El actual presidente Mauricio Macri siempre sorprende con una nueva frase poco feliz que acompaña su accionar. Hace dos años, el no buen orador brindó una conferencia donde su inconsciente se puso de manifiesto al hablar de “una terrible inequidad, de aquel que puede ir a la escuela privada versus aquel que tiene que caer en la escuela pública”. Caer como aquel que cae en una adicción y la escuela pública como algo erróneo para este presidente. Macri dijo caer y no quiso decir otra cosa. La frase que “se le escapó” se comprende al analizar su sesgo clasista y su intención privatizadora dentro de la cual una educación pública y gratuita parece algo grave y que urge combatir. Quizá por eso los presupuestos que se destinan a la educación son cada vez más bajos obligando a docentes, no docentes y alumnos a salir a la calle para exigir sus derechos. Quizá por eso también su gestión no se preocupa si alguien fallece en una escuela por la inacción constante de su gobierno.
El único recuerdo que le queda a Delfín (Valentino Catania) de su madre es un cuaderno que ella le preparó a lo largo de su embarazo. Solo eso y el nombre naif y soñador que la mujer eligió, según recuerda su padre (Cristian Salguero), para que todo el mundo sea suyo. El pequeño parece haber heredado ese espíritu soñador siendo su máximo deseo convertirse en un miembro de la orquesta de niños del pueblo vecino, Junín. Claro que eso no es una tarea sencilla teniendo en cuenta la realidad que lo envuelve.
En Cinéfilos y cinefilia (la marca editora, 2012) Laurent Jullier y Jean-Marc Leveratto plantean: “El amor al cine, al igual que el amor en general, es inseparable de las pruebas de amor. El cinéfilo no es simplemente alguien que va al cine; es una persona que ama particularmente al cine, que defiende el cine que ama y , de esta manera, nos confirma que devuelve al cine el amor que éste le dio”. Quizá sea esa una base desde la cual se pueda escribir este texto sobre Soy lo que quise ser, historia de un joven de 90. Allí nos encontramos con el protagonista de este documental biográfico, José Martínez Suárez quien acepta la propuesta de las directoras Betina Casanova y Mariana Scarone para hacer un repaso por las diferentes facetas de su vida: ayudante de dirección, presidente del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, maestro, director, padre, abuelo, hermano de Mirtha Legrand y Goldie, hincha de Racing, oriundo de Villa Cañás y, claro, cinéfilo.
Pude ser feliz y estoy en vida muriendo y entre lágrimas viviendo el pasaje más horrendo de este drama sin final. “Sombras nada más”, José María Contursi Vivi recibe un mensaje de una mujer que acaba de pasar su contacto a una conocida en busca de algún techo que la reciba en Sierra Chica, al interior de la provincia de Buenos Aires. Los micros llegan hasta el pueblo. El Gallego atiende, vende, limpia, hace chistes y vuelve a vender, retando a la que dejó a su bebé solo arriba de una mesa. Todo servicio que brinda su almacén -desde la red wifi hasta los baños, el enchufe para cargar el celular, la planchita y el espacio para guardar los objetos personales- son pensados como un negocio. Pero no es el único que hace negocios aquí sino que desde las empresas de transporte hasta el Servicio Penitenciario cada uno, en menor o mayor medida, saca su tajada. Mientras tanto las mujeres esperan hasta poder entrar a ver a sus seres queridos, pasan la noche entre sonrisas que de a ratos se borran para abrirle paso al silencio.
Sabemos que siempre presenta una dificultad el hecho de volver a los lugares que alguna vez fueron de alegría, sobre todo si esos instantes resultan lejanos en espacio y tiempo. A Lucas (Tomas Wicz) y Gilda (Laila Maltz) les toca una tarea aún más difícil: ir a la ciudad y a la casa donde su madre falleció de forma trágica. Convencidos de que será express su pasada por ese lugar, los hermanos se pelean para decidir quién duerme en la habitación de la mujer y quién en el sillón mientras se niegan a usar el baño donde el hecho ocurrió, asegurando que “pueden aguantar”, total cuando llegue el día, irán a desprenderse de los restos de su madre y ya podrán irse tranquilos, con la ilusión de que no les sigan sucediendo cosas malas. Pero cuando el sol sale, los contratiempos comienzan también, en especial, al enterarse de que un obstáculo entorpece su plan.
No es fácil ser mujer en el mundo occidental contemporáneo, entre los mandatos, las discriminaciones y los imaginarios que nos siguen atravesando. Pero peor sería ser Tina (Eva Melander), la protagonista de esta historia. Una mujer/criatura -como nos anticipa el título de la novela en que está basada, Criaturas en la noche, de John Ajvide Lindqvist- con rasgos peculiares, una nariz con poderes y una cicatriz en la espalda cuyo motivo se ignora. Tina sabe que es distinta pero no reniega de ello sino que aprovecha, por ejemplo, ese sentido del olfato hiper-desarrollado para aplicarlo en su metodología de trabajo en la aduana, donde se encarga de detectar objetos de contrabando. Tan desarrollado que incluso es capaz de percibir cuando alguien miente o siente culpa, algo que le permite no sólo descubrir objetos fuera de lugar sino también seguir una red de pedofilia. Sus compañeros no se preguntan por las diferencias ni por su habilidad sino que la aceptan y aprovechan esa situación que les ahorra trabajo.
Perséfore (Débora González) acaba de conseguir la libertad condicional. Después de pasar cuatro años y seis meses encerrada, le toca entender cómo está el mundo del otro lado de las rejas. Al salir, nadie la espera y ella camina, sin saber cómo llegar hasta su casa. ¿Pero es que tiene alguna casa? en verdad no, sus padres murieron y ella está sola. Luego de una serie de obstáculos -como el de conseguir una tarjeta de transporte para poder viajar en colectivo y así volver a Villa 21- va a visitar a una amiga quien, tras darle la bienvenida con alegría, le explica que sólo la puede hospedar una noche, ya que todos allí están en una situación similar, tratando de sobrevivir como se pueda. Perséfore sigue su camino, improvisando sobre la marcha. Quiere rescatarse y no volver a delinquir, pero ese deseo no depende sólo de su persona sino también de un entramado social cuya organización funciona excluyéndola. A pesar de esa lógica, los lazos de solidaridad se generan entre los pares y entonces una mujer a quien acaba de conocer entiende su desesperación y la invita a vivir en su casa mientras la joven comienza a pensar en su presente y futuro próximo. Una casa cuyo retratos homenajean las figuras de “héroes” populares como Evita, el Che y el padre Mugica, héroes cuyas acciones buscaron el modo de darle dignidad a la clase marginada, esa misma de las que ellas ahora son parte.
Un hombre y una mujer en medio de un imponente paisaje. Mejor dicho: un hombre o una mujer ya que la pareja no se muestra de manera conjunta a lo largo del largometraje sino que se intercalan imágenes de ambos. Una decisión para nada improvisada por parte de su director Nicolás Torchinsky. La nostalgia del centauro nos acerca la vida cotidiana de estos dos personajes. Él que canta junto a la fogata, ella a la mañana siguiente apagando los restos de brasas. Él que afila su cuchillo entre copla y copla, ella que reza y teje. Así vemos su presente, sin ningún diálogo entre ambos, como si no fuera necesario ya siquiera intentarlo. Tampoco el largometraje tendrá demasiadas palabras sino apenas un corto pero potente testimonio de ella mientras recuerda cuando él la abandonaba –sin siquiera dejarle alimentos- y él diciendo que le dio su apellido y ella nada, bah, sí, sus hijos.
Una joven viaja hasta Berlín con el objetivo de cumplir su sueño: poder ingresar en una distinguida academia de danza. Cuando llega, algo acaba de ocurrir con una de las integrantes del cuerpo de bailarinas de la institución. Algo que nadie puede explicar o, mejor dicho, que no tienen la intención de hacer, incluso aunque se muestren afectadas por su ausencia. En la nueva película de Luca Guadagnino (Call me by your name), un narrador omnisciente se toma la molestia de invitarnos a ser testigos de cuerpos que se quiebran de formas escandalosas mientras una especie de profesoras-brujas guardan para sí los secretos más oscuros de la institución. Tomando licencias de la Suspiria de Darío Argento (1977) -basada en el ensayo de Thomas de Quincey y coescrita por Argento y Daria Nicolodi- el director se propone buscar el verosímil adaptando el argumento al contexto histórico político del Otoño alemán y los sucesos cargados de violencia acontecidos durante en 1977.
Un hombre y un niño entran en un supermercado. Se miran, hacen gestos, manejan un código en común. De modo que el mayor pone una canasta delante de un cliente para tapar mientras el menor se esconde algunos productos. Luego salen victoriosos y van en búsqueda de croquetas antes de volver a su casa para repartir con el resto lo que acaban de obtener. En el camino se encuentran con Juri, una niña de cinco años en cierto estado de abandono que ellos no aceptarán. Al llegar a su casa, la mesa de la cena se completa con una anciana, una adolescente y una mujer que acepta quedarse con la pequeña y convertirla en un integrante más de la familia, en su “hija” menor aunque eso sea considerado un tipo de secuestro.