UN GALOPE TRANQUILO El galope de Spirit viene de larga data dentro del estudio Dreamworks: allá por 2002 se estrenó la primera versión, en tiempos donde la animación en 2D era un recurso en crisis, y muy posteriormente el personaje llegó a Netflix donde se convirtió en una franquicia más que rentable, con una serie que sigue las aventuras del corcel indomable. Seguramente el éxito en la plataforma motorizó la realización de Spirit: El indomable, nueva producción de largometraje, siguiendo ahora la veta digital, que busca reinstalar al personaje en la pantalla grande a partir del vínculo generado en la pantalla chica. Una retroalimentación que hoy aparece como indispensable para entender la existencia de algunos subproductos cinematográficos. Porque a pesar de su aceptable liviandad, Spirit: El indomable no deja de ser eso mismo, una noble segunda línea. La película es dirigida por dos nombres con cierta historia dentro de Dreamworks, Elaine Bogan y Ennio Torresan. En el caso de Torresan, dirigió en Brasil el muy interesante y personal film animado Até que a Sbórnia nos separe. Pero lejos de ese costado más autoral, Spirit: El indomable es un film mucho más convencional, una película muy llana en sus didactismos e implicancias dramáticas que en todo caso gana por la textura clásica que ofrece un género que anda dando vueltas por ahí: el western. La película, ambientada en lo que parece ser la Norteamérica del Siglo XIX, tiene como protagonista a Lucky Prescott, una pequeña que se muda de la gran ciudad a un pueblo fronterizo para reencontrarse con su padre, al que no ve desde que era muy chica. La madre de Lucky era una amazona que hacía acrobacias sobre su caballo, y que terminó encontrando la muerte en un accidente. Ese dato trágico penderá como una mochila para los personajes y sus peripecias posteriores. Spirit: El indomable tiene una característica que puede ser vista como una virtud pero, también, como una falencia: los conflictos son sumamente débiles. Y si bien eso le hace perder algo de sustento dramático, se agradece cuando uno descubre la falta de profundidad de los pocos dilemas que se expresan. La película gana, básicamente, cuando Lucky conoce a Spirit y todo se vuelve un relato de aventuras con villanos de lo más esquemáticos y mucha acción. La falta de ambición, que se expresa también en una animación bastante estándar, queda relegada a esas secuencias a bordo de trenes, al galope, por caminos polvorientos, con bandoleros malos-malos y heroínas conectadas con la naturaleza y su entorno salvaje. Con sus limitaciones estamos ante un relato que no intenta ofrecer mucho más de lo que puede, básicamente la conciencia de corto aliento que tienen la mayoría de las producciones que llegan a las plataformas. Ese es mayormente el cine del presente: ni tan malo ni tan bueno. Perecedero.
PARA TODA LA VIDA Alejandro Vagnenkos, uno de los directores de este documental junto a Víctor Cruz, está por cumplir 50, esa cifra engañosa que tomamos todos como la mitad de la vida pero que no solo no lo es (bueno, apenas una minoría alcanza los cien años), sino que además simboliza mucho más que un número o un pasaje. Para el protagonista es una instancia de dudas existenciales pero, también, de indagación (charla con amigos de asados, con su terapeuta, con un amigo poeta, todo con mucho de humor judío), y posa su mirada en otros cincuentas, los de las parejas que han logrado construir historias de amor de medio siglo. Con mucho humor, Dorados 50 es una indagación en matrimonios y parejas de largo aliento; en sus historias de vida y dependencia depositada en el otro. Muchos temas sobrevuelan el relato, muchos de ellos de gran complejidad y abstracción (como lo son los sentimientos, por ejemplo) pero Vagnenkos y Cruz tienen el gran acierto de bajar todo a un terreno simple, que no simplista. El pasado y el presente, el paso del tiempo, los vínculos y su construcción, el dilema de una generación presente que ha hecho de la apología de lo efímero una forma de respuesta a la generación de sus padres: ¿quiénes de los que hoy están en pareja tienen la fe de llegar a convivir cincuenta años como la tenían sus antepasados? Y todo esto se expresa no con pesadas filosofadas, sino con la experiencia de vida de los protagonistas, con la relación que se explica con palabras, pero muy especialmente a partir de lo corporal de esas parejas sentadas en un sillón, frente a la cámara, sin mayor red que su propia complicidad construida a lo largo de todos esos años. Pero si hay algo a lo que Vagnenkos y Cruz le huyen, sobre todo, es a la solemnidad. Su película es sumamente emotiva y humorística, precisa y preciosa. Y en este contexto Dorados 50 es una película fundamental y necesaria, porque deja en la puerta de entrada el cinismo tan contemporáneo y se tira de cabeza a creer que estos amores son posibles. Difícil encontrar una película más amable y querible en pleno Siglo XXI.
ESTANCAMIENTO GENERAL Sinónimo de cine político mainstream entre los 70’s y los 80’s, el griego Costa-Gavras siempre se ha mantenido dentro de la industria aunque su voz se ha ido apagando con el paso de los años, sobre todo porque su estilo remeda al cine de otros tiempos y sus mecanismos son un poco los de esa apolillada etiqueta del “cine arte” que todavía sobrevive en una generación de espectadores adultos. En verdad el silencio de su obra tiene más que ver con lo envejecidas que se ven sus películas antes que con el lugar de privilegio que ocupa: por ejemplo A puertas cerradas, su última obra, ha conseguido nominaciones en diversas entregas de premios y ha pasado por la programación de distinguidos festivales. Es decir, para la industria del cine europeo Costa-Gavras permanece como un nombre propio de peso cuando hablamos de películas que miran y denuncian la realidad. En A puertas cerradas esa realidad está a la vuelta de la esquina: el octogenario director narra un conflicto que conoce de cerca, la reciente crisis económica griega y las negociaciones que llevó adelante el ministro de economía Yanis Varoufakis ante los organismos de financiamiento y la desconfiada comunidad europea. A puertas cerradas, el oportuno título local, es una síntesis perfecta de lo que son los 124 minutos que dura el film: una serie de reuniones, encuentros, discusiones y tensiones varias, dadas en despachos y salas de reuniones de la alta política europea. Y lo es mucho más que el título original de Adultos en la habitación, tomado de un libro escrito por el propio Varoufakis, y que parecería contener un tipo de ironía que le es lejana al espíritu de Costa-Gavras. La ausencia de espíritu lúdico, para una historia que parece reclamarlo a cada segundo, es una de las grandes falencias de la película. Lo otro es cómo Costa-Gavras construye un mundo de buenos y malos sin ninguna sutileza y, mucho menos, riesgo de confrontar con el espectador. La falta de complejidad es la que vuelve todo bastante subrayado y didáctico, con personajes que explican cosas que resultan demasiado básicas para los cargos que ocupan. Y por supuesto reiterativo, tanto que en determinado momento A puertas cerradas se estanca como las negociaciones que lleva adelante el ministro griego. Hay claro que sí solidez en un reparto sin fisuras y un manejo de la narración que demuestra oficio. Pero no mucho más que en eso en un film que, para colmo de males, elige terminar con una secuencia simbólica y surreal, que resulta absolutamente anticlimática. Se podría decir que, con más y con menos, el cine de Costa-Gavras fue siempre así, pero también es cierto que antes había un brío que posiblemente tapara las fisuras que se ven aquí.
UN DOCUMENTAL DE DESPEDIDA Tomás Lipgot logró con Fortalezas, Moacir y Moacir III una saga documental inusitada. Si bien en la primera película Moacir dos Santos era uno de los varios protagonistas, su carisma era tal que terminó convertido en una figura seductora para la cámara del director, que luego lo puso en el centro y lo llevó por caminos que flirtearon entre lo documental y lo ficcional. Moacir fue un brasileño que vino a la Argentina y que residió mucho tiempo en el Hospital Borda, compositor y cantante de esa estirpe de artistas populares que tal vez no tengan una gran técnica pero que suplen todo con la belleza de lo abstracto. Lo que logra Lipgot en esas películas no es sencillo: que sintamos la misma empatía que siente él por su personaje, que lo autorreferencial no moleste porque lo aceptamos como parte del juego y porque reconocemos que en cierta medida el director hace catarsis personal invocando la figura de Moacir. Esa autorreferencia toma forma finalmente en el título de su nuevo documental, Moacir y yo. Esta cuarta película, que complementa a la denominada Trilogía de la Libertad, es también un documental hecho contra los deseos del director, básicamente porque lo que cuenta es la muerte (la real, no la ficcional con la que habían jugado anteriormente) de Moacir. Y una muerte que llegó sin avisar, lo que vuelve a la película mucho más urgente y necesaria: no hubo aquí una preparación para pensar cómo sería el mundo sin Moacir, sino más bien un impacto que se vuelve un poco indecible e inenarrable. Moacir y yo es caótico y disperso, como son caóticas y dispersas las preguntas que nos hacemos cuando un ser querido muere y nos deja un vacío. Lipgot se pregunta ¿por qué? y su película avanza en esa dirección un poco a tientas. Pero la organicidad del relato la da el propio Moacir, quien con su personalidad imprevisible termina por construir la lógica. Hay una gran escena que sintetiza esto, cuando el director le pide que no cante porque eso encarece los derechos de autor que la producción tendrá que pagar ante SADAIC, y Moacir responde cantando otro clásico del cancionero de habla hispana. La reacción de Lipgot allí demuestra cabalmente cómo se vivía ese vínculo y la energía contagiosa del protagonista para el entorno, energía que a veces podía volverse violenta como demuestra otro pasaje. De esos retazos, de esas viñetas que surgen como recuerdos se construye Moacir y yo, un bello y simple documental que habla sobre la muerte pero, más aún, sobre quienes atraviesan el duelo. Lipgot pone en primer plano diversos objetos que simbolizan la figura de Moacir, a lo que sin dudas debemos sumar sus películas.
UN CONEJO SE MIRA AL ESPEJO Es muy probable que si Beatrix Potter viera esta película y descubriera en qué han convertido a su The tale of Peter Rabbit, libro publicado allá por 1902, cayera de bruces sin posibilidad de recuperarse. Lo mismo -casi- que le sucede a la Bea de Rose Byrne en Peter Rabbit: conejo en fuga, cuando un malvado empresario del ámbito editorial toma su querido personaje para convertirlo en un merchandising ambulante. Y puede aún más que Will Gluck, el director y guionista, fuera absolutamente consciente de todo esto y creara una comedia que se hace cargo del carácter mercachifle del cine familiar del presente solo por el ánimo de divertirse y comprobar que el movimiento se demuestra andando. Gluck dirigió anteriormente otras grandes comedias autoconscientes como Se dice de mí y Amigos con beneficios, por lo que todo cierra perfectamente en el espíritu alocado de esta película. Esta secuela retoma a los personajes de Byrne y Domhnall Gleeson en el momento en que se casan y logran cierta armonía en la convivencia con sus compañeros animales. Pero todo se quiebra cuando aparece el empresario mencionado anteriormente, que siembra la semilla de la duda en el querido Peter Rabbit: ¿es un líder carismático o es la semilla mala, la manzana podrida que perjudica al resto? Con esa duda existencial, nuestro héroe terminará distanciándose del grupo y construyendo una aventura en solitario, mientras trata de hallar su verdadera identidad. Gluck sabe que tiene un cuento clásico entre manos, con moraleja incluida, pero que las formas son las del relato animado. Y construye en consecuencia una historia que se ilumina cuando las formas se descontrolan y todo se vuelve un dibujo animado anárquico, apostando por un muy efectivo humor físico que no desdeña lo verbal. Es que como dice el bueno de Peter, “Soy terrible con los idiomas extranjeros… pero genial en la violencia a lo cartoon clásico”. La película va edificándose sobre situaciones y conflictos previsibles, hasta un último acto donde la autoconsciencia nos revela que fuimos parte de un juego y que el film es mucho más lúdico de lo que imaginábamos. Y Peter Rabbit: conejo en fuga se desarma ante nuestros ojos como un producto lleno de caprichos, solo justificables en el espíritu mercantilista de una película que debe apostar por la aventura cada vez más gigante, enorme, hiperbólica, inverosímil. Es lo que el editor le pide a Bea y lo que Gluck le termina dando al espectador, sabiendo que el lenguaje del cine precisa de estas boutades. Pero lejos del cinismo y la canchereada, el film de Gluck gana porque compromete a los personajes en el juego y nunca mira con distancia o desprecio. Es un chiste interno que vuelve todo más honesto, y eso es algo más que necesario en el contexto de una industria audiovisual engordada de trascendencia.
PASAJERA EN TRANCE Inspirada en hechos reales, Cicatrices aborda una situación dramática que atraviesa a la sociedad serbia: el drama de múltiples familias que han sufrido la pérdida de niños recién nacidos, pero que en verdad podrían haber sido apoderados al momento de nacer. Si embargo el film de Miroslav Terzic, lejos de convertirse en el panfleto de alguna causa, pone en el centro a una madre en estado casi catatónico, que funciona como una pasajera que absorbe no solo el horror de esa situación (la de haber sido despojada de su pequeño hijo), sino además la de un entramado social que ha permitido esa realidad: instituciones corruptas, individuos que habilitan esa corrupción desde el silencio, ausencia de justicia, indiferencia, destrato. Ana busca a su hijo hace 18 años y hace 18 años que padece el desaliento, de autoridades pero de su círculo cercano también. Cicatrices es entonces la muestra distante de esa degradación. A partir de la notable actuación de Snezana Bogdanovic, Ana se convierte en una criatura fascinante. Una mujer que investiga metódicamente, una mujer que también cose pacientemente y en soledad en su taller de costuras. Precisamente el título original hace referencia a las “costuras”, que es en definitiva lo que hará la protagonista: unir todas las partes. Lo simbólico está presente en el film de Terzic, pero no más allá del hecho de habilitar una lectura posible a un personaje que avanza casi en silencio. De hecho el director renuncia a cualquier elemento que condicione la relación del espectador con la película: no hay música incidental que nos chantajee ni impacto dramático excesivo. Al contrario, hay casi una estructura de thriller que se instala casi invisiblemente y que es la que le da fluidez al relato. En ese sentido Cicatrices reconoce una herencia, que es la del cine rumano reciente: ya que se podría decir que hay un naturalismo evidente, pero también cierta estructura genérica que hace evidente los procedimientos del cine. Con todo esto, Cicatrices expone un estado de las cosas pero evitando siempre el subrayado y el didactismo. Hay sí una última secuencia que rompe con el verosímil y que, innecesariamente, quiebra el punto de vista que hasta ese momento se sostenía con mano de hierro. No es algo que arruine particularmente al relato, pero sí que genera extrañamiento. Y que, además, le quita a Ana su enorme y merecido protagonismo. Más allá de ese desliz narrativo, Cicatrices es cine político, cine social, cine que denuncia, pero que nunca deja de ser cine. Y esa es su mayor lección.
CUANDO LA AMBICIÓN ESE LA FALTA DE AMBICIÓN Paw Patrol es uno de los mayores fenómenos de la animación infantil y televisiva reciente, lo que significa que además de una serie también tenemos merchandising a raudales, personajes que sirven de temática para cumpleaños y hasta prosaicas recreaciones en salas teatrales con gente disfrazada de los perritos protagonistas. Obviamente en algún momento iba a llegar la película y aquí la tenemos, con el subtítulo obvio de Paw Patrol: La película. Y en verdad el subtítulo aquí se justifica, porque más allá de mantener la lógica de la serie, este film dirigido por el experimentado artesano Cal Brunker entiende que el cine maneja otros códigos y una película requiere mayor detalle en las formas y precisión en la narración. Por eso vemos una animación digital más virtuosa que la de la serie televisiva y la historia fluye con cierta sabiduría de relato clásico. No se trata tan solo de engrosar lo ya visto, sino de darle mayor vuelo y contundencia a la fórmula. Paw Patrol es una aventura y, también, una herramienta didáctica. Los arquetípicos perros (uno es bombero, el otro policía y así…) comandados por el joven Ryder tienen que actuar en situaciones límites para asistir a alguien que está en peligro: la serie refuerza tanto ese costado de la acción y el suspenso de cada salvataje, como la moraleja de que el trabajo en equipo es lo que nos fortalece. No deja de ser una reversión para niños y con perros de Misión: Imposible, pero tiene su encanto, particularmente en la creación de un universo que goza de un verosímil propio. Los perros dialogan con los personajes humanos con una lógica incorruptible y todo luce como si fuera una casa de juguetes. La película lo que hace es tomar esa estructura episódica y aplicarla a un relato de algo más de 80 minutos, pautados por tres grandes secuencias de acción entrelazadas por la construcción de un villano algo torpe y de algunos conflictos que buscan darle espesor al asunto. Porque, lo sabemos, esto es una película… La película. Lo dice el subtítulo. No se puede decir que nada de lo que integra este relato se salga de lo esperable, menos aún el subrayado de cada emoción o la explicación verbal de las acciones. De todos modos hay algo que ennoblece a Paw Patrol: La película y es básicamente su falta de ambiciones. En un mercado audiovisual plagado de cine animado afectado por el gigantismo de productos que buscan volverse franquicia, los perritos estos saben de antemano que tienen ganada la partida porque ya fueron suceso en la tele. Entonces no tienen que demostrar nada, apenas ser ellos mismos, pero un poco más ruidosos, más grandes, más coloridos. Que eso es el cine. Brunker entiende la diferencia que existe entre una pantalla chica y una grande, y con ese solo gesto justifica este pasatiempo sin mayor pretensión que ser entretenimiento.
EL CINE QUE NECESITAMOS En 2017 Duro de cuidar resultó una grata sorpresa. Era una película de acción con espíritu lúdico, que se animaba a transitar el camino de la comedia sin desbalancear ambos universos: se sabe, las comedias de acción requieren de un timing especial porque, si no, no terminan siendo comedias ni terminan siendo de acción. Y fue una sorpresa porque, además, nadie esperaba que el discreto Patrick Hughes estuviera capacitado para unir ambas cosas, los tiros y los chistes, con gracia. Ya había abollado el concepto de Los indestructibles en una tercera entrega fallida y uno no esperaba demasiado de su parte. Duro de cuidar funcionaba, en principio porque la química entre Ryan Reynolds y Samuel L. Jackson era buenísima, pero sobre todo porque Hughes sabía combinar los ingredientes. En definitiva, era un cine químico, una fórmula aplicada a la perfección. Kiss kiss, bang bang. La química vuelve a funcionar en Duro de cuidar 2 (ya el título que le pusieron por acá ha perdido todo sentido). Y vuelve a funcionar tanto que esto más que una película es una bomba que explota en la cara del espectador y lo lleva de las narices por un mundo sin sentido que es absolutamente desquiciado y feliz. Muy feliz. Es una de las películas más felices en mucho tiempo, de esas que devuelven la alegría y la excitación de ir al cine. Otra vez, más allá de lo efectiva que había sido la primera parte, nadie esperaba nada de esta secuela, más que una acumulación de grandes éxitos refritados, un más de lo mismo hiperbólico. Y algo de eso hay, pero hecho con un nivel de gracia envidiable. Retomamos a los personajes de Reynolds y Jackson y, la inflamable Salma Hayek, guardaespaldas, killers, villanos, persecuciones, en una acumulación de adrenalina y verborragia digna de un cine que no se preocupa demasiado en el qué dirán. Hay algo de espíritu de película de los 90’s, de ese tiempo en el que creíamos que éramos infelices pero en realidad estábamos viviendo la última década de una fiesta inconsciente. Todo luego se volvió más pesaroso y pensante, anestésico de la diversión; incluso en el cine mal llamado “de entretenimiento”. Duro de cuidar 2 vuelve al precámbrico, cuando nos podíamos reír de cualquier cosa. Es cierto que mucho de lo que es esta película se lo debemos a Ryan Reynolds, un actor que pasó por varias facetas y que terminó descubriendo un lugar impensado en la comedia de acción. Es como la versión en joda de Tom Cruise. En lo que difiere Duro de cuidar de otras películas de Reynolds (hay un autor dando vueltas por ahí) es que acá, a diferencia de por ejemplo Deadpool, no hay un elemento del que busque tomar distancia, como las películas de superhéroes. Ahí el actor, en una pretendida sofisticación, apenas termina siendo cínico y extremadamente canchero. Esto no es cine postmoderno, en Duro de cuidar 2 lo que hay es tradición: la del cine de acción, el de aventuras, el policial a la europea, la buddy movie. Y esa tradición se la repasa con cariño, pero también con inventiva. Lejos del museo de la nostalgia en el que podría haber caído con ánimo revisionista, la película de Hughes se mueve, zigzaguea, amaga constantemente. Para eso avanza sobre una trama cuyo verosímil es su propio verosímil. Con actitud, con gracia y con puteada, con mucha puteada. Duro de cuidar 2 es cine visceral, pero no visceral en el sentido en que se entiende un cine dramático y a los gritos; es visceral porque es irracional y muy intensa; de ese tipo de películas que son cada vez más necesarias mientras todo se duerme alrededor.
EL ENCIERRO En El padre, Florian Zeller adapta su propia obra de teatro para representar la degradación mental de un anciano. Pero lejos de usar lo teatral como resguardo para contener la falta de ideas visuales o narrativas, el director usa esa estructura y la ambientación en un único espacio como un elemento dramático fundamental para el éxito de su propuesta. El guion escrito por el propio Zeller junto al experimentado Christopher Hampton convierte el departamento en el que habita Anthony en una extensión de la mente del personaje, donde la confusión espacial y temporal resulta una instancia de absoluta incomodidad para el espectador. La clave aquí es el montaje, que apuesta por mezclar los tiempos con escenas que se replican de manera circular y que pueden cambiar de personajes o punto de vista. El padre es un ejercicio fascinante de puesta en escena, pero también un juego intelectual que se vuelve emocional gracias a la otra gran herramienta con que cuenta el director: su elenco, muy especialmente Anthony Hopkins y Olivia Colman. Las primeras escenas de El padre sientan las bases de lo que será el resto de la película, particularmente su apuesta formal. Allí asistimos primero a una charla entre un padre y su hija. El hombre parece algo extraviado y la mujer un poco asustada y conflictuada con la situación de su progenitor, que rechaza una a una las cuidadoras que le ponen y no parece apto para vivir solo en su departamento. En la segunda escena comienza el juego: Anthony sigue siendo Anthony, pero ahora hay otro hombre ahí, su yerno, y su hija también es otra, tiene otro rostro; aunque también es otra la cocina de su departamento. En definitiva, ¿es su departamento? ¿Anthony vive solo o acompañado? Como decíamos, El padre es un juego, y además un rompecabezas al que en definitiva le faltan piezas porque quien lo arma, el punto de vista, es el del propio anciano con demencia. Zeller siembra la escena de símbolos, un reloj, un cuadro, un pollo, operan como ancla temporal para que los espectadores tratemos de dilucidar qué es lo que está pasando. La confusión, el enrarecimiento constante llevan la película hacia climas y tonos del thriller, incluso del terror psicológico. Ahora bien, agradecemos todo el juego formal que Zeller dispone ante nosotros, también que adapta su obra teatral incorporando herramientas cinematográficas con gran inteligencia. El problema de fondo en El padre no deja de ser el de mucho cine contemporáneo que se piensa desde el ingenio del dispositivo formal: una vez que descubrimos el truco, la película no tiene mucho más para decir. Es sí un bonito viaje de distracción, además una vuelta de tuerca al agotador subgénero de películas sobre enfermedades, pero la película de Zeller no profundiza demasiado en esos vínculos, tal vez por la propia esencia fragmentaria de su película que le juega en contra. Hacia el final hay un gran monólogo de Hopkins, que clarifica algunas cosas mientras la película va dándole identidad a cada cosa, pero no deja de ser un hombre hablando a cámara y explicándonos lo que ya habíamos entendido y exteriorizando emociones que la película, ahora sí, no supo poner en imágenes. El encierro a esa altura no es solo del padre, sino también de El padre.
LA MALA TELEVISIÓN La panelista es una comedia negra centrada en el mundo de la televisión, con un personaje (o un grupo de personajes) que busca ascender sin importarle cómo. A la protagonista, Marcela (Florencia Peña), la oportunidad de ascenso le llegará accidentalmente y a partir del asesinato de un compañero del programa. Esto, y con este tono entre cínico y misantrópico, lo hemos visto muchas veces en el cine. Y la película de Maxi Gutiérrez no se corre demasiado del molde. Por lo pronto, sabemos que este tipo de historias tienen dos finales posibles: la corriente siniestra en la que el personaje amoral logra su objetivo y termina en la cima o la corriente moralista, donde finalmente el personaje sufre algún tipo de aleccionamiento por sus actos. Por lo pronto, una vez que La panelista muestra sus cartas y pone a andar su premisa, solo esperamos ver qué camino toma la historia. Lo que importa, como siempre, es el recorrido. Por lo general el cine usa a la televisión para señalar con el dedo toda su trivialidad, como si en el cine las mediocridades, los espíritus competitivos, los talentos discretos, los arribistas, no formaran parte del paisaje. Sin embargo en La panelista hay toda una vuelta de tuerca que podría haber puesto a la película en un terreno de autoconsciencia y metalenguaje más que interesante. Todo el reparto, con ligeras excepciones, está integrado por actores y actrices que se han hecho populares en la televisión; incluso algunos de ellos integrantes de programas como los que el film de Gutiérrez señala con absoluto escarnio. Sin embargo eso no lleva a la comprensión de esas criaturas, sino más bien todo lo contrario, a una suerte de concierto de hijaputeces propias de alguna comedia insociable de Robert Altman. Por lo que uno tiende a reflexionar, mientras mira la película, si esta gente es feliz haciendo lo que hace. Seguramente esto no tenga que ver con la película, pero esa es una seña también de que algo falla en La panelista para que pensemos en otras cosas mientras los personajes se mueven en la pantalla. No se puede decir que Gutiérrez no tenga algunas ideas visuales. Hay unos travelling por los pasillos del canal que funcionan narrativamente y algún momento, como el de la revelación de un dato clave mientras el programa dentro de la película está al aire, que mantiene cierta tensión. El problema de La panelista (o uno de los problemas) es que si la comedia negra le sale más o menos, en determinado momento la película gira hacia el thriller, acumulando giros improbables y situaciones forzadas como todo el clímax donde definitivamente lo que pasa en la pantalla es inverosímil. Con eso pasan dos cosas: por un lado, que la película pierde el mínimo rigor que había logrado desde su puesta en escena que intenta ser ajustada, pero por el otro -y más importante aún- que pone en evidencia que quiere decir cosas sin importarle muy bien cómo. Y ahí, inconscientemente, termina cometiendo el mismo error que su protagonista. La influencia de la mala televisión es tal, que termina empantanando a una película que intenta burlarse de la mala televisión.