Una nueva chica llega, junto a su madre, al Pueblo “Resignación”. Allí vive Pedro (Martín Covini), un vecino que, sin perder el tiempo, rápidamente se enamora de ella. Se enamora, como podría haber sido de alguna otra adolescente de las que encuentra en los minutos de recreo o en los bailes pero Agustina (Paula Hertzog), “la nueva”,
Una caja de pizza vaya a saber uno de cuándo, reposa arriba de la mesada. En la pileta, tazas y platos sucios se acumulan. El teléfono suena, el hombre se ofende porque quien lo llama no siguió la condición que él tiene, amenazando con que la próxima, si no lo hace sonar dos veces, no va a atender. Luego le miente al contarle que almorzó fideos con tuco, mientras se lo ve comer arvejas de una lata.
Theodor Adorno sugiere que, para que no ocurra otro Auschwitz, no debe tratar de olvidárselo. La curación es recordar para no repetir. Si no recuerdo, repito. Pavlovsky, Tato. “Lo fantasmático social y lo imaginario grupal”, en Lo Grupal, Nº 1, abril de 1983 Lo que no se habla, no se cura. Lo no dicho, no permite avanzar. En su ópera prima, la dramaturga Lola Arias se hace cargo de tal situación poniendo frente a frente dos viejos “enemigos”: argentinos e ingleses. Lou Armour, David Jackson, Rubén Otero, Marcelo Vallejo, Gabriel Sagastume, Sukrim Rai son seis veteranos de guerra de Malvinas -o Falkland, depende de quién lo diga- que se encuentran, conversan y se entienden tanto como discrepan. La apertura que se establece entre ellos posibilita el diálogo acerca de un hecho que nunca termina de cicatrizar, sino que la historia sigue su cauce tanto en sus protagonistas como en el imaginario que ambos países construyen de forma constante en sus discursos.
Flavia se enfrenta a una nueva etapa: la vida sin León, su compañero. Habiendo fallecido el hombre recientemente, ella se encuentra en la penosa tarea de amigarse con la soledad, volver a la rutina y resignificar los momentos y espacios dentro de su hogar: la cama, la bicicleta, las comidas pero también el lugar de Lucía, la hija del primer matrimonio de él. Hecho que no resulta menor, al contrario.
Janet (Kristin Scott-Thomas) acaba de ganar las elecciones como Ministra del gobierno británico, representando a un partido de izquierda. Ese proyecto que, luego de muchos años de trabajo, por fin se concreta, empuja una celebración íntima en su casa. La fiesta se va armando mientras se hace cargo de la cocina y su esposo (Timothy Spall) está sentado en el living mirando la nada. Los invitados llegan: su mejor amiga April (Patricia Clarkson) junto a su marido Gottfried (Bruno Ganz), el novio banquero de su -ausente- compañera de trabajo (Cillian Murphy), Martha (Cherry Jones) y Jinny (Emily Mortimer), quienes están a punto de convertirse en madres.
Abril (María Figueras) se encuentra bastante disconforme con su rutina y las excusas de su novio (Rafael Spregelburd) para no verla, no la ayudan a sentirse mejor, al contrario: el hecho de que el hombre ponga la obra de teatro que ensaya de forma obsesiva por encima de todo, no le genera a ella el deseo de seguir sintiéndose a gusto ni atraída por él.
Coronel Vallejos es General Villegas. Sus habitantes lo saben o, al menos, lo sospechan. Una especie de alterego de un pueblo que eligió el escritor Manuel Puig para poder hablar de su tierra natal. Para inspirarse en sus historias y así crear otros mundos esquivando los reproches. Sus novelas Boquitas pintadas y La traición de Rita Hayworth, se aprovechan de eso pero, entre tantos chismes e historias, este largometraje ahora se pregunta: ¿cuánto fue inventado y cuánto real?.
Sentarō (Masatoshi Nagase) necesita un ayudante. Pone un anuncio de empleo temporal en la puerta del local y hasta allí llega Tokue Yoshii (Kirin Kiki), de 76 años, una mujer que siempre deseó poder trabajar cocinando dorayakis (pasteles rellenos de an, salsa hecha con frijol aduki) pero nunca tuvo la oportunidad de hacerlo de manera profesional, pese a tener cincuenta años de experiencia a cuestas.
Una “casa propia“ es la que busca Alejandro (Gustavo Almada), el protagonista del film. Este profesor de Literatura de un colegio secundario duerme aún en una piecita con una cama de una plaza, en la casa materna mientras visita departamentos con el vago plan de mudarse. Idea que nunca se lleva a la práctica sea por los costos y requisitos que complican su misión, o porque no era una prioridad hasta ahora cuando algo desencadena la urgencia para ir en búsqueda de su espacio. Uno donde nadie lo moleste.
En el año 1997, Carmen Guarini -directora, productora y antropóloga- se propuso un nuevo proyecto: filmar a Fernando Birri en una de sus vueltas al país. El motivo era concreto, seguirlo en sus diferentes recorridos que confluyeron en el largometraje estrenado dos años más tarde bajo el nombre de Che: ¿Muerte de la utopía?. Seguirlo desde el día uno, cuando lo vemos cerrar las puertas de su casa para ir a filmar mientras asegura que lo único valioso que tiene allí dentro son sus libros y que ojalá alguien robara libros. Esa simple simpatía que genera el principio es la sensación que perdura a lo largo de los ochenta y cuatro minutos.