CÍRCULOS VICIOSOS La película de Néstor Mazzini es casi un tour de force en múltiples direcciones. Un tour de force de los protagonistas, que trabajan los bordes de sus personajes en secuencias y planos largos que los llevan siempre a los límites. Y un tour de force de la puesta en escena, que narra 36 horas de pura tensión en la vida de los personajes, cortando los excedentes y yendo al grano en cada secuencia, sin que sobre ni falte nada. Si decimos casi es porque el director logra que los recursos, los resortes y las herramientas que utilizan él y sus intérpretes no se noten, que lo que se ve en la pantalla luzca fluido y sincero, lejos del exhibicionismo del cine que se ufana de su inteligencia formal. Esa sutileza es lo que distingue a este film presentado además como el inicio de una trilogía. El protagonista es el dueño de una productora audiovisual que está sufriendo retrasos en los pagos de sus clientes y acumula deudas enormes, con prestamistas que presionan y bancos que no aceptan renegociaciones. Y a ese problema se suma algo de lo privado, ya que la ex mujer es socia en el emprendimiento y en la víspera del cumpleaños de la pequeña hija de ambos el clima no es el mejor. Por lo tanto podemos tomar a 36 horas como una película sobre la decadencia social y económica de un país, sobre la crisis final de una pareja o, también y cuando ciertos atisbos de irascibilidad surjan en el protagonista, sobre la violencia masculina. El gran acierto de Mazzini, en definitiva, es no dejarse tentar por ningún camino fácil y usar todos estos temas para convertirlos en tensiones que habitan dentro del relato pero sin nunca decantar hacia la denuncia o el contenidismo. Su película termina siendo un thriller, narrado con un nervio más que atendible. Mucho ayudan para que la película funcione como funciona las actuaciones de César Troncoso y Andrea Carballo como esa pareja en decadencia, que arrastra cosas no dichas y que amenaza constantemente por estallar. No se los permite una puesta en escena precisa, que sabe trabajar las tensiones sin caer en excesos, pero fundamentalmente sus interpretaciones ajustadas hasta el último detalle, con una cámara que está encima de sus cuerpos pero nunca por encima. Película sobre los límites y sobre aquello que podemos llegar a hacer en una situación extrema, película angustiante además, hay sobre el final tal vez un exceso de aprendizaje, con el protagonista aceptando algunas instancias de manera un tanto subrepticia y acelerando el final de la historia. De todos modos de fondo queda la sensación de círculo vicioso, de un protagonista con un comportamiento patológico, que en verdad precisa el vértigo y de ir al límite para poder reaccionar. La forma de la película termina siendo justa con él y dice más que si subrayara sus líneas de diálogo como lo hacen la mayoría de los dramas filmados en el país.
UNA HISTORIA DE LA DICTADURA La dictadura y sus consecuencias ya podrían ser un subgénero del cine nacional, que ha construido un verosímil propio para recrear aquellas imágenes setenteras; verosímil que se impone no solo desde lo visual sino además desde un código de las actuaciones. En sí el propio cine argentino de los setentas estaba decididamente imposibilitado de mostrar lo que pasaba, por lo que la construcción audiovisual de todo el cine posterior parece respaldarse en un imaginario que surge de tomar elementos propios de otros cines: el policial duro, el noir, el drama intimista. En la representación hay siempre una idea bastante áspera, y muy ocre, sobre ese pasado lúgubre que pone en tensión el drama hasta alcanzar lo trágico. La casa de los conejos, película de Valeria Selinger basada en la novela Manèges, petite histoire Argentine, de Laura Alcoba, es un nuevo ejemplar de ese cine (si bien su historia comienza unos meses antes del Golpe de Estado de 1976), que recorre todos estos tópicos sin terminar de habitarlos definitivamente. Un poco el conflicto de la película es el de sus protagonistas: una madre que huye de las autoridades y se refugia en la casa de unos compañeros revolucionarios, llevando consigo a su pequeña hija. Una casa que es, en verdad, un refugio para actividades vinculadas con la impresión de medios de izquierda y la planificación de acciones armadas. Esa casa, entonces, nunca se habita, nunca es “el hogar”, pero de alguna manera comienza a serlo cuando la actividad revolucionaria se convierte en algo cercano para la pequeña Laura. La casa de los conejos, a la manera de la más sólida Infancia clandestina, toma como propio el punto de vista de la niña, lo que le sirve por un lado para evitar los juicios de valor y mirar todo con cierto candor, a la vez que naturaliza algunas imágenes un poco burdas, como aquel pasaje en que la piba toma la leche mientras su madre y sus compañeros limpian armas de fuego. Es una imagen que seguramente se corresponde con lo que real, pero que en el contexto de lo simbólico que ofrece el film subraya lo que ya estaba claro de antemano. Como decíamos, la película de Selinger evita los juicios de valor. No construye un universo de buenos y malos, y eso es muy saludable, más allá de una última secuencia un poco abrupta y fragmentaria donde representación de ese miedo que estaba siempre en off luce bastante estereotipada. En todo caso el problema de La casa de los conejos no tenga que ver con el punto de vista elegido y con su coherencia argumental, sino más bien con una indefinición en el tono y con una débil generación de climas, cuando se entiende que lo que busca es precisamente mostrar esa vida al límite que vivían estos personajes. Se agradece alguna instancia de humor que rompe el rictus habitual de las actuaciones, pero la película desde su casi único espacio nunca termina de construir climas intensos, nunca ese horror en off tiene el peso suficiente como para que temamos por la suerte de los protagonistas, incluso dramáticamente es bastante lavada y le falta a las imágenes un peso propio para que el carácter de drama observacional funcione. En definitiva no hay contradicción discursiva, apenas un tono discreto y sin ripios que vuelve la narración demasiado monótona. Una película fallida, demasiado correcta, sin vibración.
ERROR Y CONTROL Creo (y puede que la memoria me falle) que fue la débil secuela de Lluvia de hamburguesas la que instaló el concepto de gurú tecnológico como villano; ese que vuelve a estar presente en Ron da error, primera producción de la compañía de animación británica Locksmith. La diferencia aquí es que la figura del gurú tecnológico se desdobla, entre un carácter humanista y otro más comercial, como si eso fuera posible en el terreno de las corporaciones tecnológicas actuales. En todo caso, la película de Sarah Smith y Jean-Philippe Vine avanza desde una distopía en la que los chicos viven acompañados de un robot-mascota pre-diseñado para agradarles a todos, a una suerte de utopía en la que esos chicos viven acompañados del mismo robot-mascota, pero que ahora tiene características imprevisibles que potencian lo distinguido de cada uno y el libre albedrío en la construcción identitaria. El viaje de este film animado es un poco el mismo de Ready player one, donde se marcan los problemas de la tecnología pero la resolución no busca eliminarla sino, más bien, ponerle límites. El protagonista de Ron da error es un chico solitario, único en su ciudad sin uno de estos robots híper-tecnológicos y mega-conectados. Esto lleva, obviamente, a la discriminación y el bullying escolar. Pero Barney insiste tanto, claro, que su padre y su abuela (dos de los mejores personajes de la película) se lo terminan regalando, aunque como el presupuesto no alcanza terminan comprando uno fallado. Y esa falla, precisamente, será la clave para que los conflictos se acumulen y, también, para llegar a la revelación final: lo que nos representa es lo que nos distingue, aquello en lo que somos únicos e intransferibles. Ron da error no evita estas perogrulladas, aunque el error es decirlas en voz alta, subrayarlas, no tener el talento para transmitir esto por medio de la imagen y el movimiento. Hay sí una decisión interesante, la de no construir a Barney exclusivamente como una víctima, sino también como alguien con prejuicios y con incapacidades para conectar. Sí, como el simpático robotito Ron (otro gran personaje). Pero hay algo, que estaba en la propia esencia de la historia, que la película no aprovecha demasiado. La idea del error, de la anomalía, daba para que la animación y la comedia (dos géneros que hacen del descontrol su singularidad más atractiva) exploten por los aires. Algo de eso hay, cuando la acumulación de desplantes de Ron termina haciendo eclosión en el patio de la escuela donde asiste Barney. Allí la película amaga con volverse anárquica, con continuar esa línea trazada por películas como La familia Mitchell vs. Las máquinas o Las aventuras del Capitán Calzoncillos, pero apurada por su espíritu discursivo termina presa de una aventura de autodescubrimiento y lecciones de vida, donde el amague de “rompan todo” deja más al descubierto su excesivo control. Ron da error se estira demasiado y esa languidez termina anulando su potencial cómico (tiene algunos chistes muy buenos, especialmente con su abuela anticomunista), por lo que en determinado momento no le hubiera venido mal un F5, un refresh y dar de nuevo.
SI SOMOS UNA FAMILIA MUY NORMAL En los 90’s ya se intentó recuperar el universo de Los locos Addams para las nuevas generaciones, algo que en todo caso no estaba tan lejos de su tiempo: la serie original era de los sesentas, pero con las constantes repeticiones muchos de los adolescentes de entonces tenían todavía el recuerdo fresco y el vínculo era más directo. Pero aquellas películas, un tanto fallidas, no lograron insuflar nueva vida en los personajes y Los locos Addams volvieron a perderse en el tiempo. Llamativamente, hace un par de años el ánimo nostálgico de los productores decidió que era momento de un nuevo reboot, ahora en el formato que mayores dividendos aporta a la industria: el cine animado. Lo curioso del movimiento -signo también de estos tiempos- es que la película toma como modelo a la saga actual -y más exitosa- de Hotel Transylvania antes que a la serie creada por David Levy. Entonces para qué y por qué. Si usamos el prólogo para hacer algunas referencias a la producción es porque Los locos Addams 2 se justifica más en el diseño del cine actual, hecho para el público cautivo de reversiones, secuelas, sagas y franquicias, que en su sustancia cinematográfica. Dirigida por Greg Tiernan y Conrad Vernon, también directores de la primera parte, la película suscribe preferentemente a dos registros: el humor slapstick y la road movie. Los personajes salen de viaje con el fin de recorrer el país y fortalecer el vínculo familiar, mientras los persigue un villano que desea tomar una muestra de ADN para esclarecer el parentesco de Merlina. La road movie, por lo tanto, es el camino que usa la película para expresarse y para justificar su identidad de película segmentada pegada con plasticola. Los locos Addams 2 son una serie de sketches que encuentran lógica de conjunto a partir del viaje y los diversos destinos a los que los protagonistas llegan. Y el slapstick es, en definitiva, el tono del humor elegido, apostando por una serie de golpes y deformaciones propias de la animación. Todo, obviamente, huele un poco apolillado cuando a los registros reconocibles no se les adosan ideas interesante. No deja de ser curioso que una película que aborda el tema de la identidad, carezca de tal elemento. Salvo Merlina, el personaje que presenta mínimamente un conflicto, los restantes integrantes de la familia no son más que conceptos vacíos sintetizados al único chiste. De la mirada oscura y del humor negro sobre la familia ejemplar que tenía la serie no hay nada, y apenas quedan algunas humoradas sueltas que tienen mayor vínculo con la tradición del cartoon clásico. Tal vez el sentido de viaje le otorgue cierto ritmo entre sketch y sketch, y el asunto se pase más rápido de lo esperado. En conclusión, el cine como un trámite. De eso se trata un poco la industria cinematográfica actual.
RARA, COMO OBSESIVA En 2014 Natalia Meta estrenó Muerte en Buenos Aires, película que este crítico votó como uno de los peores films de aquel año. Policial ochentoso que intentaba recrear un submundo de reviente porteño, pero absolutamente fallido en su kitsch a destiempo. Lo que sí sobresalía era la capacidad de la directora para construir una iconografía visual potente, que si bien ponía a la película más en el terreno de lo publicitario que en el cinematográfico, no dejaba de tener su encanto. Muerte en Buenos Aires era una serie de imágenes lustrosas sin una red que las contenga adecuadamente, y se desplomaba por la prepotencia audiovisual que exhibía sin ton ni son. Siete años después Meta vuelve con una película que, otra vez, tiene imágenes poderosas, una producción cuidada con una estética que define un mundo en apenas un par de planos, pero que a diferencia de aquella sí logra trascender esa superficie para profundizar en aspectos psicológicos de sus personajes y edificar un relato que es puro clima. Es una película obsesiva en sus procedimientos, meticulosa, el marco ideal para el profesionalismo que la realizadora exhibe en cada rubro técnico. Basándose en la novela El mal menor de C.E. Feiling, Meta construye un relato que tiende múltiples lazos con un universo cinematográfico también sostenido en lo estético, como es el giallo, y que a su vez involucra aspectos sexuales imbricados con el terror y el thriller psicológico como podrían hacerlo un Alfred Hitchcock o un Brian De Palma. Inés (una Erica Rivas perfecta) es una mujer que trabaja haciendo el doblaje de películas de terror Clase B y además canta en un coro. Pero una tragedia vivida durante unas vacaciones con su pareja, un tipo bastante controlador, termina por poner su mundo patas para arriba, primero en forma de pesadillas que padece como demasiado vívidas, y luego con voces que comienzan a acecharla y que terminan interfiriendo en su trabajo. Lo que surge ahí son aspectos vinculados con los miedos y las represiones, con los tabúes, y que ponen a la protagonista en un espacio de absoluta introspección. Meta en vez de explorar el costado más vulgar y previsible del género, lo que hace es contener la explosión todo lo posible con el fin de imbuir a su personaje (y por ende al espectador) en un clima cada vez más enrarecido. Así, El prófugo es un relato que parece transitar espacios reconocibles para el público seguidor del cine de terror cuando en verdad se va poniendo sumamente críptico. No solo por su apuesta a géneros pocos frecuentes en el cine argentino (el fantástico, el terror psicológico), sino por la ambición de sus formas y la precisión de su puesta en escena, El prófugo es una absoluta rareza dentro de la cinematografía local: hay que buscar otra película que como aquí sepa encontrar el espacio acorde a fondo y forma, y que lo utilice con criterio y rigor cinematográfico. La de Meta es una película que no se parece a casi nada que se haya filmado por estas tierras y que aun abordando temas actuales como la violencia masculina, toma distancia del panfleto o la bajada de línea obvia, para sumergirse en un relato que da pocas explicaciones y que hasta puede resultar sumamente incómodo en su resolución y su reflexión sobre el deseo y su asimilación. La última escena de la película no solo es perfecta, sino que involucra el arte popular de una manera imprevista para un relato que hasta ese momento demostraba un academicismo inclaudicable. Una película llena de sorpresas.
EL ORIGEN DE LA MAFIA Haciéndose cargo de su estatus de precuela de una de las series más conocidas de todos los tiempos, Los santos de la mafia comienza con un traveling entre lápidas que nos recuerda a los personajes de Los Soprano, la serie en cuestión. Con habilidad, la película de Alan Taylor y escrita por el propio autor de la original, David Chase, se saca el compromiso de entrada y pasa a lo que importa, lo que viene a contar. Que es no es otra cosa que el típico caso de ascenso y caída de un líder criminal, lleno de guiños a otros relatos de mafiosos y con un aura trágico indisimulable. Que lateralmente sea también el relato iniciático de un joven Tony Soprano es poco más que una casualidad. No deja de ser curioso que cuando la serie de Chase era una suerte de relectura y actualización de los códigos de los relatos sobre mafiosos, esta película ambientada entre fines de los 60’s y comienzos de los 70’s busque menos una conexión estética con Los Soprano y piense más en función de cómo retrataban este universo directores como Martin Scorsese o Francis Ford Coppola. Si la serie trabajaba sobre la base de lo ya escrito para llevar al espectador por otros territorios, Los santos de la mafia parece querer volver e inscribirse dentro de aquella mitología. Y lo logra, gracias al conocimiento que demuestra Chase y a su talento para construir personajes interesantes, con dimensiones, que son más que meros arquetipos, empezando por el Dickie Moltisanti de Alessandro Nivola, tío de Tony y verdadero protagonista de la película. Los santos de la mafia se edifica a través los vínculos familiares, en una cruza trágica que va de El padrino a Shakespeare, con traiciones, lealtades y relaciones paterno/filiales de lo más difíciles y complejas. Así el pobre Dickie Moltisanti irá ascendiendo en el mundo del hampa, mientras se vuelve un referente para el pequeño (y luego adolescente) Tony Soprano. Nivola es un actor de carácter, pero también uno que sabe abordar eso con sutilezas. Y esa complejidad del personaje vuelve tan imprevisible su andar (un par de crímenes que comete aparecen como decisiones intempestivas), volviendo a la película igual de zigzagueante. Al relato clásico de gángsters, el film de Taylor (que por una vez pudo hacer buen pie en el cine) le suma un aspecto político, retratando la rebelión de la comunidad negra y el ascenso de un líder en el espectro mafioso. Eso, que parece responder a exigencias del Hollywood actual, se corresponde en todo caso con un proceso histórico. Si Los santos de la mafia parecía en algún momento un capricho o algo innecesario, David Chase se encarga de justificar cada minuto de esta película y, también, de las obvias películas que comenzarán a llegar a partir de aquí. O de la nueva serie, vaya uno a saber.
LOS JÓVENES VIEJOS En la película escrita y dirigida por Jean-Paul Civeyrac un joven de Lyon se va a París para estudiar cine, dejando atrás a sus padres y a su novia, con la que la distancia irá lastrando la relación. Hay en Una educación parisina una mirada interesante acerca de las distancias que existen entre la gran ciudad y el interior, no solo geográficas, sino acerca de cómo la gran ciudad corrompe un poco el espíritu más ingenuo del que llega con todas las ilusiones. Lejos de caer en reduccionismos o en una lógica tradicionalista que defiende la vida de provincias como más noble, Civeyrac piensa el conflicto desde un lugar más complejo e interesante, porque lo expone a través de la experiencia artística. El problema, y a la vez su plataforma conceptual -porque es verdad que la película se difunde más por cómo respira un aire nuevaolero que por estos asuntos que señalamos-, es que el director relega un poco este asunto para construir un relato sobre jóvenes conflictuados en su relación con el arte y el compromiso social y político. Una educación parisina está filmada en blanco y negro, y su materia son extensos diálogos intelectuales acerca del cine, la literatura, la política y la militancia, en fiestas nocturnas o entre las sábanas luego del sexo. Jóvenes en estado de ebullición con sus definiciones irreductibles acerca de todo, especialmente Mathias, por quien Etienne -nuestro protagonista- siente una particular admiración. Está claro que Civeyrac aprovecha este universo como guiño y reverencia a la nouvelle vague, a nombres como Jacques Rivette o Eric Rohmer, e incluso a referentes más contemporáneos y revisionistas como Philippe Garrel, en una película que reproduce sus mecanismos a la vez que intenta repensarlos. No de gusto elige protagonistas jóvenes, que tienen la función de pensarse como herencia de aquel mundo y continuadores de un legado, no sin antes ponerlo en crisis y discutirlo. El inconveniente es que ocasionalmente Una educación parisina se acerca más a lo museístico, con sus personajes recitando parlamentos que connotan el conocimiento de un mundo y su simulación. Hay algo de pose que la película no logra disimular del todo. Claro está que Civeyrac tiene un notable manejo de las herramientas narrativas a su disposición, o en todo caso conoce de tal manera cada rincón de la nouvelle vague que su reproducción es fidedigna: sus escenas callejeras en una París alejada de lo turístico, sus diálogos que parecen surfear un naufragio y terminan encontrando el centro, sus departamentos de estudiantes que nunca terminan de ser un lugar. Lo que le faltó, en todo caso, es construir personajes empáticos con los que podamos lograr cierta identificación. Si aquellos burgueses de la nouvelle vague respiraban el aire de revolución de un tiempo, los de Una educación parisina son esa turba actual de las redes sociales que parece enojada constantemente con todo. El onanismo de pensarse a sí mismo como lo más importante del mundo.
ADIÓS MR. BOND Las películas de James Bond son una estupenda síntesis para entender cómo el cine de entretenimiento mainstream ha ido perdiendo su capacidad lúdica a favor de una impostada profundidad. Cuando decimos “las películas de James Bond” en verdad nos referimos a esta saga protagonizada por Daniel Craig, ya que Pierce Brosnan mantenía ese costado grasoso que hacía divertido al personaje, y que llevaba por ejemplo a la M interpretada por Judi Dench a espetarle un “usted es un dinosaurio” en la cada vez más necesaria Goldeneye. Brosnan cruzaba la elegancia viril de Sean Connery con la picaresca prosaica de Roger Moore, y se bancaba mientras tanto ese tufo a cosa vetusta y fuera de época. El problema de lo antiguo no es el paso del tiempo, sino la falta de conciencia de ello. Y este concepto de Bond en el que el descafeinado Craig encaja perfecto lo que menos hay es inconciencia: es todo mecánico, pensado en cada gesto, todo lo contrario del personaje, que es el libre albedrío hecho persona, la imprevisibilidad en movimiento. La idea de convertir ese recipiente orgullosamente vacío que era el 007 en un saco repleto de conflictos familiares y sentimentales fue siempre una mala decisión, que mostraba además la desesperación de una franquicia que perdía terreno ante otras franquicias de acción y espionaje mucho más sólidas y rigurosas. Ese aggiornamiento del Bond de Craig hace eclosión en Sin tiempo para morir, que es ante todo un melodrama con escenas de acción. Uno puede decir a favor de la película del habitualmente solemne Cary Joji Fukunaga que la conclusión a la que aquí se llega es absolutamente coherente con el camino que le hicieron tomar al personaje en los cuatro films anteriores. También, que para ser una película de 163 minutos, es bastante entretenida: porque cada tanto se acuerdan que es una película del 007 y nos regalan algún momento de gracia. Ahora bien, las películas de James Bond siempre fueron mucho más que eso, fueron la cruza definitiva entre el cine de acción y los dibujos animados, con un verosímil asentado a partir del rostro impertérrito de su protagonista, además de que definían estilo y llevaban la tecnología a un lugar hiperbólico. Aquí solo queda el gesto impertérrito de Craig más como reacción al contexto que como juego de contrastes con el absurdo coyuntural de unas secuencias de acción que nunca se desbordan, que nunca imaginan algo por fuera del verosímil para sus criaturas. Salvo algunos momentos de la atractiva secuencia de arranque en Italia (que para colmo de males estaban en el tráiler), Sin tiempo para morir luce apagada, estándar, regular, como sin ganas de ser una de Bond y tal vez ser otra cosa. Como este Q que hace uno gadgets sin gracia ni inventiva. Precisamente eso es algo que llama la atención en esta saga Bond con Daniel Craig, como si hubiera un elemento culpógeno que impide la diversión, como si en el fondo hacer un película del 007 les diera vergüenza y con un complejo de inferioridad enorme se propusieran hacer otra cosa que encaje en este tiempo. El consejo sería, en todo caso, que no lo hagan más (y el bochornoso final de esta película tal vez vaya en esa dirección). Si hay algo que nunca hizo Bond fue encajar, su paso era la destrucción del espacio en el que se encontrara. Entonces lo único que finalmente queda es un estilo visual refinado que Sam Mendes un poco que definió en Operación Skyfall (una película que contenía todos los males de esta saga, pero que nos regalaba varios momentos bellos visualmente) y que Fukunaga simula aquí como quien sigue un manual de instrucciones. La decadencia de este James Bond se puede ejemplificar en varias cosas, en la sexualidad cada vez más controlada, en sus villanos descafeinados y normalizados, pero si hay algo que no deberíamos perdonar es la cada vez menor presencia de la genial melodía de John Barry en la banda sonora. Acordarse de cómo la traían a la vida en Goldeneye, con el 007 rompiendo San Petersburgo con un tanque es hacerse mala sangre por este Bond triste y melancólico. A un personaje que era pura iconografía, lo fueron despojando precisamente de su superficie. Lo fueron limando hasta dejarlo digerible para la generación de cristal. Ni Ernst Stavro Blofeld le hizo tanto mal. Adiós Mr. Bond.
LA AVENTURA QUE NUNCA LLEGA La mayor novedad en esta película animada es que se trata de una coproducción entre Países Bajos y Perú, dos países poco habituales para la industria de la animación y, además, dos culturas absolutamente disímiles que en un sentido confluyen en una película que luce tan profesional y prolija técnicamente, como abarrotada de elementos folklóricos y regionales. Por lo demás, tenemos otra historia centrada en un personaje que tiene que recuperar la fe en sí mismo para poder convertirse en líder entre los suyos; con comic relief que descomprimen la acción; y una apuesta por el movimiento constante, como si la atención en el relato se justificara solo por la sobre-estimulación del espectador, en este caso los niños de su público potencial. Está claro que Ainbo: la guerrera del Amazonas se piensa como una producción marginal a la centralidad discursiva que propone Disney, pero su modelo no puede dejar de evidenciar a cada segundo una dependencia (y una influencia) de las películas de la casa del tío Walt. Ese modelo imitado incluye a dos personajes secundarios, dos espíritus de la selva que acompañarán a la heroína, que hacen recordar demasiado a Timón y Pumba de El rey león. Días atrás hablábamos en estas mismas páginas sobre Spirit: El indomable, otro film animado de evidente segunda línea, bastante discreto en sus formas, pero que tenía a su favor el juego con el western, lo que incluía una apuesta por la acción más que atractiva. Por el contrario, Ainbo: la guerrera del Amazonas tiene a la aventura en la punta de la nariz; es como una zanahoria que está ahí, moviliza la narración, pero nunca la alcanza. El film de José Zelada y Richard Claus nunca se convierte en una película de aventuras, y mucho menos sobre el final, cuando el discurso ecologista toma protagonismo y las acciones se vuelven subrayadas, resolviéndose mayormente a partir de diálogos y explicaciones. No deja de ser una historia que tiene su atractivo en el marco que elige y que incluso aplica de forma auténtica cuestiones mitológicas y folklóricas. Pero su andar mecánico la vuelve absolutamente intrascendente y desangelada.
ANTOJOS DE LA TERCERA EDAD De manera un tanto antojadiza, Claude Lelouch decidió hacer de su icónica película de 1966, Un hombre y una mujer, una trilogía. Y si la secuela, Un hombre y una mujer: 2ª parte, había llegado veinte años después, para la tercera entrega se tomó otros 33 años: Los años más bellos de una vida, estrenada en Francia en 2019 y por estas tierras recién ahora, es un reencuentro con sus personajes pero, aún más, con sus protagonistas, ya que los límites entre ficción y realidad parecen borroneados y la película resulta la excusa perfecta para su reunió con Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée. De esa sustancia, la de los códigos compartidos y la complicidad, se nutre cada uno de los diálogos que componen estas series de encuentros entre los amantes Jean-Louis y Anne. La película es toda una gran excusa, que comienza con su leve premisa: Jean-Louis está internado en un geriátrico y acusando los golpes de un Alzheimer incipiente. Por esto es que su hijo decide ir a buscar a Anne, la mujer que el anciano amó cinco décadas atrás y que parecer ser lo único que recuerda de forma más o menos vivida. Esa levedad se agradece, puesto que aleja a Lelouch de ciertos devanes con un cine trascendente que lo supo convertir en uno de esos realizadores franceses adocenados. Los años más bellos de una vida es por tanto un film pequeño, pensado casi exclusivamente desde el plano-contraplano para captar las emociones y los gestos de Trintignant y Aimée. En cierta medida, dada su baja intensidad dramática, exige una conexión con los personajes y con la historia para poder surfearla sin complicaciones. De lo contrario, la de Lelouch es una película sin ripios, demasiado plana, hasta narrada con algo de torpeza y descuido. Si Lelouch necesita intercalar escenas de las películas anteriores como para darle un poco de contexto a su film (y lo hace manera un poco perezosa), posiblemente la idea formal más interesante es la de incluir imágenes de C’était un rendez-vous, un vertiginoso cortometraje que el director filmó en 1976, que no tiene nada que ver con esta historia, pero que se imbrica de manera totalmente fluida. Si en determinado momento Los años más bellos de una vida peca de poco profunda, incluso de caer en algunos lugares comunes que caen las historias de amor geriátricas, los protagonistas tienen tanto oficio que son capaces de hacer interesante hasta el más mínimo diálogo. Claramente Lelouch es conciente de eso y nos invita a pensar su película como el antojo de un artista que está de vuelta de la vida se quiere dar algún gusto personal. Desde ese objetivo básico, funciona perfectamente.