Una fuerza misteriosa cumple la ley de causa y efecto; tanto hemos hecho por dañar el planeta que ahora el castigo se dirige directamente hacia nosotros. Ya sabemos lo que vamos a ver por anticipado: el alemán Roland Emmerich adora destruir la Tierra. La incendia, la congela, la inunda. Tomemos previos abordajes del cine catástrofe apocalíptico como “Día de la Independencia” (1997), “El Día Después de Mañana” (2004) o “2012” (2012). Halle Berry y Patrick Wilson son dos rostros conocidos que se suben a la nueva ola fatalista. Jugo de luna se derrama por la gran pantalla, sendas estrellas resisten estoicas. Emmerich, como niño con juguete nuevo, echa a andar su simple vehículo de entretenimiento. Retoma la preocupación vertida por “No Miren Arriba”, podría el mundo acabarse; si bien su abordaje dista del registro elegido por la más recomendable película de Adam McKay. Aquí, cataclismos diversos amenazan la civilización, conformando el menú del primer tanque norteamericano de 2022. Un terreno conocido que despliega ante nuestra mirada escenarios propios de películas del Hollywood más pochoclero. Un especialista en utilizar los artilugios visuales con fines de espectacularidad sabrá hacer lo previsible con tamaña magnitud de destrucción. En detrimento de la narrativa, las elecciones tomadas rozarán lo grotesco y lo estrafalario. Caos a toda velocidad que olvida la lección de ritmo cinematográfica impartida hace décadas por Robert Bresson. Vivimos tiempos de penosa instantaneidad. Una tripulación de héroes inverosímiles se lanza al espacio exterior, en peligrosa e improbable misión de salvar al plantea y a la humanidad. La gesta nos mantiene entretenidos. No mucho más sostiene al relato.
Un humor extrañado sazona la cálida y fluida propuesta de la nueva película de Paul Thomas Anderson. Unos personajes con inmenso corazón y un deseo de trascendencia mayúsculo habitan el Valle de San Fernando, en la California de los años ’70, aquella que vio crecer al realizador. Postal de un tiempo pasado mejor. Por ello, no nos resultan ajenos tintes autobiográficos presentes en esta cinta dirigida, producida y guionada por su alma mater, un talento audiovisual sumamente interesado en incursionar en la estética de videoclips, junto a bandas como Radiohead. La coordenada musical se sostiene sobre un hilo de melodías indestructible. Ya desde el trailer nos ilusionábamos: suena David Bowie cantando «Life on Mars» y nos pone la piel de gallina. ¿Estamos listos para el viaje? “Licorice Pizza” nos trae la fogosidad de un coming of age, en igual medida que una radiografía de una Estados Unidos al borde de un colapso económico. Nostálgica, es una oda evocativa que trae consigo algo de la ligereza encantadora de “Embriagado de Amor” (2004). Sexo, picardía y electricidad corren por las venas de los jóvenes interpretados por los desenfadados Alana Haim y Cooper Hoffman. Ambos debutantes. Él es el hijo de Philip Seymour Hoffman, ella está brillante. Ella se roba la película. La dupla de jóvenes personajes se aleja del canon de belleza típico hollywoodense, tampoco lo que se nos mostrará es un romance habitual. La vivacidad de un continuo movimiento nos trae el espíritu de “American Graffiti” (1971, George Lucas), gema que sobrevuela una cinta planificada mediante una labor de cámara encomiable. El tránsito al mundo adulto le debe una página al manual establecido por Richard Linklater hará su aparición, filosofando acerca de seres en transformación, dueños de su tiempo y espacio. Hay algo allí de “Dazed and Confused”, también guiños al screwaball comedy, pletórica batalla de sexos mediante. Pero todo se sugiere, nada se explicita. Puro vicio, fábula platónica, delirio de noche de bar, al otro lado de la colina que teje ilusiones en celuloide. Anderson es un cineasta clásico en formato moderno, y en sus films destaca una gran dirección actoral. Para la ocasión, Bradley Cooper, Sean Penn y Tom Waits ejerecen roles de reparto de lujo. Inevitable resulta recordar a Philip Seymour Hoffman, su hijo es la imagen viva del fallecido ganador del Premio Oscar. P.T. Anderson lo dirigió en “Magnolia” (1999), “Boogie Nights” (1996) y “The Master” (2012). Aquí, otorga prestancia a su herencia, vislumbrando un talento con brillante carisma. La presente es una película que causara profunda división dentro de la crítica cinematográfica. ¿Se trata de un retrato que cercena la participación de la comunidad afroamericana, tan presente en la bulliciosa L.A.? No obstante, la industria se inclinó positivamente, acopiando nominaciones a los Premios de la Prensa Extranjera (Golden Globes). “Había una vez en Hollywood…” podría inscribirse en las primeras líneas de esta fábula acerca del fin de la inocencia. Paul Thomas Anderson, sin mayor pretensión, nos invita a disfrutar del viaje barranco abajo y sin frenos, literalidad inclusive. Y lo hace trazando conexiones con una historia que se desarrolla en el epicentro del mundo del entretenimiento. Su narrativa episódica nos traerá a la mente el último film de Quentin Tarantino. Un trasfondo colorido acompaña una propuesta atiborrada de influencias y marcas de estilo de indudable procedencia. ¿Es el director de «´Pozos de Ambición» y «El Hilo Invisible» el mejor cineasta de su generación? Muchos cinéfilos asentirían sin dudarlo, luego de disfrutar de este festín para los sentidos.
Las películas sobre escritores ficticios, traumados en igual medida que puestos en peligro de vida, constituyen todo un género en sí. La mente se pone en blanco, el writer’s block ejecuta su estocada final. Vaciada la imaginación y consumado el episodio de crisis creativa, no hay nada mejor que buscar un destino desconocido, fuera de toda zona conocida con tal de estimular a las renuentes musas. Se trabaja bajo presión, la editorial nos exige la entrega de la versión final sobre la última secuela de aquella franquicia furor de ventas. Así es que el cine, aún a riesgo de reformular recetas preconcebidas hasta el cansancio, ha fraguado interesantes relatos como el policial onírico «La Ventana Secreta» (2004), de David Koeep. Pensemos en el escándalo inesperado que echa a andar la asfixiante maquinaria de «El Escritor Fantasma» (2010), de Roman Polanski. Todo un referente por sí mismo lo constituye «Misery» (1990), sobre la novela de Stephen King y dirigida por Rob Reiner: estábamos advertidos, los fanatismos extremos pueden concluir de la peor manera. Podrían acopiarse, todas y cada una de ellas, bajo la infinita saga sustentada ‘bajo hechos reales’. Stranger than fiction… Veintitrés años han pasado de aquella gema de culto del cine independiente argentino. El relato en blanco y negro «76 89 03» iluminó al cine argentino de fin de siglo. ¿Qué rastros de aquella búsqueda estética quedan en el director y guionista Cristian Bernard?. «Ecos de un Crimen» es un producto de género, una manufactura del cine comercial. Respeta todos los estereotipos, a pies juntillas cumple con el probado ABC de manual. Cuenta con financiación extranjera (Warner y HBO Max), aspecto que nos lleva a pensar en que estamos frente a un producto serio. ¿Lo estamos? Técnicamente inobjetable, fotografía, banda sonora y puesta en escena se ponen al servicio de un pesadillesco relato en repetitivo bucle. ¿Cómo escapar de aquella realidad que nos atormenta una y otra vez? “Ecos de un Crimen” elige hacerlo de la peor manera posible. Contar con algunos de los mejores intérpretes de nuestro medio (Diego Peretti, Julieta Cardinali, Carola Reyna, Carla Quevedo, Diego Cremonesi) no garantiza el éxito si ninguno de ellos logra dar con un registro verosímil a lo largo de un film en donde los minutos comienzan a pesar. Lejos de adentrarnos en descubrir el misterio, la propuesta acaba por colmar nuestra paciencia, apenas promediando el metraje. Todo lo exhibido a nivel narrativo ya fue abordado previamente por Hollywood. Pero no somos Hollywood, ni siquiera una decente copia. Aquí, Bernard ensaya un facsímil razonable de Stephen King, pero cae en el absurdo. Abundan autos que intimidan, tormentas que convierten en tétrica a una noche sin energía eléctrica, parásitos que satanizan a infantes, objetos filosos que consuman el último fetiche hitchcockiano…y sí, sangre en la ducha. El pobre Peretti busca señal de telefonía celular bajo la lluvia, y cae víctima de diálogos pueriles. Para muestra basta un botón, decisiones como estas son las que hunden a la película en el fango de la mediocridad. Gritos, llantos, golpes, insultos y susurros que caen en la indiferencia, si es que no rozan el ridículo. Una mirada a la paternidad, otra a la infidelidad, y otra a la vocación. Traumas, filias, fobias y símbolos que resguarda una misteriosa pared. Todo es circular. Un duermevela en loop. Ya poco importa si el personaje de Diego Cremonesi solo vive en su fantasía si la bestia creada por el escritor se ha vuelto en su contra. De las musas y los alter ego vivimos y morimos, bichos raros somos los escritores. La proyección onírica que hace el escritor atrapado en su laberinto no maravillaría especialmente a Sigmund Freud. Su encierro hospitalario nos recuerda a a Norman Bates. Mientras, Hannibal Lecter llora lágrimas de mármol. Tanto pesa en la tradición del thriller de esta estirpe las pronunciadas lagunas creativas del film en cuestión. El eco se hace cada vez más endeble. Está bien no creer sin cuestionar, ni digerir sin masticar el primer truco que se nos quiere vender. A tan bajo costo artístico, “Ecos de un Crimen” no sabe, no quiere o no puede cerrar la historia de modo más convincente. Una gran decepción para el cine nacional.
En 1947, Edward Goulding estrena “El Callejón las Almas Perdidas”, con protagónico de Tyrone Power. Setenta y cinco años después, Guillermo Del Toro emprende la primera remake de su carrera, rodeándose de un elenco estelar y echando mano a su siempre atractiva concepción visual. Adaptando una historia que se desarrolla en el año 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, la nueva versión de “El Callejón de las Almas Perdidas” nos presenta una variopinta galería de personajes amorales, corruptos y pendencieros, quienes trazan una mirada bastante pesimista acerca de la condición humana. Del metraje original (110 minutos minutos), el realizador mexicano ambiciona lo suficiente como para llevar su propuesta a un total de dos horas y media de duración. Excesivo metraje en pos de adaptar la novela autoría de William L. Gresham, en 1946. Conservando el espíritu noir clásico, el film se rodea de extravagantes criaturas, atraviesa pasadizos decadentes y mira directo hacia el abismo que cobija a estos seres expulsados del sistema. Un halo de tragedia, tanto como de hipnotizante magia reviste a un argumento fragmentado que resiente, por tramos, la homogeneidad que ofrece la historia a nivel narrativo. Las ferias de excentricidades eleva a la enésima potencia el fetiche por las monstruosidades y deformidades. Del Toro, un obseso de los gabinetes de curiosidades (su panteón fantástico se encuentra reunido en el libro homónimo que editara el cineasta) examina los límites de su propia fijación, conservando en formol horrorosas maravillas dignas de estudio científico. Cae la noche y siempre llueve, una atmósfera apropiada para que el carnival show ensaye su número más dantesco. A lo largo del film, abundarán magnates poderosos con oscuros secretos, una mujer fatal dispuesta a encandilar con sus encantos a todo incauto perdedor y un misterioso buscavidas tratando de escapar de su traumático pasado. El responsable de grandes films como “La Cumbre Escarlata”, “El Laberinto del Fauno” o “La Sombra del Agua” mantiene impoluto su sello; mueve su cámara con precisa inventiva, mientras la fotografía de Dan Lausten nos subyuga captando auténticas postales. La música de Alexandre Desplat hace las mieles para nuestros oídos y el próximo juego de prestidigitación se dispone a hipnotizarnos. Del Toro es un esteta de la imagen, un arquitecto de escenarios atento a cada detalle. Su manejo de la puesta en escena no cesa de sorprendernos. Creer o reventar, un buen ilusionista no devela jamás el truco. Un estafador guarda un as bajo la manga y la película muta a un tono policial que resguarda los modos de antaño. A riesgo de perder en el camino cierta porción de su verosímil e incluso cuando el ingenio del director merecía una mejor historia entre sus manos. Dentro del suculento cast, algunos personajes corren mejor suerte que otros. El siempre inconmensurable Willem Dafoe desaparece sin dejar rastro, los enormes Toni Collette y Ron Pearlman merecían mejor suerte, mientras que a Cate Blanchett le alcanzan apenas un puñado de escenas para mostrar su gloriosa valía actoral. Richard Jenkins está proverbial y Rooney Mara cae víctima del pobre personaje que le cayera en suerte. Lo mismo podríamos decir del funesto desenlace que arrastra a David Strathairn y Mary Steenburgen. No obstante, la película entera pertenece a Bradley Cooper, quien regresa a la gran pantalla luego de una prolongada ausencia de cuatro años -no lo veíamos desde “Nace una Estrella”, 2018-. La encomiable escena final arroja una verdad incontrastable: el talento actoral de Cooper no tiene techo; no menos evidente resulta el desenlace, a la hora de exponer, en carne viva y a corazón abierto, el último de los dilemas existenciales que aprisiona el gesto devastado de un alma condenada por sus propios pecados. Podría ser la reflexión acerca de la finitud de la vida, que cita a Albert Camus promediando el film. ¿Vale la pena seguir? Pero no, el auténtico absurdo, la inexpugnable farsa de la vida, sea -quizás- convertirte en aquel monstruo al que alguna vez dejaste librado a su suerte. Al fin, nacimos para eso. Be aware what you wish for…no hay escapatoria posible de un laberinto sin punto de salida. Ya estábamos advertidos, el fuego no podía consumir el asombro ni Del Toro jamás fijará el estándar de su interminable pesadilla cinéfila bajo el molde de esta nostálgica fábula moral.
Mujeres en acción, mujeres de armas tomar, mujeres al ataque. Espectadores cinéfilos al borde de una butaca o al borde de un ataque, y no almodovariano, aunque los nervios traicionen si el buen gusto no avisa que brillará por su ausencia. «Agentes 355» puede concatenar, en sus excesivas dos horas de duración, todos los recursos, estereotipos y convenciones habidas y por haber en films precedentes de su estilo. Hollywood se encarga de entender las alarmas y sellar la sentencia máxima a una enfermedad de pronóstico incurable. El cine es cada vez menos lo que era, en tiempos donde películas como la presente consiguen salas de exhibición en detrimento de pares que harían la delicia de todo amante del séptimo arte. Que el flamante film de Pedro Almodóvar se estrene en salas en número reducido es un sacrilegio. Que hayan rotulado de fracaso y quitado de cartelera en Norteamérica a la última obra de arte de Joel Coen (sellando su nula suerte para las salas del resto del mundo) es un claro indicativo de tan nefasto panorama. Don Shakespeare y Don Pedro (casi) directo al streaming. Bochornoso. Sin embargo, apuestas como «Agentes 355» no agotarán su interés para los fines taquilleros que olvidan la esencia. Los tiempos cambian. El film de Simon Kinberg corre peor suerte que el intento de revivir la franquicia «Ocean’s» bajo un cast de lujo femenino. La memoria nos lleva directamente hacia «Los Ángeles de Charlie». Porque no al logrado relato coral femenino de Steve McQueen en «Viudas». Ha habido antecedentes mejores. Nada que objetar al cuarteto estelar de divas listas para emprender la misión aquí. Penélope Cruz (¿colombiana!?), Jessica Chastain, Diane Kruger y Lupita Nyong’o entregan cuerpo y alma. Bendito seas Edgar Ramírez entre todas las mujeres. También arroja el cuarteto de damas elegidas la singularidad de sus respectivas procedencias, consecuente con un ejemplar globalizado, acorde a los tiempos que corren. La corrección política que cumple su máxima incontrastable: hay lugar para todas. Pero la fórmula segura no garantizará calidad, más bien asegurará la consumación de ese tipo de refritos pasatistas y de nulo carácter. Las escenas de acción se acumulan, pretendiendo disuadir toda clase de vacío argumental. La reunión femenina imposta empoderamiento e igualdad de oportunidades, pero acaba siendo tan solo la fachada, el envoltorio, de un producto deficiente y nimio. Copia certificada de nimios productos para la dispersión millennial.
Quedaron atrás los tiempos en donde Woody Allen estrenaba a razón de un film por año. Acontecieron litigios judiciales, polémicas con la industria, su vida privada entregada al escarnio del ojo público y la última de las pandemias que azotó al planeta. Casi nada…Sin embargo, y más allá de la periodicidad perdida, el eterno Woody sigue regresando a la gran pantalla. Desde «Un Lluvioso Dia en New York», la platea cinéfila no había vuelto a saber de él. Presto a su enésimo exilio europeo, aquel que destinara gemas como «Vicky Cristina Barcelona», «Medianoche en Paris» y «A Roma con Amor», el realizador de 86 años de edad retorna con «Rifkin’s Festival», rodada íntegramente en tierras ibéricas. Una sesión de terapia esclarecedora abundará en sueños y fantasías, miedos y cavilaciones, en igual proporción. El juego está en marcha y ya estamos dentro. Un elenco estelar, que cuenta con intérpretes de la talla de Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Sergi López y Christoph Waltz, da vida a la nueva fábula alleniana. En la piel del frustrado escritor y nostálgico ex profesor de cine que protagoniza la historia encontramos al enésimo Woody reencarnado en pantalla. Ese que no nos aburre jamás. Somos participes voyeurs de las obsesiones, filias y temores que se alternan en el imaginario de este diletante cinéfilo. Estamos ante un film que nos habla, entre sus abundantes inquietudes existenciales, acerca de vínculos de pareja crepusculares. Él desconfía de ella. Ella no vacila en dejarlo en ridículo frente al director que la ha encandilado. Discuten. Affaires amorosos y coartadas comprobables mediante, como rutina de día de festival para los amantes, sazonan la propuesta. Una cita al doctor agravará el síntoma para luego replicarse, repetirse. Una joven y atractiva profesional cumple la ley del deseo y se convierte en objeto de devoción. El horizonte alleniano se llena de interrogantes. El extraordinario Allen escribe y se calza los zapatos de Mort. Un judío común y corriente que no teme reflexionar acerca de la liturgia cristiana y los resabios del nazismo con igual agudeza. Deliciosamente filoso, el nativo de Manhattan está de regreso y en gran forma. Ensaya la nunca perimida teoría sobre el pesimismo. Irremediablemente cotidiano, observa el reflejo de su moral tendida en el piso. Borra con el codo lo escrito con la mano. Sus neuras y fobias le impiden concretar su próxima novela. Quiere estar a la altura de las grandes plumas literarias, cita a Sthendal. Admira a Shakespeare, mide la vara lo suficientemente alta. Será Dostoievski o nada. Fatalista, pero dueño de una cabal noción de lo real. Su mujer lo engaña y no puede confrontarla. La radiografía examina a un Allen de pura cepa. La nula autoestima, el gen hipocondriaco, la faceta existencialista, el matiz trágico. Omnipresentes. Allen, incansable, pone en marcha la última ilusión prestidigitadora sin arruinar el truco, tiñendo la pantalla de onírico blanco y negro. A rienda suelta, sin timidez, a la hora de echar mano a toda una serie de guiños cinematográficos y recreación de escenas clásicas que llevan su vibrante cinefilia a un borde paroxístico. No vamos a culparlo. El pequeño gran hombre neoyorkino muta bajo la piel de Wallace Shawn, su alter ego en pantalla, y recuerda que todo tiempo pasado fue mejor. Abundan citas cinéfilas al cine vanguardista y a la estirpe de autor, afines al buen paladar de su gestor. La fantasía cinematográfica trama su forma bendita, recreando bajo preciosas postales, paradigmáticas escenas del cine de Orson Welles, Truffaut, Bergman, Fellini, Buñuel y Lelouch. Son sus grandes mentores y el homenaje nunca acaba por agotarse. El cine se presta a su misión más lúdica con tal de complacer los inconscientes deseos de este neurótico intelectual, perdido en su propio laberinto kafkiano. El homenaje permanente y jamás recatado al mundo del cine cobra vida en Rifkin’s Festival. Son las proyecciones ficticias de un autor confrontando su íntimo propósito de vida. Una mirada de postal turística para nada liviana, un abordaje a la ciudad desde un inconfundible sesgo de admiración. Emprende una critica el dudoso gusto por el auténtico cine por parte de los jurados de festivales prestigiosos. Donde queco la verdadera cinefilia, enterrada bajo arcaicos preceptos, al fin, hoy, la mayor apuesta radica en éxitos de taquilla de nulo buen gusto. Brillante, Woody. La mirada panorámica ensaya un recorrido por las más atractivas vistas de la fotogénica San Sebastián. Vista al inmenso mar, caminata por antiguas callecitas o paisaje campestre en plan picnic romántico. Es la otra cara de una urbe paralizada por el acontecimiento anual. Flora y fauna de todo festival de cine. ¿Por qué no puedo ser del jet set? Ruedas de prensa superfluas, agasajos y galardones, premieres vespertinas, alfombra roja de ocasión, bebida y comida en derroche. Eso si, una proyección de homenaje a aquel clásico incombustible y un premio en honor al genio surrealista proveniente de Calanda… Citas y más citas, abuso del recurso. Fascinación que no perece. De John Ford a Howard Hawks. De Visconti a Godard. Cita de memoria el cine japonés, pero nadie parece escucharlo. A riesgo de aburrir a sus interlocutores, se decanta por el menú de un lujoso restaurant. Parece pertenecer a un tiempo lejano, parece no ser dueño de su propio espacio. Transcurren los días de festival, mientras Allen ensaya una y otra reflexión sobre el ambiente. Dispara dardos venenosos. No se salva nadie. Directores superstar, petulantes y engreídos, jóvenes que se creen que vienen a reformular las bases del arte cinematográfico, hoy más business que arte, acota Allen mirando a Hollywood con desconfianza y desdén. La nueva generación en tiempos de selfies e insulsa pose para tapas de revista que no son Cahiers du Cinema, precisamente. ¿Sabrán de que hablamos cuando hablamos de Capra? Aunque, en el fondo, ¿a Allen le gustara? El sueño no avisa cuando va a terminar. Tampoco la sesión de terapia cuando la pregunta final nos llena de interrogantes, aunque ahora es el paciente quien la pronuncia, interpelando a su analista. Y a nosotros, espectadores. Créditos finales y los sentidos en plenitud de forma. Nos embelesan sus clásicas melodías de jazz. Inconfundible, volvió Allen. Lo vimos en el cine, no está tan mal el mundo, al fin y al cabo. No hay nada de qué preocuparse, al menos hasta que la pantalla emita el último resplandor.
“Última Noche” nos presenta una temática navideña tergiversada: el fin del mundo llegará esa misma noche. Un drama tragicómico se desenvuelve mediante abundantes dosis de humor negro. La mesa está servida, nos disponemos a la última celebración. Imaginemos el desasosiego imperante, bajo la modalidad de sátira apocalíptica made in britan que recuerda a la reciente “No Miren Arriba” (Adam McKay, 2021). Una reunión que devela secretos del grupo, diversos entresijos vinculares y un plot twist que todo lo cambia sazonan una propuesta que coloca el punto sobre las íes en aspectos de crítica al orden social. La total devastación está mucho más cerca de lo que pensamos. Protagonizada por Keira Knightley, Matthew Goode y Roman Griffin Davies, el film rompe cierto verosímil prefigurado, lindante con registros más exagerados que reflejan miedos e inseguridades de sus protagonistas. Camille Griffin, debutante en materia de largometraje, dirige y guiona un relato ligeramente relacionado con cierto panorama distópico reconocible a nuestro tiempo. La ironía, la exageración y la incorrección política resultan tres valores omnipresentes en una obra dispuesta a debatir cualquier tipo de convencionalismo.
Estrenada internacionalmente en el pasado Festival de Cannes (Julio 2021), en el marco de la Quincena de los Realizadores, “El Empelado y el Patrón” concluye un proceso de escritura que se remonta a 2015. Manuel Nieto Zas indaga en una relación que el título del film coloca de manifiesto, un vínculo laboral que cambia drásticamente a partir de un hecho trágico. El film desnuda culpas, ambiciones y responsabilidades repartidas, emplazándose en un ámbito fuera de la zona de confort urbana y costera que acostumbra la cinematografía uruguaya. “El Empleado y el Patrón” se anima a transitar personajes marginales e historias rurales, consecuentes con un paisaje y una temática industrial agraria que no son ajenos a la filmografía precedente del autor (“El Lugar del Hijo”). Es por ello que el entorno geográfico de la frontera entre Uruguay y Brasil nos brinda el marco en donde se desarrolla una historia atravesada por distancias indicativas de un punto de referencia lejano. “El Empleado y el Patrón” implica fuertemente su visión desde el traslado migratorio de la denominada geografía salvaje. Estableciendo cierto marco teórico al respecto de la evolución poblacional a partir de una pradera profunda devorada por la máquina; y en los efectos de aquella pérdida del conocimiento tradicional que genera y retroalimenta ese salto cuantitativo, desde la pequeña escala familiar al impacto macrosocial. Existen roles de caracteres insustituibles: la tradición, la herencia y el legado transferido pesa en este sentido. Nieto Zas contrapone protagonistas como individualidades que se espejan y complementan, mixturando actores profesionales (Nahuel Pérez Biscayart, Jean Pierre Noher) y no profesionales. Dentro de los matices sobre los que inscribe su lógica, y no exento a certeros apuntes acerca de la paternidad, independencia y dependencia se vislumbran como caras opuestas de una misma moneda.
En 1996, Wes Craven se convirtió en uno de los principales responsables de reformular las bases del siempre transitado cine de terror. Scream fue un absoluto suceso de taquilla y puso de moda al género bajo la rendidora fórmula de adolescentes en peligro, victimas del acoso de un asesino serial. Por supuesto, esto no era nada nuevo. John Carpenter, otro vital referente del género contemporáneo, lo había hecho con Halloween, en 1978. El propio Craven había creado a uno de los villanos más terroríficos, Freddy Krueger. Aquí, repite la gesta con Ghostface, antológico malvado oculto tras la icónica máscara. El nacimiento de la franquicia Scream fue posible gracias a una reunión de talento con ideas innovadoras. El guionista Kevin Williamson (el mismo responsable de series como The Following) se encargó del diseño de personajes. Marco Beltrami compuso la magnífica banda sonora. El escalofrío no tardó en atravesar nuestra espina dorsal y el gesto de horror se traslució en la hoja del cuchillo. Luego vinieron las secuelas, hasta llegar a la cuarta entrega. Lamentablemente, Craven falleció en 2015. Si uno revisa los créditos del presente film, ninguna de las cabezas creativas pertenecen al legado de la franquicia. Williamson solo cumple labores de producción (compartidas). La nostalgia completa su arco, pudiendo disfrutar de David Arquette y Courtney Cox. También maravillarnos por lo bien que envejece Neve Campbell. Por lo demás, un cúmulo de lugares comunes diluye rápidamente la propuesta. Todo lo esperable termina por acontecer. Toda secuela concebida en eterno bucle cae por el propio peso de su levedad. ¿Realmente era necesario? Vale preguntarse qué hubiera opinado el realizador de Las Colinas Tienen Ojos y La Serpiente y el Arco Iris. No solo con sangre puede mancharse un legado…
A lo largo de la última década, y gracias a títulos como “Vino para Robar”, “Sin Hijos”, “Permitidos” y “Mamá se fue de Viaje”, el realizador Ariel Winograd ha sabido construir una sólida trayectoria, abordando el género de comedia como instrumento a reflexionar acerca de vínculos afectivos resquebrajados y relaciones familiares disfuncionales. El logrado film “El Robo del Siglo” (2020) había sido su última incursión en la gran pantalla, regresando dos años después con una propuesta que combina humor y drama en símiles proporciones, enmarcando una historia que nos habla acerca de la pérdida de la inocencia de un niño y el redescubrimiento personal de un padre. Leonardo Sbaraglia (el padre, un productor televisivo en plena crisis de mediana edad) es el centro convergente de un relato que se sostiene mediante la importancia de dos búsquedas emocionales en paralelo. Una es la de un cuarentón mirándose al espejo de su propia banalidad. Un incorregible con el cual, extrañamente, empatizamos. Es en su fragilidad que nos vemos reflejados, construyendo así su relación directa con un espectador al que interpela. Winograd nos coloca bajo su piel. La pregunta del millón busca contestar que haríamos en su lugar. Es su imperfección la que contemplamos, inspeccionando en sus miserias y hurgando en el vacío de sus solitarias horas nocturnas, encontraremos un corazón partido en mil pedazos, preguntándose como llegó hasta allí y cuál es el propósito de asomarse al propio abismo. Sumido en la vorágine de un reality show televisivo en horas pico de decreciente rating, distraído entre recetas de sushi, superficies de estrellato impostado, dudosas terapias de rehabilitación, ropa de etiqueta en canje y aventuras amorosas de nulo compromiso. Toda moda es pasajera, acaso estímulos que lo distraen de lo que verdaderamente importa, adormeciendo de modo exponencial su capacidad de sentir. Y su vida sigue, así…así… La otra búsqueda que emprende, como una propia metaficción de su ‘otra vida’, tiene que ver también con su identidad, en tanto y en cuanto a su deber de padre. Un cable a tierra, una brújula desorientada en su sentido, un llamado a despertar, antes tarde que nunca. Un trágico instante, un antes y un después en su vida y en la de su hijo, lo llevará a ejercitar un noble examen de conciencia, sin embargo, y a fines de no caer en spoilers, será conveniente no adelantar el suceso que posibilita dicho quiebre. Solo se dirá que el excepcional Benjamín Otero se convertirá en el eje del relato. El novel actor compone al hijo de Leo en la ficción, mediante un notable retrato, que transmite el asombro, la curiosidad, la sensibilidad, la frescura, el dolor, el desencanto, la sabiduría y la esperanza de este niño surfeando una ola gigantesca de emociones. Mucha más adversidad que la apertura al mundo que su infancia debería regalarle en caricias, refugios y contención. Tampoco contará con amigables payasos, al fin toda ilusión acaba por romperse. Benito es un niño reconstruyendo la figura de su madre desde la ausencia. Es aquel retrato que se atesora, esa hazaña improbable que rescata una cinta de video, captada por el orgullo de mamá. Todo está guardado la memoria. Un elenco estelar rodea al siempre inmenso Sbaraglia, en compañía del pequeño gigante Otero. Varios intérpretes habituales en la filmografía de Winograd nos regalan escenas deliciosas, conformando una variopinta galería de personajes, a los que dan vida actores de la talla de Diego Peretti, Luis Luque, Gerardo Romano, Gabriel Corrado y Natalia Oreiro. Finalmente, “Hoy se arregla el mundo” nos regala uno de los finales más emotivos que el cine nacional reciente recuerde, enmarcando en una gloriosa escena entre El Griego y su hijo, el sentido cabal de una película acerca de encrucijadas, pesquisas e imprevistos dispuestos a ser sorteados con tal poner a pruebas el propio verosímil. No hubo golpe bajo para la lágrima soltada. A fin de cuentas, lo real termina siendo aquello en lo que decidimos creer sin renunciar.