CANTOR CANTADO La directora Silvia Majul logra un sencillo y a la vez honesto homenaje a la figura de Daniel Toro, uno de los más grandes compositores de la música argentina y especialmente del folklore (pequeñas digresión: no le interesa a nadie, pero debo reconocer que el folklore no es un género de mi predilección, aunque Zamba para olvidar sí está entre mis canciones favoritas). El nombrador, una película sobre Daniel Toro, se construye sobre la idea del viaje, que es el que emprende Daniela Toro, una de las hijas del artista (también cantante), hasta la casa de su padre en un recorrido que atraviesa su historia artística pero también la del reconocimiento de sus pares. Precisamente en esas paradas, cuando Daniela charla con cantantes de la talla de Teresa Parodi, Abel Pintos, Víctor Heredia o Diego Torres, pero también con varios de sus hermanos, es donde se descubre la trascendencia del homenajeado. Decíamos de El nombrador que era un documental sencillo, y eso surge de su forma, que recurre a las entrevistas en primera persona y (afortunadamente) a esporádicas ficcionalizaciones. La concentración está dada en los testimonios, en la fuerza de las palabras que tratan de hacer lo posible para darle justicia a un artista enorme. Y lo de sencillo no es algo menor, puesto que el documental podría haberse empantanado en darle un vuelo mayor y poético para empardar con la poesía de Toro, que vuela en algunas piezas como El antigal (compuesta por Ariel Petrocelli). Decíamos también honesto, porque hay evidentemente en Majul la necesidad de contar y registrar esta historia, pero también eso se filtra en la forma pudorosa con que la cámara lo captura al borde de las ocho décadas de vida. El despojo de la película, entonces, encaja perfectamente con el recorrido de la vida de su protagonista, quien luego de padecer un cáncer de garganta fue perdiendo la voz y eso lo alejó de los escenarios no sin convertirlo en un mito. Acierta Parodi cuando resalta que la trascendencia de un artista como Daniel Toro radica en la forma en que encontró la verdad en lo simple. Esa “lengua popular” de la que ha hablado Andrés Calamaro en alguna oportunidad y que Toro representa cabalmente. Un cantor y poeta respetado, que es a su vez cantado por otras generaciones, como lo recuerda Abel Pintos entre lágrimas (hay un archivo de imágenes muy atractivo, especialmente un video con Miguel Abuelo cantando El antigal). Pero no solo de canciones de amor vivió el hombre, también tuvo una faceta política, la cual lo llevó a ser prohibido por la última dictadura militar. Y la película no solo lo recuerda sino que lo plasma a partir de la potente versión de Cuando tenga la tierra que ejecuta Ricardo Mollo. Ese es el puente perfecto que hace el documental, tradiciones que atraviesan generaciones. El arte de gente como Daniel Toro precisamente se encarga de construir esos puentes. Y por eso no muere.
CREER O REVENTAR Hay algo que resulta tan adorable como irritante en el cine de M. Night Shyamalan y que viene expandiéndose desde los tiempos de La dama en el agua, la película que terminó de generar la grieta definitiva sobre su obra. Shyamalan filma universos fantásticos pero reproducidos en un ámbito mundano, trivial, donde lo fantástico se traduce en enrarecimiento. Y muchas veces esa anormalidad que registra de manera bastante impávida con su puesta en escena tan virtuosa como ascética, surge de situaciones que no temen lanzarse de cabeza hacia lo ridículo. Así, las películas de Shyamlan se convierten en un constante creer o reventar. Y esto no es tan ilógico si pensamos en la materia que compone muchas veces los films del director de Sexto sentido, consumidas por una espiritualidad y religiosidad más que evidente. Viejos, su nuevo opus, es una película que parece sostenerse casi exclusivamente en esta idea rectora del cine de Shyamalan: una sucesión de hechos absolutamente inusitados que explotan en la cara de los personajes (y del espectador), y sobre los que conviene no detenerse demasiado si uno decide creer. Y si bien el director recupera aquí su cualidad para construir tensión, el problema a veces es que la religión de Shyamalan exige mucho a cambio. Una escena de Viejos parece sintetizar los límites sobre los que trabaja Shyamalan aquí, y en cualquier película. En ella, al personaje de Vicky Krieps le tienen que extirpar un tumor que venía amenazando con representarse casi desde la primera escena. Uno de los que rodea a Krieps dice que el tumor “tiene el tamaño de un melón”, frase que es casi siempre una exageración literaria, una licencia poética que tenemos para llevar las cosas a los extremos. Finalmente, cuando le extirpan el tumor, el mismo tiene efectivamente el tamaño de un melón y ahí uno no sabe si liberar la tensión que la escena tenía o decididamente soltar la carcajada por lo increíblemente grosero y pavote que es todo. Claro que Shyamalan suele filmar con una solemnidad enorme que no solo impide la risa, sino que también demuestra que él cree absolutamente en lo que está contando. Y uno respeta esa determinación, esa honestidad y coherencia, aunque no puede dejar de notar que en ocasiones sus películas se construyen sobre truquitos de prestidigitador (o evangelizador, el término cabe) un poco chanta. En el centro de Viejos, Shyamalan retoma uno sus temas, que es la disolución de la pareja y la búsqueda de aquello que nos une, aún en medio de la tragedia, que es lo que les ocurre a los personajes de Gael García Bernal y Vicky Krieps. No deja de ser divertido -otra vez- que para el director el matrimonio termine siendo el pacto entre una sorda y un ciego. Sin embargo, ese asunto queda como una anécdota detrás de una trama que termina resolviéndose en un largo y fallido epílogo. Viejos falla ahí porque no logra que el misterio se resuelva a la par de los conflictos de sus personajes, que era lo que sí alcanzaba en la magnífica y ajustadísima Sexto sentido. Lo que nos queda en definitiva es todo ese largo tramo en la playa con el relato coral de un grupo humano en absoluta putrefacción, y no solo porque los personajes se van volviendo cada vez más viejos hasta la descomposición de sus cuerpos. Shyamalan registra todo esto con su calidad narrativa habitual, con movimientos de cámara extraños que profundizan el enrarecimiento constante, aunque las actuaciones exasperadas y el trazo grueso nos saquen por momentos del encantamiento de la puesta en escena.
ES DIFÍCIL SER BEBÉ Ya hemos hablado en estas páginas de los riesgos que corre la animación cuando se convierte en mera mercancía; en nada más que un producto para cumplir con una cuota dentro de un calendario de estrenos. Un jefe en pañales 2: negocios de familia es un nuevo ejemplo de eso. La película de Tom McGrath no solo que es innecesaria como la mayoría de las secuelas, si no que no hace demasiado por justificar su existencia dentro de una pantalla. Y eso que hace todo el esfuerzo a puro ruido y secuencias anárquicas que buscan en la simulación del movimiento algo de vida. Pero no, esta nueva producción de Dreamworks carece no solo de gracia y creatividad, sino de una lógica interna que era lo que había convertido en una enorme sorpresa a la original. La película de 2017 pensaba el universo infantil a partir de convertir las pesadillas de un chico en aventuras. Se asomaba al terror que un pibe sentía ante la presencia de un hermano y, con ello, la pérdida de su seguridad y su individualidad. Todo lleno de guiños cinéfilos y un diseño que funcionaba como homenaje al cartoon clásico. Era un film que muy inteligentemente trabajaba dos niveles narrativos que se superponían, uno real y otro fantástico, y los hacía chocar de forma imaginativa mientras construía personajes atractivos como esa troupe de bebés que eran como un comando especial. Lo que se podía prever, además, era que Un jefe en pañales no tenía más mundo por explorar o que, al menos, debían ser muy creativos si pretendían estirar el concepto y convertir todo en una franquicia. Esta segunda parte, por lo tanto, confirma las peores presunciones. Tal vez el principal problema de Un jefe en pañales 2: negocios de familia esté en su propia premisa. La sorpresa aquí desde el vamos es que Timothy Leslie Templeton -el protagonista- ya no es un niño, sino un adulto casado y con dos hijas. Esa elipsis no deja de ser un riesgo que toma la película. El miedo del personaje, ahora, es la distancia que la hija mayor comienza a ponerle. Por lo tanto la aparición de ese mundo infantil, donde hasta el ritual más trivial podía convertirse en una aventura, luce un poco forzado en la lógica que aquí se emplea. Y como en una acumulación de conflictos que Timothy debe resolver, también se da la distancia con su hermano Ted, aquel boss baby de la primera película. Un jefe en pañales 2: negocios de familia es entonces una suerte de piñata llena de dramas familiares, de hijas a padres, de padres a hijas, de hermanos a hermanos, todos resueltos con demasiados diálogos y frases cercanas al aforismo. No deja de ser llamativo que tanto el director como los guionistas sean los mismos de la original y que no hayan encontrado la forma más adecuada de expandir este universo. Una película completamente fallida que ni siquiera ofrece el noble ejercicio del entretenimiento.
QUEREMOS TANTO A RAFFAELLA La reciente muerte de Raffaella Carrà habilitó de alguna forma el estreno en salas del país de Explota Explota, musical español dirigido por el uruguayo Nacho Álvarez, que rinde homenaje a la cantante italiana con coreografías musicalizadas al ritmo de varias de sus canciones y que cuenta con un cameo muy simpático. Y si bien podemos señalar el oportunismo del marketing morboso, la propia película aleja los malos presagios a puro color, encanto, simpatía y una ingenuidad deliberada. Explota Explota no solo reproduce las canciones de Raffaella, las baila y las recrea a puro zoom, sino que en su confección hay mucho de lo que era propio en la esencia de la artista: sexualidad enmascarada en una pose kitsch que acaloraba los ánimos más conservadores y movilizaba los tabúes de aquellos tiempos. Explota Explota está ambientada inteligentemente en la España franquista de los 70’s. Solo allí funcionaría esta trama naif que reproduce la comedia romántica clásica, con una mezcla de culebrón televisivo y un subtexto moderadamente político sobre la libertad y contra las represiones. María (encantadora Ingrid García Jonsson) arranca el film vestida con traje de novia: acaba de pasar algo en el altar y se metió en el primer avión que la saque de Italia y la deposite en “casa”, en España. Finalmente, en ese lugar, el aeropuerto, María encontrará no solo un destino laboral sino también sentimental: se cruzará con Pablo, el hijo del censor principal de la TVE. A partir de ahí comenzarán los cruces típicos de estas historias, entre bailes, canciones y una festividad honesta, nunca impostada. Si el aeropuerto hace recordar a Los amantes pasajeros, de Pedro Almodóvar, también lo hace la utilización del color: el film de Álvarez tiene un poco el espíritu de las primeras películas del director manchego, en una versión un poco light de aquellas obras desenfadadas. También hay desde lo estético algo de Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy, aunque nunca la melancolía ni la tristeza del emblemático film francés. Y si bien Explota Explota es menos que la suma de sus referencias que mencionamos, no deja de haber en su confección una envidiable naturalidad. Hay una gracia que surge del concepto que trabaja el director y que acompaña con rictus caricaturesco todo el elenco (agregando vestuarios, dirección de arte y fotografía), sumándose a algo que por una vez sí se vive como una fiesta. No sabemos si la fiesta de Raffaella, pero sí al menos a una que nos conduce a ese territorio de fantasía y artificio, lejos de la realidad, que el cine nos lleva cada vez menos.
READY PLAYER ¡¿WHAT?! Había en 1996 múltiples motivos por los que un producto como Space Jam llegaba a concretarse: el recuerdo cercano de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, la nostalgia por los Looney Tunes de un público que entraba en la adultez, la presencia magnética de Michael Jordan y la NBA como sello que gozaba por entonces de una gran popularidad a partir de la extensión en todo el mundo de las señales deportivas y la televisión por cable. Como dice Rodrigo Seijas en su texto sobre la película (acá) no se entiende muy bien la nostalgia por aquel film, ya que los resultados fueron bastante fallidos, pero sí al menos podemos entender qué motivó a sus creadores. Ahora bien, que 25 años después el mismo concepto vuelva a desarrollarse es ya un misterio de la industria cinematográfica norteamericana y su voracidad por extender franquicias que puedan gozar de un público cautivo. O, también, cierta necesidad comercial y empresarial por parte de Warner. Space Jam 2: Una nueva era más que una nueva era es una repetición de aquella película, pero rehecha con los códigos del presente. La estrella del básquet en cuestión es ahora LeBron James, los Looney Tunes vuelven pero ya en plan animación digital y el concepto no es tanto el mundo animado sino el de los videojuegos, que es donde se termina jugando el partido en cuestión. Tenemos un conflicto paterno-filial de lo más básico, entre un padre que quiere que su hijo se dedique al deporte y un hijo que en verdad quiere ser desarrollador de videojuegos. Lo básico del conflicto es lo de menos, porque en verdad lo interesante aquí debería ser cómo se relacionan los humanos con las animaciones y cómo ese mundo cartoon impone sus reglas absolutamente disparatadas. Pero la película de Malcolm D. Lee no solo es torpe para generar humor, es muy poco disparatada y confunde caos y vértigo con ritmo narrativo. Space Jam 2: Una nueva era son dos cansadoras horas sin una idea más o menos atractiva. De todos modos no deja de ser curiosa la premisa: un algoritmo de Warner (interpretado insoportablemente por Don Cheadle) se enoja porque LeBron James no quiere participar de un experimento de virtualidad y lo secuestra junto a su hijo. Perfecto: ¿El villano es un algoritmo de Warner? ¿De Warner, la compañía productora de la película? Sí. Uno supone que hay un chiste ahí dentro, una ironía, pero no, nada es gracioso, salvo un chiste que involucra un error con el nombre de Michael Jordan. Lo que sí hay, aprovechando que se meten en una suerte de servidor de Warner, es una exposición del amplio catálogo con el que cuenta la compañía. Entonces como en una versión confusa de Ready Player One aparecen cientos de personajes y referencias, que no cumplen otra tarea que la de la prepotencia corporativa: porque tenemos las franquicias de DC, de Game of thrones, de Harry Potter; y a King Kong, y al Gigante de Hierro, y al payaso de It. Y más. Y todos los personajes hacen cameos absolutamente arbitrarios. Aunque en el fondo todo tiene su objetivo: Space Jam 2: Una nueva era parece un largo spot de lanzamiento de la plataforma streaming HBO Max. ¡Eso es todo amigos!.
MARVEL ESTÁNDAR El regreso del universo Marvel a las salas de cine luego de todas las postergaciones por la pandemia es con una película a la que, injustamente y por contexto, se le depositan demasiadas expectativas. Black Widow fue pensada, en su momento, con una película de transición entre la Fase 3 y la Fase 4, con el componente emotivo para los fans de despedir finalmente a uno de sus personajes históricos: la Black Widow (¿ex Viuda Negra?) de Scarlett Johansson. Pero quiso el destino que el coronavirus azote al mundo, los cines se cierren, la producción cinematográfica a nivel global se demore y el calendario diseñado de manera muy ajustada por la gente se Marvel se desplome como un castillo de naipes. Así las cosas, Black Widow representará para muchas personas en el mundo entero el regreso a las salas de cine, a reencontrarse con la sala oscura y el evento compartido de disfrutar de una historia proyectada en una pantalla grandota. Eso significa, claro, que hay una expectativa un poco desmedida por disfrutar de un espectáculo enorme, hiperbólico, gigantesco, como el cine sabe darnos y la comodidad de casa nos retacea por más 55 pulgadas que tengamos. Ahí, en esa exigencia, es donde la película Cate Shortland se queda un poco a mitad de camino. Pero reconozcamos una cosa, esta Black Widow es tal vez la primera película de Marvel que explicita un vínculo directo con el cine, que es pensada en relación a un universo cinematográfico con sus propias reglas y que, a su vez -y en un interesante juego metalingüístico-, se vincula con una parte del propio universo cinematográfico de Marvel. Que una película de semejante diseño, que pareciera construir un público sin conexión con el resto de la historia del cine y que empieza y termina en sí mismo, muestre filiaciones, haga guiños y se acepte como parte de una tradición no deja de ser interesante en este contexto, como una forma de reforzar el vínculo del cine con su propio pasado, enlazando generaciones. Black Widow hace esto en una escena puntual, cuando Natasha Romanoff (Johansson) aparece mirando una película de James Bond y recitando sus diálogos de memoria. Si uno piensa la estructura del guion, el diseño de las secuencias de acción y su lógica interna, y la psicología del villano (incluso su torpeza para explicar demasiado sus planes hacia el final) encuentra allí que el film de Shortland acepta ese linaje, lo homenaje y lo reescribe. Que la película de Bond citada sea Moonraker, una de las peores del agente 007 (y la peor con Roger Moore), es apenas un detalle indeseable, aunque tal vez se relacione con los resultados algo menores de esta película. La relación de Marvel con la tradición del cine de espionaje ya estaba presente en películas como Capitán América y el soldado del invierno o Capitán América: Guerra Civil, pero allí lo que se hacía era asumir una superficie que, incluso, estaba más relacionada con algo que podríamos denominar como neo-espionaje, un cine más físico y brutal donde la representación definitiva son las películas de Jason Bourne. Black Widow dice, entonces, que se inscribe en ese segmento de películas Marvel de intrigas más terrenales, pero además en el proceso reconoce que antes de todo hubo un origen. Y que las películas, el cine, son también parte de la vida de estos personajes icónicos de la pantalla grande, y que son héroes pero que los héroes de la ficción también existen y hasta pueden haber sido una inspiración. Eso, y no otra cosa, es lo que finalmente termina humanizando a estas criaturas. Es verdad que Black Widow es más interesante por esas conexiones mencionadas, que por sus resultados como película de acción y espionaje. Al film de Shortland le falta fluidez para imbricar el gran espectáculo con el drama familiar (y de hecho es más lo segundo que lo primero), y solo lo logra en la muy interesante secuencia de arranque. Pero incluso en la acción uno no puede dejar de pensar que eso ya lo vio antes y mejor en muchas otras películas. Lo que sí está claro es que Marvel tiene a esta altura una vara bastante alta y que sus películas, incluso las menos interesantes, orbitan una medianía donde encontramos siempre puntos atractivos para analizar: un universo autosuficiente que no teme en buscar links por afuera y revestirse con otras texturas y otros registros, según requiera la historia en cuestión. Y que además se da el lujo de tener a Scarlett Johansson, Florence Pugh, Rachel Weisz, David Harbour, Ray Winstone pegando piñas y patadas, saltando, volando por los aires. Es cierto que hay algo de prepotencia en una película estándar como Black Widow, pero también de vuelta a lo lúdico, de cine como juego que conecta con esa época en la que éramos niños y descubríamos el cine.
NADIE LO ESPERABA Nadie es una de las grandes sorpresas de este año y una de las películas más divertidas en mucho tiempo. Más que una premisa, la película de Ilya Naishuller trabaja un concepto: “Bob Odenkirk en una de acción a lo John Wick”. Eso solo ya nos llamó la atención cuando vimos el tráiler. Odenkirk es un gran comediante y un actor estupendo, en esa línea de actores reptiles que pueden interpretar personajes tan seductores como taimados. A Odenkirk la fama interplanetaria le llegó con el Saul Goodman de Breaking bad y con el excepcional spin-off Better call Saul, un personaje que es la síntesis de todo esto que estamos diciendo. Sin embargo no lo hubiéramos relacionado de ninguna manera con un film de acción muscular, lleno de sangre y violencia, cercano al policial duro de los 70’s. Y sin embargo Nadie no solo que apuesta a sorprendernos y a jugar con nuestras expectativas de ver al actor en ese contexto, sino que lleva eso mucho más allá, ganando en disparate a medida que avanza su historia. En primera instancia tenemos a Odenkirk como Hutch Mansell, un don nadie, un obrero regular que tiene su familia y su buena casa, pero que cuando sufre un asalto violento en su hogar y actúa con absoluta pasividad, termina siendo acusado de pusilánime por su hijo y la policía. El arranque de Nadie es muy poco prometedor, parece uno de esos policiales filo fascistas que buscan justificar la justicia por mano propia a partir de poner a ciudadanos correctos en una instancia de suma debilidad. Pero antes que gritemos “¡Charles Bronson!”, la película de Naishuller pega una serie de volantazos que nos ponen en otro lugar: Mansell esconde un secreto (o varios) y esa revelación es la que convertirá a la película en una película de acción y también una sátira, con Odenkirk luchando contra la mafia rusa en secuencias violentas (la del colectivo es memorable) que se vuelven musicales, y que tienen la sustancia de la sátira: el jefe de los malos es un ruso villanísimo que está aburrido de ser villano y desea retirarse para -tal vez- dedicarse a ser cantante. Mientras vamos descubriendo la identidad de Mansell (tampoco tanto: la película es muy inteligente y nos deja el pasado del personaje en el terreno del misterio) también vamos descubriendo la identidad de Nadie, que para la última secuencia se convierte definitivamente en una mezcla de John Wick con Brigada A (¡Christopher Lloyd tu grato nombre!). Si en John Wick el humor surge de la exageración de todo lo que sucede, aquí las cosas son decididamente más explícitas y desfachatadas. La mención a la saga con Keanu Reeves no llega solo porque aquí tenemos acción hiperbólica y súper violenta, estupendamente coreografiada, como en aquella, sino porque además está involucrado Derek Kolstad en el guion. Kolstad es uno de los escasos nombres del cine de hoy que piensan el cine de acción como un arte puramente físico y sensorial, que sabe cruzar referencias y reinventar las reglas del género, que sabe cómo rizar el rizo y aplicar ideas absolutamente disparatadas pero que terminan siendo verosímiles y funcionando como conjunto. Y por si fuera poco, tiene la virtud de convertir a Bob Odenkirk en una impensada figura de cine de acción.
¡ESTO ES TODO AMIGOS! Los Croods 2: una nueva era puede ser vista desde dos perspectivas diferentes. Esta secuela dirigida por Joel Crawford, experimentado artista del universo animado de Dreamworks, encuentra a los protagonistas nuevamente en viaje, esta vez ante el descubrimiento de una tierra repleta de víveres y dominada por una pareja que ha evolucionado como especie en relación a este grupo de cavernícolas. Al igual que ocurría en la primera -y ya lejana- parte, lo que sobresale es el diseño creativo de un mundo lleno de color y movimiento, una demostración de las posibilidades básicas de la animación: es decir, una reconstrucción de lo real por la vía de la exageración y la caricatura. En ese ejercicio, Crawford encuentra los momentos más divertidos cuando la película se anima a romper con la estructura narrativa para jugar directamente con las formas y experimentar algunas secuencias que bordean lo surrealista, como aquella en la que los personajes se devoran los frutos que encuentran en esta nueva tierra prometida. Si bien pesa sobre sus espaldas una cercanía con la saga de La era del hielo (no solo por el mundo retratado, también por la reflexión sobre manada e individuo), hay que decir que esta película de Dreamworks es más certera en materia de humor y tiene el buen tino de no ensayar su comicidad ante la cara del espectador cobayo de laboratorio. Ahora bien, Los Croods 2: una nueva era es, en definitiva, una prueba del nivel técnico y narrativo que estas películas han alcanzado, una media que parece irreprochable y que nos pone a los espectadores en un lugar un poco conformista. Porque son películas que indudablemente funcionan y no tienen nada malo en apariencia, pero que a su vez son decididamente mecánicas, construyendo personajes funcionales y situaciones que podrían intercambiarse de película en película. Ahí es donde la efectividad del cine industrial se revela como la máquina que es y donde la imaginación y la fantasía quedan relegadas en pos de la mercancía. Claro está que la invitación de Los Croods 2: una nueva era, entre tanto ruido y bochinche colorido, es a no pensar en eso y a disfrutar. Pero el discurso de los personajes, de salir del confort de la familia y animarse a vivir el mundo, es apenas una frase para imán de heladera cuando no hay nada formalmente que se corresponda con eso. Indudablemente que el film de Crawford es divertido, pero cuando hacia el final se apela a la reflexión no hay emoción real, todo suena a discurso prediseñado, como si lo que pasa ya hubiera estado dicho desde un comienzo y la película no fue más que una leve distracción. Y en definitiva de esta segunda parte de Los Croods se puede decir, para bien o para mal, lo mismo que ya dijimos de la primera. Tal vez de eso se trata: de la maquinaria del cine dándonos su dosis semanal sin esforzarse demasiado y por cumplir para no extinguirse.
UN THRILLER INVEROSÍMIL Y SOLEMNE Ojos de arena parece replicar cierta estética del cine norteamericano que logra imbricar temas trascendentes en el marco de películas de género, una superficie más fácil de asimilar por un espectador masivamente habituado a un tipo de lenguaje. Aquí tenemos a una pareja distanciada desde que el hijo de ambos fue raptado y desaparecido. Sin embargo, algunos indicios dan la pauta de que tal vez puedan estar cerca de descubrir qué pasó y dónde está el chiquito. Lo que sigue es un film que flirtea con el policial y el relato de misterio, además del thriller psicológico. Y, de fondo, intenta aportar una mirada política sobre sectores vinculados con el poder y representativos de lo más bajo. Alejandra Marino (Hacer la vida) es una directora que construye sus historias desde una evidente buena intención: aquí el objetivo es hablar de la trata de personas y el secuestro de niños. El problema, como siempre en el cine, es la forma. Y el problema de la directora es que no logra encontrar la manera de hacer que el discurso cinematográfico se imponga. Ojos de arena está repleta de torpezas de guion, desde una situación inicial absolutamente inverosímil (la estadía de los protagonistas en la casa de una pareja a la que también le secuestraron una hija) hasta giros esotéricos que convocan a la risa involuntaria, incluyendo algunas metáforas subrayadas. Seguramente muchos de los elementos que Marino mezcla en su película aparecen en cientos de thrillers. El problema es que no parece tener el oficio suficiente como para construir una puesta en escena que vuelva verosímil lo que ocurre en la pantalla. O que al menos acepte que el ridículo es un territorio apto para el disfrute cómplice pero nunca para la solemnidad.
CORRECCIÓN CANTADA Y BAILADA Las adaptaciones de musicales de Broadway son ya un subgénero molesto dentro del cine, que gozó de cierta consideración en la primera parte de este siglo (Chicago o Los miserables, por poner dos ejemplos de películas malas celebradas), pero que de un tiempo a esta parte ya ha terminado de mostrar su vertiente más ridícula, con esa cima de lo kitsch que fue Cats. En el barrio llega un poco tarde a la moda, pero también es cierto que tiene elementos con los cuales justificar su traspaso a la pantalla grande en este momento: su historia de inmigrantes, de diversidades étnicas, de representación cultural de lo latino, sin dudas que impacta fuertemente en este presente de Hollywood, donde la construcción de una Babel en la que estemos todos integrados, sin que nadie se moleste o se pueda sentir dañado por algo que lo haga sentir marginado (pero siempre con Hollywood a la cabeza y en inglés), parecer ser el objetivo final. En ese contexto importan más los discursos que las formas, y la película de Jon M. Chu, en sus machacones 143 minutos, repite una misma nota hasta el infinito y siguiendo el manual de instrucciones de la corrección política y del discurso demócrata bienpensante (no es muy difícil intuir que En el barrio se pensó para la era Trump, pero se terminó demorando por la pandemia). En el barrio está basada en un musical de Lin-Manuel Miranda y Quiara Alegria Hudes. La historia está ambientada en Washington Heights, un barrio de Nueva York integrado por una amplia comunidad latina de mexicanos, dominicanos, puertorriqueños entre otros, donde se vive con lo justo y con esfuerzo, pero con el fin de cumplir el sueño de “hacer la américa”. El relato es coral y se abre hacia un grupo de personajes que atraviesan diversas penurias, pero con un sentido de la comunidad y lo grupal que la película refuerza con el registro de encuentros sociales hogareños en los que todos se comportan como una familia. Si hasta incluso tenemos a “abuelita”, una mujer que funciona como protectora de los habitantes del barrio, y que es el clásico personaje secundario en el que se depositan las buenas intenciones de los autores. Hay algo molesto en la película y tiene que ver, precisamente, con la representación: si la película pretende derribar estereotipos, lo hace por medio de la construcción de otros estereotipos, de la exacerbación de lugares comunes y de personajes demasiado unidimensionales, carentes de conflictos. Y nos referimos a conflictos reales, cinematográficos. Todo es tan amable, tan pulcro, tan buena onda en la película, que uno se pregunta por qué los personajes sufren como en una mala telenovela. Pero En el barrio es un musical y, seguramente, haya que definirlo por esas reglas. Jon M. Chu es un director con experiencia en el género, especialmente con un par de películas de la saga Step-up que, como esta, tienen un contacto con lo urbano que le saca un poco el exceso de brillo a lo Broadway pero no puede dejar de ser todo lo reluciente que puede ser un videoclip de la era post-MTV. Hay aquí una secuencia de apertura que funciona perfectamente, gracias a la enjundia y el vigor de una gran cantidad de bailarines zarandeándose por las calles (hay otra secuencia en una discoteca que también es muy buena), con un espíritu y una energía que, no era muy difícil imaginar, resulta imposible de sostener a lo largo de las dos horas y veintitrés minutos que dura esto. La síntesis, que es uno de los grandes problemas de este tipo de adaptaciones, faltó a la cita, y así En el barrio acumula conflictos, personajes y canciones de manera reiterativa. Es verdad que Lin-Manuel Miranda parece un tipo bastante honesto y su obra no luce como propia de un oportunista, pero es cierto que por momentos este cuentito de inmigrantes que sueñan con regresar a su tierra suena un poquito hipócrita. Porque en el fondo no es tanto la corrección lo que molesta, sino la coherencia con la que se la ponga en escena.