En la jerga carcelaria, “pabellón de población” se denomina a quienes habitan los pabellones más peligrosos. A partir de esta aclaración, el documental comienza a acercarse a un grupo en particular: el pueblo del pabellón 4 de la Unidad 23 de máxima seguridad de Florencio Varela, en el sur de Gran Buenos Aires. Allí llega Alberto Sarlo para dar un taller de filosofía, enseñarles a boxear, a escribir y sobre todo, invitarlos a repensarse. Hace ya ocho años, el abogado lleva a cabo este trabajo junto a los presos. Allí plantea distintas preguntas a la vez que les propone narrar sus propios cuentos. Historias sensibles que hablan de cosas tan trágicas como son la pérdida de un amigo, un muerto en manos del Servicio Penitenciario y, algo a lo que todos refieren: la libertad y cómo sería volver a estar del otro lado.
Un primer plano muestra el cálido despertar de Claudia (Lucia Mascino). Lentamente la cámara va entrando en un plano general donde otra realidad se expone mientras la mujer parece recordar su condición. El desorden en su cama y alrededores atestigua lo que ocurre en su interior. El amor de Flavio (Thomas Trabacchi) ya no está. Entonces, ella trata agarra su teléfono celular e comunicarse con su ex pareja. Él no responde. Ella desespera. Esa situación se viene reiterando hace ya algún tiempo, aunque Claudia no lo logre comprender.
No importa el tema del que hable. El “estilo Campusano” ya se encuentra establecido en el mundo del cine argentino. En el caso de El azote, su más reciente producción, el trasfondo se centra en el abuso de poder dentro de un instituto de chicos conflictivos en el Sur argentino, más exactamente en San Carlos de Bariloche. Allí trabaja Carlos, un asistente social a quien ellos respetan y se confiesan. Él no los trata como si fuera una especie de señorita maestra, sino que les dice las cosas como son, les habla de modo simple y llano apostando a priorizar la sinceridad. Entonces les explica que sí, se pueden escapar si quieren ya que las puertas están abiertas, pero no van a llegar muy lejos y seguramente mueran de frío en el intento. Los ojos de los pibes miran atentos a lo que dice a la vez que buscan un gesto de indiferencia, la indiferencia como escudo de una sociedad que de manera constante les demuestra su rechazo y segregación.
Abu Shadi vuelve a encontrarse con su hijo tras varios años sin comunicación. Lo que los une es el casamiento de Amal (Maria Zreik), la hija menor, haciéndolos cumplir con el ritual del wajib por el cual se dicta que serán ellos quienes tengan que ir a llevar las invitaciones de la boda, una por una y de manera conjunta. Sin deseos reales de hacerlo pero con un gran cariño hacia la futura esposa, el hijo sube al auto de su padre y comienzan con el largo paseo de más de trescientos sobres por entregar.
Martina (Antonella Costa) brilla en el escenario. Brilla con su vestido claro, su peinado estilo años veinte, y su maquillaje. Incluso el micrófono brilla y, a través de él, se oye su voz que canta un tema de Juliana, su madre famosa ya fallecida. Sin embargo Martina no puede con la canción,
Un grupo de obreros alemanes llega hasta un pueblo de Bulgaria para trabajar en el proyecto de una obra hidráulica. En medio de un extenso paisaje natural, los hombres se instalan entre las montañas aprendiendo día a día los códigos de convivencia que el singular contexto les impone.
Un Peugeot 505 incendiado a orillas del río. Un policía intenta calmar a una mujer, luego de la desaparición de una de sus hijas, mientras la otra mira el escenario del auto destruido pero sin rastros de Lupe. Mucho más allá, un chico observa, junto a su perro, pero no habla. Así comienza la historia de una pérdida silenciosa, en algún rincón de Lobos, sin repercusión en el pueblo.
El costumbrismo y la comedia normalmente van de la mano en la cultura popular argentina. En su nueva película, Juan Villegas (Sábado, Los Suicidas) hace del cine independiente un lugar para depositar los motivos costumbristas a los que las telenovelas locales nos educaron. En este caso, alrededor de una historia que se construye en el entrelazamiento de nuevas y viejas relaciones sentimentales.
En la famosa entrevista que François Truffaut realiza con Alfred Hitchcock, el periodista y cineasta entiende que “El suspense es, antes que nada, la dramatización del material narrativo de un film o, mejor aún, la presentación más intensa posible de las situaciones dramáticas” (El cine según Hitchcock, 1974). Ese término que supo identificar al cine de este director inglés -a quien Truffaut lo definió como su gran maestro- es retomado, de forma constante, por contemporáneos que ven en él un modo de abrirse paso en el mundo del cine. Entre ellos está François Ozon, quien, a lo largo de su filmografía, viene haciendo del suspense una herramienta necesaria y su nuevo largometraje, Amante doble, no es la excepción.
Checoslovaquia, Brasil, China, Francia: cuatro escenarios y cuatro culturas se exponen en este documental el cual analiza el clima de agitación de los años sesenta tomando como punto de partida un puñado de cintas de aficionados. Entre ellas están las imágenes registradas por la madre de su director Joao Moreira Salles, quien viaja junto a sus amigos a China, en la época de la Revolución Cultural, pero pone el foco en la belleza de los paisajes y en la gestualidad de sus habitantes, sin buscar la comprensión de sus actos repetitivos ni en las consignas que los carteles exponían en los paisajes elegidos.