales, primera esposa de Carlos, y heredera de la Corona Británica, vivió sus años bajo los flashes de la prensa y sometida a una enorme presión. Gozó de su popularidad y tal carisma la hizo merecedora del cariño del público, en tanto sufriera en carne propia el escrutinio permanente que los medios amarillistas hicieran sobre la estabilidad de su matrimonio y los escándalos que rodearan al mismo. Activista humanitaria y glamorosa aristocrática, la silueta que traza su figura arroja un reflejo fractal. El ojo público concibe la autenticidad imperfecta de una figura hecha de contrastes. Con magnetismo y de modo por completo anti convencional, el talentoso realizador chileno indaga, con su habitual abordaje antropológico, en la tumultuosa vida privada de la princesa, centrándose en un evento familiar particular, el cual utiliza como disparador para desnudar la crucial naturaleza de sus tormentos y traumas. El drama se desatará, a lo largo de tres jornadas, en una fastuosa mansión, ubicada en una finja de la rural Norfolk. El de Kristen Stewart es un retrato emocional perturbador. Deslizándose hacia las profundidades de su psiquis, encarna a una mártir modernista, debatiéndose entre visiones de Ana Bolena y desarreglos alimenticios con delicias de arte culinario burgués. La estilizada puesta en escena, del siempre inquietante y sutil Larraín, no desatiende detalle a la hora de potenciar todo elemento del lenguaje cinematográfico al servicio de una riqueza sensorial llamativa. Es así como herramientas y recursos, tanto visuales como sonoros, van construyendo esta extrañada, fascinada y perturbadora mirada. Acaso un ensayo sobre la angustia existencial, descansando en el talento sin parangón de una de las estrellas jóvenes más cautivantes del horizonte hollywoodense. “Spencer” es el anverso perfecto del tipo de biopic encarado por Oliver Hirschbiegel para el film “Diana” (2013), protagonizado por Naomi Watts.
Una vez más objeto de transposición a la gran pantalla, el genio británico de la palabra escrita pervive en la lenta de Kenneth Branagh. El actor y realizador británico, recientemente premiado por su brillante “Belfast” continúa explorando, delante y detrás de cámaras, aquellos mundos de ficción por los que ya se interesara en su previa adaptación sobre Agatha Christie, “Asesinato en el Orient Express” (2017). Branagh vuelve a calzarse las ropas del emblemático detective Poirot, emérita creación literaria de Christie, especializada en el género policial, autora de sesenta y seis novelas policiales y catorce historias cortas. Nacida en una familia de clase media alta, trabajó como enfermera durante la Primera Guerra Mundial; creadora de argumentos como auténticos rompecabezas, su nombre comenzó a ser reconocido en los círculos literarios cuando fuera contratada por la imprenta Collins Crime Club. Dueña de una personalidad tan enigmática como fascinante, en múltiples ocasiones, su obra ha sido llevada a la gran pantalla y a la TV. Editada en cien países, Christie publicó un libro al año desde 1920 hasta su muerte, en 1976. Con absoluto dominio de la técnica, la precursora del subgénero ‘whodunit’ -variedad de trama criminal compleja en donde la principal característica de interés es el enigma a resolver- emparenta su obra a la de su coterráneo Arthur Conan Doyle. Su proliferación en el séptimo arte nos lleva a rastrear una obra primigenia como “Mortal Sugestión” (Rowland V. Lee, 1937). La lograda “Diez Negritos” (René Clair, 1945) seguiría la huella de un furor que se desataría, merced a una tríada de títulos, entrados los años ’70: “Asesinato en el Orient Express” (Sidney Lumet, 1974), “Muerte en el Nilo” (John Guillermin, 1978) y “Muerte Bajo el Sol” (Guy Hamilton, 1982). La perenne obra de Christie bebía de los frutos de su éxito cinematográfico, sin embargo, incurriría en un hiato de décadas hasta el creciente atractivo explorado por el artista irlandés. Un lustro después, regresa Branagh a indagar los recovecos de la novela policial británica. La ambientación de época nos convida de una atmósfera que no tarda en envolvernos. No obstante la inclusión de ciertos anacronismos musicales y un número de pista de baile que deja bastante que desear, la mesa está servida para consumar el crimen perfecto. ¿O no? Los asesinatos no tardan en acumularse. Hay pistas certeras, humeantes elementos del crimen, fina joyería y sospechosos con más de una motivación para consumar el crimen pasional que replica la inagotable fórmula cinematográfica del misterio del cuarto cerrado. Despecho, celos y envidias aportan condimentos nada despreciables. Más allá de la duda razonable acerca del sentimiento posesivo que incrimina al círculo de tripulantes, la resolución acecha la conciencia del atribulado hombre de ley, sopesando los efectos de una pérdida amorosa irreparable. Un laberinto de pasiones en rojo sangre alumbra indicios del perspicaz y metódico Poirot. Branagh emula a los inolvidables Peter Ustinov y David Suchet, en la piel de uno de los personajes más excéntricos y reconocidos de la literatura policial. Allí está su capacidad de análisis cerebral para resolver los más intrincados enigmas criminales. Cumpliendo la siempre difícil tarea de dirigirse a sí mismo, el reconocido intérprete de vertiente shakesperiana acomete su labor con solidez, para los estandartes que suele ofrecernos el género en la actualidad. Inclusive cuando el verosímil narrativo pueda resentirse en determinados tramos -el suspenso literario no siempre se traduce en iguales términos de efectividad al cine-, Branagh dirige con estilo visual y buen gusto estético. Una exquisita fotografía captura bellos parajes a la vera del Nilo. Su cámara no se conforma con el exotismo de las imágenes, persiguiendo cierto simbolismo en la vida salvaje que habita las profundidades del río. Se trata de presas y cazadores, víctimas y victimarios. La sospecha pulula por doquier. Indaga la película en los traumas psicológicos sufridos por este en pleno conflicto bélico, tanto como en los oscuros intereses del grupo humano a bordo del lujoso barco, a quienes dan vida un variopinto elenco en donde destacan nombres como Gal Gadot, Annette Benning, Sophie Okonedo y Armie Hammer. Ensaya Branagh la enésima inspiración literaria sobre la obra de Christie, en la búsqueda de una reflexión acerca del amor, aún desde un costado en absoluto luminoso, acaso en la más imperfecta y pérfida de sus formulaciones. Hasta que la muerte los separe y las evidencias delaten a los culpables. Sigue su corazonada, inmortal Hércules…
Daphné, embarazada y de vacaciones en una casa de campo, recibe como huésped a Maxime, primo de su pareja, de regreso en París. Durante cuatro jornadas, ambos se irán conociendo y desarrollando cierta amistad, complicidad y confianza, intercambiando sus respectivas experiencias amorosas. Este largometraje del talentoso Emmanuel Mourat viene a decirnos que ‘las cosas que decimos, hacemos y sentimos’ no siempre se corresponden entre sí. Paradojas de los vínculos o carencia de coherencia para sobrellevarlos. Ella estaba en una situación estable, conformando a los demás, porque el mundo afuera siempre opina…todo el mundo esperaba que ellos dos terminaran juntos. Mientras él, un completo desconocido, era incapaz de sentir emoción alguna. Esta delicia de obra es un fresco, por qué no una brillante disquisición, sobre las contradicciones entre el amor, el deseo y el sexo. En su centro argumental conviven varias micro historias que se entrelazan y complementan. Traición, amistad, compromiso, miedo, culpa, obstáculos y conflictos son variables examinadas bajo la lupa. ‘Estoy con alguien, no puedo. Eso no va conmigo’, dice ella. Puede que cambie de parecer. Pero el asunto se encamina al drama: Maxime mira a su primo y siente que debería ocupar ese lugar. Estar enamorado admite la crueldad, sembrando interrogantes: ¿qué hay de malo en que dos cuerpos se fundan y disfruten, sin más? Pero el corazón entregado en verdad es algo mucho más bello que lo momentáneo; un regalo y una concesión, que lleva un propósito. El director “Lady J” (2018) intenta descubrir una vez más las reglas por las que se rigen las relaciones amorosas, para luego ponerlas en dudas y, finalmente, reafirmar su esencia, con ironía, ternura e inteligencia. Esplendida película coral, múltiple nominada a los Premios César, es una opción a no dejar pasar.
La presente es una película que tiene como protagonistas a las mujeres de una familia. Pensamos en el silencio femenino generalizado por aquellos años. La historia recrea falencias atávicas consensuadas y avaladas por un contexto patriarcal, de generación en generación. El árbol genealógico restituye la estructura familiar al servicio de la construcción política de un líder. La nieta de Juan Gabriel Labaké (defensor legal de Isabel Perón y luego vinculado a Carlos Menem en el partido justicialista) es quien fusiona un tránsito de vida a través de las últimas tres décadas de vida política del país. El dispositivo cinematográfico proyecta aquel registro de video, mientras la mirada feminista pretende ampliar perspectivas antes cercenadas. Capta la realizadora un síntoma de cierto estado de sonambulismo en esas mujeres consignadas a roles de reparto carentes de acción. En parte, se trata de un retrato de aislamiento, y en el pronunciamiento del conflicto existe también un manifiesto colectivo sobre cierto deseo de reescribir ciertos patrones. Sale a la luz material de archivo filmado acerca del ascenso político de Labaké, durante la década del noventa, coyuntura social que, vista hoy retrospectiva, continúa dividiendo las aguas sin término medio alguno. La huella del material fímico dialoga con el registro presente. El archivo audiovisual excede la esfera política, alcanzando la vida familiar. Finalmente, la autora pretende que “La Vida Dormida” se convierta en un díptico que trabaje confundiendo los límites de la realidad y la ficción. Objeto de estudio y soporte utilizado. Es un pasaje de mando generacional, también uno idéntico en cuanto al punto de vista desde quien observa tras la lente. Haydée, la abuela de Natalia, registró la vida desde los márgenes, espió a través de la mirilla aquel paradigma de poder masculinizado. Natalia toma papel protagónico, más de treinta años después, completando el trayecto. Valoramos la posibilidad de un cine interpelándonos directamente, en la distancia accesible del tiempo cinematográfico, que no es el real. Allí donde se esfuma la brecha, entre lo inasible de un recuerdo a la memoria y en aquel registro que no permite borrarlo jamás. Desafiante labor desde lo íntimo y personal para la autora.
Una página borrada de nuestra memoria. Un hueco gigantesco en la propia identidad. ¿Hacia dónde podremos dirigirnos si no sabemos de dónde provenimos? Pedro Almodóvar revisa la historia reciente española, reviviendo heridas urticantes, acaso sin cicatrizar. El plano y contraplano examina los dobleces de un contexto familiar disfuncional. Repleto de ausencias, carencias y traumas. Finalmente, la historia de las madres paralelas, quienes titulan al film y llevan adelante la trama, no es más que un pretexto argumental -y sin minimizar tal condición, diría la corriente de teoría autoral- para profundizar en algo mucho más delicado, atávico y en absoluto obsolescente: un abordaje al contexto de los ciudadanos capturados, asesinados y desaparecidos durante la Guerra Civil Española. Nos es ajeno a su filmografía su inspección sobre las consecuencias del franquismo, aspecto histórico que el manchego ya había abordado previamente en “La Mala Educación” (2004). El viento agita las cortinas, las cuatro paredes de la habitación cumplen la ley del deseo. El laberinto de pasiones ensaya su nueva versión para los amantes pasajeros. Sin embargo, nada ocurre por casualidad; el encuentro profesional fortuito que ‘engendrará’ una relación bifurca los caminos trazados, al hallazgo de la persona indicada como herramienta para reconstruir ese pasado esquivo. Nada es como tal a simple vista. Como cajas chinas en perfecta sincronía, Pedro tira de los hilos ejercitando su perenne pericia narrativa. Las respuestas se hallan en la profundidad de esa fosa común, adonde pertenecen los restos de aquellos seres queridos. Allí donde buscamos nuestra propia identidad. Todo es simbolismo y alegoría, y allí están dos vidas gestándose en el vientre de estas dos madres paralelas. ¿Madre hay una sola? Con un impacto de magnitud nuclear, Pedro deposita sobre nosotros la duda. ¿De quién es la niña? Hay rasgos identitarios que no condicen y un padre que busca hacerse cargo. Enmarañado y jamás convencional, como es costumbre, coloca delante de nuestros ojos las complejas piezas de su rompecabezas emotivo. Vida y muerte se entrelazan consumando la tragedia. Hay un llamado de conciencia, pensemos en una señal. Quizás, sea la historia que siempre se repite. Imposible escapar a nuestro destino. ‘El amor cambia tu sangre’, dijo el maestro. ‘La sangre es para siempre, nada puedes hacer’, retrucó el discípulo. Guiño melómano aparte, en bucle, repetimos los mismos errores, aciertos y patrones del pasado. ¿Una condena o una bendición? Pedro piensa en posibles paralelos con la historia de su tierra, pisando su propio suelo. Hagamos el mismo ejercicio nosotros, desde la óptica de nuestra nación y la gigantesca grieta identitaria aún existente. Identificación total, treinta mil razones. El autor, dos veces ganador del Premio Oscar (y aquí nominado a Mejor Film Internacional) nos deslumbra con una puesta en escena que deleita nuestros sentidos. Emplazada en acogedores apartamentos en Madrid, la historia se beneficia del detallismo estético del realizador. Observamos un vestuario repleto de estridentes colores, merced a su siempre destacado buen gusto decorativo (presten atención al mobiliario y a las pinturas que cuelgan de las paredes, todo un símbolo lo segundo). Kitsch y rocambolesco, Pedro en su salsa. Quizás, el fetiche se proyecta en el oficio de fotógrafa del personaje de Penélope, centro convergente del film, otorgando su mirada sensible a todo aquello que se dispone a retratar. Era de esperarse, hay rojo saturado por doquier a la espera del siguiente flash. Elevando a la enésima potencia su gusto por el melodrama, Pedro ensaya su mejor versión del inmortal Douglas Sirk para conformar un drama desgarrador. Su sentida utilización de la música, demarcando el arco dramático de cada escena, será lo suficientemente hábil como para colocar el peso específico necesario sobre determinantes secuencias. La mirada se posa sobre dispositivos que confeccionan el nuevo paradigma. El dedo desliza el ratón de PC y hace click revelando verdades inconfesables. En tiempos de redes más una prisión, apps que nos entretengan después de cenar e hiperconectividad vacua, la protagonista cambia el número de su teléfono móvil. Busca la identidad de sus propios antepasados, pero se esconde. Y finge. O elige creer para no enloquecer. Como ningún otro contemporáneo, sabe el ibérico como atrapar nuestra atención por completo. Nos ha hipnotizado con su nueva lección de cine. En “Madres Paralelas” todo es búsqueda de identidad. El resultado de un examen genético y la pesquisa del rastro en una prueba salival. La pantalla se llena de interrogantes. El rostro de Penélope ensaya una mueca de espanto e incredulidad. ¿Qué hecho yo para merecer esto?, se pregunta. Más ligazón identitaria: la pertenencia a un número móvil y búscame aquí; hay cierta nostalgia hacia todo tiempo pasado, siempre hay a mano un bolígrafo para registrarlo todo en el papel. La mirada social de Pedro no descuida incluir ciertas tendencias acerca del vertiginoso mundo de hoy, haciendo aún más pronunciada la brecha generacional. La mala educación de nuestros niños. Por supuesto, en sus películas siempre habrá lugar para aquellas líneas de diálogo ocurrentes, que nos robarán una carcajada. Incluso en medio de tan desasosegante drama. Retorna Pedro al mundo femenino que tan bien sabe indagar, empatizar y problematizar. La ausencia paternal, masculina, se hace evidente. Y para qué tenerlos presentes si son de la peor calaña: maridos infieles que no se hacen cargo de la paternidad, dealers venezolanos o jóvenes abusadores. Hay para todos los gustos, pero no encasillemos. Pedro habla con ellas y habita sus pieles. Allí está la magnífica y bella Penélope Cruz, cautivando al hechizo que hace trampas al paso de los años. Almodóvar sabe, como nadie, capturar su frescura y destacar su intensidad actoral, para un papel a su encomiable medida. Pletórica en su dolor y gloria para un parto en primer plano, Penélope es una fuerza de la naturaleza. Su musa indiscutible, desde “Volver” (2006) hasta hoy. Resulta aceptable el rol desempeñado por la novel Milena Smit, debutante chica almodóvar que carga sobre sí la otra mitad del peso de la historia, aspecto nada menor. Allí está también la inmensa Aitana Sánchez-Gijón en rol de reparto, brindándonos un monólogo teatral para el recuerdo. Ensayo de anhelos frustrados y sueños marchitos de juventud que podrían extrapolarse al personaje de Cruz. De su boca salen líneas que describen el oficio actoral: nuestra tarea es agradar a todo el mundo, dice. El reloj, indetenible, sigue su marcha. No puede derrotarse al tiempo y la madre naturaleza sabe. Es ahora o nunca, Penélope. El instinto maternal no traiciona. El siempre acertado juicio autoral de Pedro no desatiende su pronunciación acerca de las dinámicas que atraviesan a los vínculos actuales. Y cuando creemos que el gran Almodóvar ha colmado su universo de mujeres al borde del abismo existencial, allí reaparecen dos antiguas y eternas cómplices, como Rossy De Palma y Julieta Serrano. O bien para distendernos o para aleccionarnos. El eterno hijo pródigo del cine español puebla el escenario de su pura ficción hecha de vínculos intrincados, contradictorios e imposibles. Como la vida misma. Allí están las madres paralelas, intercambiando bondades y miserias. Sellando la complicidad en la crianza, haciendo el duelo de una ausencia. Compartiendo primero un techo y recetas culinarias, luego una cama, antes de un secreto inconfesable. Hay un retrato familiar que necesita un nuevo encuadre y apenas un recuerdo lo sostiene en pie, si el uso de razón lo permite, trayendo a la vida a aquella mamá liberal que adoró a Janis Joplin. Suena su inconfundible voz, es un rayo que nos atraviesa. La conversación se da luego de una cena íntima. Confesional, Penélope revela un secreto. Hay una presencia paterna ausente. Y las historias que nunca faltan, esas que contaba la abuela, de generación en (de) generación. Aquellas bajo las cuales reconstruimos una figura, que nos mira en el espejo de nuestro propio ser hecho añicos. Nos reconocemos. Minutos después, una contundente verdad se teledirige hacia nuestra conciencia. Hay algo en las palabras pronunciadas por Penélope, acerca de la importancia en desenterrar ese pasado acallado, que nos lleva directamente hacia el monólogo de José Sacristán en “Solos en la Madrugada” (1978), la imprescindible película de José Luis Garci. El momento socio-político era claramente otro, a la caída del franquismo, pero uno puede comprender las necesidades, las urgencias y la identidad fragmentada del ciudadano español. Dos objeciones se presentan en el film, a juicio de quien escribe, privándolo de la completa excelencia. Dice el dicho que quien mucho abarca, poco aprieta. Y Almodóvar elige vertebrar su relato a través de diversas aristas que no llega a profundizar, resintiendo cierto verosímil narrativo. Sólo el amor no puede sostener…se habla sobre intercambio de bebés al nacer, y no se abordan las responsabilidades institucionales, las consecuencias morales y vericuetos legales del caso. Una ligereza en la toma de decisiones que no es descuido por parte del director, sino la preferencia por explorar ‘el efecto después’ y el desapego en el personaje de Penélope, luego de haber liberado su aprisionada conciencia. Se habla de abuso y violación, de sexo sin consentimiento, y no se persiguen culpables ni se denuncia el hecho. Solo una foto sugiere rasgos, pero se aligera la responsabilidad del culpable. No quiere decir que se resienta la convicción del cineasta: el padre de la abusada eligió callar, pecado común generacional. No obstante, del dicho al hecho, hay un trecho…no alcanza con que Penélope vista una remera que anuncia que “we all should be feminists”. ¿Cómo se respalda dicha sentencia sino con compromiso? Aprendamos a mirar mejor el cuadro completo…o la historia nos encontrará víctimas de nuestros propios errores pasados. No pretende el autor del film un ensayo acerca de la maternidad, del estilo proseguido en “Todo Sobre Mi Madre” (1999). Esta es una película acerca de la identidad más allá del género y del lugar en el mundo que nos toca ocupar. Y de este mundo que legamos a nuestra descendencia. Por ello, el viaje prosigue fuera del contexto urbano. El traslado hacia el entorno rural es también un traslado en el tiempo. Allí está la vieja casa de familia y la viva voz de aquel pasado. Recordará Pedro sus propias raíces. Rollos de negativo inauguran y clausuran “Madres Paralelas”. Son el soporte de aquel testamento hecho de imágenes (en movimiento). Es el refugio ficticio para desarrollar una historia hecha de retazos. Es la búsqueda por reconstruir, desde los despojos, desde las cenizas, los cimientos y los restos, la propia memoria. Es trazar ese camino de regreso, es hurgar en el lugar donde se esconde aquello que el olvido nos legó. Cuando un sonajero simula un Rosebud enterrado. Cuando un ojo de cristal mira directo hacia aquel ojo que, sorprendido, contempla su permanencia inalterable en el tiempo. Huesos alrededor, tierra amontonada, aquí y allá. Olor a historia acallada. Culpa y redención. Necesidad de expiación. En el pueblo, rostros anónimos marchan. La procesión celebra a aquellas almas anónimas. Ya no son solo un número, ya poseen nombre y apellido. La cámara se olvida de Penélope, madre en paralelo que ha concebido su segunda oportunidad, bendición de la vida y destino que derrota al paso del tiempo. Casi sin abandonar el ras del suelo, la delicadeza de Pedro en enfocar la mirada de esa niña contemplando semejante panorama es un golpe al corazón. Y ese puente generacional es una elipsis tan grande como la de Kubrick en “2001…”, con perdón de la brecha cronológica. La metáfora vale la disculpa cuando la eternidad es hoy al encuentro de nuestros propios fantasmas, si la esencia humana se resignifica en esos segundos preciados, en el expresivo asombro fascinado de aquella niña contemplando un horror que, conscientemente, no puede jamás comprender. Luego, la cita de Eduardo Galeano nos hace un nudo en la garganta. Siempre hay dos historias fluyendo en paralelo. Pedro nos cuenta la de su máter España. Porque es mejor sanar ciertos daños…¿qué mundo le daremos, sino, a aquellos que recién llegan?