¡QUE NO VIVAN LOS NOVIOS! El cine de la región encuentra en dos géneros muy puntuales su garantía de éxito: el policial y la comedia. El primero tiene reglas propias que, aun cuando el contenido no sea suficientemente atractivo, si se articulan de manera adecuada, los resultados pueden ser aceptables. El segundo es más complejo, porque además de cumplir con ciertos códigos (el quiebre de lo real por la vía de la exageración, principalmente) requiere además que el contenido sea atractivo: sin personajes interesantes, sin chistes ejecutados con efectividad, sin un tono que imbrique fondo y forma, sin la debida actualización de ciertos registros de representación se puede caer en el lado de la vergüenza ajena. La peor de mis bodas 2, film peruano de Adolfo Aguilar, es precisamente un ejemplo de lo difícil que es hacer reír para muchas producciones mainstream de Sudamérica por más que se copien fórmulas reconocibles. La película trabaja sobre los enredos y las confusiones, y juega a estirarlos hasta el límite del verosímil, aunque sin demasiada fortuna. Una pareja concebida en la primera entrega de esta exitosa franquicia recibe un sacudón: han sido estafados y deben pedir asistencia económica a la madre del muchacho, una jueza de clase muy alta y bastante repelente, que desconoce la situación sentimental de su hijo. Por eso tendrán que inventarle una boda, para ganarse el corazón de la mujer y ablandarla para que ponga unos dineros que salven a la pareja. Digamos que como premisa no está mal y es la base para un universo que podría estallar en el disparate absoluto. Sin embargo ni Aguilar ni un elenco que supone que la comedia es la gesticulación desbordada logran hacer una comedia mínimamente decente. Una puesta en escena inexistente, estereotipos antiquísimos jugados sin gracia (el amigo gay por encima de todo), escenas que se estiran sin encontrar el chiste y una serie de enredos que se sostienen por la sola conveniencia del guion. Y ese es el mayor problema: uno entiende la suspensión del verosímil en los enredos, pero por momentos se hace imposible creer que esa mentira se sostenga durante 100 minutos. Claramente hay algo en la ejecución que no funciona. O directamente es la falta de ejecución y la subestimación del público. Una cosa hay que reconocerle a La peor de mis bodas 2: a pesar de sus 100 minutos se pasa rápido, seguramente por una constante especulación sobre un desastre que recién llega sobre el final, cuando ya es los suficientemente tarde.
ENTRE LA DOCUMENTACIÓN Y LA POCA SUSTANCIA Una historia de la prohibición, el documental de Martin Reiznik y Juan Manuel Suppa Altman, avanza sobre dos ejes temáticos en los que exhibe resultados dispares. Por un lado es un registro minucioso e histórico sobre el concepto de prohibición en torno a las drogas y por el otro una suerte de toma de posición a favor de la lucha actual en torno a la legalización de la marihuana y el derecho individual al consumo de drogas. Toma de posición en la que se aprecian las buenas intenciones, pero que está sostenida en un recorte demasiado subjetivo; y está claro que cada uno puede hacer el recorte que quiera, lo que no significa que no pueda restarle un poco de valor cinematográfico. En verdad, como señalan sus realizadores, este es un documental sobre la prohibición antes que sobre las drogas o el narcotráfico. Basándose en el libro La prohibición. Un siglo de guerra a las drogas, escrito por el propio Suppa Altman, la película aporta una documentación precisa y bien detallada históricamente, especialmente en la política que Estados Unidos llevó adelante bajo la idea de “guerra a las drogas”, algo que va de los tiempos de los colonos al presente, con particulares hitos históricos en tiempos de la post “Ley Seca” o en los 80’s de Reagan. La lucha contra las drogas es un asunto que sirve no solo para tratar de controlar el acceso de la sociedad a sustancias estimulantes, sino también para continuar una construcción prejuiciosa y discriminatoria del otro: las drogas, como elemento externo que se introduce al cuerpo, en relación directa con la idea del extranjero que introduce las sustancias en otro país (los “mexicanos”, los “colombianos”). Puede que el documental suene un tanto didáctico en ese recorrido, pero no deja de tener su interés y tanto el relato oral como el montaje son dinámicos. Como síntesis de ese resumen histórico que hacen Reiznik y Suppa Altman, la idea de un orden represivo de control es el hilo que une las diversas etapas. Un Estado que termina afectando los intereses de los consumidores antes que de los narcotraficantes, llegando incluso al ridículo de la prohibición del cannabis medicinal. Y es ahí donde ingresa la mirada sobre el presente a partir de la presentación del caso de Eric Sepúlveda, un joven cordobés que en 2016 fue detenido por poseer aceite de marihuana medicinal y sobre el que todavía pesa una causa judicial. Es en este segmento donde la película flaquea un poco, puesto que el registro no pasa de cierta convención formal (casi de informe televisivo), a la vez que resume su búsqueda de información en testimonios que sostengan su propia tesis. Tanto en el viaje a Uruguay para conocer los pormenores de la legalización en aquel país como en su retrato de una fuerza policial dedicada a la lucha contra el narcotráfico lo que se observa es un temor a la fricción, a contraponer miradas que pongan el propio discurso en tensión. Seguramente el consumo de marihuana (y otras sustancias) está lo suficientemente demonizado como para darle entidad en esta película a voces contrarias. En todo caso Una historia de la prohibición se puede interpretar como un documental que milita, con corrección, una causa.
LO QUE IMPORTA ES LA FAMILIA Vamos a ser un poco justos con esta película: por cuestiones relacionadas con los raros caminos que ha tomado la distribución cinematográfica durante la pandemia de Covid-19, llega como estreno Django: en el nombre del hijo, que es la tercera parte de una trilogía peruana bastante exitosa por aquellas tierras. Con esto, confesar que no hemos visto las películas anteriores, por lo que no tenemos forma de relacionarlas entre sí, ni de que algunos giros nos provoquen la sorpresa con la que evidentemente fueron pensados. De todos modos la película de Aldo Salvini, consciente un poco del espíritu de producción en cadena que alimenta a Django: en el nombre del hijo, se toma el tiempo de aplicar algunos flashbacks que nos explican aquellas cosas que nos perdemos. Y ese es tan solo uno de los motivos que vuelven a absolutamente rutinaria a esta tercera entrega. El origen de Django es una película de 2002 que estaba inspirada en un personaje de la realidad, el ladrón de bancos Oswaldo Gonzales, alias Django. La secuela llegó en 2018 y explotó el costado de relato de acción convirtiéndose en un gran suceso de taquilla que llevó a sus creadores a pensar una pronta continuación. Y acá lo tenemos a Django, encarcelado, mientras le llegan informaciones del exterior sobre una banda narco relacionada con México y de los peligros que enfrenta su hijo adolescente, integrante de un grupo callejero dedicado al grafiti y el hackeo de celulares. Los primeros minutos de la película de Salvini hacen recordar a las ficciones carcelarias argentinas, onda El marginal. Un retrato sucio pero algo estereotipado que profundizará esa superficialidad una vez que avance hacia un universo de villanos y antihéroes al margen de la ley. Como en los relatos clásicos de mafiosos, el tema de la familia ronda el universo de este Django. Salvo que aquí el tono se acerca más al del culebrón televisivo: Django tiene a su hijo en situación de riesgo, quien a su vez busca al pequeño hijo de su hermano asesinado en la película anterior. Una de las líderes de la banda es, para completar el círculo, la nuera del protagonista. Pero más allá de lo kitsch que pueda parecer todo este mejunje delictivo-familiar, que incluye diálogos ridículos y actuaciones fuera de registro, Salvini busca un rigor formal en el surfeo por la superficie del policial negro y el film de acción que si bien consigue un aceptable aspecto de cine industrial, carece de aciertos formales o de puesta en escena para destacar: su película se ve bien, solo eso. Todo es rutinario y alargado, e incluso busca darle una impronta mítica a su protagonista, que no se sostiene ante lo azaroso que resulta su camino. Si Django es un genio del crimen, lo que hace no es demasiado inteligente y se salva más de casualidad que por otra cosa. Las ganas de Django: en el nombre del hijo por ser un gran espectáculo son más altas que sus posibilidades.
UNA HISTORIA SENCILLA En 2009, José Martínez Suárez regresó a su pueblo natal, Villa Cañás, con el objetivo de participar de la reapertura de un viejo cine, que era el cine de su infancia. Martínez Suárez fue una figura emblemática para la cinematografía nacional: gran director, con películas indispensables como Dar la cara, también docente ejemplar y tutor de una generación brillante de realizadores, además de figura itinerante del Festival de Cine de Mar del Plata, del que fue presidente hasta su muerte el año pasado. Por lo tanto, la idea del regreso que enmarca el documental de Sebastián Hermida adquiere múltiples aristas si tenemos en cuenta los ecos que reverberan en la memoria de un personaje que tiene la capacidad de convertir todo en relato. Cine de pueblo, una historia itinerante es precisamente un documental para nada ampuloso, que se ciñe a su personaje y su lugar, y que se vuelve -por eso mismo- bastante entrañable. Hermida es sincero, confiesa su cariño por el personaje desde el mismo comienzo con su voz en off. Incluso lo hacen los acompañantes de Martínez Suárez en este viaje, los también directores Mario Sábato y Cristian Bernard. A partir de ahí, es poco lo que se pueda objetar de su película: es un retrato cariñoso y muy cálido, como parece ser la vida en un pueblo donde hasta el rincón de una vidriera de un comercio se convierte en Historia para el protagonista. Cine de pueblo… pone a Martínez Suárez en primer plano y se vale de sus anécdotas, su forma de decir, la historia personal que lo respalda y su constante vocación docente a la hora de exponer cuestiones cinematográficas. Su definición sobre el cine de Antonioni es una boutade que se le permite al maestro. La película aprovecha la entrevista que le hace un grupo de alumnas de una escuela como inesperado espacio confesional. Martínez Suárez tuvo una virtud poco habitual, si su vida estuvo atravesada por el cine, desde los recuerdos de la infancia hasta aquello en lo que logró convertirse (director, docente de cine y director de un festival), su presencia logra ser también magnética para la cámara: por eso que la potencia emotiva del regreso al terruño queda un poco relegada a su vital andar. En el encuentro con sus viejos amigos o con los pequeños que asisten a una función de cine se fusionan el Martínez Suárez persona y el Martínez Suárez personaje: que muchas veces, por el enorme recorrido de vida, son el mismo. Hermida pone la cámara y acompaña, su documental elude cualquier virtuosismo formal que podría entorpecer la claridad del personaje. Por momentos se transmite esa bonhomía que uno, desde el estereotipo, adjudica a la vida pueblerina. Pero al fin de cuentas Cine de pueblo, una historia itinerante es eso, un registro bonachón de una experiencia amable e inolvidable.
UN FILM NOIR EN EL PUERTO El policial fue uno de los géneros más transitados por el cine argentino en su época dorada. Por eso que no sorprende que en el presente el policial, especialmente en su vertiente noir, sea también una de las superficies más utilizadas, aunque ya sin el apego del pasado a los aspectos más estéticos del género y sí con aires de relectura. Caballo de mar se inscribe en esta nueva tradición, en la de tomar aquella caligrafía y traficarla en espacios no habituales. Recientemente tuvimos Agua dos Porcos o Al acecho como ejemplos de relatos negros inscriptos en contextos diferentes. La película de Ignacio Busquier hace eso mismo, utiliza el marco de una ciudad portuaria para mover sus fichas, poniendo a un inocente a jugar un juego amoral donde los lados de la justicia se retuercen invariablemente y donde una mujer es el ancla que pega al protagonista a la tragedia. Rolo (Pablo Cedrón) es un obrero marítimo que queda varado en aquella ciudad. Mientras toma unos vinos en un bar, un desconocido le promete unos pesos para participar de un “trabajito”, pero termina golpeado, inconsciente y con su barco ya en altamar. Será el policía Loyola (Alfredo Zenobi) el que lo presionará para que encuentre a aquel que se cruzó en el bar, acusado de robarse la recaudación de un supermercado. Hay una fuerte impronta estética en la película de Busquier, con la fotografía de Fernando Marticorena logrando climas tensos en espacios turbios y cerrados, o aprovechando la luz de la zona rural en la que termina Rolo. Hay entre esos viajes de la luz del campo -lugar de reposo del antiheroico protagonista- a la oscuridad de la zona portuaria -espacio donde se entrelazan los tratos entre los personajes- un aprovechamiento de los recursos cinematográficos para contener el relato en la incógnita que el noir siempre propone. Es esa tensión la que vuelve interesante el relato de Caballo de mar, que apuesta por la sustracción de información a riesgo de perder rugosidad en el camino. Ese es, también, uno de los males de cierto cine periférico cuando aborda un registro genérico tradicional: no animarse a tirarse de cabeza a los códigos reconocibles, tal vez queriendo escapar del clisé. Caballo de mar lo hace por momentos, apostando por lo osbservacional en el transitar del confuso Rolo. Por eso, además, que la resolución de los conflictos, que es bastante convencional, le haga perder un poco de fuerza. Claro que Busquier cuenta con una pieza distinguida, que es la de Cedrón. Actor enorme que lamentablemente murió hace unos años, había una oscuridad en su mirada que no fue aprovechada del todo por nuestro cine, aunque tal vez Fabián Bielinski lo entendió todo cuando el regaló aquel villano de El aura. Pero, además, Cedrón tenía una gracia en cuerpo (era un comediante notable) que se emparentaba con lo chaplinesco. Su andar a caballo aquí lo presenta de cuerpo entero y le aporta a la película un carácter grotesco que sirve para humanizar a un personaje que, a veces, en esta necesidad por no decir mucho no termina diciendo nada. Cedrón aporta aquí la oscuridad y lo diáfano, se carga la película sobre la espalda y la lleva a buen puerto.
UNA REMAKE SIN VUELO La peruana Recontra loca es la tercera remake de Sin filtro, la comedia chilena de Nicolás López, que se conoce por estas tierras, incluyendo la más lograda Re loca con Natalia Oreiro. Por lo tanto, el lector más o menos informado sabrá que estamos ante la historia de una mujer maltratada laboral, sentimental y emocionalmente, que por medio de un elemento mágico termina convertida en un torbellino de maltrato contra todos los que la destrataron en algún momento. Sin filtro, y todas sus versiones, se valen de un contexto donde el debate feminista ha instalado cierta relectura de género a los géneros cinematográficos, y donde la exigencia de personajes femeninos más activos es aprovechada para una vuelta a la idea que explotaba Un día de furia: ¿qué pasa si un día nos cansamos de los agravios y nos convertimos en los que agravian? El molde que ofrece el original chileno es tan tentador para el cine (y el espectador) mainstream, que no parece haber mucho lugar para correrse. Por eso que los aciertos de toda reversión deben buscarse en aquellos espacios donde logre diferenciarse. Lamentablemente la película de Giovanni Ciccia no innova, ni busca reescribir aquello que en la original estaba mal o incompleto a la hora de las resoluciones, algo a lo que sí se animaba por momentos la versión argentina. Adriana (Gianella Neyra) es la protagonista, la que atraviesa una convivencia frustrada con un artista bohemio bastante chanta, la que padece en su trabajo el maltrato de un jefe superficial y machista, la que sufre a una hermana que le festeja el cumpleaños al gato, la que es apurada y burlada por los técnicos de internet, los otros automovilistas, el terapeuta, por todo el que se le cruce. Recontra loca va tocando cada una de las piezas de la película original con un nivel de pereza y sumisión tal, que se termina volviendo rutinaria e intrascendente incluso para el que no vio ninguna versión anterior. La puesta en escena es chata, televisiva en el mal sentido, y carente de gracia para los chistes físicos o verbales. Como decíamos, la remake argentina se animaba a modificar algunas cosas que no funcionaban (algunas las subrayaba), a expandir el universo de algunos personajes y a reconstruir situaciones para darle mayor volumen cinematográfico: por ejemplo tenía toda una secuencia final en un casamiento donde se jugaba con un suspenso que en las otras versiones no existe. Sin embargo, su mayor carta era la de Oreiro, actriz angelada para la comedia, que encontraba en este personaje un vehículo ideal para su lucimiento. Es decir, la historia de Recontra loca (o la versión que sea), aún dentro de su vulgaridad, puede funcionar si tiene a la actriz adecuada que traduzca en humor la energía del personaje. Y a Neyra le falta la personalidad suficiente como para convertirse en un torbellino que se lleve todo por delante. Sin esa fuerza centrífuga que absorba el interés del espectador -y ayude a esconder los errores bajo la alfombra- la película termina siendo una comedia blanda, antigua y anodina. Y eso es.
LOS CAMINOS POSIBLES DE LA REVOLUCIÓN En Los caminos de Cuba, el director Luciano Nacci recorre territorio cubano, alejándose de las grandes ciudades, de los turistas y de las voces oficiales, para acercarse a los ciudadanos de aquella isla y prestarles la oreja para que aporten su mirada sobre la vida en el país. En un documental sin grandes pretensiones, ni formales ni temáticas (de hecho el director confiesa en voz en off que no tenía idea sobre qué se iba a encontrar), lo que sobresale es la honestidad de esas voces desprovistas de intereses, y que se alejan por propia impronta de los lugares comunes que se le suelen adosar a un territorio repleto de preconceptos como el cubano. Los caminos de Cuba, por lo tanto, termina bien lejos de la posibilidad del documental ilustrativo a lo Wikipedia. Nacci toma su cámara y recorre Cuba, va de la ciudad al campo, para encontrarse con las típicas diferencias culturales que se dan entre los seres urbanizados y los que habitan el espacio rural. Los que viven en el campo se enorgullecen de la paz y la tranquilidad que encuentran en su hábitat, también de los beneficios que alcanzaron gracias a la Revolución, beneficios que son tanto materiales como políticos a partir de la tierra y de la propiedad. Los habitantes de la ciudad parecen resumirse para el documental en aquellos que se dedican a la música, los trovadores y los ejecutantes del son, de los ritmos callejeros que musicalizan los paseos por la tierra caribeña. Son personajes que transmiten una tradición, pero que además la piensan y la asumen: saben que aquello que hacen no se termina en ellos, sino que forma parte de una representación cultural que en su continuidad hace a la Historia. Pero en todos los casos lo que se observa es un sentido de pertenencia que se diferencia del nacionalismo tradicional en la forma en que la relación es más emocional que simbólica. Para Nacci lo de “los caminos” es no solo explícito por la forma en que recorre aquel territorio, sino metafórico en relación al destino que la isla imagina para sí misma según las decisiones que se van tomando. Ahora bien, con todo esto Los caminos de Cuba no pasa de ser un fresco ameno al que le falta la mirada de un director atento reflexionar a partir de lo que las imágenes y los testimonios dejan entrever. Por momentos pareciera como que Nacci no se anima a decir algo concreto sobre Cuba, sabiendo de antemano las tensiones que existen entre posiciones políticas y posturas ideológicas diversas. Esa mirada que exigimos y que surge en un momento, seguramente el más interesante de todo el documental: Los caminos de Cuba es muy claro a la hora de construir su dispositivo narrativo, los testimonios siempre toman centralidad, es decir, lo que se oye pertenece a quien aparece en cuadro. Sin embargo en una escena, el hombre que se encuentra en plano no emite sonido mientras en off escuchamos a una mujer (¿su esposa?) destacando los logros de la Revolución. La interferencia que se da entre el discurso oral y el visual es una puesta en crisis más que interesante, y que revela las contradicciones que en ocasiones se dan en un espacio como el que representa Cuba. En esos momentos se nota la presencia de un director y de la capacidad del lenguaje cinematográfico para capturar algo que resuena más allá de los caminos que Nacci elige entre Los caminos (posibles) de Cuba.
DESTINO DE UN VALIENTE La figura de Dante Panzeri es fundamental dentro del periodismo argentino (su especialidad era lo deportivo, pero fue en el fútbol que dejó una huella enorme), dueño de un discurso que trascendía lo dialéctico para volverse conducta, alcanzando una infrecuente relación entre fondo y forma. Leer a Panzeri es encontrarse con la palabra de alguien que no solo exige (su visión sobre el fútbol, el juego y el espectáculo, pero también sobre los dirigentes, es única), sino que además propone desde una honestidad intelectual que todos le han reconocido, incluso sus enemigos. Claro, las piruetas habituales de este país llevan a que hoy Panzeri sea casi un mito imposible de acceder, tanto porque la mayoría de sus participaciones televisivas se perdieron, como porque su pensamiento resultaría absolutamente incómodo en el presente de una profesión que ha derivado hacia la banalidad y el vedetismo. Buscando a Panzeri, el documental de Sebastián Kohan Esquenazi, organiza entones una pesquisa sobre el personaje, pero lo hace desde varios frentes. Están los textos y la palabra del protagonista, la huella en amigos, colegas y familiares, pero también -y fundamentalmente- la duda acerca de qué fuerza tiene hoy su discurso, cuán posible sería en el presente. Con sabiduría, Kohan Esquenazi construye un relato documental que se vale de piezas sueltas que van formando una noción del personaje. En ese sentido es muy acertada como idea cinematográfica ese collage con recortes que el director va acumulando sobre una pared, con ideas sueltas y apuntes sobre dónde podría encontrarse con la memoria de Panzeri. Kohan Esquenazi cuenta en un comienzo que vivió en diferentes países y fue hincha de tantos equipos como ciudades habitó. Esa relación que tiene con el fútbol, que es más con el deporte que con los colores, desprovista de un apasionamiento irreflexivo, es tal vez una de las cuestiones por las que el pensamiento de Panzeri le resulta fascinante. La película avanza sobre anécdotas varias, que son la punta de lanza de la búsqueda, pero también son los recortes del personaje que han trascendido en el tiempo. En definitiva uno es uno y su obra, pero también lo que los demás construyen desde el recuerdo. Y ahí aparecen sus divertidos epígrafes en El Gráfico (emblemática revista deportiva de Argentina) donde mostraba su bronca porque los técnicos posaban en las fotos con los jugadores o su desplante con el dueño de Editorial Atlántida (propietaria de aquella revista) que lo obligó a publicar una columna firmada por el ministro de Economía de aquel entonces, Alvaro Alsogaray. Es increíble cómo cada recuerdo de Panzeri es una síntesis de su carácter y su forma irreductible de entender el periodismo. Rico en testimonios, el documental de Kohan Esquenazi es también inteligente para incluir un par de entrevistas fallidas que son funcionales a la reconstrucción del personaje. En una de ellas, el mejor amigo de Panzeri se resiste a prestar testimonio para no empañar la memoria del periodista. En la otra, Carlos Bilardo, ex jugador del Estudiantes de La Plata resistido por Panzeri, se niega a aparecer en el documental porque no quiere hablar mal de una persona que ha muerto. Ambas entrevistas fallidas fortalecen la imagen del protagonista. Por un lado, su tozudez y severidad, que incluso se transfirió a sus seres queridos, que custodian su pensamiento como caballeros templarios. Por el otro, un enemigo que aún en la distancia estética para entender el juego del fútbol, decide con total honestidad que no es necesario el agravio porque no está para defenderse. Panzeri era periodista de raza, un animal de la profesión que entendía que lo importante era lo que tenía para transmitir, más que dónde lo hacía. Así es como escribió y dirigió El Gráfico, pero no tuvo problemas en publicar en Crónica ni en la revista sensacionalista Así. Incluso tuvo un recordado paso por Satiricón, revista humorística donde avanzó por otros caminos de la profesión y se codeó con colegas mucho más jóvenes. Su discurso directo lo llevó, obviamente, a pelearse con el poder, tanto con el peronismo por los Juegos Panamericanos de 1951 como con la Junta Militar por el armado ostentoso del Mundial ’78, acontecimiento que no pudo ver debido a que falleció unas semanas antes. Toda esta información, que parece muchísima, aparece en Buscando a Panzeri, que goza además de un notable poder de síntesis. Y que logra algo que no muchos documentales logran, que es abordar un personaje potencialmente interesante y hacerlo con herramientas igual de fascinantes. Si incluso al final de sus 65 minutos uno termina con un dejo de amargura, que es la transmite la propia experiencia de Panzeri. Un tipo que en la búsqueda de una verdad y una coherencia terminó atravesando un camino bastante solitario. Kohan Esquenazi sale a buscar a Panzeri y se termina encontrando con una de las tragedias de este país: el destierro y el olvido a los que piensan diferente. Nota: hay un pequeño detalle que no ingresaba en la crítica, pero que no quiero dejar pasar porque me llamó la atención dentro de una película muy cuidada y precisa. En un epígrafe se confunde al DT de Estudiantes, Osvaldo Zubeldía, con el también DT Juan Carlos Lorenzo.
UN CUENTITO CHINO Complot internacional es una coproducción entre Australia y China que derriba nuestras expectativas velozmente. Si por un lado cuando pensamos en cine australiano imaginamos algo desbordante y con cierto desparpajo, cuando pensamos en cine chino de género suponemos cierta maestría formal que se impone a fuerza de una puesta en escena imaginativa. Pero la película de Xue Xiaolu está lejos de cumplir con todos estos requisitos, y se convierte en un thriller mediocre, de esos abundan en la segunda línea del cine norteamericano. La película sigue a Mark, un ejecutivo chino que trabaja para una empresa australiana involucrada en el tema de la energía y en los negociados a alta escala. Hay un emprendimiento que relaciona a esta compañía con el gobierno de China, y nuestro protagonista se convierte en un personaje clave para cerrar el trato entre ambas partes. Pero un accidente aéreo en el que mueren algunos integrantes de la empresa y la aparición una antigua amante del protagonista, reconvertida en una suerte de femme fatale, comienzan a empantanar el panorama y Complot internacional amaga con convertirse en una de Hitchcock con el famoso recurso del inocente metido en situaciones que lo superan. Claramente Xiaolu no es el británico (ni tendría por qué serlo) y el misterio no solo resulta leve -y hasta algo confuso- sino que se concina a una temperatura demasiado baja. La película dura 134 minutos y ocupa su primera hora (por lejos lo mejor) en una suerte de melodrama, donde Mark trata de ocultarle a su mujer el reencuentro con su vieja amante. Cuando Complot internacional quiere volverse thriller de acción, lo hace con un disimulado espíritu de Clase B: en verdad es Clase B pero pareciera que le da un poco de vergüenza y se quiere mostrar como un gran espectáculo internacional. Sin embargo no hay imaginación en la puesta en escena de la acción, todo es demasiado regular y los giros tienen como único objetivo marear al espectador. En los créditos finales aparecen unas leyendas que explican cómo la figura del denunciante (en inglés la película se llama The whistleblower) resultó fundamental para que la Justicia china descubra casos de corrupción a nivel empresarial. Es como si intentara, por la vía del dato veraz, hacer más interesante su relato. No lo logra, e incluso parece más un manotazo de ahogado que no tiene demasiada relación con lo que vimos a lo largo de sus excesivas más de dos horas. Eso sí, no ofende, es apenas una película discreta.
ELOGIO DE LA INTERPRETACIÓN Una puesta teatral de La casa de Bernarda Alba, con hombres haciendo los personajes femeninos de la emblemática obra de Federico García Lorca, es la punta de lanza de este documental de Diego Schipani que traza desde ahí una suerte de homenaje a la movida under porteña de los 80’s, especialmente en la figura de Willy Lemos, actor insignia de aquellos tiempos. La cámara registra el proceso de casting, también algunos ensayos y las reflexiones que surgen entre bambalinas a partir de una lectura actual de aquella pieza. Elogio de la interpretación, Bernarda es la patria piensa desde esos actores que juegan su rol la idea de roles sociales que tanto Lemos, como Fernando Noy y tantos otros referentes de aquel movimiento subterráneo de los años de la dictadura y el reinicio democrático, llegaron para romper: la exploración de lo femenino desde lo masculino, lo sexual diverso, lo provocador, la conversión de la piel y el deseo en militancia, aquello que resultaba contracultural desde los tiempos previos al icónico Parakultural. En Bernarda es la patria hay dos películas en una, que no siempre conviven con placidez. Por un lado está el seguimiento de la puesta teatral, por el otro el rico anecdotario de Lemos, que exige con su presencia magnética el protagonismo absoluto. Lemos se reencuentra con viejos amigos, cuenta anécdotas de aquellos tiempos, piensa y se piensa en retrospectiva. Hay algo interesante que surge en esos pasajes, por lejos los mejores del documental: muchas de las cosas que cuentan Lemos y sus amigos son terribles, historias de violencia institucional y de abusos. Sin embargo, lo hacen quitándole lo trágico y recurriendo a una nostalgia particular. Es el relato del sobreviviente, pero sin la culpa que en muchos casos se da en el que logró atravesar una etapa y se siente en la obligación de recordar a los que quedaron en el camino. No es una mirada -si se quiere- deshonesta con el pasado, sino una que reconoce que el presente es afortunadamente diferente y que se puede mirar hacia atrás con el alivio de haber sobrevivido para contarlo, de volverse un pedazo de historia. Es en el relato de diversas experiencias, en el recuerdo de las grandes figuras de aquella movida, en la recuperación de un lenguaje (corporal, gestual, verbal) de aquellos tiempos donde Bernarda es la patria se convierte en un gran homenaje a quienes sentaron las bases, desde el arte, del cambio social que se dio a posteriori. Claro, la potencia del relato de Lemos es tan fuerte que uno lo extraña cuando el documental cede en su segunda parte al avance de la puesta teatral. Hay algo derivativo en la película (hay cosas que quedan descolgadas, como ese prólogo con varios actores hablando a cámara), como si buscara un significado superior en esa transformación en escena, en los parlamentos de la obra de Lorca. Tal vez haya algún vínculo entre esta obra, su forma de representación, y lo que Lemos hacía en los 80’s, pero también es cierto que la fuerza de lo under es imposible de representar en el marco de un espacio artístico más institucionalizado. Así es como Bernarda es la patria no termina definiéndose entre el documental en primera persona y la búsqueda estética y reflexiva sobre el espacio teatral y la representación. En todo caso la presencia de Lemos es la que termina unificando el concepto, volviendo a sintetizar diversas capas en su propio cuerpo, que es en definitiva lo que ha perseguido el actor en esa búsqueda personal. Tal vez este sea el borrador del gran documental que asoma por momentos.