NACE UNA ESTRELLA… DEL SEÑOR Jeremy sube al escenario a cambiarle la guitarra al guitarrista de una banda y la ve a ella entre la concurrencia, Melissa, cantando ensoñada, con una mano en el pecho y la otra elevada al cielo. Ella abre los ojos y lo ve, el flechazo es inmediato y Mientras estés conmigo se tira de cabeza al romance juvenil bordeando el melodrama. En esos pasajes las comparaciones con la reciente versión de Nace una estrella no son antojadizas. Y no habría nada de malo en eso si estuviera bien narrado, pero hay una trampa: Mientras estés conmigo se llama originalmente I still believe…, es decir Todavía creo… Y esa es la clave de esta película, una historia de amor torturada, más grande que la vida, pero con un norte bien claro: un discurso creyente y evangelizador acerca del dolor como un necesario aprendizaje espiritual. Porque escondida entre los pliegues del romance juvenil, la película de artista en ascenso y el dramón sobre enfermedades terminales, el film de Andrew y Jon Erwin no es otra cosa que una nueva muestra del cine cristiano de amplia producción en la industria norteamericana, pero aquí con nombres competentes como los de Britt Robertson y Gary Sinise, e incluso con el ascendente K.J. Apa, como para distraer. Mientras estés conmigo es en verdad una biografía, la del cantante cristiano Jeremy Camp, bastante popular en Estados Unidos. El muchacho se enamoró en la universidad de una chica que terminó enfermando de cáncer, en una relación que inspiró fuertemente su arte. Sus canciones, baladas ambiguas que pueden estar hablando tanto de la mujer amada como de Dios (parecen las letras de Los Rodríguez con la cocaína), puntúan los momentos románticos y dramáticos de la película. El recurso del montaje entre tomografías, internaciones, cirugías y las canciones sonando de fondo, es repetido pero es también una forma de escape que los hermanos Erwin encuentran para evadir un poco el morbo de la historia. Se podría decir que entre todos los errores que tiene la película, entre sus discursos subrayados y sus inconsistencias, esa ligereza para atravesar un proceso realmente tortuoso es un pequeño acierto. Como decíamos anteriormente, Mientras estés conmigo se inscribe en esta moda de romances juveniles con enfermedades terminales, un subgénero que busca negar de algún modo la muerte, potenciar la antigua idea de amores eternos y que vuelven icónica a la vieja Love story. Y si bien se trata mayormente de un cuerpo de películas entre irrelevantes e irritantes, la presencia aquí del discurso evangelizador vuelve las cosas un poco más intragables. Si bien está claro que la historia de base, y los personajes que protagonizan, hacen imposible separar fondo de forma, lo cierto es que la película se podría haber permitido una mirada distanciada y más compleja, como hacía Marielle Heller en la incómoda Un buen día en el vecindario. Pero la distancia que hay entre ambas película es la misma que existe entre un artista y un predicador.
EL NUEVO ORDEN DEL CINE La nueva película de Michel Franco responde a un par de parámetros que el cine latinoamericano ha aprendido a desarrollar a cambio de lograr notoriedad internacional. Hay por un lado una pericia formal evidente, en un cruce que va del cine de género al registro autoral, con un solvencia técnica que deja explícito un costado tan profesional como industrial. Y mientras eso se desarrolla en primer plano, para regodeo de una parte de la audiencia que exige determinadas variables disimuladamente mainstream, se elabora un discurso mayormente cínico sobre los problemas de la región, donde el desencanto se impone y el discurso político se balancea entre lo desorientado y lo confuso. Que la película del mexicano Franco haya ganado el Gran Premio del Jurado en el Festival de Venecia es una comprobación de lo efectivo que resulta este discurso y de cómo ese “nuevo orden” que sugiere el título se le vuelve un poco en contra al director. Hay que reconocer que el arranque de Nuevo orden tiene su fuerza cinematográfica y narrativa. Asistimos a una fiesta de casamiento de la alta sociedad mexicana, en una construcción fragmentaria que nos permite vislumbrar que allí se cocinan algunos asuntos del poder: la cámara va de aquí para allá, metiéndose entre los invitados, pero también entre el personal que trabaja en la fiesta, resaltando esas diferencias de clases en pequeños gestos. Y mientras estos sucede, el fuera de campo nos indica que algo está por explotar: una suerte de revuelta social que termina con un grupo de manifestantes invadiendo la casa y asesinando a varios de los asistentes a la fiesta. Está claro que Franco pensó su película a partir de esta larga secuencia, un tramo de una arquitectura perfecta, salvo por algunos trazos gruesos propios de la corrección política que busca subrayar la maldad del rico y la nobleza de los pobres. Aun con esas fallas señaladas, Nuevo orden muestra ahí a un director con el conocimiento suficiente como para construir imágenes poderosas y con carga política, y reflexionar desde la más pura fisicidad. Decíamos que indudablemente Nuevo orden fue construida en función de esa larga secuencia. Y esto es así porque a partir de que los militantes irrumpen en la fiesta y la película se divide en subtramas, todo se derrumba formal y narrativamente. El film de Franco comienza a ingresar en lagunas pronunciadas, con personajes secundarios que van perdiendo fuerza y la búsqueda de giros narrativos que impacten en el espectador, a costa de llevarse puesto el propio verosímil. Pero tal vez lo peor de Nuevo orden es la confusión argumentativa en la que ingresa hacia el final, con un discurso político que parece abonar la idea de que todo da lo mismo, y que aquellos que tienen buenos gestos terminan muriendo. La película de Franco se instala cómodamente en ese discurso cínico y tan contemporáneo de mucho cine que triunfa en festivales. Un cine de personajes irrelevantes, cuyo destino no le interesa al espectador, más que como una confirmación de todos los prejuicios. Michel Franco es un buen discípulo de Alejandro González Iñárritu y de esa idea del cine como calvario y exposición de miserias, pero todo correctamente filmado. El nuevo orden del cine, que resulta premiado y distinguido.
PISTAS SOBRE LA PARANOIA BURGUESA Al matrimonio de Mario y Silvia le empiezan a pasar algunas cosas extrañas: a él, veterinario, se le muere un perro por un hecho que, para la dueña del animal, es claramente un caso de mala praxis; a ella, mujer solitaria y depresiva, supuestamente le desaparecen cosas y culpa de ello a la mucama. La crisis definitiva llegará cuando una noche, al regresar al hogar, descubran todo revuelto y, ante la inseguridad y el temor que sienten, decidan mudarse unos días a la casa de su hija. Con gran habilidad, el director Matías Ganz deja pequeñas pistas sobre cada episodio y nos sugiere más de lo que muestra, en una precisión de puesta en escena que sostendrá con inteligencia hacia el último plano. Como tantas otras, La muerte de un perro es una película sobre la tensión en un hogar de clase media-alta, sobre los miedos sociales, sobre la burguesía paranoica, pero con la peculiaridad de nunca ponerse por encima de los personajes y abordar los géneros cinematográficos desde una sustracción absoluta de emociones. Esto de la actitud hierática es propio del cine uruguayo de las últimas décadas, y Ganz respeta la tradición sin subrayar ningún rasgo. Mario y Silvia (estupendos Guillermo Arengo y Pelusa Vidal) atraviesan el relato con aspecto inescrutable, pero la película no traslada esto a la puesta en escena: es decir, La muerte de un perro no es una de esas películas quirúrgicas en la senda de un Haneke mal aprendido que tanto se hacen por estos lares, sino una comedia negra con la capacidad de volverse thriller cuando lo necesita. De la misma manera que Ganz va dejando pistas sobre lo que pudo haber pasado con aquel perro o en la casa del matrimonio, construye grandes momentos de humor y tensión, pero de forma esquiva: definir el tono de la película es difícil, y Ganz tiene el logro de convertir eso en una virtud. Es una de esas películas alegremente inclasificable. Es cierto que hay algunas cosas subrayadas, como la presencia omnipresente de la radio y la televisión, pero La muerte de un perro es dueña de una tensión impecable, desarrollada en un principio desde la música y el sonido, con un ruido constante que nos alerta sobre una inestabilidad al borde del estallido. Se huele sangre en la película y está claro que irá apareciendo progresivamente. Ganz, también autor del guion, es elegante con la cámara y es hábil para que los recursos estructurales no luzcan demasiado automáticos (por ejemplo, lo que sucede con la cremación y algún cierre) y, por el contrario, sirvan como constantes llamados que alertan a los personajes. A diferencia de la oscarizada Parasite (por pensar otra película sobre clases sociales y la propiedad privada), La muerte de un perro exhibe un muestrario de personajes repudiables pero lejos del cinismo que reducía los aciertos de aquella película. Aquí hay, en el fondo y más allá de lo terrible que sucede, cariño por esas criaturas que parecen reaccionar más por un sistema que los reduce antes que por su propia mirada regresiva. Ganz mantiene hasta el final su idea de apelar a la elipsis, pero sin caer en ese otro mal de buena parte del cine rioplatense: aquí hay cosas que no se dicen, situaciones que se ocultan, pero la película dice lo suyo y tiene una mirada. Eso es lo que diferencia a un director de un mero reproductor de conceptos estéticos.
LO QUE PASÓ DESPUÉS DE LA TORMENTA Es una lástima lo que sucede con esta película de Mariana Barassi, ya que durante una hora logra sostener con cierta solvencia un relato centrado casi exclusivamente en dos personajes y en -casi- un único espacio. Incluso logra sobrellevar su herencia teatral (está basada en la obra Testosterona de la mexicana Sabina Berman) con una puesta que aprovecha perfectamente esa redacción de periódico vacía en la noche de Navidad en la que se enfrentan los personajes, el director (Ernesto Alterio) y la subdirectora (Clara Lago). Pero hay un giro que aproximándose al final vuelve todo tan poco riguroso, tan subrayado y tan gritado, que a punto está de desbarrancar el producto final. Antonio, el director de un diario aparentemente influyente, tiene que dar un paso al costado y debe elegir quién lo suceda en el cargo: los principales candidatos son un hombre y una mujer, ambos subdirectores. El, Vargas, que aparece en unas pocas escenas, es presentado por los otros personajes como un arribista, alguien capaz de las más innobles artimañas en el nombre del periodismo. Ella, Maca, es una mujer con una mirada más romántica sobre la profesión, con principios y una vida personal que siempre sucumbe ante lo profesional. Pero que es vista por el entorno con cierta debilidad, ya sea porque efectivamente no se impone como debe o porque por ser mujer el ambiente machista se la devora. Crónica de una tormenta está ambientada en una noche previa a la Navidad, con una redacción vacía y con Antonio y Maca encerrados en un diálogo que va de lo privado a lo público, de lo personal a lo general, de la mirada de género a la mirada sobre la profesión, sobre el rigor de ser periodista y sobre los renuncios a los que lleva una vida centrada en lo profesional. Hay que reconocer que Barassi hace lo que puede con una película que se impone desde lo verbal, desde las sentencias, y que centra parte de su efectividad en el duelo que sostienen Alterio y Lago. Para disimular lo teatral, pasea a los personajes por esa redacción vacía, por los talleres de impresión, y en ese recorrido registrado con cierta elegancia, más la tormenta que se avecina de fondo, logra que algo del vacío existencial que atraviesan Antonio y Clara se transmita a la pantalla. Hay un dejo de melancolía que le hace muy bien al relato. También es cierto que Crónica de una tormenta padece de algo que es propio de estas adaptaciones de obras teatrales contemporáneas, y que es la forma en que la “verdad” de los personajes se expone. Como si hubiera una necesidad de darle la razón intermitentemente a cada uno, hay algo mecánico en el texto que vuelve el espacio un ring de boxeo verbal, con los protagonistas siendo golpeados por ratos: un round la verdad la tiene Antonio y un round la tiene Maca, como si el relato no se animara a tomar partido por uno de los dos o como si hubiera una necesidad de contemplar todos los puntos de vista posible. Pero esto, que podemos señalarlo más como un defecto estructural del guion que como una herida mortal, no es nada a lo que sucede una vez que los personajes toman una decisión y pasa la tormenta real para volverse metafórica. Actuaciones fuera de registro, personajes que avanzan contradictoriamente, explicitación de un discurso político torpe, gritos y pocos susurros. Como si el drama íntimo de aquellos dos diera paso al thriller corporativo que estaba agazapado y todo se resolviera en un mar de cinismo que derriba no solo el afecto por una película pequeña y profesional, sino también por unos personajes que pierden el encanto con el que habíamos aprendido a aceptarlos.
UN AIRE DE FAMILIA Viejos videos y fotografías son proyectados sobre las paredes, hijos y nietos de Donvi Vitale y Esther Soto recorren álbumes de fotos, miran recortes periodísticos, observan el archivo cuidadosamente organizado que Donvi dejó en forma de valioso registro de una historia singular. En Rivera 2100 el director Miguel Kohan recorre la experiencia artística comandada por Vitale y Soto, quienes en medio de los violentos años 70’s montaron un estudio de grabación por el que pasaron varios de los jóvenes artistas que daban entidad y nacimiento a la cultura alternativa argentina. Y lo hace con un cariño increíble por esa historia y por esos personajes, con un aire de familia que vuelve la experiencia absolutamente cercana para el espectador. En aquella casa de Villa Adelina ubicada en la calle Rivera 2100 Donvi Vitale y Esther Soto darían vida a MIA (Músicos Independientes Asociados), una entidad que tenía como objetivo una forma de exhibición del arte argentino que andaba por los márgenes, pero fundamentalmente la autogestión. Los orígenes del rock nacional, la influencia de géneros de la región eran parte constitutiva de este proyecto que albergó a artistas como “Nono” Belvis, Verónica Condomí, Mex Urtizberea, Kike Sanzol, entre otros, y que fue una de las patas fundamentales de la contracultura de aquellos tiempos. Por ahí se escucha la voz de Luis Alberto Spinetta, también pasa Miguel Grinberg o se siente el espíritu de la mítica revista El expreso imaginario. A través de viejas grabaciones, la película de Kohan da registro del pensamiento político de Donvi y Esther. Y de la forma en que MIA era entendido como una forma de militancia a través del arte. En Rivera 2100 pasan los hijos del matrimonio, Lito y Liliana Vitale, pasan sus nietos y pasan muchos de aquellos artistas que dieron vida a MIA. Kohan elige, antes que las definiciones en retrospectiva sobre quiénes eran Esther y Donvi, el recuerdo a través de las anécdotas, a través del descubrimiento de aquel archivo, las fotos y los videos. Reencuentro comunitario que alcanza un momento único cuando la proyección en la pared de imágenes de aquellos años es observada por la concurrencia. La sorpresa, las risas cómplices, la emoción por reencontrarse con el que se fue en el pasado atraviesa la pantalla y contagia. Un gran momento que tiene la textura del cine y de la fuerza enorme de las imágenes. Hacia el final, los créditos de la película presentarán a los protagonistas casi como en un árbol genealógico, dejando impresa la calidez de la película y la noción de familia de todos los que participaron de esta experiencia única.
CINE PARA COLOREAR Los críticos y los festivales de cine padecen algunos prejuicios. Sobre los primeros, que recomiendan películas aburridas en las que no pasa nada y nadie entiende; sobre los segundos, que solo exhiben esas películas aburridas en las que no pasa nada y nadie entiende que recomiendan los críticos. Por lo general son generalizaciones ridículas, construcciones hechas para desoír otras voces que atentan contra un gusto prediseñado y que suele ser consensuado por la mayoría. Y hay múltiples ejemplos para desmentir todo eso. Ahora bien, hay momentos en que esos prejuicios están absolutamente justificados. La alemana Drift es un ejemplo de ese cine irrelevante que han ayudado a estandarizar muchos festivales, y que solo gana consideración a partir de críticos que aman completar los puntos sueltos que algunos realizadores dejan como símbolo y síntoma de su incapacidad para narrar. El motivo por el que algunos críticos aman cumplir ese rol snob lo desconozco o, tal vez, me reservo el derecho a pensar mal. En Drift la directora Helena Wittmann presenta a dos mujeres de las que desconocemos el vínculo: ¿son amigas, son parientes, son amantes? Vaya uno a saber. O, en todo caso, deberíamos intuirlo a medida que avancen los minutos. Pero será imposible. Wittmann no solo aplicará el misterio a los vínculos, sino también al destino y recorrido de los personajes. Se nos dirá que no importa, puede ser… Lo que sí sabemos es que están en Europa, que una de ellas es alemana y que la otra es argentina. Luego de una introducción en la que ya se hace más que evidente la gambeta a un orden narrativo tradicional, las mujeres se separan: una vuelve a Argentina y la otra comienza una suerte de recorrido introspectivo donde el mar tendrá un protagonismo absoluto. Tanto, que en determinado momento caeremos en un trance audiovisual de planos constantes de olas. Olas de día, olas de noche, olas al atardecer y, suponemos, al amanecer. El colega Javier Luzi me dijo que son como veinte minutos seguidos de olas. Suponemos que Wittmann nos quiere decir algo. Peo lamentablemente ustedes se encuentran ante el crítico equivocado, vayan a leer a otro si desean sobre-interpretaciones, yo soy demasiado burro para estas cosas. Drift es como esos libros infantiles con siluetas para colorear. Complete usted con los colores que quiera. Por lo general este tipo de películas construyen una suerte de coraza prepotente. Son tan esquivas a las interpretaciones, que generan un efecto adormecedor: nadie se anima a señalar lo absolutamente irrelevantes que son por miedo al qué dirán. Por eso funcionan tan bien en festivales, son películas de gueto donde el órgano más desarrollado es el ombligo. Y no se trata de tratar con desdén a un cine que apuesta puramente a lo intelectual o a lo plástico. Kiarostami hacía cine intelectual, Martel también lo hace. Pero ahí donde hay forma y concepto, hay emociones, cosas que pasan y vibran y resuenan en los personajes. Que pasan de forma diferente a como pasan en un cine más convencional, claro está, pero que están ahí para ser encontradas. Directores como Wittmann tienen tanto miedo de no saber cómo resolver los conflictos, que terminan anestesiando todo. Y dejan rastros, guiños, elementos simbólicos dispuestos a ser completados por el espectador. Pero, lamentablemente, no hay nada para completar ahí donde no hay nada. PD: los 4 puntos son por el último plano, hermoso y plástico, que tiene cierta vibración. Pero es el último y llega demasiado tarde.
UNA CUESTIÓN DE FORMA En su nuevo documental, Marea y viento, el director Ulises de la Orden introduce la cámara en la intimidad de “Los Biguaes”, una escuela ubicada en el Delta del Tigre, a orillas del Río Carapachay, que ofrece una propuesta pedagógica diferente: un espacio donde los chicos aprenden en un contexto de menor organicidad formal y mayor apuesta por la creatividad, y donde los padres asisten en tareas claves para sostener el emprendimiento. “Los Biguaes” no es aceptada por el Estado como una institución legal y el sustento económico está dado por una panadería que produce diversos alimentos. De la Orden, entonces, sigue un año de actividad lectiva con una cámara atenta a los detalles, con una precisión absoluta en la observación de cada situación, escudriñando en las tareas educativas de los chicos, pero también en los debates que se generan entre padres y autoridades ante los problemas que atraviesa el proyecto. Las clases se dan en un mismo salón, con grupos separados por edades. No hay pupitres, todos se sientan en ronda y la participación de los docentes es más cercana, dejando de lado las escalas jerárquicas de la educación tradicional. “Nosotros no trabajamos para ellos, trabajamos junto a ellos”, dice uno de los docentes. Pero los chicos no solo aprenden lo lógico que aprenden en la escuela, sino además a preparar alimentos, servirlos en los actos públicos, ayudar en las tareas de limpieza o acomodar el mobiliario. Es una forma de poner en movimiento los saberes de la institución: saber cuántas hamburguesas se pueden hacer con un kilo de carne es una forma interesante de aprender matemáticas, y también una actividad práctica como cocinar. En contrapartida los padres ayudan en la elaboración de los alimentos que vende la panadería del colegio, y se comprometen a asistir una cantidad de horas semanales para darle forma a este proyecto colectivo. Viento y marea observa, registra y expone un espacio que es otra forma de entender la educación, una forma alternativa sobre la que la película no ejerce un juicio de valor ni una exacerbación. De hecho no se esquivan los conflictos ni se romantiza un sistema: no todos los padres pueden colaborar de la misma manera y eso queda expuesto en los debates con las autoridades. Ulises de la Orden logra un efecto óptimo en su película: a pesar de estar ahí, cuerpo a cuerpo con alumnos y docentes, la cámara se vuelve invisible y ninguno de los participantes parece estar intimidado por su presencia. Y para decir lo suyo no utiliza subrayados ni recurre a la voz en off. Esa invisibilidad permite que los protagonistas se muestren auténticos y que la película respire honestidad. Hace un par de semanas se estrenó Vilca, la magia del silencio, anterior documental de De la Orden en el que reinaba el busto parlante. El director demuestra así que no hay una forma concreta ni definitiva, que cada tema y cada material precisa de un tratamiento diferente. Un poco lo que sostienen los docentes de “Los Biguaes” en su relación con los chicos. En el último plano del documental, luego del último día de clases, una lancha repleta de alumnos se aleja del colegio. Y de la misma forma nos vamos los espectadores, luego de atravesar una experiencia renovadora.
VOS SOS UN GIGANTE BUENO En la crítica de Anida y el circo flotante, estreno anterior también dirigido por Liliana Romero, decía que se trataba de una película que “confunde respecto del público al que apunta: para los chicos resultará casi tediosa y para los adultos una experiencia liviana, sin mayor atractivo”. La auto-cita (perdón por eso) viene al cuento de que lo mismo podría decir de El gigante egoísta y temía repetirme. Es que esta nueva película de Romero repite viejos errores al adaptar una historia de Oscar Wilde con un aire de cuento infantil un poco monótono. Hay una intención válida de volver a los viejos relatos, pero se olvida que esa estética debe tener una representación contemporánea para ser asimilada (no se trata de correr detrás de las nuevas olas, pero sí de entender por dónde van los tiempos). Es impensado que una generación de niños ultra-estimulados se sienta atraída por un relato que avanza morosamente, en una constante meseta de diálogos extensos y falta de movimiento. Uno puede pensar, en todo caso, en la implicación de un público adulto, incluso cuando algún chiste hace referencia a Cantando bajo la lluvia, pero estamos ante el mismo problema. Cuando la apuesta estética de una película no funciona, naufraga indefectiblemente. El gigante del título es el protagonista de la película, un ogro que cuida su jardín y odia a los niños que viven cerca, mientras se relaciona con las diferentes estaciones del año que llegan a visitarlo: con Otoño e Invierno tiene relaciones conflictivas, con Verano (el mejor personaje si conjugamos animación, trabajo vocal y psicología) hay cierto entendimiento y con Primavera un amor platónico. De hecho, su objetivo es producir de manera artificial un fruto para que ella lo pruebe, porque aparentemente los frutos que se producen de forma natural recién están maduros para el verano y ella nunca llega a probarlos. La narración estará puntuada, entonces, por la visita de aquellos personajes, que le otorgarán un sentido cíclico y una progresión explícita: sabemos que con la llegada de la última estación se cerrará el círculo de El gigante egoísta, que alcanzará sobre el final una suerte de moraleja ecologista. Romero suele trabajar la técnica de cut out o animación de recortes, incluso en esta producción donde se observa claramente la presencia de lo digital. Es una técnica artesanal y antigua, que podemos encontrar como gran exponente en la filmografía de Michel Ocelot, por ejemplo. Se trata de una técnica que requiere una precisión técnica, pero además una pertinencia estética. Y en esta suerte de remedo disneyano que propone Romero nuevamente (en Anida… lo hacía a través del uso de canciones), donde finalmente todo debería resolverse por la vía de la aventura, las cosas no fluyen, lucen estancas y rústicas. Sumado a una serie de giros y eventos algo precipitados y sin un desarrollo adecuado, como la redención del personaje hacia el final o el origen de todos los conflictos (la película arranca in media res), El gigante egoísta es un producto escasamente estimulante.
HOMENAJE Y RECUERDO Ricardo Vilca fue un compositor jujeño que murió en 2007 a los 53 años, dejando una obra enorme y, todavía, digna de descubrimiento. Precisamente a esa revelación apunta Vilca, la magia del silencio, documental que Ulises de la Orden y Germán Cantore dirigieron desde el más absoluto de los respetos hacia el artista venerado, recopilando testimonios de amigos, músicos, hijos, ex esposas y especialistas en la materia. Un recorrido de voces que no hacen más que apuntalar el carácter mítico de un artista enorme desde lo conceptual, a la vez que sumamente humilde e introspectivo. Introspección, por otra parte, potenciada por los sonidos de su guitarra y su música sugerente. La obra de Vilca es singular, su sonido es único e irrepetible. De evidente raíz folklórica, sin embargo abreva en múltiples ritmos y géneros, en la mayoría de los casos de forma impensada. Uno de los testimonios cuenta que fue a grabar a Vilca y su banda, creyéndose que iba a encontrarse con un típico grupo de altiplano y de repente descubrió entre los sonidos a Bach. Otra anécdota, muy divertida, la cuenta uno de sus músicos. Una vez le preguntó a Vilca cómo había llegado a la inspiración de uno de sus temas: “¿Conocés Deep Purple? -le dijo- Bueno, agarré una partecita de un tema y me la robé”. La anécdota termina con los músicos recorriendo disquerías de Capital Federal buscando discos de Deep Purple y tratando de encontrar ese fragmento inspirador. Nunca lo encontraron. Además de todo eso, en la obra del artista también hay rastros de rock, jazz, minué, de tango a lo Piazzolla. Las influencias en la obra de Vilca están ahí, pero nunca de forma evidente, siempre sugeridas, escurridizas, como un hombre perdido en el paisaje. En el de la Quebrada de Humahuaca, por qué no. Vilca tocó con muchos: Ricardo Mollo, León Gieco, Skay Beilinson y más. La figura de Mollo y Divididos, que grabaron uno de sus temas, fue clave. A partir de ahí Vilca tuvo gran reconocimiento en Capital Federal, que termina siendo el destino al que hay que llegar (si se quiere llegar) en un país centralista como este. Sin embargo el músico siempre volvía a su hogar. Para él el lugar propio es el que brinda la inspiración, el que da personalidad a la obra. Y vaya si la obra de Vilca la tenía: no lo convocaban a Cosquín porque su música era demasiado triste; tampoco le importaba demasiado. Sin mayor ambición que la de hacer conocer la obra de este músico jujeño, el documental avanza hacia el final con la emoción fuerte del recuerdo y del vacío que deja el silencio. Y con alguna frase que pinta de cuerpo entero al personaje: “La vida es una oportunidad para hacer algo bueno” decía Vilca. De eso se trata, ni más ni menos.
CÓMO SER FELIZ A Florencia sus padres se la han ido pasando de aquí para allá sin detenerse a pensar un momento qué es lo que pasa con ella, por qué manifiesta tal carácter autodestructivo. Cuando arranca Lejos de casa, sus problemas de adicciones generan el hastío de su padre. La solución, claro, es mandarla a pasar unos días con su madre en Pinamar que -nos enteraremos luego- la abandonó cuando era muy chica. La película de Laura Dariomerlo traza un prólogo veloz y feroz (algo que se repetirá en el epílogo), donde muy pocas escenas le alcanzan a la directora para construir un retrato de la desolación de su protagonista. El viaje de Capital Federal a Pinamar, entonces, servirá como remanso para el relato, que encontrará a partir de ahí otros tiempos, y también para la vida de Florencia, que se acercará a una suerte de epifanía y caminos posibles mientras transita las calles arenosas de la localidad balnearia. Es cierto que la película de Dariomerlo se recuesta en algunos clichés: Florencia anda siempre con su vieja cámara de fotos a cuesta, en un estereotipo algo peligroso de chica indie torturada. Claro que hay algo interesante en cómo la película va horadando ese lugar común hasta reconvertirlo en otro y, también, en cómo Cumelén Sanz construye una criatura que se aleja del perfil bucólico del que buena parte del cine argentino independiente abusa. Es como si en su derrotero ella pudiera aceptar que muchos de sus modos son formas de la autodefensa, como así también el estereotipo es un recurso de la película para identificar al espectador. El desacople de ese lugar de seguridad al que Florencia persona y personaje pertenecen llega en su fricción con los personajes que la rodean, especialmente su madre (Ana Celentano) y un kioskero que le alquila una pieza (Gabriel Gallicchio). Ambos se alejan de los estereotipos y se vuelven complejos, incluso con espacios que no terminan de ser rellenados por la película, como el vínculo que mantiene el kioskero con un dealer que recorre la ciudad, tal vez el personaje más flojo de Lejos de casa. En definitiva serán ellos los que alejen a Florencia de su zona de confort y la hagan discutir con sus demonios. Una vez que Florencia se enfrente a una situación límite, su mundo parecerá acomodarse nuevamente. O no. El epílogo de Lejos de casa presenta sus particularidades: otra vez las elipsis, otra vez una alteración del tiempo narrativo diferente a la del nudo del relato. Pero lo que en el comienzo era un viaje a la oscuridad del corazón de la protagonista, es ahora su reverso exacto. Los conflictos parecen haber llegado a su fin y el amor, lectura de Love story de Erich Segal mediante, surge irrefrenablemente. Hay algo en la música, que ya había generado su sorpresa extra-diegética en algún paseo en bicicleta, que baña todo con el espíritu de un cuento. Lejos de casa reconstruye así una mirada de la felicidad estereotipada. Como si Florencia no pudiera escapar, en todo caso, de construcciones prediseñadas para evidenciar sus emociones. Ese juego resbaladizo con la percepción de lo que es real y lo que no vuelve a Lejos de casa más interesante aún.